viernes, 8 de octubre de 2010

Orson Welles (1915-1985)

n UN GENIO NADA FRECUENTE. Por Guillermo Cabrera Infante

Una vez escribí una semblanza de Orson Welles y la titulé: Un genio demasiado frecuente. El título era una parodia de una pieza de Christopher Fry, dramaturgo inglés, titulada Un fénix demasiado frecuente. Arribos títulos, ambas piezas de literatura, eran en realidad un jeu d'esprit. Fry, sin embargo, tiene otro título que parece venirle de perilla (término de tabaco) a Welles. Es aquel de Que non quemen a la dama. En el caso de Orson Welles habría que pedir "que no quemen sus películas", porque a nuestro genio intentaron quemarlo vivo varias veces y él se portó, de veras, como un puro fénix, o un fénix puro.
Desde el Renacimiento no había un artista como Orson Welles de quien se pudiera decir con justicia que era precisamente un hombre del Renacimiento. Welles era, actor de teatro, director de escena, mago) de salón, escritor, adaptador, productor, director de cine, actor de cine y una personalidad única de quien hay que decir que te echaremos de menos hasta el día en que nos reunamos de nuevo en un cielo de celuloide. De otros artistas similares siempre podemos decir: "Pero queda su obra". Esto no es cierto en el caso de Orson. (Esa es otra característica wellesiana: siempre, a pesar de su rareza, lo trataremos familiarmente. John Ford o Ford, Howard Hawks, Hitchcock, pero por siempre Orson..) No es cierto que Orson Welles haya dejado una filmografía completa detrás. Con excepción de El ciudadano Kane, siempre tuvimos de él no la obra entera, sino fragmentos, pedazos de películas, retazos, y en el caso de The magnificent Ambersons, hasta un final que nunca filmó. Con todo, como muchas veces con Orson, los fragmentos componen una obra maestra, mientras las obras de muchos de sus contemporáneos se ven a trozos y trizas, atroces, No estaban hechas, evidentemente, para durar.
Orson siempre suscitó la envidia, cuando no el encono. Ya al llegar a Hollywood se dejó crecer una barba que era. una cortina de pelos para ocultar su doble barba. Las críticas, hoy día, parecerían ridículas. Muchos directores llevan ahora barba por un tiempo: Spielberg, Lucas, Scorsese. Nadie, por supuesto, ha pensado que son barbas radicales. Pero sucede que en 1940 ninguna figura pública había usado barba desde el asesinato del zar Nicolás. Marx y Engels usaban barba; Lenin tenía barba en todas sus manifestaciones políticas; Trotski, con su barbita, hacía parecer a Stalin con su bigote absolutamente lampiño. La barba de Orson era profusa, y los periódicos dieron en llamarle La Barba. Orson podía haber sido la mujer barbuda de un circo (en realidad cultivaba su pilosidad para su papel de héroe de Conrad) y todavía habría sido criticado. Hay figuras así en la historia de las artes. Todo lo que hacía Byron, de un incesto a un ciento, era criticado. Pushkin estaba hecho de escándalo ruso, y el escándalo le costó la vida en un duelo que nunca debió ocurrir. Mark Twain se quejaba ya de que la prensa lo perseguía. En este siglo, Hemingway profirió idéntica queja, con barba o sin barba. Dalí, con su bigote en guía, ha sido devorado por la prensa más de una vez. Todos tienen en común con Welles una indudable capacidad publicitaria. Crean atención y son noticia, y después se quejan. Lo que hace que la persecución no sea mera paranoia: todos son, de una manera u otra, perseguidos por la notoriedad, el escándalo y la fama.
Pero en el caso de Orson ese acoso se ha extendido a su arte. Nadie impidió que Hemingway escribiera y publicara sus libros; Dalí pinta todavía. Pero Orson, a partir de su completo control de Citizen Kane (por lo que todos tenemos una deuda con la RKO, radio de entonces que nunca cedió a la presión de la prensa Hearst y sus adláteres), después de terminar esta obra maestra absoluta se encontró en Hollywood no con los mecenas florentinos que le habían prometido, sino con una oposición casi universal. Así Orson pasó de ser enfant terrible a ser solamente terrible. Las alabanzas de prodigio se convirtieron en las acusaciones de pródigo, y Orson se transformó en una béte noire y su nombre de osito de peluche devino un monstruoso Oso Welles. Nadie en la historia del cine (ni siquiera los dos falsos vons, Stroheim y Sternberg, o el director que era para el cine lo que Einstein para la ciencia, Eisenstein) fue de tal victoria alabada a la derrota total. Orson, como Eric von Stroheim, pudo salvar la cara con afeites, barbas falsas y narices postizas, porque era un actor de carácter y tenía el físico y la voz, y una personalidad extraordinarias.
El hombre que en plena juventud había creado una obra maestra absoluta del cine se vio en su vejez reducido a una voz que alababa la bebida que odiaba, la cerveza. Eisenstein tuvo que complacer al más terrible crítico de cine, José Stalin, que le enseñaba siempre la vía recta, aunque muchas veces fue la via smarrita. Von Stroheim terminó fingiendo que dirigía a una Gloria Swanson demente que insistía en confundirlo con el epítome del director de éxito, Cecil B. de Mille. Von Sternberg acabó obligado a hacer una Marlene morena de Jane Russell en una Macao tan de cartón piedra como esa misma ciudad concebida por Orson en La historia inmortal, con el beneficio de dos mujeres (Blissen, Moreau) menos llamativas que la estrella ampulosa que Von Sternberg quería desinflar con sus puyas. Con Jane Russell, el Von habría tenido que usar dos puyas.
Pero Welles fue en la RKO (le la cima a la sima. Su siguiente película, The magnificent Ambersons, fue montada (el verbo casi sugiere una yegua) en su ausencia, terminada del todo y exhibida antes de que Orson pudiera decir OK. Para añadir injuria al insulto la cinta fue exhibida en un programa doble junto con la obra maestra de Lupe Vélez La fogosa mexicana ve un fantasma. En cierta manera, en ese programa Orson compartía las carteleras con Leon Erroll. Nadie, tan pronto, pudo caer tan bajo. Por supuesto, Orson pasó a crear más de una obra maestra, corno El extranjero, que Orson, para darse lija, llamaba su peor película. En Hollywood hizo también La dama de Shanghai, que no sólo es un thriller sino una de las películas más hermosas de los años cuarenta. Poco después, y como adiós a Hollywood, dirigió y actuó en una de las cintas; más feas de los años cuarenta. Pero su fealdad es como la del día con que comienza la obra: "Un día tan feo y tan bello no he visto", dice Macbeth y lo repite Orson con un atroz acento escocés, pero con un sentido de la imagen épica-trágica sólo igualable al de Eisenstein en Iván el terrible. No voy a hacer una crítica de todas las películas de Orson Welles, ni siquiera mencionar la media docena de obras maestras que tiene a su vez.
Quiero hablar momentáneamente de Orson Welles actor. Criticado por muchos como un ham (palabra inglesa que quiero traducir por jamón, ya que guarda la misma alusión al jamón ahumado, a la pierna de cerdo, y tiene connotaciones con mojama, es decir, cecina, jamaca y jamás: un actor que ronca en sus laureles), como un ham que es la, peor clase de actor, aquel que da, ganas de reír en la tragedia, de: llorar en la comedia y de irse del teatro en el melodrama. Pienso, por el contrario, que Orson Welles es el mejor actor shakespeariano que ha tenido el cine, solamente igualado por Lawrence Olivier en el teatro. Curiosamente, después de las últimas actuaciones de Olivier en el cine, mucha gente empieza a decir -privadamente, claro- que sir Larry es un jamón. Es la misma gente que en el apogeo de Orson creía que Gregory Peck era un gran actor. Es la que al ver The marathon man piensa que Dustin Hoffman le dio lecciones de actuación a Olivier. Es la que prefiere un jamoncito dulce a un gran jamón. Por supuesto, a nosotros, los que estamos aquí, nos parecerá siempre que John Barrymore era irresistible, fuera jamón de York o curado en alcohol. Jamón, jambon, James Bond.
Orson Welles actor tocó fondo cuando actuó en Casino Royale. Allí permitió ser manoseado por un caso patológico llamado Peter Sellers. Si ustedes quieren saber qué es el delirio de grandeza no hay más que seguir los pasos esquizoides de Sellers a partir de Lolita. Quien quiera que crea que John Lenrion volaba en un globo de marihuana cuando dijo: "Soy más popular que Cristo", espere a oír a Sellers diciendo sin el menor deje cómico en su voz de vodevil: "Dios tiene un pacto conmigo". Welles tuvo que soportar el desaire de este actor patético cuando rodaron una escena juntos. Tomaron, a petición, todos los close-ups de Seller y dijo sus bocadillos. Welles estaba a un lado de la cámara leyendo el guión. Cuando le tocó a Welles hacer los planos opuestos, Sellers dejó el set sin ninguna explicación, sin excusa. Orson tuvo que ser a su vez su parte y la parte del doble. Había perfeccionado una técnica que le había servido mucho en Otelo (donde un plano se filmaba en Mogador, Marruecos, y el contraplano en Venecia, muchos meses después), y que consistía en imaginar que en los close-ups habla con un actor invisible que más parecía un trípode que una bípeda figura humana. Pero no dejaba de ser, de parte de Sellers, un insulto deliberado. Sellers -tenía que serlo- era un actor de voz cómica, pero su ego, comparado con Welles, era de una dimensión abismal.
Ahora llegamos a otra calumnia levantada contra Orson: su don de derroche, su desprecio por la industria que lo acogió, su extravagancia. Nada puede ser más falso. Orson, de hecho, hizo siempre las películas más baratas del cine de su tiempo, cualquiera que fuese, y en Macbeth consiguió hacer cine con miserias. Después de su ida a Europa, en sus obras maestras como Otelo, Faistaff, Mr. Arkadin y hasta Fake, fue Orson el que puso dinero de su bolsillo, ganado aceptando los más irrisorios papeles, para terminarlas. No hay, por otra parte, director en toda la historia del cine al. que el cine le haya costado dinero, además de los proverbiales sudor y lágrimas. Con Orson todo productor estaba dispuesto a cobrarse su libra en carne, y muchas veces lo conseguían. Orson, por supuesto, de carne tenía más de una libra.
Iba a hablar de la máxima calumnia contra Orson, perpetrada por una crítica eminente, Pauline Kael, del New Yorker. La señora Kael escribió todo un libro para demostrar la cuadratura de un círculo vicioso: Orson no hizo Citizen Kane. Todo es el concepto de un guionista menor, Herman Mankiewicz. Orson sólo siguió sus pautas, como un músico anónimo la partitura. El argumento, absolutamente ad hominem, es tan falaz que la sola visión no de la película, sino de una solo foto fija de El ciudadano Kane nos convence de la mediocridad de Mankiewicz, casi un hack, frente a la concepción visual de Orson, maestra.
Orson fue, a pesar de los Sellers y los buyers, un gran actor de cine. Dicen los que lo vieron que también fue un extraordinario actor teatral. Pero en el cine está la evidencia, y todos podemos comprobarla. Del joven Charley hasta el sexagenario Charles Foster Kane hay una extensa gama de actuación, tan notable como la visión del paso del tiempo en la cara del actor. De aquí arrancan todos los grandes momentos histriónicos que nos ha regalado Orson. Algunos ingratos (críticos tanto como público) han rechazado estas piezas de bravura como el peor histrionismo. Nadie les prohíbe que detesten su delicioso Falstaff, que es un monumento a la gula y a la cobardía, pero también a la lealtad. En Touch of Evil, Orson logró en Hank Quinlan su mejor actuación, a pesar del sebo y la sevicia. Pero, por mi parte, prefiero para siempre su Harry Lime, el más atractivo de todos los villanos de esa década de malvados minuciosos que son los años cuarenta. Usando un sombrero y un abrigo negro y la oscuridad rota por un spot, Orson no tuvo más que dirigir su mirada de soslayo, de abajo arriba, como el malhechor que surge de las alcantarillas para casi conquistar de nuevo el amor de un Joseph Cotten tan gris como la ciudad en la niebla. La apoteosis del melodrama es ese hombre lívido vestido de negro: bolsa negra, negro el mismo, cinema noir.
Hay dos anécdotas (y la historia del cine, como la otra historia, no es más que una cadena de anécdotas, chismes y la constante reescritura del texto por el ganador) que sirven para mostrar a Orson en una luz más cruda que la de un reflector en una calle de Viena, ejerciendo ahora una suerte de picardía noble, que era a la vez su salvavidas particular y su modo de financiar su cine. Había un bailarín cubano a quien le gustaba comer más que bailar y se puso gordo, inflado: un globo que nunca tuvo su ascenso. Su gran momento ocurrió en Words and music, junto a Judy Garland, brevemente, en un paso de rumba o dos, su enorme culo coloreado moviéndose alrededor de una casi caquéctica Garland. Este rumbero con más kilos que kilómetros recorridos de Cuba se llamaba Sergio Orta. Todavía se llamaba así cuando regresó a Cuba, pensando que tenía nombre en el cine. No ocurrió nada con él en La Habana y tuvo la luminosa idea de venir a España. En Madrid no pudo dar un paso de rumba, pero se hizo coreógrafo. Como se sabe, la coreografía es el último refugio del bailarín; pero Orta hizo dinero, y cuando se cruzó en su camino Orson -de gordo a gordo- tenía 40.000 dólares en el banco y más de 50 años.
De alguna manera, Orson, que podía ser muy persuasivo, convenció a Orta de que invirtiera en su película (Mr. Arkadin, por supuesto). Sería un éxito seguro de taquilla y además de recobrar su dinero ganaría mucho, tendría un papel en la trama, y su nombre, en las marquesinas de todo el mundo civilizado. ¿Y quién quiere estar en las marquesinas del mundo bárbaro? Orta cayó. O, mejor dicho, mordió, y Orson capturó su ballena y la arrimó a la orilla segura. Escribió especialmente para el bailarín de plomo una secuencia que ocurría en la cocina de un restaurante de Múnich, pero estaba toda hecha en el estudio, en Madrid. Orta y Orson orquestaron un ballet rojo. Akim Tamiroff entraba a la cocina buscando el paté de sus sueños, sin saber que mientras perseguía al ganso lo perseguían con mayor afán. Pero el verdadero ganso fue Orta. Después de estar filmando durante días una escena en que finalmente le clavaban en la crasa espalda un cuchillo dirigido a Tamiroff, Orta moría en una agonía de rumbero caído. Pasaron los meses, se estrenó Mr. Arkadin y cuando Orta llevó a la première a algunos amigos, advertidos de su participación digna de un oscar, Orta, con Orson, vio que de su participación en el crimen y en la muerte quedaba un cocinero gordo, iracundo y violento que esgrimía un enorme cuchillo ante la visión patética (debe de venir de paté) de Tamiroff. Durante días Orta persiguió a Orson con un idéntico cuchillo. Los gordos porosos nunca se encontraron.
La otra ocasión fue cuando el muy rico y muy emprendedor Michael Winner se hizo director de cine. Orson supo que Winner (cuyo nombre en inglés quiere decir ganador) era millonario por su familia y firmó en seguida el contrato para la primera película del muy bisoño director. Se titulaba, creo que se titula todavía, I'Il neverforget whatshisname. Winner fue temprano al estudio a esperar a Welles, que vino dos horas más tarde. Cuando Winner le explicó la secuencia, los encuadres y la mise en scène, Orson (que ya le había dicho a Winner con una sonrisa: "Llámame, Orson"`) miró el set, dio la vuelta a la cámara y a la trama y le explicó a Winner: "Mira, Mike, en esta escena tú tienes a tu actor principal y lo coges con la cámara de frente, conmigo de espaldas. Luego vas dando la vuelta con la cámara en dolly y recorres toda la habitación, siempre con tu actor en cárnara". Winner estaba encantado. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? "Perfecto, Orson. Tú te sientas aquí". Orson le interrumpió: "No exactamente. Como yo estoy de espaldas a la cámara, no me necesitas. Puedes usar un doble, cualquier doble. Y como vas a estar ocupado toda la mañana en ese shot (no olvides los dollies), y tendrás que hacer retakes, yo ahora me voy a Londres a almorzar al Savoy y vengo por la tarde y completamos mis close-ups". Winner todavía no ha olvidado la lección de Orson. Le hizo falta para controlar a Charles Bronson, un Orson bronco.
Cuento estas historias porque son divertidas y porque muestran que Orson era un hombre del Renacimiento. En el Renacimiento estuvieron contratados por el mismo estudio el violento Miguel Ángel y el dulce Rafael y el inventor de la mise en scène en pintura, Leonardo, quien, como Orson, fue acusado de que nunca terminaba un cuadro. Recuerden que en inglés cuadro se llama también a las películas; todos son pictures. La Mona Lisa y F. for Fake, La última cena y The magnificent Ambersons y La creación y Citizen Kane. ¿Presuntuoso? En todo caso presuntuorson.


Orson Welles

n ENTREVISTA A ORSON WELLES

Periodista: Hamlet es un personaje muy curioso porque a veces parece creer en Dios y otras veces lo niega.
Orson Welles: ¡Oh! Cree en Dios, estoy seguro.
P: Pero no lo parece durante su famoso monólogo.
OW: Sí hombre, sí. ¿No piensa usted que el mundo está lleno de gente que cree en Dios y sin embargo no cree ni en el cielo ni en el infierno? ¿No piensa usted en la posibilidad de creer en Dios y no creer en la existencia del cielo ni del infierno? Estoy seguro de que habla del Paraíso y de todo eso pero sin referirse a dios. El no se pregunta "es o no es", sino "ser o no ser". Es muy distinto.
P: ¿Acaso deja eso entrever que el alma no es inmortal?
OW: Bueno, sabe usted, hay un montón de herejías cristianas que afirman que el alma no es inmortal, y existen desde hace mucho tiempo. Está Dios, pero su existencia no implica que el alma sea inmortal. Yo no creo que Shakespeare, con todo lo legitimista que era en temas tales como el trono, la corona o el propio Dios, haya puesto jamás en entredicho, conscientemente, la existencia de Dios; a lo mejor lo hizo de forma inconsciente, pero, conscientemente, para él, Dios existía. Ahora bien, que también existiera toda su corte divina, su palacio con todos sus cortesanos, su cielo y su infierno; eso puede que Shakespeare lo dudara. Que la corona y el trono existen, eso sí que lo creía, como lo demuestra su manera de hablar de la realeza, y no se pueden sentir tales sentimientos hacia un rey a menos que se pueda afirmar la existencia de Dios. ¿Un rey sin Dios? Eso no tiene sentido porque es el representante de Dios.
P: Pero Shakespeare es también un hombre del Renacimiento, y el Renacimiento marca el comienzo de la crítica a la religión.
OW: Perdón, pero yo no diría que ése es el principio. La crítica a la religión comienza aquí, en París, mucho antes del Renacimiento.
P: Sí, pero en Inglaterra...
OW: Allí también, mucho antes. ¡Thomas Wickham! ¡Acuérdese de él! El Renacimiento inglés ya no se preocupó de criticar la religión, mil perdones, pero no demostró, pura y simplemente, el menor interés por ella. En Inglaterra, la verdadera crítica a la religión se sitúa en el siglo XIV.
P: En el siglo XIV la gente era aún muy prudente; comenzaron a serlo cada vez menos en el Renacimiento.
OW: Sí, pero lo que paso realmente durante el Renacimiento fue que el hombre pasó a convertirse en el tema central de la tragedia de la vida. Eso fue lo que pasó: que se dio importancia al hombre. Eso sí, Fausto apareció en el Renacimiento. Pero el tema no era ya criticar a la religión; la había relegado a un papel secundario en la tragedia de la vida. A Shakespeare no le interesaba la religión, no más que al resto de escritores renacentistas, ya fueran italianos o no.
P: Decía esto porque sin duda Shakespeare debió leer a Montaigne.
OW: ¿Montaigne? ¿Ha dicho usted Montaigne? Es mi autor preferido, sabe usted.
P: Shakespeare leyó a Montagne traducido por Johannes Florio.
OW: El famoso Florio, sí, puede ser.
P: Y el escepticismo y la incredulidad congénita de Montaigne tal vez...
OW: Eso no puedo aceptarlo porque, para mí, Montaigne es el escritor más perfecto que haya existido en este mundo. Le leo, literalmente, todas las semanas, de la forma en que la gente puede leer la Biblia, no mucho rato; abro mi libro de Montaigne, leo una o dos páginas, al menos una vez a la semana, únicamente por placer, así, sin más. Para mí, es uno de los mayores placeres del mundo.
P: En francés o...
OW: En francés, por el placer de su compañía. Y no es fundamentalmente por lo que cuenta, sino porque es un poco como estar esperando a un amigo, sabe usted. Para mí, es maravilloso, muy querido. Le tengo mucho afecto. Es un gran amigo de toda la vida. Y por otro lado, se aproxima mucho al espíritu de Shakespeare, al menos en cuanto a la violencia.


Orson Welles

n ENTREVISTA A ORSON WELLES, POR PETER BOGDANOVICH (FRAGMENTO). "CAMPANADAS DE MEDIANOCHE"...

Peter Bogdanovich: ¿Diseñaste los escenarios para Campanadas a medianoche?
Orson Welles: Sólo construimos un escenario... La Cabeza de Jabalí, en un garaje.
P. B.: ¿Por qué en un garaje?
O.W.: Resultaba mucho más barato que en el plató de un estudio de cine.
P.B.: Ese escenario lo diseñaste tú mismo, ¿no es así?
O.W.: Y lo que es peor, yo mismo tuve que pintarlo personalmente y montarlo y todas esas cosas. Por lo que se ve nunca soy capaz de encontrar gente que sea capaz de hacer las cosas como Dios manda. Tuve que pintarlo todo a mano en el escenario que representaba la tienda de antigöedades de Michael Redgrave.
P.B.: ¿En Mr. Arkadin?
O.W.: Así es. Noche tras noche, noches enteras, yo mismo, personalmente, después de haber dejado atrás todo un día de rodaje tras la cámara. ¡Dios mío, la cantidad de trabajo que puse en ello!
P.B.: ¿Qué hay del palacio?
O.W.: ¿El palacio en Campanadas a medianoche...? Bien, filmamos una semana en una iglesia en ruinas. Después de eso todo lo que tenía era un pequeño trozo de muralla contra la parte lateral del garaje. Todos esos interiores se hicieron con un trozo de muralla de escayola y un buen número de columnas en miniatura en primer término.
P.B.: ¿Diseñaste también el vestuario?
O.W.: Sí. Me pasé todo el verano haciendo los diseños más detallados de las ropas. Creo que fueron hechos con demasiado cuidado..., ya sabes, aptos para primeros planos. Y todos ellos, absolutamente todos, nos fueron robados. Me lo tengo merecido por hacerlos demasiado bonitos.
P.B.: ¿Cuánto costó Campanadas a medianoche?
O.W.: Un millón, uno.
P.B.: Barato. ¿Cómo lo hiciste?
O.W.: Recortando gastos por todas partes.
P.B.: ¿Por ejemplo?
O.W.: Por ejemplo, cosas como terminar a la actuación de John Gielgud en el importante papel de Enrique IV en sólo diez días. Después, cuando se hubo marchado, hicimos las tomas en las que aparecía de espaldas sustituyéndolo con un extra español. Hay una escena en la que deben aparecer los siete actores principales y en la que, literalmente, ninguno de los fotografiados es quien se supone que debe ser. Un falso Gielgud, un fingido Hotspur..., cada uno de ellos fue sustituido por un figurante.
P.B.: Consecuentemente, ¿tuviste que cortar mucho más de lo que te hubiera gustado?
O.W.: No puedo afirmar que la escena habría salido mejor haciendo actuar al verdadero reparto al completo.
P.B.: Las películas cuestan tanto dinero que el que las hace se convierte, a la fuerza, en un hombre de negocios, ¿no te parece? Preocupado por los costes y...
O.W.: En cómo conseguir la pasta, en primer lugar. Sin un estudio que te apoye o sin contar con un promotor como socio, uno mismo tiene que hacer todo lo necesario para conseguir el dinero.
P.B.: Sé que tuviste ofertas de apoyo financiero para la producción de Campanadas a medianoche si la hacías en color, pero que tú sólo quisiste hacerla en blanco y negro. ¿Por qué, específicamente?
O.W.: Bien, era principalmente una película de actores, y el color, como tú sabes, es un gran amigo que ayuda al cámara pero un enemigo del actor. Los rostros de color fotografiados en color tienden a parecer trozos de carne, ternera, vaca, buey..., cosas así...
P.B.: Y el maquillaje no sirve de nada.
O.W.: Lo empeora. La única solución es no usar maquillaje en absoluto.[...]
P.B.: ¿Cómo conseguiste ese acentuado contraste tan fuerte entre el blanco y negro en las escenas del bosque?
O.W.: Filtro rojo. Cada metro de película fue filmada con filtro rojo..., incluso los interiores. Y usamos arcos voltaicos. No hay una sola toma con luz incandescente en toda la película.
P.B.: Le da casi la calidad de un grabado en madera.
O.W.: “Casi” es la palabra. Yo quería un negro más real, un blanco más real... [...]
P.B.: ¿Te gusta el montaje?
O.W.: Es como escribir..., algo para hacer en solitario. Se necesita una gran capacidad para el trabajo común, para el trabajo penoso y seguido... Diez horas al día, todos los días, mes tras mes.
P.B.: En el montaje lo que actúa es el instinto, ¿no es así? Es lo que hace decidir cuál es el fotograma exacto en el que hay que meter la tijera.
O.W.: Un sentido del ritmo...Eso es todo. La forma exacta de una película musical.
P.B.: Eso es algo que no se puede enseñar.
O.W.: Hasta cierto punto sí. Si un día me decidiera a enseñar cómo hacer una película, daría mis clases en torno a una moviola.
P.B.: ¿Qué sientes sobre las formas del fundido o del fade out al final de una escena, ahora que todo el mundo se limita a cortarlas para pasar a la siguiente?
O.W.: Yo utilizo el corte directo desde el primer momento, incluso si hay que cortar a medias una frase...y también utilizo largos fundidos. No creo que haya una regla que determine lo que debe o no debe hacerse. Es una pena cuando se hace algo simplemente porque se ha puesto de moda.
PB: Hay muchos directores que tienen a un montador en el plató durante todo el tiempo.
O.W.: La mayoría de los directores en las películas con mucho tiempo de rodaje y elevado presupuesto. Y los montadores siempre dicen: “Vamos a protegernos. Cubramos también esa escena”. Lo que quieren es protegerse. Si un hombre le dice a un director dónde debe cortar, o está obrando falsamente o es también un director.
P.B.: Hablando en teoría, ¿crees que un director sólo debe filmar lo que sabe que va a necesitar?O.W.: Peter, creo que es posible que un director haga una buena película sin estar interesado en el montaje, o en la cámara e, incluso, sin estar interesado en los actores. Los filmes de primera categoría se hacen de acuerdo con cualquier sistema que se pueda pensar. [...]
P.B.: Nunca planificas.
O.W.: Hago los planes más elaborados y detallados que nunca has visto y después los tiro a la papelera. Los proyectos no se hacen para ser ejecutados sino que los hago para prepararme para la improvisación. De ese modo dejo atrás un buen número de cosas terribles y estoy dispuesto para recibir cualquier cosa que los actores tengan para sorprenderme con ella. La cámara debe estar al servicio de los actores y no los actores al servicio de la cámara. Yo me meto en la cabeza cuatro o cinco películas y cuando llego al plató ni siquiera intento filmar una de ellas. Son como ejercicios... Un actor extiende una mano, hace sol, una nube se mueve y todo el relato se debe cambiar. [...]
P.B.: ¿Qué le responderías a alguien que te preguntara qué habría que enseñar a un grupo de personas que quieren ser directores de cine?
O.W.: Sostener un espejo frente a la naturaleza... ése es el mensaje de Shakespeare al actor. ¿Qué más puede aplicarse y qué puede ser más cierto con relación al creador de una película? ¡Si no sabes nada de la naturaleza frente a la cual sostienes el espejo, qué limitada debe resultar tu obra! Mientras mayores y más numerosos sean los homenajes que la gente de cine se rinda entre sí y a sus películas, más se parecerá la vida a la última escena de La dama de Shanghai: a una serie de espejos que se reflejan unos a otros. Una película debe y tiene que ser un reflejo de la entera cultura del hombre que la hace, de su educación, su conocimiento humano, su capacidad de comprensión. Todo esto es lo que informa una película.
P.B.: Un director crea, pues, su propio mundo...
O.W.: Seguro. Y el grado hasta el que esto puede ser hecho depende de lo que él mismo tiene como materias primas. El director de cine debe seguir siendo siempre una figura ligeramente ambigua, entre otras cosas porque mucho de lo que firma con su nombre procede de otra parte, porque muchas de sus mejores cosas son meramente accidentes que preside. O son un don de la buena suerte. O de la gracia.
P.B.: Y la mecánica de hacer un filme...
O.W.: ...se le puede enseñar a cualquier persona inteligente en un fin de semana.
P.B.: Del mismo modo que Toland te enseñó a ti la mecánica de la cámara.
O.W.: Sí. El resto es lo que uno tiene que aportar a la maquinaria.
P.B.: Y uno es...
O.W.: ...el ángulo con que se sostiene el espejo. Lo que finalmente resulta interesante no es el temblor romántico o el movimiento nervioso con el que se sostiene el espejo..., sino la imagen que éste nos devuelve.
P.B.: El tema, no la técnica.
O.W.: ¡Oh, no estoy atacando la técnica!
P.B.: ¿No es eso lo que quieres decir con el ángulo del espejo?
O.W.: Quiero decir que ese ángulo está determinado por la moral, la estética y la orientación ideológica. Sabemos hasta qué extraordinaria extensión todo depende de ese ángulo. Un espejo es simplemente lo que es.
P.B.: Tu producción para Mercury de The Five Kings (1939) fue una versión temprana de Campanadas a medianoche, ¿no es así? Quiero decir que usaste la misma obra de Shakespeare.O.W.: Estaba pensando que The Five Kings se hiciera en dos partes para ser exhibida en dos sesiones. Hicimos una sola, utilizando Ricardo II, Enrique IV, partes I y II, y Enrique V. La segunda parte debía incluir Enrique VI, partes I, II y III, y Ricardo III. Todo un barrido de las obras de la historia inglesa. Años más tarde, Peter Hall hizo más o menos lo mismo en Stratford, pero sin esa condensación.
P.B.: Y tú hiciste el papel de Falstaff.
O.W.: Dos veces en el teatro. En Dublín, no hace mucho (1960), una especie de prueba para la película. Incluso el mismo título.
P.B.: ¿No has tomado, también, algunas escenas de Las alegres comadres de Windsor?
O.W.: Escenas no. Sólo algunos diálogos de Falstaff.
P.B.: ¿Y usaste los escritos de Holinshed para la narración en Five Kings como hiciste en Campanadas a medianoche?
O.W.: Correcto.
P.B.: Dicho de pasada, ¿cuál fue ese actor que no sabía hablar?
O.W.: Walter Chiari.
P.B.: No creo que el personaje fuera escrito de ese modo en Shakespeare...
O.W.: No, pero se llamaba Silencio y ese me pareció un buen motivo para hacerlo prácticamente incapaz de hablar a causa de una horrible tartamudez.
P.B.: Le diste también un extraño aspecto visual usando una lente de gran angular, ¿no fue así?
O.W.: Y también con maquillaje: nariz falsa, algodón en el interior de los carrillos. Realmente es un guapo ex jugador de fútbol. Un soberbio comediante y una gran estrella en la revista italiana.
P.B.: De nuevo en Campanadas a medianoche me quedé sorprendido por su notable economía de expresión. Es un filme muy conmovedor, pero todas las escenas emocionales se mantienen bajo control. A veces se te acusa de ser...
O.W.: Oh, sí, ya lo sé, “elocuente y todo eso, pero falto por completo de medida y equilibrio...”.P.B.: Representas tu última escena con Hal con un dominio casi espartano.
O.W.: ¿Qué más? Es un momento de tremenda importancia en Shakespeare. Tiene que ser guardado como un tesoro, es demasiado delicado para que los actores lo traten con demasiada rudeza. Toda la película es una preparación para esa escena.

[Fragmentos de Ciudadano Welles, por Peter Bogdanovich (Ed. Grijalbo, 1992)]



Orson Welles

n ENTREVISTA A ORSON WELLES. “EL PROCESO”...

Periodista: En “El proceso” parecía que estaba usted haciendo una crítica severa del abuso del poder; a no ser que se refiera a algo más profundo. Perkins parecía una especie de Prometeo…
Orson Welles: También es un pequeño burócrata. Creo que es culpable.
P: ¿Por qué dice que es culpable?
OW: ¿Quién sabe? Pertenece a algo que representa el mal y que, al mismo tiempo, es parte de él. No es culpable de lo que se le acusa, pero de todos modos es culpable. Pertenece a una sociedad culpable y colabora con ella. De todas formas, no soy un analista de Kafka.
P: Existe una versión del guión con un final diferente. Los verdugos matan a puñaladas a K.
OW: Ese final no me gustaba. Creo que, de todos modos, se trata de un “ballet” escrito por un intelectual judío anterior a Hitler. Después de la muerte de seis millones de judíos, Kafka no habría escrito eso. Me parecía anterior a Auschwitz. No quiero decir que mi final sea bueno, pero sí que era la única solución. Tenía que cambiar a una velocidad superior, aunque sólo fuese por unos instantes.
P: En la transposición al cine de “El proceso” hay un cambio fundamental; en el libro de Kafka, el carácter de K. es más pasivo que en el filme.
OW: Yo lo hice más activo, exactamente hablando. No creo que los caracteres pasivos sean apropiados para el drama. No tengo nada contra Antonioni, por ejemplo; pero para interesarme, los personajes deben hacer algo; desde un punto de vista dramático, ya me entiende.
P: “El proceso”, ¿era un antiguo proyecto?
OW: Dije una vez que se podría sacar un buen filme de la novela, pero no pensaba hacerlo yo mismo. Vino a verme un hombre que creía que podía conseguir dinero para que yo hiciese un filme en Francia. Me dio una lista de filmes y me pidió que eligiese. Y de aquella lista de quince filmes escogí el que –me parece- era el mejor: El proceso. Puesto que no podía hacer un filme escrito por mí mismo, escogí a Kafka.
P: En “El proceso”, el largo travelling de Katina Paxinou arrastrando el baúl mientras que le habla Anthony Perkins, ¿era un homenaje a Brech?
OW: Yo no lo veo así. Había una larga escena con ella, que duraba diez minutos, y que además corté la víspera del estreno en París. No he visto el filme entero más que una vez. Todavía estábamos en el proceso de mezcla, y se nos echó encima el estreno. En el último momento abrevié la escena de diez minutos. Debería haber sido la mejor escena del filme, pero no lo fue. Algo salió mal, supongo. No sé por qué, pero no resultó. El tema de aquella escena era el libre albedrío. Estaba teñida de Comedie noire. Fue capricho mío. Ya saben, siempre me he dirigido en contra de la máquina y a favor de la libertad.
P: Cuando Joseph K. ve aparecer las sombras al final con la historia del guardián, la puerta, etcétera, ¿se refiere esto a sus propias reflexiones sobre el cine?
OW: Se refiere a un problema técnico planteado por la historia que teníamos que narrar. Si la contábamos en aquel preciso momento, el público se dormiría; por eso la cuento al comienzo y no hago más que evocarla al final. Entonces, el efecto es equivalente a contar la historia en aquel momento, y así pude contarla en cinco segundos. Pero, de todos modos, yo no soy el juez.
P: Un crítico que admira mucho su obra ha dicho que en “El proceso” se estaba usted repitiendo…
OW: Efectivamente, me repetía. Creo que lo hacemos en todo momento. Siempre volvemos a tomar ciertos elementos. ¿Y como se puede evitar? La voz de un actor siempre tiene el mismo timbre y, consecuentemente, se repite. Lo mismo pasa con un cantante o un pintor. Siempre hay cosas que vuelven, porque forman parte de la propia personalidad, del propio estilo. Si no entrasen en juego estas cosas, una personalidad seria tan compleja que se haría imposible identificarla.
No es mi intención repetirme, pero en mi obra debería haber, en efecto, referencias a lo que he hecho en el pasado. Digan lo que quieran, pero El proceso es el mejor filme que he hecho. Nos repetimos sólo cuando estamos cansados. Bueno, pues yo no estaba fatigado. Nunca he estado tan contento como cuando hice este filme.
(…)

(Fragmento extraído del libro “entrevistas con directores de cine II” de Andrew Sarris. Editorial N y C)


Orson Welles

n ENTREVISTA A ORSON WELLES. Por Alfonso Tealdo (La Prensa, miércoles 5 de agosto de 1942, Perú).

¡Orson Welles! El hombre que hizo temblar a Nueva York. Aquí está, señores.
–¿Whisky con soda?
–¡No! Peruvian drink.
–¡Pisco sauer!
–Trago peruano.
Su voz parece la del radio cuando se le ha puesto todo el volumen. ¿No recuerdan ustedes? Un día a este muchacho de 27 años, allá, en los Estados Unidos, se le ocurrió radio-teatralizar la obra de H. G. Wells: “La Guerra de los Mundos”. Y fue terrible. Por la Quinta Avenida avanzaron los ejércitos tremendos de los marcianos. Una mujer, ultrajada por un hombre de Marte, se quitó la vida. Todos vieron a los habitantes del planeta guerrero. Vibró hasta la médula la ciudad más populosa del mundo. Temblaron como niños los rascacielos. Y aquí está con nosotros, en el bar del Hotel Bolívar. Sí, existe Orson Welles. Saco azul a rayas blancas, corbata roja. Igual a todos. Aire mongólico en los ojos. Acciona como un títere. Pero no es un títere. Es un hombre excepcional. Profundamente sincero. Cuando usted le dice:
–”El Ciudadano (Kane)” es la mejor película que se ha hecho en los Estados Unidos, él responde:
–¡Yes!
Sin que le brillen de vanidad los ojos. Y es verdad. Naturalmente, usted no estuvo entre los que se salieron cuando se exhibió esa magnífica película. Usted comprendió hasta el último centímetro de celuloide. ¿Verdad?
Orson Welles. Nació en Wisconsin. Fue concebido en Río de Janeiro. Se educó en la India. A los seis años, pierde a su madre; a los doce, a su padre. Huérfano. ¿No es así? Y al hablar de esto prescindimos de los detalles. ¡Para qué! Para qué, si aquí, frente a nosotros, está él, el “self made man”.
–¡Pisco sauer!
–No, no estoy cansado. Conversemos.
–Sí, cuatro meses tratando de encontrar tema para un film. Vistas… ensayos. Nada más. No he encontrado nada con contenido intelectual.
Esa es su respuesta cuando le preguntamos por el Carnaval de Río. ¿Y las bahianas con sus trajes sensuales, con todos los colores de la pasión? ¡Nada! Claro. Orson Welles no es un comerciante. Oídlo:
–No hay eso que llamamos Sud América. Ese término no significa nada.
Él busca ambientes. Todos somos diferentes para él. Él quiso reunir cinco cortas historias en un film. Y se regresa sin haberlas encontrado.
–¡Peruvian drink!
Los ojos se prolongan en arrugas cuando piensa.
–¿Cree usted que hay vida en marte?
Y ríe estrepitosamente. Como un muchacho.
–Y entre nosotros aquí, ¿en la Tierra?
Y se quedó callado, dramáticamente.
–Y ese famoso pánico, allá en Nueva York, cuando usted transmitió una audición, simulando que los marcianos nos habían invadido. ¿a qué lo atribuye usted? ¿A la técnica de la radio o al carácter del hombre norteamericano?
–¡Protesto!
Él cree que cada pueblo está dominado por un instrumento. En Estados Unidos es la radio y nada más.
–Aquí, en el Perú… ¿cree usted?
Y él nos dijo que sí.
Y ríe. Marte, para él, es su principal motivo de risa.
–Yo le hice un gran daño a la radio –nos dice–. Antes de mi obra sobre la invasión de los marcianos se creía que era verdad lo que la radio decía. Después no.
–¿Y usted estaba seguro de provocar un pavor colectivo de esas proyecciones?
–Sí.
–¿Por el carácter del pueblo norteamericano? ¿O por…
–¡Protesto!
Protesta y nos queda mirando con los ojos muy abiertos. Es un gran norteamericano.
–¡Pisco sauer!
–Sí, leo todo el tiempo… Shakespeare… Me gusta más Mozart que Beethoven… No, romántico, no: yo soy un clásico.
Y de repente, se queda sorprendido de estar entre nosotros. Como si fuéramos de Marte. Alguien le pregunta:
–¿Le interesa la elegancia?
Y él responde:
–Sí, cuando existía.
–¿Y la vanidad?
Y no respondió. Pero después de permanecer callado, y sin contestar a las dos o tres preguntas que siguieron, dijo:
–La vanidad es lo menos importante.
–¿Y Kane, el personaje de “El Ciudadano”?
–Era un hombre que no creía en nada. Solo creía en su personalidad. ¡Terriblemente cínico! Pero la gente no podía dejar de quererlo. Provocaba una gran admiración.
–La personalidad contra la moral?
–Sí; y sólo los grandes hombres pueden hacer eso.
–¿Y usted lo admira?
–No, me da pena.
De una tragedia irremediable, Orson Welles hizo la obra de la piedad y de la comprensión. Eso fue “El Ciudadano”.
–Escritor, desde muy joven. Primero hice historias detectivescas; después, libros de enseñanza. Me encanta educar. Es el trabajo más importante que hay en la vida: enseñar. Y lo difícil no es aprender: lo difícil es estimular.
Mucho dinero gana Orson Welles en la radio. Y toda esa ganancia la invierte en las funciones de su teatro “Mercury”. Allí representa obras clásicas y de interés social.
–¿Socialmente, cómo quiere usted, Welles, que sea el mundo?
–Cuando durante mis viajes –nos dijo– veo a la gente a través de los cristales del ferrocarril, del automóvil o del hotel, me gustaría que cada persona de las que contemplo tuviera las mismas oportunidades que yo.
Y luego:
–¿Por qué sólo Orson Welles puede ser un triunfador? Yo pertenezco al uno por ciento de los que pueden triunfar. ¡Y lo que sería el mundo si todos los que lo merecen pudieran!
–¡Pisco sauer!
–Sí, tengo toda la conciencia y el instinto del aristócrata. Me gustan las cosas graciosas de la civilización. Soy un epicúreo. Estoy interesado en una nueva aristocracia. Odio más a la esclavitud que lo que amo a la aristocracia. La aristocracia: dejar que cada uno tenga su oportunidad.
Y así terminó nuestra entrevista con Orson Welles. Y nada más. Así es él.


Orson Welles
.
n EL QUIJOTE QUE ORSON WELLES DEJÓ TRUNCO
Un proyecto quijotesco en sí mismo, el film terminó fracasando, con la dignidad y el genio de un gran caballero andante.
Página 12

Como es sabido, la carrera de Orson Welles estuvo hecha en buena medida de proyectos fracasados, mutilados o inconclusos. Dentro de esta suerte de filmografía virtual –cuyo origen debe buscarse tanto en los propios cambios de marcha de Welles como en su fama de tipo poco confiable–, el proyecto de filmar el Quijote adquiere ribetes poco menos que míticos. Filmado a lo largo de varias décadas y jamás concluido, a partir de su muerte (mediados de los ’80) se conocieron distintas versiones –siempre parciales y extraoficiales–, de este legendario incunable cinematográfico. En uno de los milagros que el video argentino suele producir –con más frecuencia de lo que parece–, desde hace unos meses circula una de esas versiones, en videoclubes selectos y casas de venta (sobre todo de la zona de Corrientes y Callao). Editada por el sello Renacimiento Nuevo Siglo, Don Quijote de Orson Welles está allí, en cajita y al precio de $ 25, a disposición de cualquier curioso, estudioso o simple fan.
Se trata de la versión cuya recopilación y montaje final supervisó Jesús (o Jess) Franco, el más famoso (o infame) director español de cine trash. Por una de esas vueltas de la vida, Franco había tenido ocasión de conocer a Welles en España, cumpliendo el papel de asistente de dirección en el rodaje de Campanadas de medianoche, a mediados de los ’60. Con apoyo de Oja Kodar, última esposa y viuda del gigante, Franco emprendió una larga y complicada recorrida por archivos y colecciones privadas. Del inconmensurable metraje registrado por Welles a lo largo de varios lustros, logró “sacar” una versión de dos horas, que circula desde hace una década (y que no es la misma que se exhibió en el último Bafici, proveniente de la Cinématheque francesa).
Conviene aclarar una vez más que, más que una película estrictamente dicha, es más bien una aproximación tentativa al proyecto de Welles. Que, para complicar más las cosas, el propio realizador concibió siempre como meras “Variantes sobre el clásico de Cervantes”. Welles inició su Quijote en México, hacia 1957, con el español Francisco Reiguera como Alonso Quijano y Akim Tamiroff como Sancho. A partir de entonces la fue filmando, de forma prácticamente casera (él mismo hizo la dirección de fotografía y su mujer de ese momento, Paola Mori, lo asistió en varios roles técnicos) y a salto de mata, en distintos países, incluidos Italia y la propia España.
Entre infinidad de inconvenientes, Reiguera era un republicano exilado, a quien el franquismo le tenía prohibido poner un pie en su país. Por lo cual se trataba de un Quijote que no podía filmarse en España... o sí podía filmarse allí, pero sin Quijote. Encima, Reiguera murió antes de terminar el rodaje. Finalmente, hacia 1970 Welles abandonó el proyecto, después de haber consumido la friolera de siete cameramen y cinco montajistas, a lo largo de 13 años. Eso no es todo. La idea original de Welles era la de doblar él mismo todas las voces. Pero como el protagonista se le murió (poco más tarde también se fue Tamiroff), la versión que se presenta ahora, hablada en inglés, inaugura lo que podría llamarse “doblaje rotativo”. En la misma escena, el caballero de la triste figura y su rechoncho escudero pueden tener distintas voces. O lo contrario: ambos pueden hablar con la misma voz de trueno, que no es otra que la de Welles. La idea central que animaba a su creador era la de confrontar a los personajes de Cervantes con la España contemporánea. De tal modo que, en un momento dado, el Quijote rescata a una chica (la propia Paola Mori) de la moto en la que viaja. “Mire que no es un monstruo, sino sólo una Vespa”, la advierte, siempre realista, Sancho. Panza terminará extraviándose entre los signos de la modernidad: un telescopio, el rodaje de una película (la película no es otra que el Quijote; su director, por supuesto, Orson Welles) y un aparato de televisión, que transmite noticieros en los que se informa sobre las actividades del general Franco. Finalmente, también el Quijote termina perdido dentro de su propia película, con Welles dando indicaciones detrás de una camarita de 16 mm. Y Sancho lo convence de viajar a la Luna, a la que conoció gracias a ese invento moderno del catalejo.
Más allá de que, más que una película, se trate de una compilación de retazos en la que no faltan largas secuencias documentales (corridas de toros, sanfermines, procesiones religiosas), la idea de Welles es absolutamente fiel a Cervantes. Si el tema central de la novela es la disociación incorregible entre sueños y realidad, la versión Welles no hace otra cosa que duplicar este conflicto, al confrontar el siglo XVI con el siglo XX. Un proyecto quijotesco en sí mismo. Como los propios desvelos del señor Quijano llevado por esa quimera, Welles terminó fracasando, con la dignidad (y el genio) de un caballero andante.


n UN QUIJOTE LLAMADO ORSON WELLES. Por Rafael Lemus

Una manera más o menos obvia de proceder sería: anunciar que el próximo 10 de octubre se cumplen 25 años de la muerte de Orson Welles y salpicar por aquí y por allá algunos datos biográficos. Por ejemplo: que nació el 6 de mayo de 1915 en el pueblo de Kenosha, Wisconsin; que gastó su infancia entre trucos de magia; que perdió a su madre
–una concertista de piano– a los 9 años y a su padre –un desesperado y ebrio inventor– a los 15; que a los veintipocos ya era famoso por su presencia en el radio y el teatro; que a los 26 se encontraba dirigiendo en Hollywood Ciudadano Kane (1941)... Aquí habría que añadir de inmediato: la película más importante de la historia –y acaso matizar: según algunas encuestas realizadas entre críticos y cineastas. Podría continuarse con una enumeración más o menos simplista de sus filmes: Los magníficos Amberson (1942), El extraño (1946), La dama de Shanghai (1947), Macbeth (1948), Otelo (1952), Mr. Arkadin (1955), El proceso (1962), Falstaff (1965) y F de Falso (1973). Si se quisiera concluir con un poco de escándalo, bastaría con volver a sus sonados romances: con Dolores del Río, con Rita Hayworth, con Paola Mori, con Oja Kodar. Punto y aparte.
Otra manera de actuar sería ir de una vez hasta el final y prestar atención al último Orson Welles. Habría que empezar por describir su formidable barriga y su imponente voz y su barba gris y blanca. Habría que seguirlo después ese 10 de octubre, primero durante la breve entrevista que concede en The Merv Griffin Show y dos horas más tarde en su casa de Los Ángeles. Habría que decir que allí y entonces un paro cardiaco lo sorprende y liquida.
Se podría, también, desdeñar el principio y el final de esta historia y buscar a Orson Welles a medio camino; digamos: un mediodía de 1955. Se le podría encontrar no en sus obras mayores sino mientras filma, ese mediodía, ese año, las primeras escenas de El Quijote. Se podría advertir que esta no es una fecha inocua ni una película cualquiera: es el momento en que empieza a trabajar en su proyecto más deseado, en su pesadilla más duradera. Y es verdad: Welles arrastrará por mucho tiempo la obsesión de llevar al cine la novela de Cervantes; durante años recorrerá España con una cámara al hombro, filmará escenas, editará secuencias, grabará voces y volverá a filmar y a editar y a grabar una y otra vez las mismas escenas, las mismas secuencias. Al principio no lleva prisa: el dinero sale de su propio bolsillo y, como le gusta decir, procede como un escritor ante una novela –sin obligaciones ni restricciones ni compromisos. Poco a poco, sin embargo, la película se va atascando y en algún momento queda claro que Welles, como tantos escritores que trabajan sin la presión de una fecha de entrega, jamás concluirá su obra.

Crear mentiras
Uno, ya se sabe, termina por parecerse a sus obsesiones –y Orson Welles, está claro, acabó confundiéndose con el Quijote. De hecho, es difícil encontrar en el campo del cine –atestado de hombres prácticos e industriosos– un personaje más quijotesco que él. A ver. ¿Que el Quijote se impacientaba ante la realidad evidente y por lo mismo inventaba otros mundos? De eso precisamente, de elaborar ficciones y proyectarlas en una pantalla, es que vivía Welles. ¿Que el Quijote se demoraba en tareas imposibles? Hay que ver las quimeras, los despropósitos de Welles: su pretensión de ser artista en medio del sistema de Hollywood, su deseo de guardar y afinar las películas hasta estar absolutamente satisfecho con ellas, la idea de adaptar la monumental Moby Dick y, claro, de llevar a Cervantes hasta las salas de cine. ¿Que el Quijote combatía y caía siempre y fracasaba tragicómicamente? Bueno, es probable que nunca nadie haya fracasado tantas veces en el cine, que nunca nadie haya fracasado mejor que Welles.
Vaya, el hombre tropezó tanto y padeció del tal manera la presión de los productores y de los estudios de Hollywood que sólo pudo realizar a su modo, y de principio a fin, dos o tres películas. Lo habitual era que empezara pujantemente la filmación de una cinta y tuviera que suspenderla por falta de fondos, o que concluyera la filmación sólo para que el estudio, desesperado ante las “licencias artísticas” de Welles, mutilara el metraje e impusiera su propia, pobre edición. Lo primero ocurrió mientras trabajaba en Otelo y en las inconclusas Moby Dick y The Other Side of the Wind. Lo segundo, en casi todas sus demás cintas. Los magníficos Amberson: editada por el estudio mientras él realizaba un documental en Brasil. El extraño: editada también por el estudio. Macbeth: recortada por los productores. Mr. Arkadin: estrenada en cinco versiones distintas, todas editadas por gente al servicio de los productores. Sombras del mal: no sólo se le edita en sentido contrario a los deseos de Welles, se filman nuevas escenas para volverla más “comprensible”.
Decir que todos los artistas crean mentiras y que esas mentiras ocultan una verdad y que por lo mismo todos los artistas son más o menos quijotescos es demasiado fácil. Llamar a Welles un mentiroso y un embustero es decir nada más lo evidente. No es sólo que Welles haya creado ficciones y reinterpretado otras. No es tampoco que haya estilizado el mundo –soberbios blancos y negros, dramáticas sombras, inesperados ángulos– hasta el grado de reinventarlo. Es sobre todo que, devoto admirador de los magos y falsificadores, hizo del engaño un arte. Así empieza su carrera: asegurándole al director de una compañía europea que él, Welles, es una estrella en Broadway. Así consigue su fama: adaptando en radio La guerra de los mundos y disfrutando la confusión que genera. Así concluye su filmografía: con F de Falso, un extraordinario elogio de la falsificación y el timo. ¿Concluye? Ya se sabe que basta poner el dvd de La dama de Shangai o de Sombras del mal y presionar play para que todo vuelva a empezar.


Orson Welles en "Ciudadano Kane" (1941)

n ORSON WELLES. “CIUDADANO KANE”...

Orson Welles (1915-1985)
Actor, productor, autor y, sobre todo, director de cine estadounidense que alcanzó pronta fama con su primera película, Ciudadano Kane (1941), escrita, dirigida y protagonizada por él mismo cuando contaba sólo 25 años. Nació en Kenosha (Wisconsin) y fue un niño prodigio que rechazó la educación convencional para comenzar su carrera de actor profesional a los 16 años, en Irlanda. Después recorrió Estados Unidos con la compañía de la actriz Katharine Cornell, y, en 1936, debutó en la dirección teatral con una adaptación de Macbeth, de William Shakespeare, íntegramente representada por actores afroamericanos. En 1937 fundó el Mercury Theatre, que produjo innovadoras obras de teatro para la radio y la escena. Su versión radiofónica en 1938 de la Guerra de los mundos, del autor británico H. G. Wells, fue tan realista que sembró el pánico entre miles de oyentes, al hacerles creer que realmente la Tierra estaba siendo invadida por alienígenas.
Este escándalo facilitó que la productora RKO le financiara su ópera prima, Ciudadano Kane, una de las mejores obras de la historia del cine, muy perjudicada en su estreno por los periódicos del magnate William Randolph Hearst, a quien criticaba en la película. El filme no alcanzó el éxito de público que merecía, por lo que, como toda la obra posterior de este genial cineasta, quedó más bien como película de culto minoritaria, más reconocida en Europa que en su propio país. Con ella, Welles influyó en los cineastas de todo el mundo por su empleo innovador del sonido, los movimientos de cámara, la profundidad de campo y los objetivos angulares; consiguió crear un estilo visual impresionante, con una iluminación dura y una estética expresionista, como siguió mostrando en sus siguientes obras, sobre todo en sus adaptaciones de William Shakespeare.

El rodaje de Ciudadano Kane
El rodaje de Ciudadano Kane se inició en julio de 1940, llevándose a cabo bajo un enorme secreto para evitar de esa manera las represalias de William Randolph Hearst, del que el personaje de Charles Foster Kane era un cruel retrato cinematográfico.
Pese a lo secreto del rodaje, parece ser que el guión de la película pudo llegar a las manos de Hearst debido a una inocente imprudencia de Herman Mankiewicz. Aunque el proceso de producción siguió inalterable, la batalla no tardaría en entablarse. Los periódicos de Hearst iniciaron una feroz campaña contra la película, con la intención de que la RKO destruyera los negativos de la misma. El primero en responder a esta llamada fue el presidente de la Metro-Goldwyn-Mayer, Louis B. Mayer, quien hizo una oferta a la RKO de 842.000 por la compra de la película para posteriormente destruirla. Los tentáculos del magnate de la prensa se extendieron hasta el propietario del Radio City Music Hall, local en el que debía de hacerse el estreno mundial de
Ciudadano Kane, haciendo que éste cancelara la proyección.

Reseña de la película
Se ha escrito tanto alrededor de El ciudadano Kane en los poco más de cincuenta años que han pasado desde su estreno, que la tarea de reseñar este filme se antoja de una magnitud excepcional. Por principio de cuentas ¿qué se puede decir acerca de la mejor película de todos los tiempos que no suene a repetición?
Quizás sea bueno repetir algunas de las consideraciones alrededor de Kane, especialmente en una época como la nuestra en que pareciera que ya nada nos asombra, y que todo está hecho y superado por la cinematografía moderna.
Kane fue el primer proyecto cinematográfico de un genio de apenas 25 años que había conmovido a los Estados Unidos, a los 22, con la ya histórica transmisión radiofónica de La guerra de los mundos de H. G. Wells. Su experiencia teatral y un Hollywood maravillado con la genialidad de este casi adolescente le abrieron las puertas del mundo del cine. En una situación sin precedentes, Welles tuvo control absoluto sobre la producción, impidiendo la intervención de los ejecutivos del estudio RKO, quienes ignoraban hasta cierto punto los pormenores de la historia que se filmaba.
Del escándalo desatado poco antes de su estreno han dado cuenta innumerables artículos, libros y hasta películas. Cabe resaltar que El ciudadano Kane inició su carrera siendo un filme maldito y que el tiempo se encargó de otorgarle el reconocimiento que se merece. Orson Welles revolucionó el lenguaje del cine con El ciudadano Kane. Transformó al medio y le añadió posibilidades expresivas hasta entonces insospechadas. Como lo hizo Griffith en su tiempo, Welles aprovechó un caudal de experiencias existentes y las puso a su servicio para realizar un filme monumental, poderoso, impresionante.
Todo esto, y muchísimo más, ha sido dicho una y otra vez, pero no está de más volverlo a repetir. El ciudadano Kane es la piedra angular de la cinematografía moderna y a él se deben más de uno de los directores que las nuevas generaciones consideran como los grandes. Por ello, conviene repetir lo que se ha dicho sobre Orson Welles y El ciudadano Kane. Sin ambos, el cine contemporáneo no sería ni la mitad de lo que ha llegado a ser.

Genio incomprendido
Si la vida fuese como las películas, la de Orson Welles tenía todos los ingredientes para una historia con final feliz. A los 25 años, con un solo filme, había logrado ser considerado genio, algo que directores prestigiados de mayor edad ni siquiera soñaban. Sin embargo, esta reputación terminó siendo perjudicial para Welles, dada la frívola inconsistencia de la industria del cine hollywoodense. La cercanía evidente entre Charles Foster Kane y el magnate periodístico William Randolph Hearst contribuyó a desviar la atención general de las verdaderas innovaciones que el filme proponía más allá de su argumento. A partir de esta situación, y dejando a un lado la seriedad con que fue apreciado su trabajo en Europa, su figura se convirtió en una de las más incomprendidas de la historia del cine.
En parte por su personalidad tendiente al divismo, y en parte por la natural envidia que provocan los genios, Welles jamás volvió a tener un momento de gloria y poder absoluto como el que tuvo con El ciudadano Kane. Su segundo filme, Soberbia (1942), fue irremediablemente mutilado por la RKO. El mismo año, Welles fue reemplazado por Norman Foster en la dirección de Journey into Fear y filmó un documental que nunca pudo terminar.
El resto de la filmografía de Welles se vio lastrada, en mayor o menor grado, por la incompatibilidad entre el artista y sus productores. Afortunadamente, lo anterior no logró disminuir la grandeza de su obra fílmica, producto de un genio incomprendido que logró trascender la mediocridad del medio ambiente que lo rodeó.


Orson Welles en "Ciudadano Kane" (1941)


Orson Welles en "Ciudadano Kane" (1941)

n LA VOZ DE ORSON WELLES Y EL SILENCIO DE DON QUIJOTE. Por Jorge Volpi (Publicado originalmente en Letras Libres, España.)

1
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba al rocín como tomaba a la posadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de “Quijada” o “Quesada”, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba “Quijana”. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad…
Si bien resulta poco original iniciar un relato con estas fatídicas líneas, advierto en mi descargo que en esta ocasión no hay que fijarse demasiado en las palabras, invocadas hasta la saciedad por Cervantes, Borges, Pierre Menard y una larga cohorte de glosadores, sino en la voz que ahora las pronuncia: esa voz pastosa y adhesiva, enérgica como un vino añejo, categórica y rotunda; esa voz que, de tener color, se acercaría al violáceo del crepúsculo; esa voz palpitante y bulliciosa que recuerda a un niño envejecido o a un viejo incapaz de madurar; esa voz honda e insolente, delicada con los matices y los medios tonos, implacable con la sintaxis, vibrante como un órgano o un coral de Bach; esa voz antigua, eterna, prehistórica. Esa voz, en fin, que no lee por encima ni recuerda de memoria, que no balbucea ni se diluye en un eco, esa voz que pronuncia cada sonido, cada letra y cada sílaba como si las extrajera de la nada.
Convengamos en la imposibilidad de apreciar la voz de Cervantes: la ausencia de magnetófonos en el Siglo de Oro nos priva de su acento de esclavo, fallido dramaturgo o recaudador de impuestos, y acaso sea mejor así: a fin de cuentas poseemos esta otra voz, entronizada entonces como la única posible. Los invito a escuchar atentamente: perciban sus modulaciones, gocen de su ritmo y su fraseo, maravíllense con su armadura polifónica y su equipaje armónico, asómbrense con las disonancias en sordina, disfruten la riqueza de sus articulaciones y la pasmosa variedad de sus silencios. Bastan unos instantes para constatar que se trata de la voz ideal para este libro, de la voz creada para narrar las andanzas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Ustedes tienen razón: nada hay de novedoso en iniciar otra aventura llena de falsos caballeros andantes y doncellas simuladas, ideales truncados, engaños, monstruos y esperpentos con las mismas frases de Cervantes pero, por increíble que parezca, esta historia también comienza así, con la impertinente voz de Orson Welles:
—En un lugar de la Mancha…

2
Encomio de la gordura
¿Era Cervantes delgado u obeso? Los retratos existentes no permiten deducirlo con certeza: la idea de dibujar a un prisionero manco limitaba demasiado la imaginación de los artistas. Aceptemos entonces que, debido al insidioso poder de los libros, tendemos a confundir a la criatura con su creador y a forjar así un don Miguel tan recio y enjuto como el Caballero de la Triste Figura. Pero, ¿y si en realidad Cervantes escondía bajo su jubón una barriga pantagruélica o, seamos precisos, sanchopancesca? ¿Y si el autor del Quijote nunca se identificó con el volumen corporal de su protagonista y sí con el de su caprichoso escudero? ¿De verdad resulta tan absurdo —u ofensivo— adosarle a Cervantes un vientre monumental, un culo adiposo o una espléndida papada, el perfil opuesto al de su idílico héroe?
Como un añejo prejuicio nos lleva a pensar que todos los creadores son melancólicos, solemos revestirlos con la flacura, la levedad y el tedio propios de este soso temperamento. ¿Un Cervantes gordinflón? ¡Horror! ¡Suena tan blasfemo como un Cristo rechoncho y mofletudo! En nuestras estrechas mentes, perspicaz y rollizo conforman un perverso oximoron. No deberíamos olvidar, sin embargo, que la historia de la literatura está plagada de gordos; no de simples orondos o robustos, sino de gordos de veras mastodónticos: nada impide aventurar que un troglodita haya sido el autor del más esmirriado de los caballeros.

3
Tal vez la relación entre el peso y el talento sea una de las causas de la fascinación que siempre padeció Orson Welles, el más gordo de los directores de cine —y acaso también el de mayor genio—, hacia el enteco y demacrado don Quijote. En una empresa que se ha calificado con excesiva obviedad de quijotesca, durante casi tres décadas Welles se empeñó en filmar una adaptación de la obra de Cervantes. Invirtiendo sus propios recursos —siempre escasos a causa de sus eternos combates con los productores—, acompañado por un reducido número de ayudantes —seis personas en el mejor de los casos, incluyendo a Pola Negri, su tercera esposa— y un excéntrico trío de actores, el director nacido en Kenosha, Wisconsin, en 1915, no se cansó de filmar cientos de rollos de película muda, viajando de un país a otro, obsesionado con culminar su absurda y redundante gesta.
El rodaje se inició en México, en el verano de 1957, y veinticinco años después, en 1982, en una de tantas entrevistas, Welles aún se daba el lujo de declarar:
OW: Es muy interesante que Cervantes haya planeado escribir un cuento. Por casualidad, yo tenía la idea de escribir y hacer un corto. Pero la figura de don Quijote te atrapa, igual que la de Sancho Panza, y cargas con ellos para siempre. No tienen final. Pero se han convertido en fantasmas, comienzan a desvanecerse, como una vieja película, como fragmentos de una vieja película. Eso es lo que debo hacer. Hemos estado hablando de películas de ensayo, pero no le he dicho que me gustaría hacer otras tomas para ésta, ahora con el tema de
España. España y las virtudes españolas, y sus vicios, pero especialmente sus virtudes. Porque Cervantes escribió una figura cómica. Un hombre que se vuelve loco leyendo viejas novelas. Y que terminó escribiendo la historia de un caballero de verdad. Cuando terminas con el Quijote sabes que se trata del caballero más perfecto que alguna vez haya peleado con un dragón. Y se ha necesitado el turismo, usted sabe, y las modernas comunicaciones, e incluso quizás la democracia, para destruirlo, y si no para destruirlo al menos para diluir esta extraordinaria característica española. Este será el tema de mi ensayo sobre don Quijote y España cuando lo termine. Y lo voy a lograr porque no costará mucho dinero y será un gran placer hacerlo. ¿Sabe cuál será el título? ¿Cuándo es que usted va a terminar Don Quijote? Así se llamará.
LM: ¿Porque usted ha escuchado esta frase muchas veces?
OW: Sí, muchas veces. Sí. Y ya que se trata de mi pequeña película que pago con mi dinero, no entiendo por qué no molestan a otros autores y les dicen: “¿Cuándo va a terminar Nellie, la novela que comenzó hace diez años?” Usted sabe, es mi trabajo.
LM: Suena así desde que lo empezó, hace alrededor de veinticinco años, ¿no es verdad?
OW: ¡Oh, Dios! Sí.
LM: Pero sus dos actores han muerto ya, ¿no es cierto?
OW: Sí, los dos han muerto. Pero no los necesito. Los necesito porque los amo, pero no los necesito para la película. 1
Welles murió en su mansión de Hollywood el 10 de octubre de 1985, tres años después de pronunciar estas palabras, debido a una crisis cardiaca inevitablemente asociada con su obesidad, sin haber concluido su anhelada película. En su testamento ordenó que sus cenizas fuesen esparcidas en una finca a varios kilómetros de Sevilla, donde pasó algunos de los mejores momentos de su juventud. No es necesario sugerir que el viento pudo esparcir el polvo hasta la Mancha —la falta de sutileza le hubiese ofendido—, ni resaltar que ya nadie se acuerda del nombre del lugar.

4
En la memoria de incontables admiradores permanecen nítidas las imágenes de Citizen Kane (1941) que muestran a un Orson Welles joven, dueño de una belleza intensa y viril. Entonces su rostro poseía una mandíbula severa, unos pómulos enérgicos y una frente amplia y poderosa, y su cuerpo, robusto y fuerte, parecía el complemento perfecto del carácter bilioso y atrabiliario de William Randolph Hearst. Muchos años después, Welles confesó que cuando filmó esas escenas no le quedó otro remedio que embutirse una apretada faja. En contra de lo que creían sus admiradores, a sus veintiséis años lo habían maquillado para que pudiese representar su verdadera edad. Desde la adolescencia, Welles estaba predestinado a esa forma de la grandeza que es la gordura.

5
Siete años después del fallecimiento de Welles, uno de sus antiguos asistentes, el malogrado cineasta español Jesús —o Jess— Franco, presentó durante la Exposición Universal de Sevilla una espuria versión de Don Quijote realizada a partir del ingente material dejado por el maestro. La tarea de reconstruir la película estaba condenada al fracaso: Welles se había cuidado de no marcar ninguno de los rushes, de modo que nadie excepto él pudiese reconocer el orden de las escenas. El mensaje era claro: si él no terminaba su Quijote, nadie debía hacerlo. Por si este argumento no bastara, cuando alguien le preguntó a Welles si aún poseía el guión, acaso imaginando la posibilidad de realizar un montaje sin su consentimiento, éste señaló la novela de Cervantes.
Paradójicamente titulado Don Quijote de Orson Welles2, el filme de Franco es todo menos eso: una torpe acumulación de secuencias que en el mejor de los casos refrenda el talento de su mentor, pero traiciona una y otra vez el proyecto detallado por Welles en decenas de artículos, charlas y entrevistas. Con absoluto descaro, Franco y sus compinches inventaron un don Quijote espurio, distinto o contrario al imaginado por el director estadounidense, convirtiéndose así, sin darse cuenta, en los torpes epígonos del odioso rival de Cervantes, el infame Alonso Fernández de Avellaneda.

6
El silencio y la voz
Sólo si uno ignora por completo la vida y la obra de Welles —y su estilo— puede atreverse a repetir la necia pregunta que le formularon cientos de reporteros hasta el día de su muerte:
—Perdone, señor Welles, ¿por qué nunca terminó Don Quijote?
Como ocurre con la Inconclusa de Schubert, las cuestiones esenciales son otras: ¿por qué Welles rodó su Don Quijote durante tantos años? ¿Por qué continuó hablando de este proyecto como si estuviese a punto de acabarlo? ¿Por qué pensó en él en primera instancia? ¿Y por qué, según sus propias palabras, nunca logró desprenderse de los personajes de Cervantes y tuvo que “cargar con ellos” hasta el final de sus días?
Las respuestas no deben limitarse a una tosca comparación entre Welles y don Quijote: aducir tal semejanza representa un error tan craso como identificar a Cervantes con su protagonista. Welles nada tenía de quijotesco, al menos en el sentido habitual del término: no era un idealista ni un loco, y ni siquiera era bueno; no se veía como un héroe incomprendido y desde luego nunca confundió a una sirvienta con una dama. Todo lo contrario: Welles era arrogante y expansivo, seguro de su talento, arrollador, desenfrenado e implacable. En una palabra: genial. Y las mujeres que solía perseguir distaban mucho de encarnar remilgadas Dulcineas: por el contrario, a él le fascinaban las actrices de moda —las princesas de nuestra época— que sólo más adelante, una vez sometidas al tedio y a la rutina que el director les imponía, demostraban su naturaleza de mujeres comunes.
Los motivos que llevaron a Welles a perseguir a don Quijote deben buscarse, pues, en otra parte: no en su héroe, sino en su vocación de narrador. Acaso lo más significativo de su pasión o su manía —un psicoanalista gozaría al conocer este detalle— era que Welles siempre pensó realizar un Don Quijote mudo. O, para ser más precisos, casi mudo: las aventuras del Ingenioso Hidalgo transcurrirían silenciosamente en la pantalla mientras el mismo Welles se encargaría de comentar en off cada uno de sus lances. 3
Arrogante y soberbio, el creador de Citizen Kane no aspiraba a convertirse en un simple personaje de la trama —ni siquiera en su protagonista—, sino en el narrador único de la historia. Por ello decepciona tanto la fraudulenta versión de Jess o Jesús Franco, devorada por las voces del irrespetuoso grupo de comediantes españoles que se atrevieron a doblarla. Welles soñaba con una película en la cual sólo se escuchara su voz. Porque la aspiración de Welles no era convertirse en don Quijote, sino en Cervantes.

7
Volvamos al inicio de esta historia. Corre el año de 1957 y Welles acaba de concluir la filmación de Touch of Evil, en la que ha participado como director, actor y guionista. Enemistado con el productor Albert Zugsmith, quien le impide participar en el montaje, Welles decide viajar a México para iniciar la filmación de su Quijote. Permanece allí entre el 29 de junio y el 28 de agosto, y luego realiza una segunda estancia entre octubre y noviembre del mismo año. El rodaje se lleva a cabo en las afueras de la capital, en Puebla, Tepoztlán, Texcoco y Río Frío4. A su regreso a Estados Unidos, Welles anticipa a sus amigos que la película está casi terminada.
Welles había elegido México como escenario de Don Quijote por razones estratégicas: cuando Misha Auer quedó descartado como posible protagonista —en el verano de 1955 había filmado con él unas escenas de prueba en España—, Welles escogió a Francisco Reiguera, un actor español naturalizado mexicano. Nacido en Madrid en 1888, Reiguera había combatido en el bando republicano y, tras el triunfo de Franco en 1939, había tenido que huir de su patria, a la cual tenía prohibido regresar. Exiliado en México, había participado en numerosas películas, entre las que destacaba Simón del desierto de Buñuel, e incluso más tarde habría de dirigir un par de producciones sin mucho éxito5. Reincidiendo en otra de sus típicas paradojas, Welles eligió para representar al personaje por excelencia de la literatura española a un español que no podía entrar en España: un Quijote trasterrado, un Quijote doblemente triste.
Observando las deshilachadas tomas editadas por Jesús —o Jess— Franco, no hay duda que Reiguera parecía la mejor elección posible: era naturalmente “recio, seco de carnes, enjuto de rostro”, como exigía Cervantes, dotado con esa mezcla de fragilidad e idealismo que maquinalmente le endilgamos a don Quijote. En vez de rondar la cincuentena, las arrugas de su cuello y sus mejillas, sus ojeras abismales y su rictus sombrío denunciaban su verdadera edad: sesenta y nueve años no muy bien llevados. Largo y desgarbado, su mirada poseía un infrecuente gesto de sorpresa, casi de inocencia, como si él mismo nunca hubiese terminado de creer que se había convertido en una criatura de Cervantes... y de Welles.
Gracias a este proyecto, Reiguera al fin tenía la oportunidad de retornar, así fuese de manera simbólica, al país que lo había expulsado. No debe sorprender que, una vez concluida su actuación, fuese uno de los más interesados en seguir los avatares del filme y, si bien ya no pudo participar en las secuencias rodadas en España a partir de 1958, centradas en el Sancho Panza de Akim Tamiroff, nunca dejó de interesarse por el proyecto. Más quijotesco que don Quijote, Reiguera no se cansó de enviarle misivas a Welles, urgiéndolo a terminar la película de una vez por todas, pero los meses transcurrían e, indiferente a los reclamos de su protagonista, el director no avanzaba en su tarea.
¿Es posible concebir una imagen más desoladora? Desde su exilio en México, a miles de kilómetros de la Mancha, don Quijote no se cansa de rogarle a su creador que le dé punto final a su aventura… y a su vida. Podemos imaginar a Reiguera en su casa de México tratando de establecer una errática conferencia telefónica con Welles, quien por entonces se encuentra en Nueva York, o en Hollywood, o en Madrid, y apenas oculta el fastidio que le provoca dar explicaciones sobre su tardanza. El actor le susurra que la única ilusión que le queda en el mundo consiste en ver el Don Quijote en las pantallas y que el director declare que su protagonista al fin ha pasado desta presente vida y muerto naturalmente. Ya lo sabemos: el caballero andante necesita olvidar su locura para descansar en paz. Pero Welles es un dios demasiado ocupado e insensible y se limita a mascullar unas torpes frases de disculpa antes de colgar.
El anciano actor murió en la ciudad de México, en 1969, doce años después de haberse transformado en don Quijote, sin que Welles hubiese respondido nunca a sus plegarias.

8
Aquella no era la primera vez que Welles pisaba México. Además de haber participado en varias películas filmadas allí —en particular Journey into Fear (1942) y, en fechas más recientes, Touch of Evil, al lado de Charlton Heston—, de haber dedicado varios seriales radiofónicos a temas mexicanos —escribió uno sobre Moctezuma y otro sobre Juárez, por ejemplo—6, y de haber impulsado a Norman Forster en un proyecto sobre la tauromaquia titulado My Friend Bonito (1941), su contacto con este país era particularmente intenso debido al febril y tortuoso romance que sostuvo con la actriz Dolores del Río.
Según le contó a la periodista Barbara Leaming al final de su vida, Welles se había enamorado de la actriz mexicana desde que era casi un niño y todavía recordaba con emoción el sacudimiento que había sufrido a los ocho años al admirar su cuerpo desnudo en una vieja película silente7. La memoria le jugaba una mala pasada: Ave del Paraíso de King Vidor (1932), la película en cuestión, era sonora y, si bien Del Río encarnaba a una nadadora, distaba mucho de aparecer desnuda; además, en el momento de su estreno Welles no tenía once años, sino diecisiete. No queda duda, en cambio, de la poderosa impresión que le produjo aquella exótica belleza, cuyo verdadero nombre era Dolores Asúnsolo, nacida en Durango, México, en 1905. Para entonces, Del Río era ya una figura mítica de Hollywood y, debido a su matrimonio con Cedric Gibbons, jefe de arte de la Metro Goldwyn Meyer, una de las mujeres más conocidas en la industria cinematográfica.
Welles conoció a Dolores en 1940, en una fiesta ofrecida por el magnate Jack Warner, y de inmediato enloqueció por ella. Según le contó a Leaming, durante varios meses se dedicó a verla a escondidas, a veces usando a Marlene Dietrich como chaperón. Fascinado por la lujosa y enmarañada ropa interior de Del Río —“toda hecha a mano, muy difícil de encontrar, y tan erótica que no hay palabras para describirla”—, Welles rentó una casa de campo a su amigo William Aland sólo para albergar sus encuentros. Aunque tenía diez años menos que la mexicana —doce según otras fuentes—, Welles se sentía extasiado: al contrario de don Quijote, quien se limitaba a fantasear con las doncellas de las novelas de caballerías, él había conquistado a una.

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El ardor de Orson Welles por Dolores del Río se extinguió poco a poco o más bien se paralizó cuando el espejismo primigenio comenzó a derivar en una bochornosa rutina. A fines de 1942, Del Río obtuvo el divorcio de Gibbons y no pasó mucho tiempo antes de que le exigiese a Welles un compromiso serio. Después de casi un año de ardor, el joven director no tardó en darse cuenta de que la única forma de mantener incólume el deseo era cancelándolo. Aunque continuó formalmente comprometido con Del
Río, Welles se las ingenió para nunca pronunciar las palabras que ella quería escuchar en sus labios.
Decidido a prolongar ese limbo, Welles se marchó a Brasil. Tal vez el viaje no hubiese resultado definitivo de no ser porque allí encontró a quien habría de convertirse en su segunda esposa. En teoría, Welles había huido al Cono Sur para escapar del matrimonio y lo primero que hacía era decidir que en realidad sí quería casarse... con una mujer que ni siquiera estaba presente. Ocurrió así. Después de comer en un restaurante de carnes, Welles se dejó llevar por la apatía previa a la siesta; tumbado en la terraza de su hotel, empezó a hojear con indolencia un número atrasado de la revista Life. Al darle la vuelta, Welles descubrió en su portada la deslumbrante silueta de una pin-up: se trataba de una joven actriz, de nombre Rita Hayworth, a la cual hacía poco había visto en Sangre y Arena (1941). Sin dudarlo un segundo, Welles le anunció a uno de sus compañeros de viaje la decisión irrevocable que había tomado en ese momento:
—Ella será mi mujer.
Después de haber seducido a un mito, Welles se preparaba para una tarea aún más arriesgada: crear uno.

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En el reino de la especulación, el romance de Welles y Del Río estuvo cerca de provocar una de las películas más notables del cine mexicano. En 1940, el director Chano Urueta le había ofrecido a Dolores del Río un papel en su próxima producción: una tercera versión cinematográfica de Santa, basada en la obra homónima de Federico Gamboa. La idea de representar a la mujer descarriada de provincias no sólo atrajo a Dolores, sino al propio Welles, quien leyó la novela con entusiasmo y luego se prestó a redactar una serie de modificaciones al guión de Urueta. Al igual que otros cientos de proyectos de Welles —entre ellos, claro, Don Quijote— éste también terminó por frustrarse.
Pero no del todo: en 1943, Norman Forster, colaborador y amigo de Welles y Del Río, y quien había dirigido a ambos en Journey into Fear, aceptó filmar otra versión de Santa, aunque esta vez con Esther Fernández en el papel de la prostituta. Aunque el proyecto difería mucho del preparado por Urueta, sin duda Forster utilizó el borrador redactado por Welles para Dolores del Río.
En 1991, el investigador David Ramón publicó en México una edición bilingüe de sus apuntes: once páginas que no sólo incluyen la escaleta, sino que ahondan en ciertas escenas8. ¿La Santa de Orson Welles? Si persistiésemos con la idea de asimilarlo por la fuerza a don Quijote, tendríamos que sugerir que Welles se sintió atraído por el tema debido a una secreta necesidad de redimir a la protagonista: justo en la época en que Forster filmaba su Santa, Welles iniciaba su aventura con otra mujer que, sin que él lo supiese, también necesitaba ser redimida: la desequilibrada actriz de origen español Rita Cansino, mejor conocida como Rita Hayworth.

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Otro de los proyectos nunca cumplidos de Welles, en el cual trabajó entre 1941 y 1942, tras el estreno de Citizen Kane, se titulaba precisamente Mexican Melodrama, y es uno de los que más frustración le provocaron, ya que estuvo muy cerca de ser aprobado por los productores. Basado en una novela de Arthur Calder-Marshall, The Way to Santiago, estuvo a punto de convertirse en la segunda película de Welles. Según cuenta su biógrafo David Thomson, la película iba a comenzar con un primer plano del propio Welles diciéndole directamente a la cámara:
—No sé quién soy. 9
La película contaría la historia de un hombre amnésico que pronto se da cuenta de su parecido físico con Linsay Kellar, un inglés que ha viajado a México con la intención de hacer programas radiofónicos dirigidos a Estados Unidos con propaganda a favor de los nazis. Welles terminaría desenmascarando al verdadero Kellar y apoderándose de la estación de radio para transmitir una inflamada arenga a favor de los aliados. Al final, los productores consideraron que, en el marco de la guerra, no sería apropiado dañar las relaciones con México y desestimaron el proyecto. No deja de resultar significativo, sin embargo, que se trate de uno de sus mejores guiones ni que, por otra parte, en él Welles haya estado dispuesto a encarnar a una especie de loco —un “alma perdida”, la llama Thomson— que lucha contra el mal sin conocer sus verdaderas razones. Un don Quijote.

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Don Falstaff de la Mancha
A la hora de escoger sus papeles como actor, Orson Welles nunca pensó interpretar, por razones de volumen evidentes, a don Quijote. Su elección recayó, de manera más obvia, en otro de los grandes personajes tragicómicos de la literatura: el Falstaff de Shakespeare. Chimes at Midnight (1965) es, según la siempre voluble opinión de los críticos, una obra maestra. El obeso compañero de juergas de Enrique IV convenía muy naturalmente al maduro Welles, no sólo por su físico, sino por esa extravagante mezcla de ternura, picardía y patetismo que desprende el personaje. Observándolo en la pantalla, uno descubre que su Sir John Falstaff es una especie de don Juan envejecido, apenas cómico: en sus arrugas se nota la amarga sensación de haber perdido, no sólo el atractivo físico, sino la “estrella” que lo acompañó de joven. Sutil, vital, desmesurado y triste, Falstaff se acerca mucho más al Welles real que el recio y obsesivo don Quijote.

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¿Podemos imaginar el Don Quijote de Welles? Teniendo en la mente las escenas usurpadas por Jess Franco, y aderezándolas con los comentarios que el director estadounidense esparció aquí y allá a lo largo de casi treinta años, quizás sea posible atisbar algunos escorzos de la película. El ejercicio tiene mucho, ahora sí, de quijotesco: implica convertir en movimiento y en imágenes —y, lo que no es nada sencillo, en imágenes de Welles— un sinfín de simples e inmóviles palabras.
Comencemos, pues, con los antecedentes: en 1955, Welles comienza a pensar seriamente en la posibilidad de adaptar la novela de Cervantes; no es sino otro de los incontables proyectos que rondan su mente, pero se halla tan entusiasmado que se atreve a filmar unas cuantas escenas de prueba con el actor de origen ruso Mischa Auer, a quien ya ha dirigido en Mr. Arkadin (1955).
En 1957, una vez desestimada la participación de Auer, Welles al menos posee unas intuiciones muy claras sobre la naturaleza de su proyecto:
a) En primer lugar, piensa que don Quijote y Sancho son personajes inmemoriales, eternos, que ya resultaban anacrónicos en el siglo XVI; de este modo, le parece absolutamente natural incorporarlos al mundo moderno. Su idea no es reconvertirlos en personajes actuales, sino hacerlos deambular por nuestra época, provocando el mismo pasmo y la misma extrañeza que pudieron haber provocado entre los campesinos y soldados del Siglo de Oro;
b) Como hemos señalado anteriormente, Welles imagina una película silente: ni don Quijote ni Sancho tendrán voz, sino que un solo narrador —el propio Welles— se encargará de narrar toda la historia; y, por último,
c) La película se iniciará con el viaje de una familia estadounidense a España. Después de vagabundear un rato, la hija de la pareja de turistas se topará con Welles, quien le contará las aventuras de don Quijote de la Mancha.
Cuando se traslada a México para iniciar la filmación, Welles ya ha escogido además a su trío de actores: Francisco Reiguera, como don Quijote; Akim Tamiroff, como Sancho, y Patty McCormack, quien a la sazón tiene diez años y ha participado en un par de series de televisión, como la pequeña vacacionista. Rodeado por un pequeñísimo grupo de seguidores, Welles emprende el camino.

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Poco después de regresar de México, Orson Welles declara, enfático:
—La película será presentada como una sola unidad. El anacronismo de don Quijote en relación con su tiempo ha perdido su eficacia hoy en día, porque las diferencias entre el siglo dieciséis y el catorce ya no quedan muy claras en nuestras mentes. Lo que he hecho es trasladar este anacronismo a términos modernos. En cambio, don Quijote y Sancho Panza son eternos. En la segunda parte de Cervantes, don Quijote y Sancho Panza llegan a cierto lugar, y la gente siempre dice: “¡Mira! Allí están don Quijote y Sancho Panza. Leímos un libro sobre ellos”. De este modo, Cervantes les otorga un lado divertido, como si ambos fuesen personajes de ficción más reales que la vida misma. Don Quijote y Sancho Panza están exacta y tradicionalmente basados en Cervantes, pero son nuestros contemporáneos. Dura una hora y cuarto por el momento. Será una hora y media cuando haya filmado la escena de la Bomba H. No, no he filmado esta película más rápido que las otras, sino con un grado de libertad que uno busca en vano en las producciones normales, porque se ha hecho sin cortes, sin una trayectoria narrativa, sin contar ni siquiera con una sinopsis. Cada mañana, los actores, el equipo y yo nos encontramos frente al hotel. Entonces nos ponemos en marcha e inventamos la película en la calle. Eso es lo más emocionante, porque es verdaderamente improvisado. La historia, los pequeños sucesos, todo se improvisa. Está hecha con las cosas que encontramos en el momento, en el destello de una idea, pero sólo después de haber ensayado a Cervantes durante cuatro semanas. Porque ensayamos todas las escenas de Cervantes como si fuéramos a representarlas, para que los actores pudiesen conocer a sus personajes. Luego nos vamos a la calle e interpretamos, no a Cervantes, sino una improvisación basada en esos ensayos, de los recuerdos de los personajes. Es una película silente. Yo explicaré los comentarios. Casi no habrá post-sincronización, sólo unas cuantas palabras. Yo aparezco como Orson Welles, no interpreto a un personaje. También está Patty Mc-Cormack, una actriz extraordinaria. Ella representa a una pequeña turista estadounidense en el hotel. Es una película estilizada, mucho más de cualquier cosa que haya hecho antes. Es estilizada desde el punto de vista del encuadre, y el uso de los lentes. Todo está en 18.5. La filmación durará un período de dos semanas, luego otras tres. Más la preparación de los actores, que ha sido muy particular. Todavía tengo que hacer las últimas dos escenas. Tuve que detenerme sólo porque Akim Tamiroff tenía que trabajar en otra película, y yo tenía que actuar en The Fires of Summer para tener suficiente dinero para Don Quijote, siempre ha sido así. Tenemos que esperar a un momento en el que los actores estén libres al mismo tiempo. 10

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—En un lugar de la Mancha…
Sí: resulta inevitable volver a escuchar estas insidiosas palabras, pronunciadas —ya sabemos— por la tajante voz de Welles. Aunque, por otra parte, este Welles no es Welles, o lo es en la misma medida en la que el Borges de incontables relatos es el mismo Borges que los escribe. ¿Sería el estadounidense un devoto del argentino? Su idea de Don Quijote casi permitiría asegurarlo: al adaptar —o, más bien: al repetir— a Cervantes, el director se convirtió por fuerza en un doble de Pierre Menard. Al igual que éste, cada vez que deletreaba de nuevo las conocidas frases del libro les insuflaba otra vida, más vigorosa y eficaz que la anterior.
Prestemos atención a Welles. Sin duda alguna, supera a Cervantes: cuando surge de sus labios —de esos enormes labios cuya imagen protagonizaba Citizen Kane—, la machacona expresión En un lugar de la Mancha suena más real y verdadera que nunca; sus cuerdas vocales producen un auténtico Big Bang. Tenemos la impresión de que el universo nace en ese momento, imperceptible, mientras la cámara se aleja un poco y nos permite atisbar la silueta de Patty McCormack al lado del gigantón. La pequeña apenas sonríe, arrobada por la historia que éste se apresta a recitarle; para ella, Welles encarna una especie de ogro bueno, una montaña que de repente tiene la facultad de hablarle.
¿Por qué Welles ha decidido contarle las aventuras de don Quijote a esa niña? Al hacerlo, sugiere que se trata de un cuento inofensivo, y las palabras inaugurales deben ser entendidas entonces como un eco del inevitable Había una vez… Sin embargo, no evitamos percibir algo extraño —casi nos atreveríamos a decir antinatural— en esta secuencia: que un hombre gordo y barbado se apodere, así sea a través de las palabras, de una cría indefensa y solitaria, abandonada por sus padres en un país extraño, es algo que despierta inmediata reprobación. Las señales de alarma se multiplican: aunque parezca inofensivo y afable, Welles no se asemeja en absoluto a un abuelo bonachón; de hecho, la diferencia de volúmenes entre él y la menuda Patty provoca un justificado resquemor, un insondable malestar…
¿Qué pretende ese coloso? ¿De veras una niña será el público ideal de Don Quijote? ¿Estará capacitada para entender las sutilezas, las burlas, los equívocos que llenan la obra? Tal vez este extraño comienzo sugiera una connotación distinta: la diferencia de tamaño y edad entre ambos pone en evidencia, asimismo, la disparidad de sus conocimientos. Recordemos que, en una de las entrevistas trascritas anteriormente, Welles afirmaba que para él don Quijote y Sancho Panza eran personajes eternos; entonces, si él mismo se empeña en referir su historia a una impúber incapaz de comprenderla, es porque no le interesa hacer una revelación fundamental. Fue también Borges quien afirmó que el poder de evocación alcanzado por Cervantes es tan grande que, aunque no hayamos leído Don Quijote, todos estamos seguros de haberlo hecho. Acaso Welles quería revertir esta odiosa tendencia: necesitaba unos oídos vírgenes, carentes de prejuicios, para contar su historia como si fuese la primera vez. Asombrada, Patty debió oír sus palabras con la misma curiosidad que Moisés debió manifestar ante la zarza ardiente: sin saberlo, aquella niña representa a la humanidad en su conjunto. En su infinita vanidad, Welles no sólo buscaba suplantar a Cervantes, sino a Dios.

16
Recordémoslo: era sir John Falstaff, no don Quijote. Dos escenas:
a) Aunque Welles ya ha decidido casarse con Rita Hayworth, viaja a la ciudad de México para limar asperezas con Dolores del Río, quien a la sazón ya ha renunciado a él. Tan galante y torpe como el orondo personaje shakesperiano, se presenta en la fiesta que Dolores le ofrece en el elegante Hotel Reforma, adonde ha sido convidado el tout Mexique, incluyendo a los embajadores de Argentina, Brasil, China, Cuba, Perú y Estados Unidos.
A la tertulia ha sido invitado otro gordo ejemplar, el pintor Diego Rivera, y un genio de similar envergadura artística, si bien no corpórea, el poeta Pablo Neruda.
—Le doy esta fiesta a Orson para agradecerle que venga a México —exclama Dolores frente a sus comensales.
Neruda asiente con parsimonia y el coro de insignes diplomáticos lo imita. Welles, en cambio, se pone tan nervioso que apenas se controla: uno casi dudaría de su talento como actor.
—¡Por Dios, Dolores! —ruge, súbitamente contrariado—. ¿Sabes? Yo te traía un bellísimo collar peruano… Y ahora me doy cuenta… Sólo ahora —Welles se rasca los bolsillos con fruición exagerada—, ¡ay!, de que debí olvidarlo en el hotel de Guatemala…
Sin mostrar la menor compasión hacia su doble de cuerpo, Diego Rivera sólo atina a croar una brutal, ruidosa, sanchopancesca carcajada.
b) Unos meses después, cuando su relación con Rita Hayworth ya ha excedido —como prometió— la mera fantasía, Welles se arma de valor para romper definitivamente con Dolores. Displicente, ella lo convoca en su suite del Hotel Sherry Netherland de Nueva York. De nueva cuenta el creador de Citizen Kane se halla tan nervioso —o al menos eso aparenta— que acude a la cita con cinco horas de retraso. En ese lapso, Dolores ha tenido tiempo de pasar de la incomodidad al fastidio y de la cólera a la indiferencia.
Nadie la ha tratado nunca así: ¡el papanatas no sabe con quién se ha metido! Su carácter dista mucho de acercarse a la ferocidad de María Félix, su eterna rival, pero no duda en darle a Welles una buena muestra de lo que es capaz una despechada hembra mexicana.
Con la majestad de una reina —a fin de cuentas lo es— Dolores deja entrar a Orson en sus dominios. Un tanto beodo, su falaz enamorado nunca se pareció tanto al personaje de Chimes at Midnight como en ese momento: le sudan las manos, le tiemblan los muslos, el corazón se agita en el interior de su formidable tórax. Y su voz, que ha hecho estremecerse a todo un país y ha conmovido a miles de cinéfilos, se queda atorada en su garganta. Aturdido, el inmenso narrador que es Welles no sabe cómo empezar:
—Querida —balbucea—, querida…
Se enjuga con torpeza el sudor que le escurre por la frente y las mejillas; retorciéndose como un niño sorprendido después de cometer una travesura, la táctica de Welles no consiste en pedirle perdón a su amada, sino en causarle lástima. Avanza unos pasos, tambaleándose, y, cuando vuelve a hacer el intento de articular una frase comprensible, sus manos se topan con una de las largas cortinas anaranjadas que penden de los ventanales, otorgándole a la habitación una vaga similitud con una carpa de circo.
—¡Querida! —exclama Orson una última vez antes de darse cuenta de que la pesada tela ya se le viene encima, arrastrándolo hasta el suelo como si fuese un bolo de boliche recién derribado.
Tendido sobre la alfombra, Welles recuerda a una tortuga volcada boca arriba. Sin guardar la menor compasión hacia su amante, Dolores estalla en una chillona, incisiva, gozosa carcajada.

17
Don Quijote encuentra a don Quijote
La escena más célebre del Don Quijote de Orson Welles no existe. Así de simple: nunca se filmó. O tal vez sí, y se encuentre en uno de los rollos que permanecen en Italia, o en los retazos que Jess Franco no utilizó, o se perdió en los infinitos vericuetos que sufrió la cinta tras la muerte de su realizador... ¡Quién puede saberlo! Pero su inexistencia no la hace menos estimulante o menos profunda. Una cosa es cierta: a Cervantes no le hubiese incomodado.
Perdidos en el mundo moderno, en donde ya se han topado con chicas en motocicleta —sirenas mecánicas—, televisores —conjuros infernales— y filas de automóviles —carruajes embrujados—, don Quijote y Sancho se internan en uno de tantos pueblos españoles y se introducen en una especie de santuario, una extraña cueva sin luz visitada por un alud de peregrinos. De pronto allí, frente a ellos, se produce el encantamiento: ¿qué extraña o endiablada maravilla ocurre allí adentro? Luego de traspasar un apretado patio de butacas, semejante al de un teatro cualquiera, don Quijote y Sancho se encuentran con Sancho y don Quijote.
Como si Merlín el hechicero les hubiese arrebatado sus cuerpos, se descubren a sí mismos en la pantalla que hay en la pared del fondo. ¡Cómo es posible! Con esta imagen, Welles ha llevado hasta sus últimas consecuencias la mise en abîme inventada por Cervantes en la segunda parte de su libro. A diferencia de lo que ocurre en la novela, en este caso los habitantes de la comarca no sólo han oído hablar de sus ilustres visitantes y no sólo conocen sus aventuras de memoria —a veces trastocadas por el infame Avellaneda—, sino que pueden espiarlos en todo momento gracias a ese maldito artefacto que llaman cinematógrafo.
Más enfurecido que al toparse con los gigantes disfrazados de molinos, el Ingenioso Hidalgo no duda en blandir su lanza para acabar con tan perverso maleficio y, antes de que su escudero o el público puedan detenerlo, el impulso de su brazo logra rasgar la blanca pantalla y, con ella, su propia figura. Aquí don Quijote no sólo intenta contradecir a don Quijote, como ocurre en el libro al tratar de burlar a Avellaneda; aquí don Quijote intenta aniquilar a don Quijote; don Quijote, el verdadero don Quijote si es que hay un don Quijote verdadero, no tolera esa engañifa, su imagen repetida sin su consentimiento, esa trampa que lo reinventa y multiplica. Incluso don Quijote quiere ser el único don Quijote y no el don Quijote que cada uno de nosotros se ha inventado, y mucho menos ese don Quijote espurio que lo imita y lo remeda, y que en el fondo tanto se parece a él. El don Quijote literario no tolera la existencia de ese burdo don Quijote cinematográfico, de esa falsificación de sí mismo. Sólo que el miserable don Quijote no sabe, o acaso sólo intuye —¡aunque nosotros sí lo sepamos!—, que él tampoco es el verdadero don Quijote, que él está hecho de la misma estofa que ese otro que se empeña en destruir, que él también habita una pantalla —o un libro, o nuestras mentes—, y que su locura no es tal, sino apenas una extraviada lucidez. Don Quijote se mira y no se reconoce o, lo que es peor, quizás reconoce en su imagen proyectada a alguien todavía más real que él mismo.
Los talentos combinados de tres genios: Cervantes, Borges, Welles se unen aquí para atisbar todos los juegos metaliterarios y metacinematográficos que se llevarán a cabo a partir de entonces. Cuando Cervantes hizo que en la segunda parte de su libro don Quijote leyese a don Quijote, cuando Borges hizo a Pierre Menard el autor de Don Quijote —y, con él, a cada uno de nosotros— y cuando, para cerrar el ciclo, Welles hizo que don Quijote mirase a don Quijote en un cine de barrio se abrieron tres puertas que no han vuelto a cerrarse y que aún hoy nos provocan una sensación de —valga la paradoja— gozosa angustia. No es casual que don Quijote creyese hallar su fin al enfrentarse con el Caballero de los Espejos; tampoco que Borges odiase los espejos tanto como la cópula; tercero en turno, a Welles le correspondía mostrarnos el diabólico poder de ese gran espejo de nuestro tiempo que es el cine.

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Recordemos esta escena primordial: de viaje por Brasil, Orson Welles hojea distraídamente una revista y se topa con la bellísima fotografía de una pin-up; sin pensarlo ni un segundo, Welles afirma que ella se convertirá en su mujer.
¿Se dan cuenta de las consecuencias de esta anécdota? Lo extraordinario del episodio no radica en que Welles se enamore de una actriz desconocida (eso nos ocurre a todos), ni tampoco en que (a diferencia de lo que nos ocurre a todos) él vaya a terminar casándose con ella; lo de verdad notable es que simboliza a la perfección el perverso poder del cine. Porque —no debemos olvidarlo— Welles no es uno de esos fanáticos que persiguen a las estrellas de Hollywood, sino uno de los más grandes directores de la historia del cine. Si incluso él cae en las redes de la ficción, ¿qué no puede pasarnos a los demás?
Tanto don Quijote como Welles se enamoran de dos mujeres ideales, igualmente inexistentes: el primero, de una posadera a la que confunde con una doncella; el segundo, de una imagen a la que confunde con la realidad. ¿Será que al fin comparten una locura parecida? La diferencia radica en sus decisiones posteriores: mientras don Quijote preserva su deseo de poseer a Dulcinea —manteniendo su amor incólume—, Welles comete el grave error de apoderarse de ella, transformando a la idílica actriz de la pantalla en alguien bastante peor que una humilde campesina.

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Retrato de Dulcinea
Margarita Carmena Cansino nació en 1918; comenzó su carrera a los trece años, en la compañía de su padre, el bailarín español Eduardo Cansino. Como las leyes estadounidenses le prohibían actuar siendo menor de edad, los Dancing Casinos solían presentarse en Tijuana y otras ciudades de México. Más adelante, la joven le contaría a Welles que su padre la obligaba a dormir con él; acaso este hecho, sumado a un carácter hipersensible y desordenado, fuese el origen de los trastornos nerviosos que la joven comenzó a padecer desde la adolescencia. Según la tosca interpretación del carácter de Rita que Welles llevaría a cabo más adelante, en el interior de la muchacha convivían dos personalidades escindidas: una salvaje y sensual, y otra tímida y retraída11. (Al director, en cualquier caso, en aquella época parecían gustarle las dos.)
A los dieciocho, Rita decidió abandonar definitivamente a su padre y aceptó casarse con un vendedor de coches llamado Edward Judson, quien se dedicó a explotar su belleza tal como había hecho Cansino. En una historia que parece más propia de Justine que de Don Quijote, Judson la entregó a Harry Cohn, un productor de la Columbia, quien a su vez se dedicó a acosarla y ultrajarla durante varios años. Atrapada en aquella vida miserable, no era difícil que Rita sucumbiese sin demasiadas dificultades a los inteligentes halagos de Welles. Porque, a diferencia de lo que ocurre en el Quijote, en este caso sólo ella sabía en el fondo que no era una princesa.

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Actor de teatro y de cine, locutor de radio, director, productor, editor, guionista, novelista ocasional12, maestro de ceremonias, político frustrado: Welles es el representante ideal de la “sociedad del espectáculo”: ninguna rama de lo que ahora se conoce con el nombre de industria del entretenimiento escapó de su interés. Y, lo que es más notable, siempre que se lo propuso fue un genial innovador. Sin embargo, dentro de sus múltiples aficiones hay una que ha sido un tanto descuidada por sus biógrafos y que no obstante, debido a su misma rareza, puede ser vista como una metáfora perfecta del quehacer de Welles: la magia.
Desde muy joven Welles se dio a la tarea de aprender todo tipo de trucos, justo esos que ahora, en esta época de efectos especiales, nos parecen burdas maniobras de cómicos de feria: juegos con cartas, sombreros con conejos, pollos amaestrados, magnetismo y mujeres cortadas por la mitad. Tanto Dolores del Río como Rita Hayworth llegaron a servirle de asistentes, aunque quizás la más llamativa de las estrellas de cine que Welles serruchó en público fue Marlene Dietrich.
Tras la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón en 1942, Welles montó una compañía itinerante, a la que llamó Wonder Show, para entretener a las tropas que peleaban en el frente. Durante varias semanas se reunió con Joseph Cotten —a quien le enseñó un acto de escapismo—, Agnes Moorhead y Rita para ensayar los diversos números: ¡La princesa Nefertona cortada por el ombligo y continúa viva!, ¡Joseph el Grande escapa con vida! ¡El doctor Welles, sin trucos, petrifica con la mirada! Desde luego, el gran número se produciría cuando dividiese a la mitad a su hermosa asistente. Por desgracia, el manager de Rita le impidió participar en el acto y a Welles se le ocurrió invitar a la Dietrich, a quien conocía de sus épocas con Dolores. La actriz alemana aceptó gentilmente, y durante varias noches consecutivas se presentó ante diversas divisiones de soldados leyendo el pensamiento de los jóvenes voluntarios que se atrevían a ponerse en sus manos.
Por más que quiera verse este tipo de situaciones como meras anécdotas sin importancia en la carrera de Welles, en realidad revelaban su perversidad y su inteligencia: no sólo era capaz de manipular a decenas de inocentes, sino también a las grandes figuras de Hollywood. Antes que nada, Welles era un gran ilusionista. Ésta es la palabra perfecta para describirlo: en cada una de las actividades que emprendió siempre supo que él era un simple artesano y el producto que presentaba al público un mero artificio: una trampa o un engaño que sólo su habilidad hacía parecer real. Si Welles es un creador verdaderamente moderno, se debe a que nunca creyó ser un artista, sino un simple manipulador, como Kane o Hearst. Welles buscaba ser un Maese Pedro animando su retablo con las ilusiones que ponía en los ojos y las mentes de su público, convertido así, gracias a él, en una turba de Quijotes.

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El hombre que mató a don Quijote
La historia de Don Quijote en el cine no ha sido precisamente feliz. Pese a los esfuerzos de numerosos actores y directores —algunos de la talla de Pabst—, ninguna película compite con el original. No se trata del típico fenómeno que produce películas mediocres a partir de fuentes sublimes: más bien pareciera como si, pese al carácter eminentemente visual de las andanzas del Ingenioso Hidalgo, hubiese un elemento escondido, sutil y metafórico, que rebasa la mera representación: ese espíritu sólo se encuentra en contados pasajes de la vasta cadena de adaptaciones que se han producido a partir del indómito personaje.
La primera noticia que se tiene de un filme con el tema del Quijote data de una producción francesa silente de 1903, a la cual le siguieron otras en 1915, dirigida por Edward Dillon; 1923, de Maurice Elvey; una muy libre versión en dibujos animados de 1934, de Ub Iwerks, y una producción danesa de 1926, a cargo de Lau Lauritzen, hasta llegar a la de Georg Wilhelm Pabst de 1933 —un año especialmente significativo—, en la cual lo mejor de todo es la actuación del gran bajo ruso Fiódor Chaliapin.
Sin embargo, a partir de ese momento la figura fílmica del anciano caballero se vuelve universal, pues existen, además de las versiones españolas de 1948, Don Quijote cabalga de nuevo, y de 2002, El caballero don Quijote, producciones de origen israelí, Dan Quihote V’Sa’adia Pansa (1956); soviético, Don Kikhot (1957) y Deti Don Kikhota (1965); mexicano, Don Quijote cabalga de nuevo (1972), de Roberto Gavaldón, con Fernando Fernán Gómez en el papel de Alonso Quijano y Cantinflas en el de Sancho Panza; y taiwanés, Asphaltwiui Don Quixote (1988), sin dejar de contar las versiones musicales The Amorous Adventures of Don Quixote and Sancho Panza (1976) y Man of La Mancha (1982), hasta llegar a la malograda adaptación de Terry Gilliam que habría de llamarse The Man Who Kill Don Quixote (2000).
Tal vez esta última producción, azotada por todas las desventuras posibles que provocaron que ni siquiera pudiese terminar de rodarse, guarda los mayores paralelismos con el abortado filme de Welles. En ambos casos se trata, por encima de todo, de proyectos propios —de acuerdo: de sueños— llevados a cabo por dos grandes talentos de la historia del cine. Otros paralelismos: tanto Welles como Gilliam son estadounidenses; ambos maduraron su idea de filmar Don Quijote a lo largo de muchos años; ambos decidieron realizar películas personales, independientes de Hollywood y sus exigencias, con presupuestos descabellados; y ambos, en fin, tuvieron que sucumbir a los límites que ellos mismos se impusieron para regresar a la realidad y darse cuenta de la imposibilidad de seguir adelante.
Como sea, el destino de The Man Who Kill Don Quixote no deja de resultar tragicómico, como la novela, al grado de que un par de cineastas jóvenes, Keith Fulton y Louis Pepe, se dieron a la tarea de filmar una película sobre el fracaso de esta otra película. Titulado con acierto Lost in La Mancha (2002), el documental de Fulton y Pepe cuenta las desventuras de Gilliam y su troupe a la hora de filmar su ansiada adaptación de la novela de Cervantes.
Igual que Welles, William tenía fama de genial, de fantasioso y atrabiliario y, sobre todo, de poco realista a escala financiera. En la industria cinematográfica se había vuelto célebre por uno de sus mayores fracasos: Las aventuras del Barón de Munchausen, incapaz de recuperar siquiera una pequeña parte del altísimo presupuesto invertido en ella. Embrujado por este fiasco, nadie parecía recordar sus éxitos: sus colaboraciones con el grupo inglés Monty Pitón o películas tan logradas —y llenas de imaginación y talento visual— como Bandidos en el tiempo, Brazil, Pescador de ilusiones u Ocho monos. En cualquier caso, los productores hollywoodenses se negaron a participar en Don Quixote, por lo cual Gilliam tuvo que recurrir a un destartalado abanico de inversores europeos para rodar la que se convertiría en la película más cara realizada fuera de Estados Unidos.
En principio, el reparto elegido por Gilliam parecía asegurar el interés tanto del público como de los productores franceses, ingleses y españoles que acompañaban su locura. Jean Rochefort, el actor francés elegido para encarnar al protagonista era, como Reiguera, un don Quijote nato: basta verlo unos segundos en Lost in La Mancha para darse cuenta del buen ojo de Gilliam al seleccionarlo; en cuanto a los secundarios, la pareja formada por Johnny Depp y Vanessa Paradis, aseguraban el impacto mediático del filme. Por desgracia, el tinglado —sería mejor decir: el retablo— estaba armado con pinzas: cualquier error de cálculo terminaría en un desastre. Y así ocurrió.
Pese a contar con la entusiasta colaboración de su trío de actores, quienes accedieron a rebajar notablemente su caché, pronto se hizo evidente que el proyecto hacía agua por todas partes. Sin darse cuenta, Gilliam había escogido un don Quijote demasiado frágil: más frágil aún que don Quijote. Pese a ser un jinete probado, a sus setenta años la columna de Rochefort no resistió los embates de Rocinante y debió ser hospitalizado de emergencia durante varios días. Si a eso se añade la furiosa tempestad que azotó al equipo de filmación durante los primeros días del rodaje en Navarra —en un árido campo cercano a unas instalaciones de la OTAN que provocaban el continuo paso de cazas supersónicos—, al cabo de una semana de rodaje se hizo evidente que no existían las condiciones para continuar el proyecto.
A diferencia de lo que ocurrió con Welles, en este caso la película de Fulton y Pepe apenas nos permite adivinar las secuencias que habría de tener la obra terminada, pero en cambio nos conduce por el camino de frustración que Gilliam debió recorrer día tras día. Provoca una genuina tristeza observar la construcción de los espectaculares decorados, la desbordante imaginación de los vestuarios, la riqueza visual del storyboard o la pasión de los colaboradores de Gilliam y saber de antemano que todo eso ha quedado en el olvido. Quizás con demasiada facilidad, los directores del documental no han dudado en comparar a Gilliam con don Quijote porque, tal como ellos la relatan, su desventura parece más kafkiana que cervantina. Mientras vemos a Gilliam seguir el derrotero de su película, siempre con esa misma expresión de niño asustado, incapaz de comprender que los mayores no le compren sus juguetes y no lo dejen cumplir sus caprichos, tenemos la certeza de que no se trata de un caballero andante, sino de un hombre atrapado en sí mismo. Genial e introvertido, incapaz de ocuparse de las tareas cotidianas, sumergido siempre en sus fantasías, Terry Gilliam es sin duda el hombre que mató a don Quijote.

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El fin
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.
La frase, en esta ocasión, adquiere plenamente su significado: si el narrador no quiere acordarse es por el dolor que siente al hacerlo, porque algo terrible —inenarrable, inefable— ocurrió allí, en la Mancha.
Como de costumbre, vemos a don Quijote y a Sancho recorriendo un adusto y polvoriento camino en la sierra. El cielo es de una claridad majestuosa. Nuestros héroes avanzan a paso cansino, agotados por el sol y por las múltiples desventuras que han sufrido a lo largo del camino. Don Quijote ha sido golpeado, manteado, burlado, escarnecido. Y, sin embargo, prosigue su marcha, invencible, paseando su triste figura una vez más. Poco a poco escalan una pequeña pendiente y al fin contemplan la interminable llanura manchega que se extiende infinita ante sus ojos.
De pronto, todo tiembla. Se oye una terrible explosión, tan terrible que incluso puede escucharse en una película muda. Todo se sacude. La tierra tiembla, vibra, se estremece. Y entonces alzamos nuestra vista, al mismo tiempo que don Quijote y Sancho, y contemplamos el insólito espectáculo que se produce ante nuestros ojos. Un encantamiento mayor a cualquiera de los descritos en los libros de caballerías; un conjuro o una maldición peor que las de todas las brujas y hechiceros de la historia.
Una gigantesca nube asciende hacia el cielo. Una hermosísima nube, blanca y tornasolada, en forma de hongo. Y entonces lo comprendemos todo. Quizás don Quijote y Sancho no, pero nosotros, educados por la historia, sí sabemos lo que ocurre. Se trata de una bomba H, del Armageddón, de la Tercera Guerra Mundial, del Día del Juicio. Don Quijote y Sancho contemplan, azorados, nuestra destrucción. La de todos nosotros, sus lectores. El fin de la de la especie humana. El mundo se desintegra ante sus ojos, y nosotros con él. Al final, hemos sido incapaces de sobrevivir a nuestro odio, nuestros temores y nuestra debilidad. Hemos fracasado.
Don Quijote y Sancho Panza, en cambio, persisten. A diferencia de nosotros, ellos son inmortales. A pesar de nosotros, nos sobreviven. Mientras que a nosotros la realidad nos ha condenado a muerte, a ellos la fantasía los ha salvado. Deslumbrados, estremecidos y más tristes que nunca, nuestros héroes se preparan para continuar el camino. Ya no habrá quien los escuche ni quien los lea. Nadie los reconocerá por las calles. Nadie se acordará de sus nombres. Y nadie se acordará, tampoco, de ese lugar de la Mancha. De ese lugar de la Mancha que es la Tierra. No importa: a pesar de los pesares, en contra de todo, ellos proseguirán su camino. Welles lo sabía y por eso siempre quiso filmar esta escena, el mayor homenaje que nadie le ha hecho a Cervantes: ellos son lo mejor que los seres humanos pudimos crear.


1 The Orson Welles Story, entrevista realizada por Leslie Megahey para la BBC en Las Vegas, en 1982. Reproducida en Mark W. Estrin (ed.), Orson Welles Interviews (University Press of Mississippi, 2002), pp. 207-208.
2 Don Quijote de Orson Welles, editada por Jess Franco, Rosa María Almirall y Fátima Michalczok, Producciones El Silencio, Madrid, 1992, 118 min.
3 Entrevista de Welles con André Bazin y Charles Bitsch, Cahiers du Cinéma, mayo de 1958.
4 Orson Welles y Peter Bogdanovich, Moi, Orson Welles (París: Belfond, 1993), p. 439. (La edición inglesa es de 1992.)
5 Yo soy usted (1943) y Ofrenda (1953).
6 Transmitidos con el título de México en el programa Hello Americans de la CBS en 1943.
7 Barbara Leaming, Orson Welles (Barcelona: Tusquets, 1986), p. 220. (La edición inglesa es de 1985.)
8 David Ramón, La Santa de Orson Welles (México: Coordinación de Difusión Cultural, UNAM), 1991.
9 David Thomson, Rosebud. The Story of Orson Welles (Nueva York: Random House), 1996, p. 196.
10 Entrevista de Welles con André Bazin y Charles Bitsch, Cahiers du Cinéma mayo de 1958, pp. 37-39.
11 Barbara Leaming, Orson Welles, op. cit., p. 277.
12 En 1954 la editorial Gallimard publicó, con el nombre de Orson Welles, la novela Mr. Arkadin, en la cual no se especificaba el nombre del traductor. Años más tarde, Welles negaría toda paternidad de esta obra literaria que se sumaba a todas sus otras habilidades.


Orson Welles y Jeanne Moreau en "Campanadas a medianoche" (1964)

Orson Welles y Jeanne Moreau en "Campanadas a medianoche" (1964)


n “MACBETH”, DE ORSON WELLES. Por Cinta Conde (En Comunicación nº 5, 2007)

Alcanza casi la infinitud de formas el modo en que el cine se ha apropiado del universo shakesperiano en todas sus vertientes: temas de sus obras, personajes, planteamiento conflictos, puras adaptaciones de las obras originales… Y no sólo porque los temas que se tratan en la obras del escritor británico sean ya universales y, por tanto, un buen recurso para el cine, sino porque se jugaba con el factor de popularidad que tenía el escritor y la fama de sus obras, dándole además un toque de cultura, relacionándolo con el arte incluso. Sólo en el cine mudo podemos encontrar alrededor de 400 películas que se acercan en algún aspecto a la obra de Shakespeare.
Orson Welles, mundialmente conocido por su representación radiofónica de La guerra de los mundos y su película Ciudadano Kane, llevó a cabo la adaptación cinematográfica de Shakespeare en una trilogía compuesta por Macbeth, Otello y Campanadas a medianoche (ésta ultima remix de varias obras del autor inglés). Pero más allá de estas adaptaciones, la obra de Welles, tanto cinematográfica, como televisiva y radiofónica, está fuertemente vinculada con la de Shakespeare. Desde muy pequeño comenzó a leer las obras de este escritor y con sólo nueve años ya hizo una versión de El rey Lear. Los temas presentes en la obra de Shakespeare: la ambición, el poder, la frontera entre el bien y el mal, el paso del tiempo, aparecen constantemente en la filmografía de este director. Welles ha llegado a ser considerado como uno de los que mejor ha sabido captar la esencia del escritor británico más universal, a pesar de que sus adaptaciones no sean cien por cien fieles a la obra original. Le gusta jugar con la obra, cambiando su disposición dramática, alargando o acortando el texto. Pero como ya se ha dicho, la estrecha vinculación entre ambos llega más allá de estas pequeñas alteraciones, que no perturban en absoluto ese saber trasmitir la esencia, el alma de las obras de Shakespeare. Podemos decir que en ciertos aspectos, Welles supo aprovechar esa cultura cosmopolita, por encima de ese posible sentimiento de desarraigo consecuente de tal cosmopolitismo.
Algunos investigadores, como el historiador cinematográfico Esteve Riambau (1985), opinan que Welles recurrió a las adaptaciones literarias en momentos de apuros, siendo en concreto la trilogía shakesperiana fruto del fracaso de La dama de Shangai. Aunque esto no nos debe llevar a pensar en una mala calidad de estas obras, nada más lejos de la realidad. Si Welles abordó estas obras en momentos de crisis, era porque para él era un terreno en el que se movía muy a gusto, que conocía a la perfección, de modo que podría obtener buenos resultados con una mayor facilidad, y menos riesgos, al apoyarse en textos célebres y de reconocido valor.
La adaptación wellesiana de Macbeth, sin duda una de las obras más sangrientas del escritor británico, junto con otras como Otelo, no es la única. Existen otras adaptaciones cinematográficas de esta obra, como las de Polanski y Kurosawa, pero es ésta que nos ocupa la que más se acerca al original, además de por la simbiosis entre ambos artistas, por la homogeneidad temporal y espacial y la unidad temática que se darán en la obra de Welles en general, y que llevará a Bazin (2002) a hablar de un retorno a la dramaturgia de la Grecia clásica, fundamentada en la unidad de lugar, tiempo y escena, que han sido fragmentadas por las formas artísticas modernas, y curiosamente de un modo especial por el cine. El tema de Macbeth será el de la obtención de la corona por parte del protagonista y toda la trama girará en torno a este tema, respetando la unidad temporal y espacial en cada secuencia. En esta adaptación fílmica se respetará por tanto la estructura clásica de la propia obra original de exposición, nudo y desenlace. Su respeto a las leyes del clasicismo llega aún más lejos y en el film se dará una ordenación cronológica y el tiempo será lineal, vectorial progresivo.
Por encima de este respeto al texto original, Orson Welles llevaría a cabo algunos cambios, unos menos significativos, como el alargamiento o acortamiento de los diálogos, de los que ya habíamos hablado antes. Y otros más destacados, como la sustitución del contexto original del siglo XI, por otro más primitivo, rudo y bárbaro. Viven en una especie de cueva, visten con pieles de animales, cuernos que adornan tales indumentarias… Además de en el aspecto físico de los personajes o en los escenarios, esta ambientación se deja notar también en la actitud de dichos personajes, con sentimientos y acciones que se endurecen, aunque sin llegar a la brutalidad de las imágenes de la adaptación que Polanski hizo de esta obra.
Este endurecimiento de la obra original es consecuencia del compromiso de Welles con la sociedad que le rodea, una sociedad marcada por la II Guerra Mundial, por el horror tras conocer el genocidio, las torturas en los campos de concentración. Jean Cocteau diría que el Macbeth de Orson Welles posee una fuerza salvaje y desbocada, los protagonistas del drama, tocados con cuernos y coronas de cartón, vestidos con pieles de animales como los primeros automovilistas, se mueven por los pasillos de una especie de metropolitano de ensueño. Sin duda alguna Cocteau supo, con estas palabras, expresar a la perfección las sensaciones que el espectador experimenta ante el visionado del film. Se trata de una especie de fuerza casi primitiva que te invade, cargada de ferocidad.
Macbeth será la primera película de la trilogía shakesperiana de Orson Welles. En 1947, tras finalizar el rodaje de La dama de Shangai, Welles consigue convencer a Hebert Yate, presidente de la modesta productora Republic Pictures, para que produzca su adaptación de Macbeth que presentaría como un reto personal: hacer frente a aquellos que le tildaban de derrochador, ajustándose a un plazo de 23 días de rodaje y un presupuesto irrisorio de 75.000 dólares, especialmente si lo comparamos con los 686.000 dólares que costó hacer Ciudadano Kane en 1941. Estos condicionantes le sirvieron para estimular su ingenio: rodando simultáneamente en diferentes decorados en los que dividió el estudio, sustituyendo los movimientos de cámara por movimientos de los personajes, improvisando efectos especiales, como el de la imagen fantasmagórica de Banquo, creada con un poco de vaselina sobre el objetivo. Todo esto con el propósito de ahorrar costes y ganar tiempo. Para Truffaut, Welles recuperaría en esta película, como consecuencia de la escasez de recursos, toda la sencillez y el genio que habían permanecido intactos. Sin embargo, no todos compartieron esta opinión de Truffaut. La gran mayoría de la crítica cinematográfica arremetería duramente contra esta película que tampoco gozó de la aceptación del público. Sufrió tal rechazo que Orson Welles llegó a confesar a su amigo Dick Wilson: “No puedo imaginar qué esperas que yo escriba a los periódicos, aparte de una simple petición de disculpas por haber nacido”.
Welles cometió además el error de abandonar la realización de la película una vez que terminó el rodaje. Para él el reto era grabar en esos veintitrés días y con ese presupuesto, una vez cumplido el objetivo se acabó para él la película y marchó a Europa. De este modo la banda sonora, que había sustituido a la idea inicial del rodaje en play back, por problemas técnicos, fue dirigida en un principio por Richard Wilson, que le dio un acento americano, siguiendo siempre las indicaciones de Welles que ya estaba instalado en Europa. Pero el resultado no acabó de convencer a Welles, que decidió elaborar una nueva banda sonora con un acento escocés, cuya ininteligibilidad no hizo más que servir como motivo extra de su fracaso. El film llegó a ser presentado al Festival de Venecia del año 1948, donde coincidiría con la versión que Lawrence Olivier hizo de Hamlet, una producción que contaba con mayores presupuestos y una realización más exhaustiva, que Welles intuyó que gustaría mucho más, por lo que acabó retirando su película del Festival.
Welles se marchó a Europa para no volver a Estados Unidos en ocho años. El rechazo rotundo de su Macbeth y las continuas limitaciones a su actividad creadora por parte de productores, crítica y demás entendidos en cine, le agotaron y marchó al viejo continente en busca de una mayor libertad creadora. Antes de finalizar con este gran paréntesis abierto, centrado en la crítica que la película recibió, es necesario reproducir uno de los comentarios que Orson Welles hizo al respecto y que parece muy interesante: “Los que conocen este negocio saben que eso es rodar más que deprisa. La idea que me guiaba al hacer Macbeth no fue hacer un gran film (…) Desgraciadamente ni un sólo crítico en todo el mundo rindió tributo por mi rapidez. Pensaron que era un escándalo que se realizara en veintitrés días. Y tenían razón, pero no podía escribirles uno por uno y explicarles que no había quien me diera dinero para rodar un día más. No me avergüenzo de las limitaciones de la película”. Leyendo las propias palabras de su director no hay más que decir al respecto, todo queda claro. No había ni medios, ni tiempo, entonces, ¿qué más se podía haber hecho?
Centrémonos ahora un poco en el desarrollo de los personajes, su interpretación, fidelización a los de la obra original. Antes del comienzo del rodaje, Welles llevaría a cabo una versión teatral de la obra en el Utah Centenal Festival, de donde extrajo algunos de los actores de la posterior versión cinematográfica. No pudo conservar a la actriz Agnes Moorehead para el papel de Lady Macbeth en la película, que fue interpretado por Jeannette Nolan, que realizó una interpretación más bien floja de su papel, quizás no impulsado por falta de talento sino por expreso deseo de Welles, que suavizó la maldad de Lady Macbeth, cargando más peso en el papel de Macbeth, que él mismo interpretó. Más allá de que pensemos que quizás Welles pecó de vanidoso al focalizar la obra de un modo tan contundente en el personaje de Macbeth, lo cierto es que probablemente es ésta una de las mejores interpretaciones de Orson Welles. Una interpretación que algunos críticos han calificado como contenida y estridente, quizás todo aderezado por el maquillaje y la indumentaria, una estética que endurecía aún más al personaje.
Como se decía antes, en la obra de Welles encontraremos a una Lady Macbeth menos malvada, por la que podemos llegar a sentir incluso pena cuando llega al suicidio. Es una Lady Macbeth con menos fuerza, no tan perversa, que ya no influye de un modo tan determinante en Macbeth, sino que el propio Macbeth tiene iniciativa propia, no necesita de la motivación de su esposa para llevar a cabo el asesinato de Banquo por ejemplo, y ya no duda tanto a la hora de asesinar a Duncan. Se trata de un Macbeth más visceral, menos reflexivo, acorde con la imagen que Welles tenía del ser humano en estos momentos en los que el olor de los cadáveres de la Segunda Guerra Mundial, seguía impregnando el ambiente. La relevancia que alcanzan los protagonistas de la película, especialmente Macbeth, hace que lleguen a condicionar el transcurso de la acción. Por ejemplo, si Macbeth no fuera tan ambicioso, los presagios de las brujas no hubieran provocado esa obsesión del personaje por alcanzar la corona, matando a todo aquel que impida la consecución de tal objetivo. Esta importancia de los personajes se deja ver también por la ausencia de un narrador, la acción se nos muestra a través del punto de vista de diferentes personajes, por lo que domina el showing en la narración. Todo esto nos lleva a hablar de una narración débil. Por tanto, es lógico que se dé una focalización subjetiva múltiple; Macbeth y Lady Macbeth nos dejan entrar en su mente, conocer qué están pensando. En diversos momentos se da el monólogo interior, por ejemplo, cuando Lady Macbeth recibe la carta de Macbeth. Se dan incluso casos de mirada subjetiva, por ejemplo, cuando Macbeth comienza a ver visiones y se le nubla la vista (la cámara se desenfoca, provocando el efecto de nublarse la vista, por lo que parece que vemos la acción a través de los ojos de Macbeth), aunque en general hablamos de mirada objetiva a lo largo de la película.
Por otro lado, si sumamos a esta característica de personajes hipertofriados, una estética basada en el brusco contraste entre luces y sombras, claros y oscuros, como es la que se da en esta película, nos dará como resultado una escritura barroca, que siempre ha estado férreamente vinculada a la figura de este director y de otros tan importantes en la historia del cine como Hitchcock. La película es la que más cercana está a la obra original, pero lo cierto es que las carencias de presupuesto y planificación se dejan ver de manera notable en el resultado final. Aunque es verdad que la estética wellesiana se respeta en cierto sentido, sus ambientes lúgubres, incluso tétricos en ocasiones, esos choques entre sombras y luces, zonas de claros y de oscuros. La falta de presupuesto salta a la vista, tanto en los decorados (de cartón piedra puro y duro), como en el vestuario y los complementos (cuernos y más cuernos y trozos de tela que simulan pieles de animales).

Referencias bibliográficas
BAZIN, André (1991): Orson Welles: A Critical View, L.A., Acrobat Books.
BAZIN, André (2002): Orson Welles, Barcelona, Paidós.
HIGHAM, Charles (1986): Orson Welles: Esplendor y caída de un genio americano, Madrid, Plaza & Janés.
PÉREZ BASTIAS, Luis (1994): Orson Welles: El absurdo del poder, Barcelona, Royal Books.
RIAMBAU, Esteve (1985): Orson Welles. El espectáculo sin límites, Barcelona, Fabregat.


Anthony Perkins en "El proceso" (1962)


Orson Welles en "F for fake" (1973)


Orson Welles en "Sed de mal" (1958)
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n EL DÍA EN QUE ORSON WELLES Y LOS MARCIANOS SEMBRARON EL PÁNICO. Por Luis Ini (La Nación)

El 30 de octubre de 1938, la compañía de radioteatro Mercury, dirigida por Orson Welles, asustó a la audiencia estadounidense al dramatizar con gran realismo la novela La guerra de los mundos , de H. G. Wells. La histeria colectiva que desencadenó es hoy comúnmente tomado como ejemplo del poder de los medios de comunicación de masas.
La adaptación del libro, que narra una invasión marciana sólo truncada por la poca resistencia de los alienígenas a las bacterias, presentaba flashes informativos que interrumpían un programa musical. Así, aparentes testigos oculares describían primero la caída de unos meteoritos sospechosos y, después, cómo éstos resultaban ser naves espaciales con tripulantes poco amigables.
En la introducción del programa se explicaba que era una dramatización; el segundo aviso llegó 40 minutos más tarde, después de que el locutor de la CBS, la cadena radial donde se emitía el espacio, muriese en la azotea de la emisora, víctima de gases malignos. Pero para esa altura del programa ya eran cientos los llamados telefónicos que recibían las autoridades policiales y las redacciones de Nueva York y Nueva Jersey, donde supuestamente ocurrían los hechos.
El pánico llevó a muchos a tomar medidas extremas, como fugarse de sus casas con lo puesto hacia terrenos abiertos para evitar los gases venenosos marcianos , o a esconderse en los sótanos, provistos de revólveres y toallas mojadas para proteger sus vías respiratorias.
Los últimos 20 minutos del programa, de casi una hora de duración, fue un relato de cómo los invasores, después de un primer triunfo ante las tropas estadounidenses, iban pereciendo a causa de vulgares microorganismos. Ese relato lo hacía el astrónomo y profesor Richard Pearson, personaje central del radioteatro, al que le ponía voz el propio Welles.
Al día siguiente, ante las muestras de indignación por el engaño , Welles se disculpó públicamente. Muchas demandas fueron presentadas contra él y la radio, pero ninguna llegó a ser tenida en cuenta.


Orson Welles y Rita Hayworth en "La dama de Shangai" (1947)


Edward G. Robinson, Loretta Young y Orson Welles en "El extraño" (1946)

n LA INVASIÓN DE ORSON. Por Ernesto Castrillón (La Nación 01-11-10)

Con la emisión radial de La Guerra de los Mundos, el genial artista norteamericano generó, hace 60 años, una ilusión que disparó el pánico en sus oyentes. No era ésa su intención, pero le valió el estrellato en Hollywood.

El 30 de octubre de 1938, a los 23 años, Orson Welles, el audaz multigenio del espectáculo norteamericano, se aseguró, con el pánico desatado por la transmisión radiofónica que hizo de la obra La Guerra de los Mundos , de H. G. Wells, su página en la inmortalidad y un pasaje de ida en primera clase a Hollywood.
Para los aficionados de la radio, además, su voz era ya famosa, sobre todo desde que comenzó a interpretar para la CBS al enigmático Lamont Cranston, personaje de The Shadow ( La Sombra ), tenebrosa y novelesca figura a la que había dotado de su voz dramática, cavernosa, y de una carcajada estentórea (que divertía a la vez que asustaba al oyente) de la que ningún niño ni adolescente norteamericano de aquellos años podría olvidarse jamás.
Los 3000 dólares semanales que Welles obtenía por sus actuaciones en la radio, prolijamente se utilizaban para ayudar a solventar a su grupo, el Mercury Theatre, creado en agosto de 1937, un auténtico semillero de talentos que terminaría destacándose en el ambiente teatral, en el radiofónico y en la industria cinematográfica, junto a su mentor.

El Mercury
La misma emisora, CBS, le ofreció un espacio semanal, titulado First Person Singular ( Primera persona singular ). La condición requerida por la empresa era que Welles lo escribiera, dirigiera, actuara en él y, además, lo presentara. Eso era demasiado, hasta para un enfermo del trabajo, como él.
La temporada del ciclo (que luego se renovaría otro período con el modificado título de Mercury Theatre on the Air ( Teatro Mercury en el aire ) se inició el 11 de julio de 1938 con Drácula , La Isla del Tesoro , Los 39 escalones , representaciones de obras clásicas que, por esos mismos años, conocían versiones cinematográficas, y que el propio Orson Welles adaptaba audazmente.
En el otoño de 1938, Welles estaba literalmente tapado por sus proyectos, empezando por el estreno, en teatro, de la obra La muerte de Dantón , en el que tenía puestas todas sus esperanzas. Había llamado (esta vez contratado por él), a su viejo amigo y asociado, John Houseman y contaba, además, con el invalorable aporte de un joven guionista que pensaba muy rápido y escribía más rápido aún, Howard Koch, futuro coguionista del film Casablanca .
El estupendo equipo del Mercury Theatre on the Air comprendía a actores como Joseph Cotten, asociados con los proyectos teatrales de Welles, a los que se sumaba personal incorporado de la misma radio, como el sofisticado compositor y director de orquesta Bernard Herrmann, cabeza de la CBS Music Workshop.

Llegan los marcianos
Uno de los proyectos que más atraían a Welles era una adaptación radial de la obra de H. G. Wells, La guerra de los mundos .
La obra, escrita en 1898, aun siendo una precursora del género de la ciencia-ficción, tenía muchos detalles que la hacían anticuada y difícil de adaptar a la radio. Welles deseaba mucho hacerla, pero no tenía el tiempo para averiguar cómo. Howard Koch tendría que hacerlo por él.
Desde un primer momento, el joven y talentoso guionista (para nada escaso de ingenio y astucia) vio las dificultades que presentaba el texto original de la novela. En primer lugar, se decidió por trasladar la acción, de Inglaterra a los Estados Unidos, y a una época contemporánea. La invasión marciana, además, debía ocurrir muy cerca de los oyentes.
En segundo lugar, sabiamente, decidió no respetar al pie de la letra la estructura de la obra, adaptando la acción al formato de una transmisión radial contemporánea, con flashes informativos que traían los avances de la tenebrosa invasión marciana de la Tierra.
En un día de descanso, finalmente, eligió un punto en el mapa de Nueva Jersey, cercano a Grovers Mill, en el corazón de la más tradicional y rural región de los Estados Unidos. Allí, decidió, en un granja no muy lejana a la Universidad de Princeton (que convenientemente tenía un observatorio astronómico), debía comenzar el ataque marciano.
Al libreto original trabajado por Koch, por supuesto, se le sumaron las sugerencias de Houseman y, sobre todo, los agregados y supresiones de último momento practidos por Welles, que nunca estaba conforme con ningún guión hasta el instante en que se paraba frente al micrófono.
El día elegido para la transmisión fue el anochecer del domingo 30 de octubre de 1938, por lo que para muchos, el escándalo que provocaría la emisión no dejaba de constituir una desproporcionada broma de Halloween.
A la hora señalada para el comienzo del programa, todo el elenco del Mercury estaba listo, absolutamente tranquilo, sin suponer en lo más mínimo que estaban por entrar en la historia cuando desataran una histeria colectiva como nunca se había producido. No tenían por qué saberlo, entre otros motivos, porque el ciclo no alcanzaba buenos niveles de rating , y era superado holgadamente en audiencia por el programa Chase and Sanborn Hour , del popular ventrílocuo Edgar Bergen (padre de la exquisita actriz Candice Bergen) y su insoportable muñeco (para cualquiera que no fuera norteamericano), Charlie McCarthy.
Así estaban las cosas en ese inolvidable anochecer del 30 de octubre, cuando a las 20 comenzó puntualmente la transmisión del Mercury Theatre on the Air, con la aclaración previa, hecha por el locutor del ciclo, de que lo que vendría a continuación era una adaptación de Orson Welles de la obra de H. G. Wells, La Guerra de los Mundos .
El mismo Orson presentó el programa, leyendo con voz dramática y sombría: "Ahora sabemos que durante los primeros años del siglo XX este mundo estaba sometido a estrecha observación por inteligencias superiores a las del hombre y, sin embargo, tan mortales como la suya propia".

Una deplorable Cumparsita
La dimensión del pandemonio desatado por el programa tuvo mucho que ver con la estructura de la emisión. Tras las palabras de Welles y el anuncio de un pseudolocutor de la radio, acerca de las explosiones captadas en la superficie del planeta Marte, el programa tomó la inocua forma de una rutinaria transmisión musical, que llegaba desde el inexistente Meridian Room del también inexistente Hotel Park Plaza, supuestamente ubicado en el centro de Nueva York.
Desde ese salón, precisamente, llegaban al oyente los nada espléndidos compases de la orquesta de Ramón Roquello (otro invento para la ocasión) arremetiendo con una espantosa versión de La cumparsita , casi tan aterradora como la invasión marciana misma, y una desvaída interpretación de Stardust .
Pronto, el ambiente de cóctel y danza era interrumpido por flashes noticiosos que anunciaban extraños fenómenos astronómicos relacionados con el planeta Marte y, finalmente, acerca de la caída de una inmensa bola de fuego, probablemente un meteorito, en una granja cercana a Grovers Mill. El mismo Welles aparecía otra vez en la transmisión, interpretando ahora al profesor Pierson, que desde su refugio astronómico daba, con tono bastante pedante, una breve y tranquilizadora explicación de los sucesos.
Ya en el lugar de la supuesta caída del objeto, un reportero (inexistente, claro) llamado Carl Phillip, se comunicaba con la radio desde la granja de Wilmuth, describiendo en tono azorado el "enorme cilindro", recubierto de un metal blanco amarillento, del que, por desgracia para la humanidad, saldrían en minutos unas criaturas repugnantes con bocas en forma de V, sin labios, de las cuales se desprendía una abyecta saliva.
Luego, la transmisión era interrumpida por gritos de pánico, escenas de terror y un ominoso silencio, al final, rubricando así la destrucción, por parte de los invasores, de la multitud de curiosos, de los policías que habían llegado al lugar e inclus del mismísimo reportero Phillip. Muy impresionante, claro, pero nada tan especial como para provocar el pánico en las proporciones que éste alcanzaría.
La narración continuaría con el mismo esquema: flashes noticiosos cada vez más frecuentes, que narraban cómo las naves llegadas de Marte destruían, una tras otra, y a un ritmo que la Luftwaffe de Hermann Goering habría envidiado con toda el alma, todas las grandes ciudades del planeta. Los consejos a la población para que abandonara las ciudades o se cubriera el rostro con toallas mojadas (que, al parecer, tenían la propiedad de debilitar en algo el efecto de los mortíferos rayos de los invasores marcianos), todo era un ingenioso y divertido truco radial, lo que no explicaba del todo, ni entonces ni hoy, cómo un muy buen programa terminó por desatar un terrible pánico colectivo.

La locura
Ya a los pocos minutos de la emisión de Welles, las centrales telefónicas de muchas radios de la Costa Este de los Estados Unidos se pusieron al rojo. La gente de ciudades importantes, o de pequeñas aldeas rurales (el efecto fue similar en ambos sitios), aterrorizada súbitamente por lo que escuchaba en la radio, había optado por huir hacia los suburbios (produciendo, en consecuencia, serios congestionamientos de tránsito), o esconderse en grutas y en alejados parajes montañosos (en algunos casos, en zonas de Nueva Jersey, la Guardia Nacional necesitaría semanas para hallar a la gente, tan bien se había escondido de los marcianos).
A los veinte minutos de iniciada la transmisión, guardias de la emisora se habían dirigido hacia la sala de control de la radio. Terminado el programa, el elenco del Mercury fue mantenido aislado por un tiempo, mientras representantes de la CBS (cuyos ejecutivos estaban furiosos con Welles) se llevaban a buen recaudo el guión original (al que, de todas formas, la emisora le había practicado veintisiete modificaciones previas) y algunos otros papeles y elementos de la transmisión.
Al principio, Orson Welles se hizo el inocente aunque, posteriormente, iniciaría un jugueteo burlón con la idea de que había previsto provocar semejante efecto en el público, algo descabellado si se parte de la base de que él conocía perfectamente el bajo rating habitual de su ciclo como para intentar semejante aventura.

Las razones del miedo
¿Qué había pasado? ¿Por qué una simple transmisión radiofónica de una obra de ficción, previamente presentada como tal, había provocado un pánico nacional?
Es cierto que la casualidad, como siempre, ayudó un poco. El día de la histórica emisión la competencia natural del programa del Mercury, el show de Bergen y su muñeco (en realidad, más que competir con Welles, Bergen prácticamente lo desalojaba del dial), había presentado a un cantante más anodino que de costumbre (curiosamente, el pánico parece haberse desatado cuando, terminado el monólogo del ventrílocuo, éste dio paso al segmento musical), lo que puede explicar que el público girara el dial para encontrarse, inadvertidamente, con lo que parecía una transmisión musical corriente, perdiéndose, por supuesto, los títulos del programa y la introducción de Welles.
Podía resultar importante, claro, el hecho de que muchos oyentes circunstanciales del programa volvían en sus autos, cansados, de regreso a casa tras un fin de semana en los alrededores de su ciudad. Esto no explica, por supuesto, que gente grande haya creído que la Tierra podía ser destruida en el término de sólo una hora.
Con todo, los relatos de muertes y desgracias personales relacionados con los efectos de la transmisión de Orson Welles fueron exagerados, aunque hubo, eso sí, algunos abortos espontáneos y piernas y brazos rotos en la fuga ante el inexistente ejército marciano.
Se habló, también, de una catarata interminable de juicios por valor de 200.000 dólares (en todo caso, los juicios debían ser contra la CBS, no contra Welles), además de un muy real telegrama de protesta del autor de la obra, el mismísimo H.G.Wells.
Otra consecuencia más risueña de la frustrada invasión fue un cablegrama enviado por Alexander Woollcott (brillante crítico teatral y uno de los personajes más vitriólicos e ingeniosos de la época), que Welles conservó enmarcado en su oficina. El telegrama rezaba: "Esto sólo viene a demostrar, mi brillante muchacho, que toda la gente inteligente estaba escuchando a un tonto (por Bergen y su muñeco) y que todos los tontos te estaban escuchando a ti".
Welles estaba libre de cualquier amenaza legal (igualmente el periodismo lo criticó con dureza), porque su abogado, Arnold Weissberger, había insistido especialmente en una cláusula del contrato con la CBS que, eventualmente, lo hacía responsable por plagio y difamación, pero no por otras consecuencias que pudieran derivarse de la emisión.
Los marcianos, de todos modos, resultarían económicamente redituables para Welles porque, gracias al frenesí desatado por su emisión, las famosas sopas Campbell le ofrecieron su auspicio y un mejor contrato radial y, desde Hollywood, además, los ejecutivos de la RKO se terminaron de convencer de que era el momento de llamar al joven mago que había revolucionado, sin solución de continuidad, el teatro y la radio norteamericanos.
Poco más de tres años después, a Orson Welles le tocaría leer por la radio un texto acerca de otro inminente peligro que se abatía sobre los Estados Unidos para encontrarse, esta vez (como lo recordaría risueñamente hasta el final de su vida) con la incredulidad de sus oyentes, que precisamente por ser él quien hacía el anuncio no lo pudieron tomar en serio. Para desgracia de los norteamericanos, el ataque japonés a Pearl Harbor, que de eso se trataba, no era otra broma radial del bueno de Orson. Estos invasores, a diferencia de los de Marte, llegaron en serio.

Orson Welles, como "Othello" (1952)


Orson Welles y Suzzane Cloutier, en "Othello" (1952)
Orson Welles, como "Macbeth" (1947)
Orson Welles en "Macbeth" (1947)

n LA BATALLA POR “EL CIUDADANO”. "RKO 281" recrea el enfrentamiento entre Orson Welles y el magnate W. R. Hearst

El enfrentamiento entre el joven Orson Welles y el magnate William Randolph Hearst por el contenido de "El ciudadano" ha sido analizado por numerosos críticos e investigadores (desde Pauline Kael hasta Jonathan Rosenbaum) y por los directores Michael Epstein y Thomas Lennon en "The battle over Citizen Kane".
Precisamente, ese documental de 1996 fue el punto de partida para "RKO 281", elogiada película de ficción que produjo la cadena HBO y que la editora Best Seller acaba de lanzar en el mercado local. Este trabajo se presentó por primera vez en la Argentina dentro de una sección dedicada al realizador de "Sed de mal", "La dama de Shanghai" y "Soberbia" durante el II Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, que se realizó en abril de 2000.
Este film -cuyo título se refiere al número de proyecto con que la productora RKO designó en sus expedientes la opera prima de Welles durante su realización- contó con un importante reparto encabezado por Liev Schreiber, James Cromwell, Melanie Griffith, John Malkovich, Brenda Blethyn y Roy Scheider, quienes estuvieron a las órdenes de Benjamin Ross, un director londinense de 37 años con un solo largometraje previo. El resultado no pudo ser mejor, ya que la película obtuvo 13 nominaciones a los premios Emmy (finalmente ganó tres estatuillas) y el Globo de Oro al mejor telefilm.
El proyecto -que costó 12 millones de dólares- fue producido por los hermanos Tony y Ridley Scott. Ridley, director de "Blade Runner" y "Hannibal", estuvo a punto de filmarlo hace algunos años con un presupuesto bastante más ambicioso (40 millones) y con un elenco que incluía a Edward Norton (Welles), Dustin Hoffman (Herman Mankiewicz) y Marlon Brando (Hearst), pero nunca consiguió el apoyo financiero necesario por parte de los grandes estudios de Hollywood.

Contra la censura
"El ciudadano" se rodó entre junio y diciembre de 1940, pero sólo se pudo estrenar en mayo del año siguiente, luego de que Welles resistió una durísima campaña por parte de Hearst para impedir su exhibición comercial.
"RKO 281" muestra cómo Welles (finalmente interpretado por Schreiber) y Mankiewicz (Malkovich) escriben el guión sobre un déspota millonario de los medios de comunicación -claramente inspirado en Hearst- y cómo éste (encarnado por Cromwell), luego de ver junto con su amante Marion Davis (Griffith) el largometraje terminado en una función privada, llama enfurecido a la periodista sensacionalista Louella Parsons (Blethyn) y le ordena: "¡Usá el archivo!"
El "archivo" no era otra cosa que un detallado informe de todos los excesos y miserias -especialmente de índole sexual- de los principales ejecutivos y estrellas de Hollywood, que -de publicarse- hubiese significado la ruina de muchos de ellos. Las cabezas de los grandes estudios (Jack Warner, David O. Selznick, Louis B. Mayer, Harry Cohn, Sam Goldwyn, Darryl Zanuck) se reúnen de urgencia e intentan comprar (para luego quemar) el negativo y las copias de "El ciudadano" por 800.000 dólares.
En este verdadero banquete para los cinéfilos aparecen personificadas otras figuras de la industria, como los actores Joseph Cotten y Paul Stewart, el músico Bernard Herrman y el director de fotografía Gregg Toland (todos colaboradores de Welles), además de las estrellas Dolores del Río y Carole Lombard.
Welles -de apenas 24 años y ya convertido en un provocador gracias a su tarea radial en Nueva York, que incluyó la célebre farsa "Guerra de los mundos"- defendió con uñas y dientes su obra, que finalmente el presionado jefe de la RKO, George Schaefer (Scheider), aceptó estrenar, aunque sin darle el mínimo apoyo promocional.
Así, "El ciudadano" pasó sin pena ni gloria por las salas y fue rápidamente bajada de cartel para tranquilidad y satisfacción de muchos. Con los años, sería unánimemente reconocida por críticos, historiadores y público como una de las mejores películas de la historia del cine.


Rita Hayworth, Orson Welles y Marlene Dietrich

Edith Piaf y Orson Welles


Orson Welles y Cole Porter


Orson Welles y Marlene Dietrich en "Sed de mal" (1957)

"Othello" (1952)

"Fastaff" ("Campanadas a medianoche") (1964)

"Macbeth" (1948)

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