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Leonardo Favio
* LA RETÓRICA DE LOS BORDES. Por Gustavo Provitina
A
Al estudiar los bordes, los pliegues, las íntimas texturas de “El Dependiente”, el ya mítico film de Leonardo Favio, procuré centrarme en uno de sus mayores aciertos: el sustrato metafórico de su planificación, esa retórica de los bordes que despliega el soliloquio del acontecimiento ausente. El trazo de Favio sujeta los límites, las demarcaciones internas y externas que acotan a Fernández, arquetipo de la modorra provinciana, calco de una vida opacada hasta la saciedad.
El primer hallazgo de Favio es su discreción para demarcar, re-encuadrar, constreñir el quicio irrespirable que sujeta al apocado Fernández en la rueda de un hámster. Contribuye prodigiosamente a ese enfoque el talento nunca lo suficientemente ponderado de Walter Vidarte, que recrea la poética concisión de un cenobita reprimiendo el sacrificio liberador de saltar en pedazos. Apuntalando esa visceral acrimonia aportada por Vidarte, conviven, en el film, todos los niveles de la circunscripción, de la medianía, del cerco interno y externo. Un circuito de puertas, marcos, portones abisales, reducen la existencia ya no, solamente, del pobre Fernández, sino de cualquier habitante de ese pueblo enigmático a la redonda penitencia de un dèjá vu incesante. En un poblado donde la única novedad es la muerte, o algún nacimiento, no puede cifrarse sino la malograda dialéctica del gesto que sugiere la acción. El estancamiento del ambiente contrasta con la acechanza de la cámara y su rodeo continuo sobre éstos despojos condenados a refrendar la vacuidad de sus vidas, el tedio de vegetar o de rendirse a las íntimas batallas de una existencia ajena. Los travellings de aproximación, los paneos, los contrapicados, los detalles de esas miradas que recelan la derrota, parecen acentuar la discrepancia de lo estático y lo dinámico, acaso las dos dimensiones de una conciencia disparada contra el tiempo. Todo el film es un diálogo de grises. La cámara se acerca a las miradas, a las bocas, a los tristes renglones de las frentes con la ilusión de apresar el gesto fugaz, la constatación del fracaso, el vuelo cortito de Fernández: ser miembro del Rotary Club, casarse con la señorita Plasini, constituirse en heredero de la ferretería de Vila, y de la chatita que usa para hacer el reparto. El requisito para que se abran las puertas de esa sociedad que admira -el Rotary, como metáfora del progreso social- es ser propietario, trámite que su condición de dependiente le obstruye. La muerte de Don Vila, el patrón, es la solución. La muerte del viejo -sueña Fernández- sería la salvación, el mecanismo natural para constituirse en propietario de la ferretería, ¡suprema ironía!, heredar un negocio donde se vende buena parte de los materiales necesarios para una edificación. Señalo esto último porque Don Vila, y Fernández son más estériles que el óxido de un clavo, tan yermos como la unión de Fernández con la señorita Plasini (tallada en la hermosura insondable de Graciela Borges). Nada han construido sino la monotonía de una vida cuya única recompensa se reduce a la salvaje degustación de una sopa sosa, a desmigajar el pan en el plato, y a sacar cuentas. Vida de ratas. La dependencia que narra Favio es la dialéctica del hombre disfuncional en un mundo funcional que sigue una lógica cultural tan arraigada como incuestionable. Los personajes de ese laberinto raso desafinan con la burda espontaneidad de quien carece de una conciencia trascendental superior al fin utilitario que funda su identidad. ¿Cuál es la identidad de Don Vila? Ser “el ferretero”, así como Fernández es “el dependiente”, fuera de esa designación no hay nada, ni siquiera un nombre propio, sólo apellidos. El único que porta su nombre propio, sin saberlo, es Ladislao, el hermano oculto de la señorita Plasini. Ladislao está del “otro lado”, ha cruzado una puerta de la que no se vuelve: la locura. Tal vez por esta circunstancia, pueda ser absuelto del grillete del apellido que es la forma de circular en las bocas del pueblo. En varias regiones de la patria, la ignominia dirigida a Ladislao lo identificaría, simplemente, como el “opa del pueblo”, reduciéndolo a la más absoluta disfuncionalidad, sepultándolo en vida (como hiciera, a su turno, su anciana madre para cumplir con la demanda de normalidad impuesta por su hija, la señorita Plasini). En ese juego de roles inalterables de “pueblo chico, infierno grande”, a Fernández le tocó el vasallaje, la dependencia (¿es necesario recordar el significado político de esa palabra aplicada a la historia oficial de nuestro país?). Dependencia que, al contraer enlace con la señorita Plasini, cambiará de dueño. Ser dependiente -lo sabe bien Fernández- es tocar puertas ajenas que se abren para refrendar lo fútil, lo trivial, lo intrascendente. Fernández vive rodeado de puertas, de escotillas, que lo animalizan, lo vuelven inferior a una rata, y lejos de conducirlo a la cima lo confinan a la humedad de un sótano.
B
Favio organiza su mirada, representando el marco, el límite, la opresión de los dinteles, señalando, en suma, el subtexto de toda dependencia: la imposibilidad de salirse del cuadro. La cámara recorre las reiteraciones, las re-escrituras parciales que Fernández hace de su rutina, como la lente de un microscopio indagando la secreta capilaridad de una micción. La primera función de la cámara no es, como podría pensarse a simple vista, la de acercarse generosamente a los personajes para acompañar sus trances, sino la asunción de una distancia similar a la del pintor realista que se arrima a su modelo solamente para confirmar un rasgo. Los cuerpos deambulan por espacios cuyos límites demarcan no ya las acciones parciales de una vida ordinaria, sino la totalidad de las aspiraciones y de las inspiraciones posibles que pueden esperar de sí mismos.
Ser admitido es la premisa para Fernández, y ser admitido es entrar. En el habla vulgar usamos el verbo entrar como sinónimo de logro, de triunfo, de meta alcanzada. Decimos “entró” para referirnos a la adquisición de un empleo, a la aprobación de un curso de ingreso, a la posibilidad de que un organismo nos financie un proyecto (también hay quienes registran entradas en los registros de la policía, pero esa es harina de otro costal). Fernández nunca entró, su condición de dependiente lo ha dejado siempre en los umbrales, con la mirada fija en la cerradura o en el picaporte. Su mirada lo más alto que alcanzó fue la tapa de la olla en la que cocina su insípida sopa. Ya ni el instinto del sabor le crece en la boca, la “sal de la vida” se disolvió en el caldo espeso de todas sus derrotas. Descubrió el amor cuando ya su rigidez física y anímica lo había condenado a ser un pedazo de madera o de metal, un raro tornillo perdido en la caja de las tramperas. La señorita Plasini es el único horizonte que avizora para que algo pase en su vida. Entrar a la intimidad de la familia Plasini requiere cruzar el portón (se sabe lo que simboliza esa clase de cruces, hay umbrales que al traspasarlos nos cambian el rumbo). La ceremonia repetida de ver a la señorita Plasini enmarcada, limitada, encajonada por la puerta, alienta en Fernández una atracción que dará lugar al desafío de cruzar el portón. La declaración de amor de Fernández a la señorita Plasini sucede junto al portón, y deviene en una hipérbole sentimental, conmovedora: “yo siento por usted El Amor”. ¡Sí, con mayúsculas! No se trata de amor, sino de algo trascendental, más abarcador y transformador: El Amor. Los encuentros celebrados en el patio serán la cuna y la tumba de una relación filosa, destinada a sucumbir en el desprecio más abyecto. En ese purgatorio de marcos, la radio es la única puerta capaz de quebrantar y trascender los límites de la vida pueblerina, también es una excusa para desplazar la peligrosa herida de las palabras. Toda vez que la señora Plasini -portentosa creación de Nora Cullen- irrumpa en el patio para atraer la tensión de Fernández con su radio, y con su asombroso anhelo de trágicos verdores, un brochazo de crudeza espectral hará vibrar la escena con las tribulaciones de un grotesco. La señora Plasini, por momentos, funciona como el maestro de pista de un circo raído, y atorrante, su sola presencia señala las entradas y salidas, los cambios de ritmos, la direccionalidad del diálogo, la mayor o menor apertura de los cuerpos, el pulso interno de la relación. Pesa sobre ella la memoria del enigmático hombre de la casa, el Señor Plasini, enmarcado en el óvalo mustio de un retrato deficiente. El parecido físico de este buen hombre -cuya presencia resuena en la afición casi necrófila de evocarlo- con el Señor Fernández, además de la hilaridad que provoca, invita a reflexionar sobre el círculo difuso del destino, sus trampas, brusquedades, y extrañezas. En un mundo de marcos, de recuadros, de límites constantes, toda idea de expansión es una quimera. Una puerta cerrada puede conducir a fúnebres equívocos, hasta el grado de ser leída como la misma muerte, ¿acaso la ansiedad por la muerte de Don Vila no induce a Fernández a pensar que ha fallecido al ver la puerta de la ferretería cerrada? Cuando sobrevenga la muerte esperada, Favio limitará el rostro de Don Vila colocando la cámara a la altura de las rejas de la cama. La sepultura rectangular donde se pudrirán los restos del viejo ferretero es la puerta final, definitiva. Pero no hay marco más efectivo que el silencio que precede o sucede a las preguntas. Una pregunta, hasta la más trivial, además de inferir una correspondencia, es una invitación a la expansión, a la explicitación, al desarrollo del discurso. En este film de Favio las preguntas y sus respuestas, todos los puentes del diálogo, parecen flotar en una densa oscuridad, hecha de capas vacías, de balbuceos eternos, de furtivos resentimientos embozando cualquier rasgo de humanidad. La luz del patio congrega una obcecación caduca, un límite atroz, una frontera blandita: vive lo que ha sido iluminado. Sin embargo, cuando Fernández camina en la oscuridad y pasa por el leve cono de luz aportado por el fanal esquinero, otro límite le será impuesto, el cerco blanco de la luz alumbrando su vacuidad sin remedio. “El Dependiente” es la retórica de los bordes que recuadran la imposibilidad del movimiento, la asfixia de la voluntad.
* FAVIO, SOBRE “EL DEPENDIENTE” (En: “Pasen y vean”, de Adriana Schettini, editado por Sudamericana)
-¿Después de El romance del Aniceto y la Francisca intentaste hacer Juan Moreira , pero el proyecto se frustró. ¿Cómo fue que decidiste filmar El dependiente ?
- En realidad, el que me invita a dirigir es Torre Nilsson. “Te quiero producir una película”, me dice cuando salgo de la clínica donde me habían operado el tórax. Yo venía del intento frustrado de hacer Juan Moreira con producción de Aries Cinematográfica, pero sabía que era una película muy costosa para las posibilidades de Babsy. Entonces, como siempre me había gustado mucho el cuento del Negro, pensé el “El dependiente”. Le mostré a Babsy el cuento, se entusiasmó y me dijo que empezara a escribir el guión, que él me la iba a producir.
-¿Dónde escribiste el guión?
- Este fue el primero guión que no escribí en los bares. Lo escribí en un departamentito que alquilaba en Arenales y Libertad. De ese momento tengo una anécdota muy linda. Cuando conocí a Carola, para retenerla, le había hecho el verso de que la iba a hacer estrella porque le había notado grandes condiciones. En el departamentito, cuando estaba aburrido, le hacía hacer pruebas. A mí me gustaba que imitara a Pepe Biondi. “Yo soy Pepe Mamboreta, donde quiera que me meta siempre suena una galleta”, decía mientras yo le daba un bife en la mejilla y ella hacía el ruido con la mano. Pero como para El dependiente ya la tenía a Graciela Borges, a Carolita le decía que antes de actuar tenía que ir a estudiar teatro con Carlos Gandolfo para profundizar más. Ella se iba a estudiar como a las diez de la mañana, y yo me quedaba durmiendo hasta tarde. Después me levantaba, me ponía a escribir el guión, y Carolita volvía al rededor de la una de la tarde. “¿Qué tal, cómo te fue?”, acostumbraba a preguntarle, y ella me contaba con lujo de detalles lo que había hecho en la clase de Gandolfo. Un día ella falta a clase porque la viene a visitar la mamá, que vivía en La Plata. Yo me voy un rato al bar de enfrente, y el mozo me dice: “¿Qué pasó hoy con Carolita? Dígale que la extrañamos”. Yo no entendía de qué me hablaba, hasta que me explica que ella iba todas las mañanas, se sentaba con montones de revistas, pedía chocolate con churros, se quedaba leyendo hasta el mediodía, y se iba, dejando las revistas sobre la mesa. Yo no lo podía creer… ¡Qué audacia!, ni siquiera se buscaba un bar que quedara lejos de casa…
-Te hizo lo mismo que vos le hacías a María Vaner?
- Tal cual. Pero fue fruto de su propia imaginación, porque ella no sabía que yo le había mentido así a Marilyn. La cuestión es que al día siguiente, cuando volvió de las supuestas clases, le pregunté cómo le había ido. “Bárbaro, mi vida”, me contestó como siempre. “¿Y qué te hicieron hacer?”, insistí. Ella entra a explicar todo lo que le habían hecho hacer, y yo la interrumpo: “Pero los ejercicios te los da con churros o sin churros?”. Le cuento que ya sabía la verdad y ella se pone a llorar: “Yo no quiero estudiar”, decía. Al principio me hice el cabrero. “Si no estudiás, no te quiero ver más”, le dije. “¿Seguro que no me querés más?”, me decía. “No, no te quiero más”. “Así que no me querés más”, gritaba. Se volvió loca, agarró una tijera y se empezó a cortar el pelo. Lo que ella no sabía era que con el pelo corto me gustaba aún más. Ahí empezó la onda de que Carola usaba el pelo cortito. Después de todo ese escándalo me confesó que sólo había ido a clase dos veces y que no le importaba ser estrella ni nada, que lo que quería era vivir en paz. “Es una verdadera lástima -le dije, haciéndome el compungido-, pero si usted es más feliz así, quédese así y listo”. En realidad fue un alivio para los dos, porque yo ya me dejé de macanear con eso de hacerla estrella, que sabía bien que no corría.
-¿Cómo fue el rodaje de El dependiente ?
- Fui feliz. Estábamos en Derqui, en una casita, era primavera. Se oía el canto de los grillos, porque era un pueblito que en esa época prácticamente no tenía movimiento. Tomábamos mate, poníamos música, trabajábamos tranquilitos, era un mundo fascinante.
-Babsy estuvo con ustedes?
- Sólo vino a filmación el primer día. El primer día se filma para hacer pinta. Uno no sabe dónde poner la cámara y filma para impresionar a los técnicos: cámara acá, allá, y después no te sirve nada. Por lo general, terminás tirando todo. Ese día estaban Babsy y Beatriz, pero después no vinieron nunca más.
-¿Qué le pasó a Babsy cuando vio la película terminada?
- Nunca supe qué le pasó. Era muy rara esa etapa. No sentí su calor. No sé por qué.
-Quién sabe qué pasaría por su cabeza en ese momento.
- Quizás era como que el hijo se le iba, ¿no? Pero estaba equivocado, yo estaba más cerca de él que nunca. Nunca dejé de quererlo ni de verlo. Ayer me estaba acordando de El dependiente y me di cuenta de que hay una toma en la que me equivoqué. Es cuando el señor Fernández viene corriendo, corriendo, corriendo, y dice: “Se murió”. No la tendría que haber filmado así. El tendría que haber entrado directamente, agitado, sentarse y decir: “Se murió”, pero sin haber detenido la imagen. Fue un error esa toma.
-¿En qué creés que habría cambiado el resultado de haberla filmado como la imaginás ahora?
- Hubiera cambiado en la armonía. Así como estuvo hecha es muy burda. Y también hay una panorámica que es innecesaria: aquella en la que describo a la gente del pueblo mirándolo al señor Fernández cuando golpea la puerta. Los extras están muy puestos… no debería haberla hecho. Voy a amputarla en el video que se vende ahora.
-¿Cómo ves el mundo de los extras?
- Yo amo a los extras. Siento una gran debilidad por ellos. Me inspiran una profunda ternura. Me hacen acordar mucho a los anónimos artistas de circo. Yo no los llamo extras sino actores de conjunto. No creo que sean extras porque están actuando y aportando su sensibilidad y su amor por lo que están haciendo.
-¿Cómo se hace para que los extras contribuyan al clima de lo que se está rodando cuando ni siquiera conocen la historia que cuenta el film?
- Yo les cuento. Los hago participar. Los cito antes, y les explico de qué se trata la secuencia que se va a rodar. Además hago que ellos mismos armen su propio cuento. En Gatica , por ejemplo, en la escena del comienzo cuando llegan a Buenos Aires, les pedí a los extras que rememoraran lo que es la emoción de un encuentro con un familiar. Les dije que armaran su grupo familiar, su grupo de amigos, que no se movieran a la deriva buscando a cualquiera, sino que decidieran previamente a quién esperaban en esa estación, quién llega, por qué llega. Así se logra un clima de veracidad. No son muñecos que se mueven, hay una historia en su cabeza.
-Y en la panorámica de El dependiente , que decís que es mala?
- Mala no, es calamitosa. Quizás conviene dejarla así para trabajar con alumnos y hacerles descubrir cuál es la escena que es un parche en la película.
-¿Te gustaría enseñar?
- Hoy, en la soledad de estar acá pensé que puede llegar a ser hermoso. Es un tren que tomé hace tiempo y del que me bajé, pero me gustaría retomarlo. Había empezado a armar un proyecto, pero lo dejé. Tendría que retomarlo porque me gusta el contacto con los pibes. Es una linda manera de participar, de quedar en la memoria de la gente.
-¿Cómo te manejás en la elección de actores?
- Es muy difícil encontrar actores que expresen tus personajes porque en definitiva lo que tienen que expresar es tu propia experiencia. En la época de El dependiente yo estaba en los primeros buceos, pero a medida que pasa el tiempo cada vez me alejo más de los actores conocidos porque los han manoseado mucho en la televisión. Ya son cotidianos. Perdieron el misterio. Para mi corazón ya no tienen el misterio que encierran los actores desconocidos.
-¿Trabajar con desconocidos es una apuesta fuerte?
- No, porque, lamentablemente, en el cine actual el actor ya no convoca. La gente va a ver una historia determinada, no a un actor.
-¿Por qué decís “lamentablemente”?
- Porque era una cosa linda, romántica. Pero también es cierto que, aún hoy, hay actores que certifican una calidad. Si el que actúa es Marlon Brando, o Gerard Depardieu o Al Pacino, vos vas a ver al actor. A veces también ellos cometen algunas actuaciones, pero por lo general son películas importantes.
-A esta altura de tu carrera sos un especialista en convertir en actor a más de un desconocido.
- Pero cuidado, que no se sacan peras del olmo. Tenés que encontrar una sensibilidad y un rostro que se adecuen al personaje. Cuando el rostro se parece al personaje, encontrar la parte dramática es fácil. En el cine teniendo el parecido físico podés conseguir la expresión. Puede haber algo que en un plano general vos no me das, pero yo me voy a un primer plano, te hago mirar a un determinado lugar y esa mirada tuya y mis indicaciones diciendo “pestañeá, no hablés, tragá saliva, ahora decí sí”, todo eso te da una expresión. Es como cincelar un rostro que luego se va a ver en una dimensión de veinte metros. Ahí ese tragar saliva, ese pestañeo te dan un golpe de dramaticidad. Al marcarle gesto por gesto lo vas moldeando como una arcilla. Ahora, de golpe, como suelo decir, puede caer en tus manos un Stradivarius como Rodolfo Bebán, entonces ahí es mínimo lo que le marcás. Aunque a veces, aun en ese caso es bueno darle indicaciones porque quien está viendo su cara soy yo, y sé lo que necesito de esa cara.
-¿Cómo es la relación del actor con la cámara en un primer plano?
- Lo importante es que el actor olvide la cámara y que mis indicaciones le vayan directo al corazón. El tiene que estar convencido de que está moldeando una arcilla conmigo. Cuando trabajás con gente sin inteligencia tenés que conseguir que se familiarice con la cámara, porque hay determinados tipos de lentes, como por ejemplo un teleobjetivo, que cuando la interpretación no está bien trabajada te deshumaniza. Una lente común pegada al rostro, con una luz adecuada, está trabajando casi exactamente tu interpretación. Hay lentes que, combinadas con la luz adecuada, ayudan a tu interpretación agregándole o quitándole dramatismo, según haga falta. Pero en el momento de la toma, el actor tiene que hacer abstracción de todo esto.
-”El protagonista no tiene cara de dependiente, tiene actitudes de dependientes. Lo va a hacer Luppi”, dijiste antes de haber elegido a Walter Vidarte para el papel protagónico de El dependiente …
- Es raro que haya dicho eso porque no suelo repetir los actores, es casi cabalístico. La excepción a esto era Nora Cullen. Lo que pasa es que con ella yo no sabía si era una actriz o una prolongación de mí. Era una prolongación de mi obra. Hay actores que están tan metidos en vos que están construyendo tu obra. Si Nora viviera, yo la seguiría usando todos los días.
-¿Hay actores que pueden transformarse en cualquier personaje a pesar de su físico?
- Sí, Marlon Brando.
-¿Cómo elegiste a Walter Vidarte para protagonizar El dependiente ?
- El me vino a ver. Estuvimos charlando y me encantó. Yo no sé por qué dije eso de que no tenía que tener cara de dependiente. El dependiente tiene el rictus de dependiente, el rostro se le va poniendo de una manera determinada. No creo que el malo tenga que tener cara de malo, pero el dependiente tiene que tener cara y actitud de dependiente. Cuando lo hago correr con los brazos juntitos, es un dependiente corriente. No es un ladrón, corre de otra manera, corre duro. Yo creo que el dependiente nunca se podría tocar la punta de los pies.
-¿Cómo se produce el raro milagro de que un actor sea una prolongación de tu obra como en el caso de Nora Cullen?
- Porque por su sensibilidad te entiende todo. No se trata de que entienda lo que está haciendo, lo importante es que me entienda a mí. Rodolfo Mórtola, por ejemplo, es parte de mi obra. Un compaginador como Antonio Ripoll es parte de mi obra. El secreto está en que te entiendan a vos. Otro actor que yo repetiría en Gian Franco Pagliaro, y eso que Soñar, soñar es una película muy dura para mí. Pensá que el del ´76, cuando en el país ya se había podrido todo. Además trabajaba con Carlitos Monzón, al que le tengo mucho afecto pero que no tenía la más remota idea de lo que es esto y era de una total irresponsabilidad. Fijate que hay mucha austeridad de primeros planos de Carlos Monzón, porque llegaba un momento en que no lo podía filmar. No tenía control sobre él. Es una película que está en mi corazón, una de las que más quiero pero que más me frustró porque no pude lograr todo el vuelo que yo tenía en mi corazón.
-¿Por qué te resulta tan maravilloso Pagliaro?
- Porque es un tipo de una enorme sensibilidad, es un gran creador. Te diría que junto con Bebán, Graciela Borges y Alfredo Alcón -en el pequeño personaje que hizo en Nazareno Cruz y el lobo – fueron los mejores actores que pasaron por mis manos.
-¿Físicamente, Graciela Borges, era la señorita Plasini que vos habías imaginado?
- Cuando me vino a ver, tan mona, tan chiquilina, estuvimos un rato largo tomando mate y ella intentaba seducirme, seducirme como actriz, se entiende. Yo la miraba, la miraba… y me decidí por los opuestos. Yo imaginaba otro rostro pero pensé que ese rostro hermoso también podía ser perverso y reprimido. Y esa idea me gustó.
-¿Cómo fue el trabajo con Graciela?
- Muy fluido. Lo entendió todo rápido. Es que Graciela Borges es una gran actriz. Ella siempre dice que su mejor trabajo es el que hizo en El dependiente . Yo no creo que sea así. Su mejor trabajo en cine es el que hizo con Rodolfo Ranni en la película de Alejandro Doria, Los pasajeros del jardín . Ese es un buen trabajo. Porque la señorita Plasini es fácil, lo difícil es lograr las pequeñas cosas que te van marcando una tragedia como la que ella vive en la película de Doria.
-¿Cómo elegiste a Fernando Iglesias para el personaje de don Vila?
- En realidad yo lo quería a Pedro López Lagar, pero él había perdido la voz. Estaba mudo. Lo quise intentar igual, pero él tenía un rostro muy noble y no me iba a dar ese viejo. El siempre fue hermoso. Era demasiado hermoso. Como yo sabía que él había perdido la voz por el cáncer, la convoqué a su mujer. Charlamos mucho, me trajo fotos, pero al cabo de un rato le expliqué que era demasiado hermoso y que no le dijera que había venido a verme.
-¿Y Nora Cullen estuvo desde el principio?
- Sí, Nora Cullen era el personaje porque tenía cara de atorranta, como la vieja Plasini. Además trabajar con ella era un remanso. Nora era del equipo. Era como Orlando Vilone y Jorge Bruno, los maquilladores, que estaban conmigo desde pibe. Primero me maquillaron a mí como actor y después estuvieron en mi cine. Vilone ya no está, pero los quiero mucho, los quiero entrañablemente.
-¿Cómo decidiste que Martín Andrade fuera Estanislao, el hermano tonto de la señorita Plasini?
- Martín Andrade es un personaje raro. El está conmigo desde que yo era un muchachito. El me hizo la primera nota importante para una revista, y nos hicimos muy amigos. Es una amistad muy rara, no sé si es mi amigo, es un ser muy necesario para mí. Cuando me hizo la nota yo recién había filmado mi primer cortometraje. Nos reunimos en un bar de Córdoba y Callao. Creo que en esa mesa estaban Horacio Verbitsky y Miguel Bonasso. Cuando lo escuché hablar a Martín me di cuenta de que es chileno. Me cayó bien porque yo siempre quise mucho al pueblo de Chile, porque siendo de Mendoza, me formé con chilenos. Suelo decir que mi cine es más chileno que argentino. Me identifico con los cineastas de ese país. El chacal de Nahueltoro pude haberla hecho yo. Cuando vivía en Luján, enfrente de mi casa había un zapatero chileno, don Araya, que pulía con vidrio la suela de los zapatos. Era un artesano maravilloso. Me regalaba hermosos zapatos usados y yo le pagaba cebándole mate porque él tomaba mate como un descosido. Además, don Araya tocaba la guitarra. Con el tiempo volví a Luján de Cuyo para filmar El romance del Aniceto y la Francisca , y supe que don Araya se había ahorcado. fue a causa de un tremendo dolor que le produjo una infección de oído. Se ve que no tuvo plata para ir a atenderse, o no lo habrán sabido curar, y se suicidó. Pero volviendo al tema, la cuestión es que Martín Andrade me preguntó por qué le había cambiado la camiseta a un personaje del cortometraje si con eso perdía la continuidad. Yo no podía creer que ese hijo de puta se hubiera dado cuenta de ese detalle. Ahí nació una amistad en la que Martín me sugería los libros que tenía que leer. Me acuerdo que en una oportunidad, cuando yo dirigía y producía fotonovelas, me había comprado un autito. En una revista publicaron que “Leonardo Favio, el joven galán, se ha comprado un auto utilitario”. Yo no sabía qué quería decir utilitario y le pregunté a Martín. “¿Eso te pusieron? ¿Cómo van a decir que tu auto es un utilitario?”, me dijo. Yo pensé que “utilitario” sería una cosa calamitosa, y él me gastó durante una semana con lo del coche utilitario. Yo lo quería mucho a Martín y quería que estuviera en el rodaje de el dependiente tomando mate conmigo, entonces decidí que lo mejor era darle un personaje.
-En el cuento y en la Película se dice que Fernández veía a don Vila el viejo que quería ser…
- Eso está manejado a nivel del alma de los espíritus pequeños. Fernández siempre ambicionó dar el vuelto y vender tornillos. Yo también debo tener algo de pequeño, porque ése siempre fui mi sueño. No con los tornillos, pero a mí me gustaba vender telas. Fui un gran vendedor de telas. Cuando era pibe, allá en Mendoza, le compré una telas engomadas a un judío, y las vendía diciendo que eran de piel de tiburón y que las habíamos traído de contrabando. Yo iba por los pueblos y era un muy excelente vendedor. Pero en la época de las supuestas telas importadas había un chileno que me ganaba, porque con su acento se hacía más creíble que las telas fueran de contrabando.
-¿Qué era lo que tanto te gustaba de vender?
- El hecho de decir Ahhh… la vendí. Yo me metía en los viñedos, me iba a las casitas de los contratistas, y vendía desde telas hasta relojes. Era una época en la que éramos felices.
-¿Alguna vez viste en alguien al viejo que querés ser como le sucedía al señor Fernández con don Vila?
- Nunca vi en nadie al viejo que quiero ser porque no quiero ser viejo. Le tengo terror a eso. Siempre le pido a Dios que me lleve antes de ser viejo. No soporto el insulto de los años. Yo se la discuto a la naturaleza. sé que es una discusión inútil, pero no tolero la idea de que me respeten o me den ternura por anciano.
-Pero a vos se te respeta desde mucho, sin ser viejo.
- Sí, pero cuando sea viejo no voy a poder evitar pensar que se me tiene respeto solamente por los años y sé que no voy a soportarlo. Me hubiera gustado ser anciano en un pequeño pueblo, donde sos parte del planeta tierra, donde sos parte de los perros, de los galgos, de las liebres, del río, de la noche, de los grillos, donde sos parte de tu tribu. Pero no soporto los años que incomodan, como sucede en las grandes ciudades cuando no podés responder con rapidez, cuando no podés bajar del micro con agilidad y algún joven te mira con rabia. Eso es más fuerte que yo. Ahora, si llego a los ochenta y tres años siendo el adolescente y el buen mozo que es Daniel Tinayre, que todavía puede seducir a cualquier mina, o si llego a los setenta y pico como Alberto de Mendoza, bienvenido sea. Pero ésos son marcianos. No sé cómo hacen, fuman, chupan y están espléndidos. Yo no tomo café, no fumo, no bebo, no nada, entonces… pará, ¿para qué llegar a viejo?
-Para seguir tomando vino aunque sea a escondidas como la madre de Plasini, o recordar como ella los tiempos en que salía a dar vueltas en tranvía.
- Pero ella todavía no es vieja, tendrá unos cincuenta y pico de años.
-¿Acaso una mujer como ésa no va a seguir así toda la vida?
- Sí, es cierto, va a ser siempre así. Pero tenés que tener el tarro de ser así. Vos vas a ser una vieja así porque uno te ve reír y se imagina que vas a ser una viejita con ese carácter.
-”Cuando vivíamos en la otra casa, yo tomaba el tranvía y me iba a pasear”, cuenta la madre de Plasini con el entusiasmo de quien relata una gran aventura.
- A vos te llama la atención porque nunca viajaste en tranvía. Pero yo me acuerdo en que había noches en que no había guita para pagar la pensión y entonces me subía al tranvía y daba vueltas hasta que amanecía, porque el tranvía no paraba nunca. Era tan lindo… iba por el riachuelo. Clang, clang, clang, sonaba el ruidito del tranvía. Cuando hice Gatica tuve que explicarles cómo era el ruido del tranvía porque me traían sonidos de subtes, cualquier cosa menos el verdadero sonido. Finalmente, tuve que hacerlo mezclando distintos ruidos.
-Hablame de la relación de la vieja con la radio.
- La vieja tiene una radio igual a la que yo tengo ahora en mi casa y en la que por las noches, cuando no puedo dormirme, escucho al pastor Giménez. El dependiente transcurre en la época en que el mundo se circunscribía a la radio. Escuchar la radio era la posibilidad de salir un poco de ese mundo oscuro en el que no salían a la calle por miedo al qué dirán. Eso lo he vivido en mi pueblo, donde la gente se asomaba por las hendijas de las puertas. Mi tía Berta se asomaba así a la puerta y después se metía para adentro hasta una hora determinada, en que toda empolvadita y bien arregladita ya se sentaba en la puerta. Pero eso era toda una ceremonia. No podías estar en la puerta porque sí, porque iban a decir que eras una vaga. En ese mundo la radio está incorporada a vos. Tenía su costado jodido la vida pueblerina en la provincia.
-Sin embargo, vos vivías en ese pueblo importándote nada el qué dirán.
- Sí, por eso se santiguaban cuando nos veían pasar. Yo no le daba bola a nadie, me reía de todo eso.
-¿Ahora también sos tan libre frente al qué dirán?
- Y, sí… a esta altura. ¿Sabés una cosa? La gente me importa un carajo.
-Vos solías decir: “Yo soy la gente”.
- No, no soy la gente. Soy un mentiroso. Qué carajo voy a ser la gente. Si fuera así, todo el mundo haría Nazareno Cruz y el lobo , o Gatica . ¿Cómo voy a ser la gente? Mi frase “yo soy la gente” es una falacia, porque algunos tenemos una sensibilidad que no tiene el común de la gente. No soy la gente. Lo descubrí hace pocas horas.
En el dependiente la vieja vive revoleando por el aire al pobre gato, a diferencia de lo que hace Gatica con el perro, al que considera casi como parte de sí mismo.
- Es que uno es más del perro. En los pueblos el gato no era muy querido. Yo llegué a tener doce perros con los que nos abrigábamos el Negrito y yo. Nuestros colchones eran de bolsa de arpillera llenas de chala. En el invierno mendocino nos moríamos de frío. “Cauti, Cauti, Cauti” gritábamos, y detrás del Cautivo venían todos los perros y dormían encima nuestro. Imaginate la de pulgas que tendríamos. Pero creo que llega un momento en que el hombre se inmuniza a la pulga del perro. Lo mismo pasa con la vinchuca. Nuestro techo era de caña y estaba lleno de vinchucas.
‑ ¿No les pasaba nada?
- No, nosotros no les hacíamos caso.
-Y por lo visto ellas a ustedes tampoco.
- No, recuerdo que a la noche se escuchaba un ruidito “pac”, mirabas y era una vinchuca que se caía del techo y el perro se la comía. Desde que se fue mi abuelito, ese rancho estaba lleno de vagos como el Negro Cacerola y Raúl Di Marco que dos por tres se quedaban a dormir ahí… Eramos felices.
-En el cuento de tu hermano, Fernández dice que quiere ser rotariano. ¿Por qué en la película agrega “pero antes tengo que ser propietario?
- La puse porque me parecía que la gente no necesariamente tenía claro que Fernández, que no tenía dónde caerse muerto, no iba a poder llegar al Rotary Club, donde exigen ser propietario. Mirá qué mediocridad el rotariano y sin embargo Fernández llega a comparar el Rotary con la religión porque él habla de eso cuando le preguntan si tiene algún credo.
-“Yo por usted siento el amor”, dice Fernández a Plasini a diferencia de la mayoría de tus personajes que dicen “te quiero”.
- Porque él ha escuchado la palabra amor, pero no sabe cómo usarla. De pronto siente un fuego y cree que es eso que alguna vez leyó o vio. El amor es un artefacto para él. Ella es una reprimida infernal que cuando le dice que “el hombre a veces se puede confundir” en realidad lo que quiere pedirle es “por favor, toqueteame toda que tengo una calentura que me muero”. Pero el no puede. El es un boludo.
-¿Has confundido en tu vida amor con calentura?
- Sí, porque uno habla de amor pero por lo general no ama, quiere. Es muy raro llegar a amar. La mayoría de las veces uno quiere, quiere poseer, desea, como un animalito. Amar, amar… es muy difícil. Yo no sé lo que es amar. Sé lo que es querer hasta la locura, hasta la desesperación, sentir que me muero por alguien, que me desespero por ese olor que anda por allá lejos. Pero eso también le ocurre al lobo, al perro que se pelea por su hembrita y llora. El amor es una cosa muy grande. Amar es querer que el otro sea, que se realice. Yo creo que no he conocido el amor.
-Así como lo planteás, el amor no parece estar al alcance de los humanos,
- Es que el amor es muy grande. Quizás me equivoque, pero creo que uno, cuanto mucho, lo que hace es querer con desesperación, volverse loco por un olor, por una piel. Pero el amor es otra cosa. Me acuerdo que una vez estuve muy enamorado, si se le puede llamar así, en los términos que se usan comúnmente. Pero esa relación se había terminado y yo estaba viviendo con otra persona. Me acostaba y pensaba que ella a esa hora debería estar viajando en subte y no podía dejar de pensar en su olor y en el subte, y me hacía daño al alma. A esta hora debe estar caminando por tal calle, pensaba, y quería esa calle porque ella la pisaba. Para mí era importante, aunque más no fuera, poder ver a alguna amiga de ella, pero todo era doloroso. Tal vez eso sea el amor, tal vez el amor sea cuando ya lo perdiste.
-Se dice que a los quince años estuviste enamoradísimo, al punto de querer casarte. ¿Cómo fue aquel amor?
- Fue con una pibita que era la sirvienta de mi tía Naír. Me quería casar porque pensaba que era la forma de que ella quedara atrapada.
‑ ¿Ella te quería?
- Creo que yo la divertía mucho. Era una piba muy bonita que venía del Patronato de Menores. Yo estaba fusilado por esa piba. Me gustaba porque tenía el pelito corto. Por ella, empecé a soñar con engancharme en la Marina, porque creía que era la posibilidad de tener un hogar sólido, con un buen sueldo. Pero como no tenía hecho tercer grado, me decidí por salir a vender unos muñequitos que hacía mi tía Andrea con coladores de té. Tenía la esperanza de vender muchos y juntar la plata para casarnos. Ella me dejó porque le dijeron que me habían visto con otra chicas. No sé de dónde había salido ese rumor. La cuestión es que traté de explicarle y hasta me puse a llorar. Ella puso los brazos en jarra y me dijo despectiva: “¿Ahora llorás? Llorá, llorá nomás. ¿A mí qué me se importa tu lágrimas”. Cuando oí eso, me tenté de risa y me tapé la cara con la mano fingiendo que seguía llorando. Pero a pesar del “qué me se importa tu lágrimas”, yo la seguí queriendo. Ella no quiso verme nunca más. Con los años me enteré de que se había casado con un panadero y que se había ido a vivir cerca de Potrerillos.
-Los diarios de la época de El dependiente dicen que para resolver la escena en que Fernández se ve a sí mismo cuando era niño, trepado al cartel de la ferretería, vos te sentaste en la placita del lugar donde se iba a rodar y pensaste en la palabra “colgado”. ¿Por qué esa palabra?
- Porque yo imaginaba que desde pequeñito Fernández estaba como colgado a la espera de que se muriera el viejo. Hoy que la veo, esa escena no me parece muy feliz. Encuentro que fue resuelta con un recurso apresurado. Además, no está bien filmada como para que se entienda que todo eso sucedía en una pesadilla. Muchos dicen que El dependiente es mi mejor película. Yo no coincido con esa opinión.
-Yo creo que tu mejor película es Gatica .
- Yo también. No tengo ninguna duda sobre eso. El dependiente Es buena, pero El romance tiene veinte escenas superiores, como por ejemplo la secuencia de la pista de baile, o la de la muerte del Aniceto.
-Vos dijiste que en El dependiente habías gastado cerca de once mil metros de la película contra cinco mil de las dos anteriores. ¿Cuánto pesa en el resultado final la posibilidad de usar más metros de celuloide?
- En definitiva creo que el cine es eso: el gasto de celuloide para después poder seleccionar. Depende mucho del nivel de actores que tengas la cantidad de metros que vas a tener que usar. En Gatica gasté más de sesenta mil metros.
-En su momento dijiste que El dependiente era “más madura y más sobria que las anteriores.
- ¿Eso dije? Seguramente fue para que el público la fuera a ver, o antes de que el Instituto diera sus premios, que en aquella época eran por plata. No hay que darle mucha bola a esas cosas que yo he dicho.
-Cuando el dependiente compitió en San Sebastián, aquí se publicó un artículo sobre la repercusión que había tenido en la prensa española. Ese artículo decía: “Alfonso Sánchez, el severo crítico de televisión, dijo que el dependiente es un buen componente de la nouvelle vague argentina”. ¿Compartís la idea de que tus películas eran parte de lo que dieron en llamar nouvelle vague argentina?
- No, yo no tengo nada que ver con esa generación. Nunca tuve nada que ver con la nouvelle vague argentina. Ni en lo intelectual ni en lo sentimental ni en lo económico. Yo tenía otro concepto. Yo creía en un cine industrial. Pensaba que teníamos que hacer películas con figuras populares como Sandrini y, paralelamente, hacer el cine que soñábamos teniendo nuestras propias cámaras, como lo que hizo después Aries Cinematográfica. Yo no tenía nada que ver con esa generación a la que yo llamaba “los amigos de Truffaut”. Ellos querían ser franceses que hablaban castellano. Y nosotros somos argentinitos, te guste o no. Tenemos la suerte de no haber nacido en Africa, pero nada más. Conscientes de eso, teníamos que hacer un cine que nos expresara en el mundo. Esa siempre la tuve clara, por eso creía en el cine de Hugo Del Carril y en el de Lucas Demare. Eso era lo único en lo que disentíamos con Babsy. Para él el cine de Hugo Del Carril era una porquería. A mí me gustaba el cine de Torres Ríos. y entendía el cine nacional con acercamiento a lo popular. Quería que llenáramos las salas para tener plata, porque sin plata no podés hacer cine. Yo siempre decía que teníamos que hacer como Kurosawa: contar nuestra historia.
‑ ¿Cómo se hizo la secuencia final de El dependiente?
- Yo tuve la fortuna de haber trabajado en esa oportunidad con Aníbal Di Salvo, que junto con Collodoro es uno de los más grandes cameraman que hayan existido en nuestro país. El venía de hacer cámara con Torre Nilsson, en su cine. Es un hombre de gran talento, de una exquisita sensibilidad. En El dependiente debutó como iluminador, haciendo la fotografía, y cuando había escenas complicadas de cámara, él hacía la cámara en mano. Nunca hubo un cameraman igual para hacer cámara en mano, salvo Collodoro, en la actualidad. Y esa secuencia de El dependiente , ese movimiento de cámara que parte desde los planos de un sótano, se eleva hacia la ferretería, la describe en panorámica, comienza a retroceder, sale de la ferretería y se aleja hacia el infinito, la hizo Aníbal Di Salvo cámara en mano. No existía el steady-cam . Y es una de las obras más perfectas de manejo de cámara que se hayan visto. Aún hoy despierta el interés en las escuelas donde se dictan cursos con El dependiente . Cada vez que voy a dar una charla, me preguntan sobre esa secuencia, y la tengo que describir. Y ahora, te la voy a contar a vos. El final está filmado verdaderamente en el sótano de la ferretería. En un sótano que tiene una pequeña ventanita, un huequito que da a la plaza, un respiradero del sótano, digamos. El asunto es muy simple. Yo quería que en el final se filmara el suicidio, que hubiera un recorrido de la ferretería, y un alejamiento del pueblo, todo eso sin ruptura. Hubo una sola manera de hacerlo. A Aníbal Di Salvo lo hice sentar en una silla, con cámara en mano, y cuatro técnicos agachados al lado tenían tomada cada uno una pata de la silla. En el sótano, si levantabas la ventanita del respiradero, salías al piso de la ferretería. entonces, arriba pusimos otros dos tipos. Di Salvo filmaba toda la charla que mantienen Fernández y Plasini en el sótano, sentado en la silla. Luego, los que estaban agachados al lado de él comienzan a levantar lentamente la silla, y cuando llega al borde del piso de la ferretería. Después, guiándolo siempre por las axilas, lo van elevando hasta que colocan la silla en el piso de la ferretería. Luego, lo levantan suavemente de las axilas, y él va haciendo una panorámica de la ferretería. Después, guiándolo siempre por las axilas, lo van orientando mientras retrocede hasta sentarlo en un Citroën, en la parte de atrás del cuatro latas. Ahí empujamos el Citroën a mano, suavemente, hasta que el auto arranca, y nos vamos del pueblo, siempre filmando, alejándonos hasta llegar, de aquellos primeros planos del interior del sótano al exterior, y terminar en un plano largo, larguísimo general ambiente (P.L.L.G.A.) describiendo la totalidad de la plaza, del pueblo. Y así llegaba la palabra fin. Lo hicimos con tal precisión que hasta el cálculo que habíamos hecho de que el sol iba a penetrar en la lente cuando llegáramos a la esquina final de la plaza se produjo, porque un técnico, un asistente desde afuera, iba calculando el movimiento del sol, así que nos gritó hacia el interior del sótano para que iniciáramos la toma de tal suerte que al salir nos encontráramos con ese sol que si te fijás en la película vas a ver que penetra en cámara. Siempre he tenido suerte con el sol. Cuando pienso que en tal momento va a llegar para dar determinado efecto, lo espero con la paciencia de un amigo, y viene. Y si no, mirá los paisajes de Juan Moreira , Para el cine, como para todas las cosas, uno tiene que tener memoria. Por ejemplo, yo de tanto mirar soles y lunas sé qué rápido giran y dónde los voy a encontrar.
-¿Tuvieron que repetirlo muchas veces?
- No, la primera toma fue buena, y decidimos hacer una más, por las dudas. Ese travelling quedó bellísimo.
-El hecho de que la señorita Plasini y el señor Fernández se animen a empezar a tocarse justamente en un coche fúnebre parece un signo del destino trágico que les espera…
- Sí, esa escena me la copió Jean-Jacques Annaud en El amante . El dependiente es usada como material de estudio en muchas escuelas de América Latina y de Europa. El debe haberla visto en alguna escuela europea o en Canadá, y me la copió bastante bien, de punta a punta. No se incomodó ni en cambiar la posición de los actores, lo que me parece lícito. Lo que es lindo de otro hay que usarlo. Hacer lo contrario es tonto.
-¿Cómo resolviste esa escena?
- Ese tipo de franela yo la aprendí de los putitos de los cines. En Mendoza, frente a la plaza San Martín, cuando yo era pibe, había un cine que se llamaba Cine-bar La Bolsa. Tenía ese nombre porque quedaba cerca del edificio de la Bolsa de Comercio. Las funciones eran continuadas desde las diez de la mañana hasta la una de la mañana del día siguiente. Ahí iban los olvidados de Dios. Ibamos todos los fugados del Patronato, los leprosos, los pelados, los piojosos. Dentro de la sala se tomaba café con tortitas, se revoleaban botellas de cerveza y volaban los puchos. Se fumaba tanto que tenías que entrar empujando el humo. Solían dar series de misterio que duraban todo un mes. Los episodios comenzaban un día y continuaban al otro. Eran series de misterio en las que siempre salía gas de un respiradero, películas de trenes, historias de cow-boys. Era un lugar en el que los ladrones tenían vergüenza de entrar. El policía que quería encontrar pendejos del Patronato de Menores no tenía más que instalarse en la puerta del cine La Bolsa. Era como una gran red a la que íbamos a parar todos. En esa sala se escuchaban los gritos más hermosos, los más ingeniosos “¡Acá hay un puto!”, gritaba uno. “¡Cogeteló!”, contestaba otro, y veías una alpargata que volaba por el aire. Eso era lo más característico del cine La Bolsa, junto con los puchos que siempre revoleaban a la cabeza de algún pelado. En ese infierno no sólo vi series fabulosas que me quedaron grabadas para el resto de mi vida, sino que aprendí el tipo de franela que años después puse en la escena de El dependiente por la que vos me estás preguntando. Ese cine solía llenarse de mariquitas en busca de clientes. Cuando te sentabas, el putito te empezaba a tocar la pierna con la punta del dedo meñique y acercaba la rodilla lentamente hasta tocar la tuya. Si reaccionabas, la cortaba ahí. Pero si uno se quedaba quietito, seguía para adelante y te ganabas unos pesitos para comprar cigarrillos.
-¿Y vos eras de los que se quedaban quietitos?
- Y…, Adrianita, yo siempre fui muy fumador. Mi cine es memoria.
-¿Después de El romance del Aniceto y la Francisca intentaste hacer Juan Moreira , pero el proyecto se frustró. ¿Cómo fue que decidiste filmar El dependiente ?
- En realidad, el que me invita a dirigir es Torre Nilsson. “Te quiero producir una película”, me dice cuando salgo de la clínica donde me habían operado el tórax. Yo venía del intento frustrado de hacer Juan Moreira con producción de Aries Cinematográfica, pero sabía que era una película muy costosa para las posibilidades de Babsy. Entonces, como siempre me había gustado mucho el cuento del Negro, pensé el “El dependiente”. Le mostré a Babsy el cuento, se entusiasmó y me dijo que empezara a escribir el guión, que él me la iba a producir.
-¿Dónde escribiste el guión?
- Este fue el primero guión que no escribí en los bares. Lo escribí en un departamentito que alquilaba en Arenales y Libertad. De ese momento tengo una anécdota muy linda. Cuando conocí a Carola, para retenerla, le había hecho el verso de que la iba a hacer estrella porque le había notado grandes condiciones. En el departamentito, cuando estaba aburrido, le hacía hacer pruebas. A mí me gustaba que imitara a Pepe Biondi. “Yo soy Pepe Mamboreta, donde quiera que me meta siempre suena una galleta”, decía mientras yo le daba un bife en la mejilla y ella hacía el ruido con la mano. Pero como para El dependiente ya la tenía a Graciela Borges, a Carolita le decía que antes de actuar tenía que ir a estudiar teatro con Carlos Gandolfo para profundizar más. Ella se iba a estudiar como a las diez de la mañana, y yo me quedaba durmiendo hasta tarde. Después me levantaba, me ponía a escribir el guión, y Carolita volvía al rededor de la una de la tarde. “¿Qué tal, cómo te fue?”, acostumbraba a preguntarle, y ella me contaba con lujo de detalles lo que había hecho en la clase de Gandolfo. Un día ella falta a clase porque la viene a visitar la mamá, que vivía en La Plata. Yo me voy un rato al bar de enfrente, y el mozo me dice: “¿Qué pasó hoy con Carolita? Dígale que la extrañamos”. Yo no entendía de qué me hablaba, hasta que me explica que ella iba todas las mañanas, se sentaba con montones de revistas, pedía chocolate con churros, se quedaba leyendo hasta el mediodía, y se iba, dejando las revistas sobre la mesa. Yo no lo podía creer… ¡Qué audacia!, ni siquiera se buscaba un bar que quedara lejos de casa…
-Te hizo lo mismo que vos le hacías a María Vaner?
- Tal cual. Pero fue fruto de su propia imaginación, porque ella no sabía que yo le había mentido así a Marilyn. La cuestión es que al día siguiente, cuando volvió de las supuestas clases, le pregunté cómo le había ido. “Bárbaro, mi vida”, me contestó como siempre. “¿Y qué te hicieron hacer?”, insistí. Ella entra a explicar todo lo que le habían hecho hacer, y yo la interrumpo: “Pero los ejercicios te los da con churros o sin churros?”. Le cuento que ya sabía la verdad y ella se pone a llorar: “Yo no quiero estudiar”, decía. Al principio me hice el cabrero. “Si no estudiás, no te quiero ver más”, le dije. “¿Seguro que no me querés más?”, me decía. “No, no te quiero más”. “Así que no me querés más”, gritaba. Se volvió loca, agarró una tijera y se empezó a cortar el pelo. Lo que ella no sabía era que con el pelo corto me gustaba aún más. Ahí empezó la onda de que Carola usaba el pelo cortito. Después de todo ese escándalo me confesó que sólo había ido a clase dos veces y que no le importaba ser estrella ni nada, que lo que quería era vivir en paz. “Es una verdadera lástima -le dije, haciéndome el compungido-, pero si usted es más feliz así, quédese así y listo”. En realidad fue un alivio para los dos, porque yo ya me dejé de macanear con eso de hacerla estrella, que sabía bien que no corría.
-¿Cómo fue el rodaje de El dependiente ?
- Fui feliz. Estábamos en Derqui, en una casita, era primavera. Se oía el canto de los grillos, porque era un pueblito que en esa época prácticamente no tenía movimiento. Tomábamos mate, poníamos música, trabajábamos tranquilitos, era un mundo fascinante.
-Babsy estuvo con ustedes?
- Sólo vino a filmación el primer día. El primer día se filma para hacer pinta. Uno no sabe dónde poner la cámara y filma para impresionar a los técnicos: cámara acá, allá, y después no te sirve nada. Por lo general, terminás tirando todo. Ese día estaban Babsy y Beatriz, pero después no vinieron nunca más.
-¿Qué le pasó a Babsy cuando vio la película terminada?
- Nunca supe qué le pasó. Era muy rara esa etapa. No sentí su calor. No sé por qué.
-Quién sabe qué pasaría por su cabeza en ese momento.
- Quizás era como que el hijo se le iba, ¿no? Pero estaba equivocado, yo estaba más cerca de él que nunca. Nunca dejé de quererlo ni de verlo. Ayer me estaba acordando de El dependiente y me di cuenta de que hay una toma en la que me equivoqué. Es cuando el señor Fernández viene corriendo, corriendo, corriendo, y dice: “Se murió”. No la tendría que haber filmado así. El tendría que haber entrado directamente, agitado, sentarse y decir: “Se murió”, pero sin haber detenido la imagen. Fue un error esa toma.
-¿En qué creés que habría cambiado el resultado de haberla filmado como la imaginás ahora?
- Hubiera cambiado en la armonía. Así como estuvo hecha es muy burda. Y también hay una panorámica que es innecesaria: aquella en la que describo a la gente del pueblo mirándolo al señor Fernández cuando golpea la puerta. Los extras están muy puestos… no debería haberla hecho. Voy a amputarla en el video que se vende ahora.
-¿Cómo ves el mundo de los extras?
- Yo amo a los extras. Siento una gran debilidad por ellos. Me inspiran una profunda ternura. Me hacen acordar mucho a los anónimos artistas de circo. Yo no los llamo extras sino actores de conjunto. No creo que sean extras porque están actuando y aportando su sensibilidad y su amor por lo que están haciendo.
-¿Cómo se hace para que los extras contribuyan al clima de lo que se está rodando cuando ni siquiera conocen la historia que cuenta el film?
- Yo les cuento. Los hago participar. Los cito antes, y les explico de qué se trata la secuencia que se va a rodar. Además hago que ellos mismos armen su propio cuento. En Gatica , por ejemplo, en la escena del comienzo cuando llegan a Buenos Aires, les pedí a los extras que rememoraran lo que es la emoción de un encuentro con un familiar. Les dije que armaran su grupo familiar, su grupo de amigos, que no se movieran a la deriva buscando a cualquiera, sino que decidieran previamente a quién esperaban en esa estación, quién llega, por qué llega. Así se logra un clima de veracidad. No son muñecos que se mueven, hay una historia en su cabeza.
-Y en la panorámica de El dependiente , que decís que es mala?
- Mala no, es calamitosa. Quizás conviene dejarla así para trabajar con alumnos y hacerles descubrir cuál es la escena que es un parche en la película.
-¿Te gustaría enseñar?
- Hoy, en la soledad de estar acá pensé que puede llegar a ser hermoso. Es un tren que tomé hace tiempo y del que me bajé, pero me gustaría retomarlo. Había empezado a armar un proyecto, pero lo dejé. Tendría que retomarlo porque me gusta el contacto con los pibes. Es una linda manera de participar, de quedar en la memoria de la gente.
-¿Cómo te manejás en la elección de actores?
- Es muy difícil encontrar actores que expresen tus personajes porque en definitiva lo que tienen que expresar es tu propia experiencia. En la época de El dependiente yo estaba en los primeros buceos, pero a medida que pasa el tiempo cada vez me alejo más de los actores conocidos porque los han manoseado mucho en la televisión. Ya son cotidianos. Perdieron el misterio. Para mi corazón ya no tienen el misterio que encierran los actores desconocidos.
-¿Trabajar con desconocidos es una apuesta fuerte?
- No, porque, lamentablemente, en el cine actual el actor ya no convoca. La gente va a ver una historia determinada, no a un actor.
-¿Por qué decís “lamentablemente”?
- Porque era una cosa linda, romántica. Pero también es cierto que, aún hoy, hay actores que certifican una calidad. Si el que actúa es Marlon Brando, o Gerard Depardieu o Al Pacino, vos vas a ver al actor. A veces también ellos cometen algunas actuaciones, pero por lo general son películas importantes.
-A esta altura de tu carrera sos un especialista en convertir en actor a más de un desconocido.
- Pero cuidado, que no se sacan peras del olmo. Tenés que encontrar una sensibilidad y un rostro que se adecuen al personaje. Cuando el rostro se parece al personaje, encontrar la parte dramática es fácil. En el cine teniendo el parecido físico podés conseguir la expresión. Puede haber algo que en un plano general vos no me das, pero yo me voy a un primer plano, te hago mirar a un determinado lugar y esa mirada tuya y mis indicaciones diciendo “pestañeá, no hablés, tragá saliva, ahora decí sí”, todo eso te da una expresión. Es como cincelar un rostro que luego se va a ver en una dimensión de veinte metros. Ahí ese tragar saliva, ese pestañeo te dan un golpe de dramaticidad. Al marcarle gesto por gesto lo vas moldeando como una arcilla. Ahora, de golpe, como suelo decir, puede caer en tus manos un Stradivarius como Rodolfo Bebán, entonces ahí es mínimo lo que le marcás. Aunque a veces, aun en ese caso es bueno darle indicaciones porque quien está viendo su cara soy yo, y sé lo que necesito de esa cara.
-¿Cómo es la relación del actor con la cámara en un primer plano?
- Lo importante es que el actor olvide la cámara y que mis indicaciones le vayan directo al corazón. El tiene que estar convencido de que está moldeando una arcilla conmigo. Cuando trabajás con gente sin inteligencia tenés que conseguir que se familiarice con la cámara, porque hay determinados tipos de lentes, como por ejemplo un teleobjetivo, que cuando la interpretación no está bien trabajada te deshumaniza. Una lente común pegada al rostro, con una luz adecuada, está trabajando casi exactamente tu interpretación. Hay lentes que, combinadas con la luz adecuada, ayudan a tu interpretación agregándole o quitándole dramatismo, según haga falta. Pero en el momento de la toma, el actor tiene que hacer abstracción de todo esto.
-”El protagonista no tiene cara de dependiente, tiene actitudes de dependientes. Lo va a hacer Luppi”, dijiste antes de haber elegido a Walter Vidarte para el papel protagónico de El dependiente …
- Es raro que haya dicho eso porque no suelo repetir los actores, es casi cabalístico. La excepción a esto era Nora Cullen. Lo que pasa es que con ella yo no sabía si era una actriz o una prolongación de mí. Era una prolongación de mi obra. Hay actores que están tan metidos en vos que están construyendo tu obra. Si Nora viviera, yo la seguiría usando todos los días.
-¿Hay actores que pueden transformarse en cualquier personaje a pesar de su físico?
- Sí, Marlon Brando.
-¿Cómo elegiste a Walter Vidarte para protagonizar El dependiente ?
- El me vino a ver. Estuvimos charlando y me encantó. Yo no sé por qué dije eso de que no tenía que tener cara de dependiente. El dependiente tiene el rictus de dependiente, el rostro se le va poniendo de una manera determinada. No creo que el malo tenga que tener cara de malo, pero el dependiente tiene que tener cara y actitud de dependiente. Cuando lo hago correr con los brazos juntitos, es un dependiente corriente. No es un ladrón, corre de otra manera, corre duro. Yo creo que el dependiente nunca se podría tocar la punta de los pies.
-¿Cómo se produce el raro milagro de que un actor sea una prolongación de tu obra como en el caso de Nora Cullen?
- Porque por su sensibilidad te entiende todo. No se trata de que entienda lo que está haciendo, lo importante es que me entienda a mí. Rodolfo Mórtola, por ejemplo, es parte de mi obra. Un compaginador como Antonio Ripoll es parte de mi obra. El secreto está en que te entiendan a vos. Otro actor que yo repetiría en Gian Franco Pagliaro, y eso que Soñar, soñar es una película muy dura para mí. Pensá que el del ´76, cuando en el país ya se había podrido todo. Además trabajaba con Carlitos Monzón, al que le tengo mucho afecto pero que no tenía la más remota idea de lo que es esto y era de una total irresponsabilidad. Fijate que hay mucha austeridad de primeros planos de Carlos Monzón, porque llegaba un momento en que no lo podía filmar. No tenía control sobre él. Es una película que está en mi corazón, una de las que más quiero pero que más me frustró porque no pude lograr todo el vuelo que yo tenía en mi corazón.
-¿Por qué te resulta tan maravilloso Pagliaro?
- Porque es un tipo de una enorme sensibilidad, es un gran creador. Te diría que junto con Bebán, Graciela Borges y Alfredo Alcón -en el pequeño personaje que hizo en Nazareno Cruz y el lobo – fueron los mejores actores que pasaron por mis manos.
-¿Físicamente, Graciela Borges, era la señorita Plasini que vos habías imaginado?
- Cuando me vino a ver, tan mona, tan chiquilina, estuvimos un rato largo tomando mate y ella intentaba seducirme, seducirme como actriz, se entiende. Yo la miraba, la miraba… y me decidí por los opuestos. Yo imaginaba otro rostro pero pensé que ese rostro hermoso también podía ser perverso y reprimido. Y esa idea me gustó.
-¿Cómo fue el trabajo con Graciela?
- Muy fluido. Lo entendió todo rápido. Es que Graciela Borges es una gran actriz. Ella siempre dice que su mejor trabajo es el que hizo en El dependiente . Yo no creo que sea así. Su mejor trabajo en cine es el que hizo con Rodolfo Ranni en la película de Alejandro Doria, Los pasajeros del jardín . Ese es un buen trabajo. Porque la señorita Plasini es fácil, lo difícil es lograr las pequeñas cosas que te van marcando una tragedia como la que ella vive en la película de Doria.
-¿Cómo elegiste a Fernando Iglesias para el personaje de don Vila?
- En realidad yo lo quería a Pedro López Lagar, pero él había perdido la voz. Estaba mudo. Lo quise intentar igual, pero él tenía un rostro muy noble y no me iba a dar ese viejo. El siempre fue hermoso. Era demasiado hermoso. Como yo sabía que él había perdido la voz por el cáncer, la convoqué a su mujer. Charlamos mucho, me trajo fotos, pero al cabo de un rato le expliqué que era demasiado hermoso y que no le dijera que había venido a verme.
-¿Y Nora Cullen estuvo desde el principio?
- Sí, Nora Cullen era el personaje porque tenía cara de atorranta, como la vieja Plasini. Además trabajar con ella era un remanso. Nora era del equipo. Era como Orlando Vilone y Jorge Bruno, los maquilladores, que estaban conmigo desde pibe. Primero me maquillaron a mí como actor y después estuvieron en mi cine. Vilone ya no está, pero los quiero mucho, los quiero entrañablemente.
-¿Cómo decidiste que Martín Andrade fuera Estanislao, el hermano tonto de la señorita Plasini?
- Martín Andrade es un personaje raro. El está conmigo desde que yo era un muchachito. El me hizo la primera nota importante para una revista, y nos hicimos muy amigos. Es una amistad muy rara, no sé si es mi amigo, es un ser muy necesario para mí. Cuando me hizo la nota yo recién había filmado mi primer cortometraje. Nos reunimos en un bar de Córdoba y Callao. Creo que en esa mesa estaban Horacio Verbitsky y Miguel Bonasso. Cuando lo escuché hablar a Martín me di cuenta de que es chileno. Me cayó bien porque yo siempre quise mucho al pueblo de Chile, porque siendo de Mendoza, me formé con chilenos. Suelo decir que mi cine es más chileno que argentino. Me identifico con los cineastas de ese país. El chacal de Nahueltoro pude haberla hecho yo. Cuando vivía en Luján, enfrente de mi casa había un zapatero chileno, don Araya, que pulía con vidrio la suela de los zapatos. Era un artesano maravilloso. Me regalaba hermosos zapatos usados y yo le pagaba cebándole mate porque él tomaba mate como un descosido. Además, don Araya tocaba la guitarra. Con el tiempo volví a Luján de Cuyo para filmar El romance del Aniceto y la Francisca , y supe que don Araya se había ahorcado. fue a causa de un tremendo dolor que le produjo una infección de oído. Se ve que no tuvo plata para ir a atenderse, o no lo habrán sabido curar, y se suicidó. Pero volviendo al tema, la cuestión es que Martín Andrade me preguntó por qué le había cambiado la camiseta a un personaje del cortometraje si con eso perdía la continuidad. Yo no podía creer que ese hijo de puta se hubiera dado cuenta de ese detalle. Ahí nació una amistad en la que Martín me sugería los libros que tenía que leer. Me acuerdo que en una oportunidad, cuando yo dirigía y producía fotonovelas, me había comprado un autito. En una revista publicaron que “Leonardo Favio, el joven galán, se ha comprado un auto utilitario”. Yo no sabía qué quería decir utilitario y le pregunté a Martín. “¿Eso te pusieron? ¿Cómo van a decir que tu auto es un utilitario?”, me dijo. Yo pensé que “utilitario” sería una cosa calamitosa, y él me gastó durante una semana con lo del coche utilitario. Yo lo quería mucho a Martín y quería que estuviera en el rodaje de el dependiente tomando mate conmigo, entonces decidí que lo mejor era darle un personaje.
-En el cuento y en la Película se dice que Fernández veía a don Vila el viejo que quería ser…
- Eso está manejado a nivel del alma de los espíritus pequeños. Fernández siempre ambicionó dar el vuelto y vender tornillos. Yo también debo tener algo de pequeño, porque ése siempre fui mi sueño. No con los tornillos, pero a mí me gustaba vender telas. Fui un gran vendedor de telas. Cuando era pibe, allá en Mendoza, le compré una telas engomadas a un judío, y las vendía diciendo que eran de piel de tiburón y que las habíamos traído de contrabando. Yo iba por los pueblos y era un muy excelente vendedor. Pero en la época de las supuestas telas importadas había un chileno que me ganaba, porque con su acento se hacía más creíble que las telas fueran de contrabando.
-¿Qué era lo que tanto te gustaba de vender?
- El hecho de decir Ahhh… la vendí. Yo me metía en los viñedos, me iba a las casitas de los contratistas, y vendía desde telas hasta relojes. Era una época en la que éramos felices.
-¿Alguna vez viste en alguien al viejo que querés ser como le sucedía al señor Fernández con don Vila?
- Nunca vi en nadie al viejo que quiero ser porque no quiero ser viejo. Le tengo terror a eso. Siempre le pido a Dios que me lleve antes de ser viejo. No soporto el insulto de los años. Yo se la discuto a la naturaleza. sé que es una discusión inútil, pero no tolero la idea de que me respeten o me den ternura por anciano.
-Pero a vos se te respeta desde mucho, sin ser viejo.
- Sí, pero cuando sea viejo no voy a poder evitar pensar que se me tiene respeto solamente por los años y sé que no voy a soportarlo. Me hubiera gustado ser anciano en un pequeño pueblo, donde sos parte del planeta tierra, donde sos parte de los perros, de los galgos, de las liebres, del río, de la noche, de los grillos, donde sos parte de tu tribu. Pero no soporto los años que incomodan, como sucede en las grandes ciudades cuando no podés responder con rapidez, cuando no podés bajar del micro con agilidad y algún joven te mira con rabia. Eso es más fuerte que yo. Ahora, si llego a los ochenta y tres años siendo el adolescente y el buen mozo que es Daniel Tinayre, que todavía puede seducir a cualquier mina, o si llego a los setenta y pico como Alberto de Mendoza, bienvenido sea. Pero ésos son marcianos. No sé cómo hacen, fuman, chupan y están espléndidos. Yo no tomo café, no fumo, no bebo, no nada, entonces… pará, ¿para qué llegar a viejo?
-Para seguir tomando vino aunque sea a escondidas como la madre de Plasini, o recordar como ella los tiempos en que salía a dar vueltas en tranvía.
- Pero ella todavía no es vieja, tendrá unos cincuenta y pico de años.
-¿Acaso una mujer como ésa no va a seguir así toda la vida?
- Sí, es cierto, va a ser siempre así. Pero tenés que tener el tarro de ser así. Vos vas a ser una vieja así porque uno te ve reír y se imagina que vas a ser una viejita con ese carácter.
-”Cuando vivíamos en la otra casa, yo tomaba el tranvía y me iba a pasear”, cuenta la madre de Plasini con el entusiasmo de quien relata una gran aventura.
- A vos te llama la atención porque nunca viajaste en tranvía. Pero yo me acuerdo en que había noches en que no había guita para pagar la pensión y entonces me subía al tranvía y daba vueltas hasta que amanecía, porque el tranvía no paraba nunca. Era tan lindo… iba por el riachuelo. Clang, clang, clang, sonaba el ruidito del tranvía. Cuando hice Gatica tuve que explicarles cómo era el ruido del tranvía porque me traían sonidos de subtes, cualquier cosa menos el verdadero sonido. Finalmente, tuve que hacerlo mezclando distintos ruidos.
-Hablame de la relación de la vieja con la radio.
- La vieja tiene una radio igual a la que yo tengo ahora en mi casa y en la que por las noches, cuando no puedo dormirme, escucho al pastor Giménez. El dependiente transcurre en la época en que el mundo se circunscribía a la radio. Escuchar la radio era la posibilidad de salir un poco de ese mundo oscuro en el que no salían a la calle por miedo al qué dirán. Eso lo he vivido en mi pueblo, donde la gente se asomaba por las hendijas de las puertas. Mi tía Berta se asomaba así a la puerta y después se metía para adentro hasta una hora determinada, en que toda empolvadita y bien arregladita ya se sentaba en la puerta. Pero eso era toda una ceremonia. No podías estar en la puerta porque sí, porque iban a decir que eras una vaga. En ese mundo la radio está incorporada a vos. Tenía su costado jodido la vida pueblerina en la provincia.
-Sin embargo, vos vivías en ese pueblo importándote nada el qué dirán.
- Sí, por eso se santiguaban cuando nos veían pasar. Yo no le daba bola a nadie, me reía de todo eso.
-¿Ahora también sos tan libre frente al qué dirán?
- Y, sí… a esta altura. ¿Sabés una cosa? La gente me importa un carajo.
-Vos solías decir: “Yo soy la gente”.
- No, no soy la gente. Soy un mentiroso. Qué carajo voy a ser la gente. Si fuera así, todo el mundo haría Nazareno Cruz y el lobo , o Gatica . ¿Cómo voy a ser la gente? Mi frase “yo soy la gente” es una falacia, porque algunos tenemos una sensibilidad que no tiene el común de la gente. No soy la gente. Lo descubrí hace pocas horas.
En el dependiente la vieja vive revoleando por el aire al pobre gato, a diferencia de lo que hace Gatica con el perro, al que considera casi como parte de sí mismo.
- Es que uno es más del perro. En los pueblos el gato no era muy querido. Yo llegué a tener doce perros con los que nos abrigábamos el Negrito y yo. Nuestros colchones eran de bolsa de arpillera llenas de chala. En el invierno mendocino nos moríamos de frío. “Cauti, Cauti, Cauti” gritábamos, y detrás del Cautivo venían todos los perros y dormían encima nuestro. Imaginate la de pulgas que tendríamos. Pero creo que llega un momento en que el hombre se inmuniza a la pulga del perro. Lo mismo pasa con la vinchuca. Nuestro techo era de caña y estaba lleno de vinchucas.
‑ ¿No les pasaba nada?
- No, nosotros no les hacíamos caso.
-Y por lo visto ellas a ustedes tampoco.
- No, recuerdo que a la noche se escuchaba un ruidito “pac”, mirabas y era una vinchuca que se caía del techo y el perro se la comía. Desde que se fue mi abuelito, ese rancho estaba lleno de vagos como el Negro Cacerola y Raúl Di Marco que dos por tres se quedaban a dormir ahí… Eramos felices.
-En el cuento de tu hermano, Fernández dice que quiere ser rotariano. ¿Por qué en la película agrega “pero antes tengo que ser propietario?
- La puse porque me parecía que la gente no necesariamente tenía claro que Fernández, que no tenía dónde caerse muerto, no iba a poder llegar al Rotary Club, donde exigen ser propietario. Mirá qué mediocridad el rotariano y sin embargo Fernández llega a comparar el Rotary con la religión porque él habla de eso cuando le preguntan si tiene algún credo.
-“Yo por usted siento el amor”, dice Fernández a Plasini a diferencia de la mayoría de tus personajes que dicen “te quiero”.
- Porque él ha escuchado la palabra amor, pero no sabe cómo usarla. De pronto siente un fuego y cree que es eso que alguna vez leyó o vio. El amor es un artefacto para él. Ella es una reprimida infernal que cuando le dice que “el hombre a veces se puede confundir” en realidad lo que quiere pedirle es “por favor, toqueteame toda que tengo una calentura que me muero”. Pero el no puede. El es un boludo.
-¿Has confundido en tu vida amor con calentura?
- Sí, porque uno habla de amor pero por lo general no ama, quiere. Es muy raro llegar a amar. La mayoría de las veces uno quiere, quiere poseer, desea, como un animalito. Amar, amar… es muy difícil. Yo no sé lo que es amar. Sé lo que es querer hasta la locura, hasta la desesperación, sentir que me muero por alguien, que me desespero por ese olor que anda por allá lejos. Pero eso también le ocurre al lobo, al perro que se pelea por su hembrita y llora. El amor es una cosa muy grande. Amar es querer que el otro sea, que se realice. Yo creo que no he conocido el amor.
-Así como lo planteás, el amor no parece estar al alcance de los humanos,
- Es que el amor es muy grande. Quizás me equivoque, pero creo que uno, cuanto mucho, lo que hace es querer con desesperación, volverse loco por un olor, por una piel. Pero el amor es otra cosa. Me acuerdo que una vez estuve muy enamorado, si se le puede llamar así, en los términos que se usan comúnmente. Pero esa relación se había terminado y yo estaba viviendo con otra persona. Me acostaba y pensaba que ella a esa hora debería estar viajando en subte y no podía dejar de pensar en su olor y en el subte, y me hacía daño al alma. A esta hora debe estar caminando por tal calle, pensaba, y quería esa calle porque ella la pisaba. Para mí era importante, aunque más no fuera, poder ver a alguna amiga de ella, pero todo era doloroso. Tal vez eso sea el amor, tal vez el amor sea cuando ya lo perdiste.
-Se dice que a los quince años estuviste enamoradísimo, al punto de querer casarte. ¿Cómo fue aquel amor?
- Fue con una pibita que era la sirvienta de mi tía Naír. Me quería casar porque pensaba que era la forma de que ella quedara atrapada.
‑ ¿Ella te quería?
- Creo que yo la divertía mucho. Era una piba muy bonita que venía del Patronato de Menores. Yo estaba fusilado por esa piba. Me gustaba porque tenía el pelito corto. Por ella, empecé a soñar con engancharme en la Marina, porque creía que era la posibilidad de tener un hogar sólido, con un buen sueldo. Pero como no tenía hecho tercer grado, me decidí por salir a vender unos muñequitos que hacía mi tía Andrea con coladores de té. Tenía la esperanza de vender muchos y juntar la plata para casarnos. Ella me dejó porque le dijeron que me habían visto con otra chicas. No sé de dónde había salido ese rumor. La cuestión es que traté de explicarle y hasta me puse a llorar. Ella puso los brazos en jarra y me dijo despectiva: “¿Ahora llorás? Llorá, llorá nomás. ¿A mí qué me se importa tu lágrimas”. Cuando oí eso, me tenté de risa y me tapé la cara con la mano fingiendo que seguía llorando. Pero a pesar del “qué me se importa tu lágrimas”, yo la seguí queriendo. Ella no quiso verme nunca más. Con los años me enteré de que se había casado con un panadero y que se había ido a vivir cerca de Potrerillos.
-Los diarios de la época de El dependiente dicen que para resolver la escena en que Fernández se ve a sí mismo cuando era niño, trepado al cartel de la ferretería, vos te sentaste en la placita del lugar donde se iba a rodar y pensaste en la palabra “colgado”. ¿Por qué esa palabra?
- Porque yo imaginaba que desde pequeñito Fernández estaba como colgado a la espera de que se muriera el viejo. Hoy que la veo, esa escena no me parece muy feliz. Encuentro que fue resuelta con un recurso apresurado. Además, no está bien filmada como para que se entienda que todo eso sucedía en una pesadilla. Muchos dicen que El dependiente es mi mejor película. Yo no coincido con esa opinión.
-Yo creo que tu mejor película es Gatica .
- Yo también. No tengo ninguna duda sobre eso. El dependiente Es buena, pero El romance tiene veinte escenas superiores, como por ejemplo la secuencia de la pista de baile, o la de la muerte del Aniceto.
-Vos dijiste que en El dependiente habías gastado cerca de once mil metros de la película contra cinco mil de las dos anteriores. ¿Cuánto pesa en el resultado final la posibilidad de usar más metros de celuloide?
- En definitiva creo que el cine es eso: el gasto de celuloide para después poder seleccionar. Depende mucho del nivel de actores que tengas la cantidad de metros que vas a tener que usar. En Gatica gasté más de sesenta mil metros.
-En su momento dijiste que El dependiente era “más madura y más sobria que las anteriores.
- ¿Eso dije? Seguramente fue para que el público la fuera a ver, o antes de que el Instituto diera sus premios, que en aquella época eran por plata. No hay que darle mucha bola a esas cosas que yo he dicho.
-Cuando el dependiente compitió en San Sebastián, aquí se publicó un artículo sobre la repercusión que había tenido en la prensa española. Ese artículo decía: “Alfonso Sánchez, el severo crítico de televisión, dijo que el dependiente es un buen componente de la nouvelle vague argentina”. ¿Compartís la idea de que tus películas eran parte de lo que dieron en llamar nouvelle vague argentina?
- No, yo no tengo nada que ver con esa generación. Nunca tuve nada que ver con la nouvelle vague argentina. Ni en lo intelectual ni en lo sentimental ni en lo económico. Yo tenía otro concepto. Yo creía en un cine industrial. Pensaba que teníamos que hacer películas con figuras populares como Sandrini y, paralelamente, hacer el cine que soñábamos teniendo nuestras propias cámaras, como lo que hizo después Aries Cinematográfica. Yo no tenía nada que ver con esa generación a la que yo llamaba “los amigos de Truffaut”. Ellos querían ser franceses que hablaban castellano. Y nosotros somos argentinitos, te guste o no. Tenemos la suerte de no haber nacido en Africa, pero nada más. Conscientes de eso, teníamos que hacer un cine que nos expresara en el mundo. Esa siempre la tuve clara, por eso creía en el cine de Hugo Del Carril y en el de Lucas Demare. Eso era lo único en lo que disentíamos con Babsy. Para él el cine de Hugo Del Carril era una porquería. A mí me gustaba el cine de Torres Ríos. y entendía el cine nacional con acercamiento a lo popular. Quería que llenáramos las salas para tener plata, porque sin plata no podés hacer cine. Yo siempre decía que teníamos que hacer como Kurosawa: contar nuestra historia.
‑ ¿Cómo se hizo la secuencia final de El dependiente?
- Yo tuve la fortuna de haber trabajado en esa oportunidad con Aníbal Di Salvo, que junto con Collodoro es uno de los más grandes cameraman que hayan existido en nuestro país. El venía de hacer cámara con Torre Nilsson, en su cine. Es un hombre de gran talento, de una exquisita sensibilidad. En El dependiente debutó como iluminador, haciendo la fotografía, y cuando había escenas complicadas de cámara, él hacía la cámara en mano. Nunca hubo un cameraman igual para hacer cámara en mano, salvo Collodoro, en la actualidad. Y esa secuencia de El dependiente , ese movimiento de cámara que parte desde los planos de un sótano, se eleva hacia la ferretería, la describe en panorámica, comienza a retroceder, sale de la ferretería y se aleja hacia el infinito, la hizo Aníbal Di Salvo cámara en mano. No existía el steady-cam . Y es una de las obras más perfectas de manejo de cámara que se hayan visto. Aún hoy despierta el interés en las escuelas donde se dictan cursos con El dependiente . Cada vez que voy a dar una charla, me preguntan sobre esa secuencia, y la tengo que describir. Y ahora, te la voy a contar a vos. El final está filmado verdaderamente en el sótano de la ferretería. En un sótano que tiene una pequeña ventanita, un huequito que da a la plaza, un respiradero del sótano, digamos. El asunto es muy simple. Yo quería que en el final se filmara el suicidio, que hubiera un recorrido de la ferretería, y un alejamiento del pueblo, todo eso sin ruptura. Hubo una sola manera de hacerlo. A Aníbal Di Salvo lo hice sentar en una silla, con cámara en mano, y cuatro técnicos agachados al lado tenían tomada cada uno una pata de la silla. En el sótano, si levantabas la ventanita del respiradero, salías al piso de la ferretería. entonces, arriba pusimos otros dos tipos. Di Salvo filmaba toda la charla que mantienen Fernández y Plasini en el sótano, sentado en la silla. Luego, los que estaban agachados al lado de él comienzan a levantar lentamente la silla, y cuando llega al borde del piso de la ferretería. Después, guiándolo siempre por las axilas, lo van elevando hasta que colocan la silla en el piso de la ferretería. Luego, lo levantan suavemente de las axilas, y él va haciendo una panorámica de la ferretería. Después, guiándolo siempre por las axilas, lo van orientando mientras retrocede hasta sentarlo en un Citroën, en la parte de atrás del cuatro latas. Ahí empujamos el Citroën a mano, suavemente, hasta que el auto arranca, y nos vamos del pueblo, siempre filmando, alejándonos hasta llegar, de aquellos primeros planos del interior del sótano al exterior, y terminar en un plano largo, larguísimo general ambiente (P.L.L.G.A.) describiendo la totalidad de la plaza, del pueblo. Y así llegaba la palabra fin. Lo hicimos con tal precisión que hasta el cálculo que habíamos hecho de que el sol iba a penetrar en la lente cuando llegáramos a la esquina final de la plaza se produjo, porque un técnico, un asistente desde afuera, iba calculando el movimiento del sol, así que nos gritó hacia el interior del sótano para que iniciáramos la toma de tal suerte que al salir nos encontráramos con ese sol que si te fijás en la película vas a ver que penetra en cámara. Siempre he tenido suerte con el sol. Cuando pienso que en tal momento va a llegar para dar determinado efecto, lo espero con la paciencia de un amigo, y viene. Y si no, mirá los paisajes de Juan Moreira , Para el cine, como para todas las cosas, uno tiene que tener memoria. Por ejemplo, yo de tanto mirar soles y lunas sé qué rápido giran y dónde los voy a encontrar.
-¿Tuvieron que repetirlo muchas veces?
- No, la primera toma fue buena, y decidimos hacer una más, por las dudas. Ese travelling quedó bellísimo.
-El hecho de que la señorita Plasini y el señor Fernández se animen a empezar a tocarse justamente en un coche fúnebre parece un signo del destino trágico que les espera…
- Sí, esa escena me la copió Jean-Jacques Annaud en El amante . El dependiente es usada como material de estudio en muchas escuelas de América Latina y de Europa. El debe haberla visto en alguna escuela europea o en Canadá, y me la copió bastante bien, de punta a punta. No se incomodó ni en cambiar la posición de los actores, lo que me parece lícito. Lo que es lindo de otro hay que usarlo. Hacer lo contrario es tonto.
-¿Cómo resolviste esa escena?
- Ese tipo de franela yo la aprendí de los putitos de los cines. En Mendoza, frente a la plaza San Martín, cuando yo era pibe, había un cine que se llamaba Cine-bar La Bolsa. Tenía ese nombre porque quedaba cerca del edificio de la Bolsa de Comercio. Las funciones eran continuadas desde las diez de la mañana hasta la una de la mañana del día siguiente. Ahí iban los olvidados de Dios. Ibamos todos los fugados del Patronato, los leprosos, los pelados, los piojosos. Dentro de la sala se tomaba café con tortitas, se revoleaban botellas de cerveza y volaban los puchos. Se fumaba tanto que tenías que entrar empujando el humo. Solían dar series de misterio que duraban todo un mes. Los episodios comenzaban un día y continuaban al otro. Eran series de misterio en las que siempre salía gas de un respiradero, películas de trenes, historias de cow-boys. Era un lugar en el que los ladrones tenían vergüenza de entrar. El policía que quería encontrar pendejos del Patronato de Menores no tenía más que instalarse en la puerta del cine La Bolsa. Era como una gran red a la que íbamos a parar todos. En esa sala se escuchaban los gritos más hermosos, los más ingeniosos “¡Acá hay un puto!”, gritaba uno. “¡Cogeteló!”, contestaba otro, y veías una alpargata que volaba por el aire. Eso era lo más característico del cine La Bolsa, junto con los puchos que siempre revoleaban a la cabeza de algún pelado. En ese infierno no sólo vi series fabulosas que me quedaron grabadas para el resto de mi vida, sino que aprendí el tipo de franela que años después puse en la escena de El dependiente por la que vos me estás preguntando. Ese cine solía llenarse de mariquitas en busca de clientes. Cuando te sentabas, el putito te empezaba a tocar la pierna con la punta del dedo meñique y acercaba la rodilla lentamente hasta tocar la tuya. Si reaccionabas, la cortaba ahí. Pero si uno se quedaba quietito, seguía para adelante y te ganabas unos pesitos para comprar cigarrillos.
-¿Y vos eras de los que se quedaban quietitos?
- Y…, Adrianita, yo siempre fui muy fumador. Mi cine es memoria.
Walter Vidarte, en "El Dependiente"
* LA REFINADA CAPACIDAD DE FAVIO PARA RETRATAR EL UNIVERSO POPULAR. Por David Oubiña (La Nación, 17-11-2007)
Leonardo Favio es un cineasta inclasificable: un talento errático e impredecible con una refinada capacidad para retratar el universo popular. Sus films pueden circular espontáneamente por territorios que, para la mayoría de los directores, resultan antagónicos e inconmensurables. A lo largo de una carrera de más de cuarenta años y con una obra cardinal destilada a partir de unas pocas películas, Favio ha demostrado poseer el don del desplazamiento y controlar como nadie el factor sorpresa.
Sus films parecen ir mutando para adoptar distintas formas. Sin embargo, todos parecen integrar una comédie humaine provinciana. Alguna vez el cineasta imaginó que sus personajes podrían haber habitado en el mismo pueblo. Así, El dependiente sería un capítulo de Crónica de un niño solo y el Aniceto bien podría ser un avatar adulto de ese niño delincuente. Juan Moreira sería el héroe de todos ellos y Nazareno Cruz y el lobo , un cuento de medianoche. Y si Soñar, soñar es lo que los habitantes de ese pueblo añoran, Gatica es quien cumple el deseo colectivo para, luego, perderlo todo.
Favio debutó en la dirección con Crónica de un niño solo (1965). Allí retrataba, de una manera rigurosa e implacable, la vida en los reformatorios y en las villas miseria. Con gran intuición y gran dominio formal, articulaba ciertas influencias de las nuevas corrientes europeas bajo las coordenadas de una estética propia que rompía las barreras entre cultura elevada y cultura popular. En el desértico panorama del cine argentino, este solo film bastó para imaginar la continuidad de un cambio que se había anunciado con la Generación del 60. Sin embargo, Favio se alejaba de ese cine sobre la burguesía urbana, que caracteriza a gran parte de ese movimiento, y evolucionaba hacia una poética del margen, sobre personajes anónimos y castigados por condiciones sociales inhumanas.
El título de su segundo film fue Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más (1966). Allí se anunciaban las pocas peripecias que lo componen: Aniceto y Francisca viven precariamente con lo que ella gana trabajando de mucama y lo que él obtiene en las riñas de gallos. Aniceto conoce a otra mujer y echa a Francisca, pero luego su nueva novia lo rechaza y termina solo. El estilo es notablemente parco: pocos movimientos de cámara, poca variación en los encuadres, pocos diálogos. En vez de unir un plano con otro, el montaje tiende a separarlos; no señala una interacción sino una discontinuidad. La sucesión funciona aquí como una resta. De ese modo, el tiempo es una acumulación de instantes estancados, los espacios se vacían y los personajes son mostrados en su aislamiento más que en su posibilidad de relación. Por eso, el final trágico del Aniceto no sugiere una enseñanza moral: es solo el epílogo absurdo de una vida arruinada por el sinsentido.
En El dependiente (1968), el anodino empleado de una ferretería de pueblo se debate entre la gratitud hacia el dueño y el irrefrenable deseo de que muera para heredar el negocio. Pero cuando finalmente lo consigue, se hace evidente que su vida no es más que un remedo patético de algo que siempre ha estado fuera de su alcance. Mientras que El romance del Aniceto y la Francisca se apoyaba en la austeridad, la quietud y los silencios, en El dependiente todo parece desbordarse. Es un film ominoso, esperpéntico, pesadillesco y sus imágenes parecen dominadas por un régimen de desestabilización: sin salirse nunca del plano realista, Favio aniquila todo costumbrismo mediante descripciones arrebatadas, al borde del delirio, que fuerzan las situaciones hasta que muestran su lado siniestro. Largos travellings , angulaciones distorsionadas, iluminación expresionista, montaje crispado y actuaciones que permanentemente bordean la exasperación instalan un trasfondo de deseos reprimidos y de violencia contenida bajo el clima rutinario de la vida pueblerina.
Esas películas ponían en escena una sensibilidad exquisita para construir climas y para conferir densidad a pequeños conflictos y a personajes simples. Sin embargo, Favio no continuó por ese camino: decidió dedicarse a la música y se convirtió en un cantante popular de gran éxito. Cuando volvió al cine para realizar Juan Moreira (1972), su estilo pareció estallar: imágenes barrocas y saturadas, amplios planos generales, anaranjados furiosos para los atardeceres, tono épico en el relato y gran despliegue de producción. El gaucho Moreira es el antihéroe perfecto: matón, bandido, pendenciero, prófugo de la justicia. Y sin embargo, lo que Favio advierte en él es la dimensión mítica de un resistente y un derrotado. La distancia con respecto a las películas iniciales es evidente en varios sentidos: por un lado, la elección de un personaje histórico en lugar de individuos anónimos; por otro lado, la recuperación de la tradición oral para construir un discurso abiertamente político que cuestione las afirmaciones de la historia oficial; por último, la opción por un estilo visual que abandona definitivamente la austeridad y apuesta a lo espectacular.
De Juan Moreira a Nazareno Cruz y el lobo (1974), ese barroquismo sucio y elegante a la vez se vuelve kitsch : música pegadiza, filtros difusores y delicados colores pastel. La historia del lobizón -a partir de la radionovela de Juan Carlos Chiappe- alcanzó un éxito aún mayor que el de la película precedente y pareció, entonces, que Favio podía hacer lo que quisiera. Sin embargo, el accidentado estreno de Soñar, soñar (1975), poco después del golpe militar de 1976, resultó un sonado fracaso. Con los años, el film se convertiría en una obra de culto pero, en su momento, la historia de dos pobres artistas trashumantes (interpretados por Gianfranco Pagliaro y Carlos Monzón) resultó demasiado amarga, oscura y desencantada.
Durante los años siguientes, Favio vivió fuera del país y recién volvería para filmar Gatica "El Mono" (1992). El boxeador Gatica no es un personaje legendario como Moreira sino una figura pública más conflictiva puesto que pertenece al pasado reciente. Pero al cineasta le interesa recuperar su carácter emblemático como ídolo popular y convertirlo en mito bajo su mirada astuta. Así como Moreira era la "dolorosa síntesis" de una época en que los gauchos eran perseguidos, marginados y explotados, Favio aprovecha el carácter contradictorio del boxeador para reconstruir todo un período histórico en el que las clases más desposeídas adquirieron una repentina visibilidad en el horizonte político de la Argentina.
Esa memoria popular en clave justicialista es la que narra el documental Perón, sinfonía de un sentimiento (1999). La historia del peronismo según Favio es parcial, capciosa, arbitraria y anacrónica, con momentos sublimes y momentos de desembozada cursilería. No reniega ni del lirismo de sus films anteriores ni de la iconografía fascistoide que los detractores suelen asociar a la figura del caudillo. La mirada sobre la historia es la de una leyenda romántica, en cuyo centro Perón y Evita aparecen como los esperados mesías que habrían venido a salvar a las masas.
El itinerario de Favio fue derrapando desde un cine de gran concentración sobre pequeños relatos hacia un espectáculo popular con personajes legendarios que funcionan como contra-alegorías de la historia nacional. Sin embargo, estos films siempre cambiantes se asientan sobre un suelo común que les garantiza la solidez de la identidad.
En cada caso, el estilo es muy variado. Puede ser la ascética languidez de El romance del Aniceto y la Francisca , el expresionismo grotesco de El dependiente , el barroco épico y trágico de Juan Moreira , el melodrama estridente de Nazareno Cruz y el lobo o el espectáculo un poco chabacano -como de kermese- de Gatica "El Mono" . Pero en un sentido profundo, Favio siempre es fiel a sí mismo y sus películas se han confabulado para erigir una obra imprescindible, de insólita belleza.
* LEONARDO FAVIO, CINEASTA DE CONDENADOS Y REBELDES. Por David Oubiña
I
Leonardo Favio ha sido siempre un cineasta inclasificable. Aunque ha evitado toda concesión, posee una llamativa capacidad para captar los gustos del público. Realizó un cine convocante sin renunciar a la experimentación y, en este sentido, su obra (que, al cabo de cuarenta años, se concentra en unas pocas películas) constituye un ejemplo de notable originalidad. Alejado del costumbrismo endémico del cine argentino, pero también de las vanguardias iluminadas y del realismo social, ha desarrollado una poética absolutamente personal, al margen de cualquier dogma o moda estética.
Leonardo Favio ha sido siempre un cineasta inclasificable. Aunque ha evitado toda concesión, posee una llamativa capacidad para captar los gustos del público. Realizó un cine convocante sin renunciar a la experimentación y, en este sentido, su obra (que, al cabo de cuarenta años, se concentra en unas pocas películas) constituye un ejemplo de notable originalidad. Alejado del costumbrismo endémico del cine argentino, pero también de las vanguardias iluminadas y del realismo social, ha desarrollado una poética absolutamente personal, al margen de cualquier dogma o moda estética.
Intuitivo, brillante, refinado, dueño de una técnica minuciosa y de un singular sentido de la belleza, se trata de uno de los cuatro o cinco nombres insoslayables en la historia del cine argentino.
II
Favio se inició como actor radial y de allí pasó al cine. Leopoldo Torre Nilsson lo convocó para participar en El secuestrador (1958) y, a partir de entonces, se convertiría en una presencia frecuente en las películas de la Generación del ’60: El jefe (Fernando Ayala, 1958), Fin de fiesta y La mano en la trampa (ambas de Torre Nilsson, 1960), Dar la cara (José Martínez Suárez, 1961), Los venerables todos (Manuel Antín, 1962) y El octavo infierno (René Mugica, 1963), entre otras.
Favio se inició como actor radial y de allí pasó al cine. Leopoldo Torre Nilsson lo convocó para participar en El secuestrador (1958) y, a partir de entonces, se convertiría en una presencia frecuente en las películas de la Generación del ’60: El jefe (Fernando Ayala, 1958), Fin de fiesta y La mano en la trampa (ambas de Torre Nilsson, 1960), Dar la cara (José Martínez Suárez, 1961), Los venerables todos (Manuel Antín, 1962) y El octavo infierno (René Mugica, 1963), entre otras.
En 1960 dirigió un cortometraje titulado El amigo, y en 1964 debutó en el largometraje con Crónica de un niño solo. El film –una mirada cruda sobre los reformatorios y las villas miseria– irrumpió con la potencia de una revelación: Favio lograba articular ciertas influencias de las nuevas corrientes europeas mediante las coordenadas de una estética propia que rompía las barreras entre cultura elevada y cultura popular. Así como es posible advertir las enseñanzas de Torre Nilsson, Robert Bresson, François Truffaut o Luis Buñuel, al mismo tiempo la película se alejaba de otras películas sobre la burguesía urbana (que caracterizan a gran parte de la Generación del ’60) hacia un cine del margen, con personajes anónimos y castigados por condiciones sociales miserables. Dotado de una profunda intuición y, a la vez, de una conciencia clara sobre los recursos formales, Favio combina de manera notable los films de cineclubes con su experiencia en el radioteatro y el teatro trashumante.
Éste es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más (1966) y El dependiente (1968) desarrollarán esa particular mirada sobre los humildes. Trabajando siempre junto a su hermano, el guionista Zuhair Jorge Jury, Favio revela una admirable economía de recursos, una impecable marcación de actores, una cuidada técnica narrativa y una expresiva composición visual. Estos films ponen en escena una sensibilidad exquisita para construir climas y para conferir densidad a pequeños conflictos y a personajes simples. La maestría de Favio consiste en trazar todo un mapa social a través del derrotero de un niño delincuente, de un insignificante tahúr provinciano o de un oscuro dependiente en una ferretería de pueblo.
Esos primeros films alcanzaron un notable reconocimiento crítico pero no fueron grandes sucesos comerciales. A principios de los ’70, se sucedieron numerosos proyectos que nunca llegaron a concretarse: un film sobre el anarquista Severino Di Giovani, otro sobre Simón Bolívar, otro sobre la vida de Jesucristo. Mientras tanto, Favio se había lanzado como cantante melódico y comenzó a obtener un éxito sorprendente. El cambio desconcertó a todos: la figura del director prestigioso entre los espectadores de cineclubes no coincidía con la de este intérprete de canciones románticas que era seguido por un ejército de admiradoras y que hacía giras por toda Latinoamérica. Favio parecía renegar de su obra cinematográfica para consagrarse de lleno a su nueva faceta de cantante popular.
III
Sin embargo, en 1972 el director volvió al cine. Luego de muchas dificultades, logró filmar Juan Moreira. El Instituto Nacional de Cinematografía había comenzado a desarrollar una política que favorecía los créditos a obras de tema histórico o dedicadas a exaltar a los héroes nacionales. Las películas sobre próceres se habían puesto de moda. El film de Favio, sin embargo, se resiste a ser incluido en esa corriente: perseguido por la Ley, pendenciero y cimarrón, el gaucho rebelde Juan Moreira no era un personaje ejemplar. Pero lo que le interesaba al director era precisamente el valor legendario y justiciero que habían adquirido sus acciones en los relatos populares: tomando como base el folletín de Eduardo Gutiérrez (1880) y la pieza circense de los hermanos Podestá (1884), pero también estableciendo distancia con sus antecesores, el cineasta narra la historia de un gaucho honesto que es empujado al crimen y obligado a convertirse en un bandido fugitivo de la Ley.
Sin embargo, en 1972 el director volvió al cine. Luego de muchas dificultades, logró filmar Juan Moreira. El Instituto Nacional de Cinematografía había comenzado a desarrollar una política que favorecía los créditos a obras de tema histórico o dedicadas a exaltar a los héroes nacionales. Las películas sobre próceres se habían puesto de moda. El film de Favio, sin embargo, se resiste a ser incluido en esa corriente: perseguido por la Ley, pendenciero y cimarrón, el gaucho rebelde Juan Moreira no era un personaje ejemplar. Pero lo que le interesaba al director era precisamente el valor legendario y justiciero que habían adquirido sus acciones en los relatos populares: tomando como base el folletín de Eduardo Gutiérrez (1880) y la pieza circense de los hermanos Podestá (1884), pero también estableciendo distancia con sus antecesores, el cineasta narra la historia de un gaucho honesto que es empujado al crimen y obligado a convertirse en un bandido fugitivo de la Ley.
Se trata de un film operístico y barroco, desmesurado, audaz, más cercano a la melancolía del western que a la epopeya gauchesca. Juan Moreira es visualmente deslumbrante e impone un giro en la obra del realizador: un mayor despliegue en la puesta en escena, la incorporación del color, el rescate de historias pertenecientes al imaginario popular y la apropiación de géneros menores (en este caso es el folletín, pero luego serán el radioteatro en Nazareno Cruz y el lobo y la comedia familiar en Soñar, soñar). Estas elecciones manifiestaban una voluntad de llegar a capas de público más amplias. En efecto, Juan Moreira se convirtió rápidamente en uno de los films más taquilleros de la historia del cine argentino. Favio había descubierto un cruce posible entre el cine político y el comercial. En adelante, trabajará a partir de puntos de vista colectivos y de arquetipos populares para construir una perspectiva crítica sobre la cultura argentina. Si algo comunica a Moreira con Nazareno Cruz o con Gatica es su condición de marginales: condenados, desplazados, olvidados, postergados. En las vidas trágicas de los íconos populares, el director encuentra una nueva inflexión para cuestionar la historiografía oficial porque siempre adopta la versión silenciada de los oprimidos.
Basada en una radionovela de Juan Carlos Chiappe, Nazareno Cruz y el lobo (1974) recrea el mito popular del lobizón. Favio sitúa el relato en un tiempo legendario y un espacio mágico, negociando con el estilo kitsch de las fábulas melodramáticas: música pegadiza, filtros difusores y delicados colores pasteles acompañan el romance entre Nazareno y Griselda, dos amantes celestiales, puros, eternamente jóvenes y bellos. El diablo (un pequeño diablo provinciano, que envidia en secreto la humanidad orgullosa del héroe) le ofrece poder y riquezas a condición de que renuncie a Griselda. Es una disyuntiva falsa, por supuesto, porque Nazareno nunca podría traicionar o traicionarse: “El amor, que en todo ser es dicha, en vos será tragedia”, le dicen en el pueblo. Es que a los seres condenados por un destino injusto toda felicidad les está prohibida. Nazareno Cruz y el lobo superó el éxito de Juan Moreira y se consagró como la película más vista del cine argentino.
Basada en una radionovela de Juan Carlos Chiappe, Nazareno Cruz y el lobo (1974) recrea el mito popular del lobizón. Favio sitúa el relato en un tiempo legendario y un espacio mágico, negociando con el estilo kitsch de las fábulas melodramáticas: música pegadiza, filtros difusores y delicados colores pasteles acompañan el romance entre Nazareno y Griselda, dos amantes celestiales, puros, eternamente jóvenes y bellos. El diablo (un pequeño diablo provinciano, que envidia en secreto la humanidad orgullosa del héroe) le ofrece poder y riquezas a condición de que renuncie a Griselda. Es una disyuntiva falsa, por supuesto, porque Nazareno nunca podría traicionar o traicionarse: “El amor, que en todo ser es dicha, en vos será tragedia”, le dicen en el pueblo. Es que a los seres condenados por un destino injusto toda felicidad les está prohibida. Nazareno Cruz y el lobo superó el éxito de Juan Moreira y se consagró como la película más vista del cine argentino.
En Soñar, soñar (1975), un cándido muchacho de pueblo es convencido por un artista trashumante, inescrupuloso y embustero, para que abandone su vida rutinaria y pruebe suerte en la gran ciudad. El tema se inscribe en la línea de las comedias de entretenimiento para toda la familia (ese género liviano y escapista, muy difundido en el cine argentino durante la década ’70); pero Favio le infunde un tono de sátira amarga, oscura y desencantada, con lo cual subvierte toda normativa. En una arriesgada inversión de su imagen pública, el célebre campeón mundial de box Carlos Monzón y el popular cantante melódico Gianfranco Pagliaro protagonizan un despiadado relato sobre el tópico del joven provinciano que busca triunfar en la capital. Pero a pesar de que Favio exhibe un gran virtuosismo en el manejo de las cámaras y en la dirección de actores, a pesar de que despliega un depurado talento para la construcción de climas dramáticos, Soñar, soñar fue el primer fracaso rotundo en su carrera.
Reconocido militante peronista, luego del golpe militar de 1976 Favio se exilió en México y en Colombia y no regresaría definitivamente al país hasta comienzos de los ’90. El costoso rodaje de Gatica, el mono ocupó gran parte de 1991 y la posproducción, todo 1992. La película se estrenaría recién al año siguiente. En el ascenso y la caída del controvertido boxeador, el cineasta entrevé una alegoría del primer gobierno de Perón, cuando los sectores más desprotegidos adquirieron una repentina visibilidad en la vida política argentina. “A mí se me respeta”, insiste el boxeador que se cree un tigre pero a quien los demás apodan “el mono”. Sin duda, Gatica es ambas cosas, y Favio aprovecha su carácter complejo para reconstruir el mapa de toda una época. Los personajes legendarios han sido reemplazados por una figura de peso público en la historia reciente que, sin embargo, se convierte en mito bajo la mirada del realizador.
En este sentido, su documental Perón, sinfonía del sentimiento (concluido en 1999, luego de varios años de trabajo) extrema la apuesta. La historia del peronismo según Favio es parcial, capciosa, arbitraria y anacrónica, con momentos sublimes y momentos de desembozada cursilería. No reniega ni del lirismo de sus films anteriores ni de la iconografía fascistoide que los detractores suelen asociar a la figura del caudillo. La mirada sobre la historia es la de una leyenda romántica, en cuyo centro Perón y Evita aparecen como los esperados mesías que habrían venido a salvar a las masas.
IV
La pasión por rescatar aquello que la memoria oficial desprecia, el rigor estético de su propuesta, el desprejuicio con que se enfrenta a materiales de la cultura alta y la cultura baja, otorgan al cine de Leonardo Favio un vigor y una coherencia admirables. Al nivelar sus componentes (tanto en el uso desmitificador de los recursos de los nuevos cines de los años ’50 y ’60 como en el extrañamiento con que se apropia de géneros populares), el director los potencia de manera tal que conservan un valor doblemente subversivo: contra el elitismo arrogante de la cultura elevada y contra los productos estandarizados de la cultura de masas.
Si rescata a los anónimos, a los bandidos, a los desposeídos, es porque ve en ellos la única forma de resistencia que merece apoyarse. Por eso, la de Favio es una mirada piadosa sobre quienes parecen condenados y, aun así, persisten en una obstinada rebeldía. Ésa es la desesperada conciencia de Juan Moreira, que observa el último sol con una melancolía que ya no es de este mundo mientras se dispone a arrojarse sobre un pasillo atestado de trabucos. El final se demora: Moreira no tiene apuro porque sabe que no hay ninguna lección que aprender, ninguna catarsis purificadora. Sabe que, al cabo, sólo habrá un muro infranqueable. Igual sale y enfrenta a los soldados con apasionada convicción. Eso es lo que confiere al cine de Leonardo Favio su desgarradora belleza.
Graciela Borges y Walter Vidarte, en "El Dependiente"
Leonardo Favio
Para la crítica argentina tradicional, Leonardo Favio siempre ha sido un intuitivo sin mucha conciencia de lo que hacía o de lo que su cine significaba. Esta perspectiva tendía -implícitamente- a desvalorizar a un realizador que escapaba al esquema convencional basado en la oposición del director de cine masivo y de entretenimiento al director de cine culto. Lo que esta crítica no podía integrar era la calidad de los films de Favio (objeto de culto para los cinéfilos) con la ausencia de una formación intelectual sistemática. Es cierto que hay una profunda intuición, pero puesta al servicio de un elaborado modo de expresión. ¿Qué es lo que hace a su imagen tan intensamente emocional?, qué es lo que hace a su imagen tan profundamente reflexiva? Favio es un intuitivo extrañamente cultivado, poco dado a las concesiones pero, a la vez, dotado de una increíble capacidad para captar los gustos del público. Talento errático e impredecible, alejado del tradicional costumbrismo de las películas argentinas, ha practicado un cine convocante sin renunciar a la experimentación formal. Vinculado erróneamente a la generación del '60, que en realidad ya había perdido fuerza cuando se realiza "Crónica de un niño solo", Favio había iniciado su carrera como actor en los años '50. Descubierto por Torre Nilsson, protagonizó "El secuestrador" (1958) y, a partir de allí, intervino en numerosos films ("Fin de fiesta", "La mano en la trampa", "La terraza", "Dar la cara", "Los venerables todos", "Paula cautiva"), dirigido por Fernando Ayala, Daniel Tinayre, José Martínez Suárez y René Mugica entre otros, antes de dedicarse a la realización. Su filmografía se divide en dos etapas. Por un lado, la trilogía: "Crónica de un niño solo" (1964), "El romance del Aniceto y la Francisca" (1966) y "El dependiente" (1967); por otro, los films que realiza luego de su éxito como cantante masivo y al cabo de una larga serie de proyectos frustrados: "Juan Moreira" (1972), "Nazareno Cruz y el lobo (1974) y "Soñar, soñar" (1976). Finalmente, exiliado durante la última dictadura militar y alejado del medio cinematográfico durante los primeros años de la democracia, Favio retorna y cierra esta segunda etapa con "Gatica, el mono" (1993). Si estas siete películas constituyen una obra -hecho infrecuente en el cine argentino- es porque se hallan atravesadas por una misma mirada y un estilo inconfundible.
La aparición de "Crónica de un niño solo", fue una sorpresa en el cine argentino de ese entonces. A partir de un cortometraje sobre la vida en un reformatorio -donde se dice que Favio pasó buena parte de su infancia-, de un documental sobre las villas miseria y de la visión -nunca olvidada- de "Un condenado a muerte" se escapa de Robert Bresson, la película enfrentaba un tema tabú con una construcción fragmentada del espacio y una riqueza en la puesta en escena que colocaban al film -pese a su tema de denuncia- en las antípodas del realismo y del naturalismo ya canonizados en nuestro cine.
La aparición de "Crónica de un niño solo", fue una sorpresa en el cine argentino de ese entonces. A partir de un cortometraje sobre la vida en un reformatorio -donde se dice que Favio pasó buena parte de su infancia-, de un documental sobre las villas miseria y de la visión -nunca olvidada- de "Un condenado a muerte" se escapa de Robert Bresson, la película enfrentaba un tema tabú con una construcción fragmentada del espacio y una riqueza en la puesta en escena que colocaban al film -pese a su tema de denuncia- en las antípodas del realismo y del naturalismo ya canonizados en nuestro cine.
"El romance del Aniceto y La Francisca" y "El dependiente" confirmaron el talento del realizador y continuaron en la línea experimental de su opera-prima (en el tratamiento del sonido, en los saltos narrativos, en el uso del plano secuencia, en el aprovechamiento expresivo de la luz y del blanco y negro). "El romance del Aniceto y La Francisca" transcurre en un barrio de emergencia de provincia y cuenta una vida de amor, adulterio y soledad (el título completo del film es "Este es el romance del Aniceto y La Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más"). "El dependiente", que también transcurre en un pueblo opresivo de provincia, es un tratado de las gradaciones de la luz: de la luz plena de la ferretería donde trabaja Fernández a la oscuridad de la casa de su prometida donde asoma el deseo siniestro. El clima asfixiante recuerda a la mejor literatura fantástica argentina, así como la indagación psicológica remite a su padre artístico, Leopoldo Torre Nilsson.
Apropiándose de las enseñanzas del neorrealismo, de Robert Bresson, de Luis Buñuel y de Leopoldo Torre Nilsson, Favio utiliza en sus primeros films un lenguaje depurado, conciso y asombrosamente expresivo para retratar la vida de personajes anónimos: Polín, el niño delincuente ("Crónica de un niño solo"); Aniceto, el apostador de riñas de gallos ("El romance del Aniceto y la Francisca") y Fernández, el empleado de una ferretería de pueblo ("El dependiente"). Sus films intentan atrapar estados de ánimo no sólo a través del relato sino, sobre todo, mediante la conjugación de procedimientos cinematográficos. En estas primeras películas se trata de alcanzar la expresión pura de la soledad y del dolor de los personajes. La organización de los planos no depende de su carga informativa sino de una gramática anímica. El cine de Favio, como el de Bresson, abandona el supuesto de un espacio global: el espacio no antecede al film ni está predeterminado por las convenciones cinematográficas, sino que se transforma desde la materialidad de la imagen. Cuando Aniceto, abandonado por su novia, queda solo en su humilde casa, la cámara registra la escena desde un punto de vista que no había adoptado nunca antes e impone al lugar una perspectiva inusual, desconocida: resulta incómodo, asfixiante, vacío. El acceso a ese estado anímico complejo que se instala en la imagen es posible mediante una permanente oscilación del punto de vista: el espectador se distancia de los personajes así como bruscamente confunde su ánimo con ellos. La imagen reflexiva es contigua a la imagen afectiva. Tal como intentamos desarrollar en el libro 'El cine de Leonardo Favio', todas las influencias cinematográficas del realizador entran en una fusión tal que hace olvidar sus orígenes para servir a una nueva expresión de la imagen cinematográfica: el modo distancia-afección. 'El punto de vista de Favio se diferencia tanto del distanciamiento de la mirada brechtiana como de la mirada afectiva de ciertos films norteamericanos donde la emoción que provocan los personajes es- paralela a su dimensión ética, produciendo una identificación sin fisuras con el héroe. En sus films, el afecto es anterior a las acciones de los personajes; se produce un misterioso y estimulante encuentro entre la distancia que el espectador puede establecer con el film y los procesos afectivos que lo incluyen en el relato'.
Al margen de las variaciones estéticas de un film a otro, hay una misma impronta moral que estructura toda la obra de Favio. No se trata de un moralista y sin embargo -o tal vez, justamente por eso- nunca deja de hablar sobre la moral. Como Buñuel, como Lang, como Welles, Favio se abstiene de juzgar a sus personajes. En este sentido pertenece a aquello que André Bazin había definido como 'el cine de la crueldad'. Es que, como dijo el crítico francés a propósito de Buñuel, esta crueldad 'es totalmente objetiva. Es lucidez y nada tiene de pesimismo, y si la piedad queda fuera de su sistema estético, es porque lo empapa todo'.
La política de los géneros menores. A partir de la cuarta película, se produce un cambio que consiste en la incorporación de géneros hipercodificados como el folletín (en "Juan Moreira"), el radioteatro (en "Nazareno Cruz y el lobo") o la comedia familiar (en "Soñar, soñar"). Cuestionando las diferencias entre cultura de elite y cultura popular, Favio hace uso de la cultura de masas así como en la trilogía había usado música de Bach o de Verdi para describir el ambiente de una villa miseria. La adopción de un punto de vista colectivo no implica, sin embargo, el abandono de las constantes personales de un estilo. Si en el uso de los géneros instaura una ruptura, en la elección de los personajes conserva las preferencias de sus primeros films. A partir de "Juan Moreira", puede decirse que Favio encuentra la expresión de un autor en el uso político que hace de los géneros. "Juan Moreira" no sólo se origina en el célebre folletín de Gutiérrez que cuenta la historia de un gaucho cimarrón, sino que también se aproxima al western y al crook-story. De uno elige el tono elegíaco, el carácter nómade del héroe, los espacios abiertos y ciertos decorados (la pulpería donde se reúnen los gauchos reproduce el ambiente de un saloon); del otro, adopta la óptica del malhechor para narrar la historia, lo cual constituye una impugnación del discurso historiográfico oficial, netamente inclinado a la hagiografía o a la demonización. Juan Moreira retoma un tipo de personaje que ya se había anunciado en la trilogía: el hombre infame, aquel cuya única biografía es su prontuario. Si Moreira perfecciona a estos personajes se debe a que es el único que se niega a aceptar esa ley. Michel Foucault describe a los infames de este modo: 'Todas estas vidas que estaban destinadas a transcurrir al margen de cualquier discurso y a desaparecer sin que jamás fuesen mencionadas, han dejado trazos -breves, incisivos y con frecuencia enigmáticos- gracias a su instantáneo trato con el poder, de forma que resulta ya imposible reconstruirlas tal y como pudieron ser en estado libre. Unicamente podemos llegar a ellas a través de las declaraciones, las parcialidades tácticas, las mentiras impuestas que suponen los juegos del poder y las relaciones de poder'. Entre el prontuario y la leyenda, el punto de partida del relato es la humanidad misma de Moreira; no su carácter de héroe sino de vencido. En el final de la película, cuando Moreira intenta trepar por el muro que lo separa de la libertad (el mismo que antes atravesó Polín y que pretendió saltar Aniceto), el espectador desea verlo escapar de la bayoneta de los soldados. Desde el género y la leyenda, Juan Moreira ingresa en la historia argentina y la hace estallar, proponiendo nuevas perspectivas y nuevos sentidos.
En "Nazareno Cruz y el lobo", la reformulación de un mito popular (el del séptimo hijo varón que se convierte en lobizón durante las noches de luna llena) elige la vía metafórica. Por supuesto, el film no deja de informarnos sobre los hechos, pero éstos no se hallan estructurados en la forma de una intriga sino a través de asociaciones líricas o visuales. Hay una sucesión, pero la relación causa-efecto entre una escena y otra se halla debilitada. Narración no narrativa, se sostiene sobre la elipsis y condensa en relatos apenas esbozados; elige sólo sus momentos privilegiados para extraer de ellos su intensidad poética en lugar de desarrollarlos linealmente. La puesta en escena recuerda, antes que a Fellini -con quien lo comparó la crítica en un primer momento-, al cine de poesía de Pasolini. Favio logra este punto de vista poético tanto en la imagen como en la narración. En el campo de la imagen, mediante un tratamiento ilusionista. No hay que el olvidar que el film se basa en 'la famosa radionovela' de Juan Carlos Chiappe y que está concebido como un homenaje al género. Ese carácter ilusionista de lo visual deriva del hechizo que provocaban en el auditorio las voces y los sonidos del audioteatro: imágenes imaginadas. En el campo de la narración, en cambio, lo hace mediante procedimientos cercanos a los del realismo maravilloso. Como en las novelas de Gabriel García Márquez, los personajes viven naturalmente ciertos acontecimientos sobrenaturales ante los que sí se asombra el espectador. A Nazareno no le impresiona tanto que alguien se convierta en lobo como la verificación de ser él mismo quien padece la metamorfosis. Favio afirma que sólo pretende 'narrar historias como si estuviera sentado junto al público alrededor del fogón'. Pero él no es el hechicero que cuenta el cuento ante los rostros fascinados que lo rodean; es, también, el prestidigitador que muestra la cruel lógica de los hechos. En este sentido, la relación que Favio mantiene con los materiales populares es similar a la que establece el novelista Manuel Puig: la apropiación de lo popular no implica el distanciamiento paródico que practica la cultura alta sino que construye desde allí una operación de resistencia. En "Soñar, soñar" un humilde muchacho de pueblo conoce a un artista trashumante que lo convence de dejar su vida rutinaria, y tentar fortuna en la gran ciudad. En un principio, el film parecería reproducir los códigos de la comedia de entretenimiento para toda la familia (género muy transitado por nuestro cine), pero gracias a los detalles negros la alegría del film deviene frustración, desesperanza, patetismo. Utilizando a dos ídolos populares como el cantante melódico Gianfranco Pagliaro y el campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, el realizador construye una despiadada inversión de la historia del muchacho del interior que llega a la capital para triunfar. El cine de Favio continúa siendo un cine de la crueldad. Después de casi diez años sin filmar, el realizador presenta "Gatica, el mono", semblanza del famoso boxeador de los años 50. Gatica es uno de los ídolos del peronismo (movimiento al que Favio perteneció) y la película lo transforma en un ícono de la cultura popular, como a Evita y al presidente Perón. Lo que este film aporta como novedad a la obra de Favio es la presencia decisiva de la historia reciente. La suerte de Gatica se halla ligada a los procesos políticos de su época; su vida se trama como una alegoría de la época del peronismo. Lo que "Gatica, el mono" pone en escena es el conflicto entre diferentes modelos sociales. El boxeador lleva en sus gestos, en sus tonos, en sus ropas las imágenes de una cultura que pelea por ser reconocida: "A mí me van a respetar", insiste. Gatica, el tigre y Gatica, el mono; Gatica, el héroe y Gatica, el fanfarrón. Vencido, humillado, proscripto, heroico y también patético, los rostros de Gatica arman una secuencia del tiempo histórico donde las pequeñas miserias se cruzan con los grandes acontecimientos. Sin ser una película kitsch o cursi, Gatica, el mono utiliza la cursilería de sus personajes como una impugnación a lo que la elite considera buen gusto. Y éste es el aspecto más provocativo del film. Más que una reconstrucción histórica es una reivindicación de cierta historia. El desafío de los próximos films de Favio será -después de la clausura que significa Gatica- abrir una perspectiva crítica sobre este enfrentamiento cultural.
* ENTREVISTA A LEONARDO FAVIO, SOBRE “ANICETO”. Por Diego Lerer (Clarin 09-06-2008)
El jueves se estrena "Aniceto", versión musical de su clásico filme "El romance del Aniceto y la Francisca", de 1966. El director, actor y cantante habla de porqué decidió hacer esta nueva versión, de su vida en la intimidad, de su relación con Dios y con el peronismo, y adelanta sus futuros proyectos. Un Favio auténtico.
Llegar a la guarida -al hogar, al bulín, al espacio- de Leonardo Favio es una pequeña aventura con reminiscencias cinéfilas. Uno llama al timbre de un antiguo edificio de departamentos, ubicado en el Once, y una de sus fieles asistentes lo conduce hasta el piso en cuestión, tenuemente iluminado. Pero sólo hemos superado la primera etapa. De allí hay que subir una escalera caracol muy estrecha hacia otro piso más y tocar el timbre de una puerta maciza de madera. Tras la puerta, de espaldas, está Favio en su sillón, sentado. Sólo se escucha su respiración. Si todo parece una escena típica de cine negro (imaginen Al borde del abismo y su iluminación expresionista, o una película de gangsters donde un pobre diablo finalmente se presenta, intimidado, ante El Jefe), esa impresión desaparece en un instante apenas Leonardo exhibe su amplia sonrisa, extiende su mano y lanza una primera broma.
Ese es el lugar que Favio (70) eligió para, como él dice, "estar conmigo". Tiene dos escritorios, una laptop, varios DVDs, unas pocas fotos, partituras, libros, casi ningún objeto que remita a su carrera cinematográfica y un mini-gimnasio incorporado con bicicleta incluida. "Siempre salgo andar en bici", dice y su asistente (secretaria, coguionista, Verónica Muriel) bromea con que van a hacerle un rodante (suerte de paisaje giratorio) en la ventana para que el asunto parezca en serio.
Ese mundo cada vez más interior de Favio está reflejado en Aniceto, una película hecha en un hangar donde todo fue construido, la luz es artificial, el sonido (como siempre en sus películas) no es directo, casi no hay diálogos y la música inunda la pantalla. No es tanto el "Aniceto ballet" que se preveía, ya que la parte musical va cediendo espacio con el correr del relato, pero sí uno bastante diferente al original.
Llevada a la pantalla en 1966 como El romance del Aniceto y la Francisca, y convertida en uno de los clásicos del cine nacional, ambos filmes -basados en el cuento "El cenizo" de su hermano Zuhair Jury- cuentan la historia de un hombre que empieza una relación con una sencilla y tierna mujer (Francisca) para luego dejarla por otra (Lucía), morocha atractiva y peligrosa, y finalmente quedarse sin nada, ni siquiera su amado gallo de riña. Esta versión, a diferencia de aquella, excede lo cinematográfico. Y es por eso que quiso hacerla. El mismo lo explica:
"En esta película no quise reflejar tanto mis ideas sobre el cine sino sobre la belleza del espectáculo audiovisual -dice-. En "El romance..." era la plasticidad, la cámara en movimiento. Acá no, acá es "un revoltijo de emociones": la pintura, las sombras, el agua, los gitanos, la danza. Quiero romper los límites de lo cinematográfico. Ese es mi sueño. Y creo que en la próxima lo voy a agudizar más. Llegué a la conclusión de que todo es valido para lograr la emoción. Y que hay otras formas de hacerlo".
DL: ¿Por qué volver a "El romance..."?
LF: No me pareció extraño recurrir a ella. A mí siempre me gustó, sobre todo los desplazamientos, los silencios. Pero esta película es otra cosa. ¿Por qué volver a Romeo & Julieta, a Hamlet? Es una obra que subyuga y que tiene distintas posibilidades de expresión, y uno no le tiene que tener miedo a nada cuando está creando, cuando decide contar algo bello o que le gusta mucho. No dudaría un segundo en volver a hacer otras películas de nuevo.
DL: ¿Revió la original en la preparación?
LF: No, no la volví a ver. Salieron de una misma matriz pero son dos hermanos, no tienen nada que ver. Si ves una puesta hoy de El lago de los cisnes, ves a Nureyev. Después podés ver a Nijinsky y no tienen nada que ver. Y sin embargo la obra es la misma.
DL: ¿Cómo es su relación con el ballet?
DL: ¿Cómo es su relación con el ballet?
LF: Ni bien nos pusimos a trabajar en el libro me puse a ver todos los documentales de ballet que encontré. Nunca había sido muy amante del ballet. Era ignorante. A partir de ahí me empezaron a gustar cosas. Le dije a la coreógrafa (Margarita Fernández, que luego sumó a Laura Roatta): "¿pero quién le pone el cascabel al gato?" Obvio, Julio Bocca es de los más grandes pero no me daba el físico. Pero ella lo vio a Hernán Piquín y me dijo: "Es él". Lo llamamos y a la media hora estaba acá. Era el Aniceto.
DL: Llama la atención que filmó casi todos los ballets en un solo plano...
LF: Siempre lo pensé así. Iba a los ensayos, los veía bailar y pensaba: ¿qué le vas a agregar a esas figuras que hacen? Es incomodarlos.
DL: ¿Se ensayó mucho para lograr eso?
LF: No, muy poco. Si repetíamos era a pedido de ellos. Si sentían que se equivocaban en un paso, lo hacíamos de nuevo hasta que quedara perfecto. El nivel actoral de ellos fue espectacular, maravilloso, de los tres (Natalia Pelayo y Julieta Baldoni encarnan a Francisca y a Julia, personajes que en el original interpretaban Elsa Daniel y María Vaner). Son asombrosos. Yo colocaba la cámara, les daba una marcación y eran impresionantes. Creo que Piquín tiene un gran futuro como actor.
DL: Muchos piensan que "El romance..." es su mejor película. ¿Está de acuerdo?
LF: Es una costumbre decir eso. No sabría qué responderte. A mí me gusta más El dependiente: los tiempos, el ritmo...
DL: Ahora filma poco, cada ocho años, ¿es por dificultades para producir o porque son sus tiempos?
LF: Son mis tiempos, de golpe hago una película cada año y medio, como Juan Moreira, Nazareno Cruz y Soñar soñar. O las anteriores. Y de golpe, por razones ajenas, me paso ocho o dieciséis años sin filmar, como con Gatica. Pero doy las gracias a Dios que me dedico a la canción que me da el sustento, así que no extraño mucho el set. Ahora no estoy cantando, pero tampoco extraño. Mientras tenga para vivir... Yo no hago el ombligo mío ni del cine ni de la canción. Trato de estar en paz conmigo y con la gente que quiero. Mi vida no pasa por filmar ni pasa por cantar, pasa por estar contento.
DL: ¿Y está contento?
LF: En estos momentos, sí. Duermo en paz, hace mucho tiempo que no tengo pesadillas. Tuve una etapa de pesadillas muy duras, cuando murió mi madre, pesadillas horrorosas de las cuales no me quiero ni acordar. Pero pasada esa etapa volví a estar en paz.
DL: Cuándo recuerda su vida y su carrera, ¿hay cosas de las que se arrepiente?
DL: Cuándo recuerda su vida y su carrera, ¿hay cosas de las que se arrepiente?
LF: Sí, de no haber compartido más con mi madre toda mi obra. Era una mujer muy talentosa. Aprendí de ella todo lo que es marcar actores. Tenía una compañía de radioteatro, era brillante, y no compartí todo mi mundo con ella. Después he cometido pequeñeces, como todos. Uno se manda cagadas, serias a veces. Haber jodido a gente, haberla hecho que sueñe y después escaparme, esas cosas que tiene uno cuando se pone un poco miserable. Pero no fueron grandes cosas. Lo importante es como uno las lleva en su conciencia.
DL: ¿Y cosas de las que está orgulloso?
LF: Tengo un conflicto con eso. Es que casi todo lo atribuyo a Dios, entonces Dios determina que vos brilles en determinada cosa y no en otra. Hasta tu conducta. A nadie le gusta hacer mal las cosas. Ahora, si vos te obstinás en que lo tuyo es el cine o la pintura, y por ahí no es... no hay nada más jodido. Yo sí estoy orgulloso del hombre que construí, porque lo construí yo. Transitar con cierta gente está bien y con otra mal, esto está bien o esto está mal. Hay algo que es de toda mi vida: yo no planifico, dejo que las cosas pasen y vengan, y si no vienen es porque no tenían que venir. Yo espero. Siempre espero.
DL: ¿Qué espera?
DL: ¿Qué espera?
LF: Cuando era chiquito el deseo de que viniera mi madre a verme en forma obstinada. Y venía. Cuando crecí, el hecho de hacer cine. Yo sabía que lo iba a hacer. ¿Cómo explicás eso? Yo escribo un decorado y al final está. ¿Cómo hacés para que te salga bien una obra? Proponételo a ver qué te sale. La obra va a salir si Dios lo determina. A todos nos gustaría ser García Márquez o Borges, pero Dios determina eso.
DL: ¿Siempre fue creyente o eso fue creciendo con el tiempo?
LF: Siempre tuve la total convicción y certeza de Dios. No hay nada más evidente. Dios lo abarca todo, no te podés escapar a su mirada, y a la vez es tan lindo, porque te sentís como un pollito debajo del ala de una gallina. Cuando te vienen las grandes dudas, entonces te dormís así y te dormís mucho mejor. Además, pensá en que de ésta no te podés escapar, de la eternidad. No hay trincheras. ¿Adónde vas a ir? Te evaporás, pero quedás en la atmósfera. Es la única idea que me angustia. Por más que trates no podés; estás en la eternidad.
DL: ¿Sigue meditando?
LF: Sí, lo hago, pero todos lo ven como una cosa extraña... La meditación es quedarte con vos, en silencio, y eso te hace mucho bien. Te volvés menos dañino, le tenés más piedad a la gente, te tenés más piedad a vos.
DL: Menciona seguido a Kurosawa, y a mí esta película recuerda un poco en "Sueños", ¿es de revisitar clásicos?
LF: Soy fanático de Kurosawa desde que vi Rashomon a los 15 años. Y me encanta ver cine. El ciudadano la vi más de cien veces. Uno aprende mucho. Lo mejor que puede hacer un tipo que hace cine es ver películas. Son disparadores.
DL: ¿Pero ve también a directores jóvenes?
LF: Claro. Cuando vi Caja negra, de Luis Ortega, sentí que estaba ante uno de los grandes poetas que dio el cine. Y Monobloc recién ahora la estoy entendiendo. También me gusta (Jorge) Gaggero y muchos más. Me gusta ver que sigue surgiendo talentos en la Argentina.
DL: ¿Y a qué lo atribuye?
LF: Está en los genes. Estamos muy bien alimentados y el cerebro necesita proteínas... No sé, hay tanos, moishes, turcos: algo tiene que salir de semejante cóctel.
DL: ¿Y qué consejos les da a los jóvenes?
LF: Lo primero que les aconsejo es que coman poco antes de dormir.
DL: ¿Durante los rodajes?
LF: No, toda la vida. Es muy bueno. Les deseo una buena digestión.
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