domingo, 1 de agosto de 2010

Federico Fellini (1920-1993)

Federico Fellini

n MIS ENCUENTROS CON FELLINI. Por Costanzo Costantini

Me había encontrado con Federico Fellini por primera vez en los años 50. Lo había entrevistado para El Mensajero, el diario romano de Vía del Tritone, una de las calles centrales de la ciudad.
En aquel entonces El Mensajero tenía como jefe de redacción a Vincenzo Spasiano, un napolitano que era considerado un mago del periodismo y que se quedaba en la oficina hasta las primeras horas de la mañana, bajando de vez en cuando a tomar un café al «Settebello», el bar nocturno de la Plaza Tritone. En aquel local, donde se juntaba la resaca de la noche, había conocido al director riminense, con el cual había simpatizado de inmediato.
Al exreportero le gustaban mucho los ambientes en los que nacía el periódico y subía gustoso con él a la redacción; se quedaban sobre todo en tipografía o en los sótanos donde estaban en acción las rotativas. Así, se había convertido en una presencia conocida en el periódico, y desde nuestro primer encuentro yo también había establecido con él una relación de confianza.
Desde la segunda mitad de los años 50 había entrevistado a Fellini dos o más veces por año, normalmente cuando comenzaba una película o cuando terminaba el rodaje. Nos encontrábamos donde fuera; en el plató, en Cinecittà o en otra parte, en sus oficinas de Vía della Croce, Vía Sistina, avenida de Italia; en los restaurantes, en sus casas romanas o en su casa de Fregene, la playa cerca de Roma en la que había rodado su primer film, El jeque blanco. Pero nos veíamos también en otras ocasiones, independientemente del trabajo.
En abril de 1975, apenas se supo que había ganado el Oscar por Amarcord, le llamé para pedirle una entrevista.
—¿Pero qué quieres que te diga? No tengo nada que decir, no sé qué decir, créeme, te lo digo sinceramente.
—Te lo ruego, Federico.
—Es el cuarto Oscar que, inmerecidamente, me otorgan, no puedo repetir siempre las mismas cosas.
—Me bastan diez minutos, hasta cinco.
—Entonces vente mañana, hacia las nueve, a Vía Sistina, pero te repito que no tengo nada que decirte.
Poco antes de las nueve estaba yo en su oficina.
—Lamento que hayas venido inútilmente —me dijo, estrechándome la mano y abrazándome.
Siguió un breve silencio y luego agregó:
—De veras no sé qué decirte.
Siguió otro breve silencio; luego se tendió, perezosamente, en el sofá, y me indicó una silla. Habló hasta las 13:30 ininterrumpidamente. De repente, se acordó de que tenía una cita para la comida y que se había hecho tarde. Se levantó y me dijo: «Discúlpame, pero tengo que irme. Me apena dejarte. Me lo paso muy bien contigo. Eres una de las pocas personas con las cuales se puede tener un diálogo, un intercambio de ideas, comunicarse».
Durante todo el tiempo que estuve en su estudio, había yo pronunciado sólo seis palabras: «Discúlpame, tengo que ausentarme un momento». Sin moverse, me había indicado con un gesto de la mano el lugar que yo buscaba, y a mi regreso se había puesto a hablar nuevamente. Era un conversador fascinante. Tal vez únicamente Jorge Luis Borges destapaba con la palabra horizontes tan insólitos, luminosos y seductores. También Roberto Rossellini, el único cineasta al cual Fellini reconocía el título de maestro, era un conversador extraordinario. Pero el autor de Roma ciudad abierta y Paisá, las películas en las cuales Federico Fellini había sido coguionista y asistente, hablaba, aparte de sus propias aventuras y desventuras, también de los otros, mientras que su «discípulo» no hablaba más que de sí mismo, de su propia vida interior y del deslumbrante cosmos imaginario en el que reinaba como soberano absoluto.
«Miente hasta cuando dice la verdad», se decía de él. Decía él de sí mismo: «Muchos dicen que soy un mentiroso, pero también los otros mienten. Las mentiras más grandes sobre mí las he oído de los otros. Podría desmentirlas, pero, como soy un mentiroso, nadie me creería». Era un defensor de la mentira, pero en el sentido que atribuía a esta palabra Oscar Wilde, quien la consideraba una expresión de la fantasía, del talento inventivo, de la creatividad artística.
La ensayista inglesa Germanine Greer escribió que Federico Fellini era el más italiano de los cineastas, si no el más italiano de los italianos. Reunía en sí todas nuestras contradicciones: abierto y cerrado, extrovertido e introvertido, expansivo y retráctil. Ambiguo, escurridizo, inaprensible. Mientras más lo veía uno, menos lo conocía. Mientras más lo frecuentaba, menos lo entendía. Mientras más se le acercaba uno, menos podía enmarcarlo. Las ideas que uno se hacía de él se modificaban a cada momento, como las múltiples facetas de un prisma. Cuando uno se convencía de haber alcanzado un punto firme, todo se volvía a poner en movimiento y se nublaba, y era necesario volver a comenzar desde el principio. Una especie de tormento de Sísifo.
Voz dulce y persuasiva, que a veces se volvía, con el fin de alejar las molestias, leve y sutil como de monja de claustro, tono de confesor o de psicoanalista, de confesor a penitente, de terapeuta a paciente, atrapaba al interlocutor en su lenguaje de mago, del que se servía para seducir y confundir a mujeres y hombres, amigos y enemigos, productores y financieros, además de disipar las huellas de sí mismo.
Era siempre él quien dominaba el encuentro, hasta cuando parecía distraído o ausente, desalentado o abúlico, nervioso o indisponible, o perdido detrás de sus fantasmas. Te conducía adonde él quería, a través de trayectos imprevisibles, discursos impensables, divagaciones maravillosas. Pero siempre en la periferia de su Yo, nunca en el centro de su Universo, en el corazón del laberinto. Nuevo Teseo no tenía necesidad de que Ariadna le tendiera el hilo: el hilo lo tenía siempre él, tal vez escondido en la manga, y lo maniobraba con habilidad pasmosa, de prestidigitador inalcanzable.
En febrero de 1981 me invitó a cenar a su casa, en Vía Margutta 110, la calle romana de los artistas. Durante la sobremesa se dejó ir con la memoria a los tiempos heroicos de la postguerra, contando entre otras cosas la fuga de Roberto Rossellini a Estados Unidos para encontrarse con Ingrid Bergman y en particular las reacciones de Anna Magnani. Era 1948. Roberto Rossellini había recibido algún tiempo antes la famosa carta de Ingrid Bergman: «Estimado señor Rossellini, he visto sus películas Roma ciudad abierta y Paisá y me gustaron muchísimo. Si tiene necesidad de una actriz sueca que habla muy bien el inglés, que no ha olvidado el alemán, casi no se hace entender en francés y en italiano sabe decir sólo ti amo, estoy dispuesta a ir a Italia para trabajar con usted». Pero el director había decidido ir él a Estados Unidos.
Roberto Rossellini y Anna Magnani vivían en aquella época en el Excelsior, el hotel más elegante de Vía Veneto. La actriz había impuesto que en la suite que ocupaban vivieran también sus tres perros. Una mañana el director se levantó muy quedo, fue al baño de puntillas, se vistió sin hacer el menor ruido y se dirigió a la salida.
—Robé ¿adónde vas? —le preguntó la actriz despertándose de improviso, mientras el director llegaba a la puerta.
—Llevo a los perros a tomar un poco de aire a Villa Borghese1 —le contestó el director, improvisando un pretexto bastante plausible—. ¿A estas horas? Está amaneciendo.
—Estoy un poco nervioso, no podía dormir.
—Está bien, lleva pues los perros a Villa Borghese.
De esa manera, se vio obligado a llevarse a los perros, pero apenas llegó al vestíbulo, se los encargó al conserje, hizo que le llamaran un taxi y corrió al aeropuerto para embarcarse rumbo a Estados Unidos.
La actriz puso literalmente patas arriba todo el hotel. La tomó hasta con los perros. Los acusaba de no haberle advertido de alguna forma que Rossellini la estaba engañando. Los insultó brutalmente con epítetos feroces: «bestias idiotas», «carroñas asquerosas», «traidores infames».
Mientras Federico Fellini contaba, Giulietta Masina sacudía la cabeza de vez en cuando. Al final le dijo: —Contaste muy bien la historia, pero se te olvidó decir una cosa.
—¿Qué cosa se me olvidó, Giulietta?
—La más importante.
—¿Cuál?
—Que Roberto no se comportó precisamente como un caballero.
—Pero ¿y eso qué tiene que ver Giulietta?
—¡Claro que tiene que ver!
—No, Giulietta.
—Hubieras debido decir…
—¿Qué cosa hubiera debido decir?
—Que Roberto se comportó como un sinvergüenza.
—Giulietta, yo sólo conté una anécdota.
—Si no dijiste que Roberto se comportó como un sinvergüenza, quiere decir que tú apruebas su comportamiento.
—No apruebo nada, Giulietta.
—Si no dices que se comportó como un sinvergüenza, quiere decir que eres su cómplice.
—Pero yo ¿qué tengo que ver? Giulietta.
—¿Por qué no dices que se comportó como un sinvergüenza?
—Giulietta, por favor.
—Yo sé por qué no lo dices.
—¿Por qué no lo digo?
—Porque tú te hubieras comportado como él.
—Giulietta y yo somos una pareja ideal, el símbolo de la pareja italiana —dijo Federico Fellini acariciando dulcemente a su mujer y levantándose para acompañarnos a la puerta.
A partir de 1990 mantuve con Federico Fellini una relación mucho más estrecha que antes. Me convertí en su acompañante de planta, oficial o semioficial, su «reportero personal». Era el único personaje de la escena internacional respecto del cual suspendí, por así decirlo, el ejercicio del espíritu crítico, indispensable en la actividad periodística.
En la segunda mitad de octubre de 1990 lo acompañé a Tokio, adonde fue para recibir el Praemium Imperial, el Nobel del Extremo Oriente. «Preferiría veinte millones en Canova que ciento cincuenta en Tokio», dijo antes de partir, confirmando su reticencia a salir de Roma (Canova es el célebre café romano de la Plaza del Pópolo, donde solía encontrarse con amigos y conocidos). Después del viaje a Tulúm, en México, que había hecho algunos años antes con la intención, después abortada, de hacer una película de los cuentos de Carlos Castaneda, éste era el más largo que hubiera emprendido, pero lo enfrentó sin particulares dificultades.
«Fue una especie de Odisea», dijo al llegar a Tokio, mientras los fotógrafos y los cámaras de la televisión se deleitaban grabándolo a él o a Giulietta Masina, que estaba siempre junto a él, dulce y solícita. Pero más tarde, después de un breve reposo, demostró un humor chispeante. «Lamento no haber podido preparar un discursito en el avión, pero el viaje fue muy breve», dijo en uno de los salones del hotel Okura, el más lujoso de Tokio, al abrir la conferencia de prensa que precedió a la ceremonia para la entrega del Praemium Imperial. Entretuvo a los presentes con diversas historias y repitió una teoría que le gustaba mucho: que los artistas deberían tener un patrón que los adulara y los amenazara, incitándolos o constriñéndolos a crear incesantemente, como sucedía en Italia en el Renacimiento. «El Praemium Imperial», dijo, «renueva la gloriosa tradición de la Iglesia católica, la cual había comprendido que el artista es un eterno adolescente y lo inducía, con adulaciones o con amenazas, a crear obras maestras inmortales». Respondiendo luego a las preguntas de los periodistas, confesó que no conocía el cine japonés actual, pero conocía las películas de su amigo Akira Kurosawa, y citó una secuencia de Rashomon para demostrar que el gran cineasta nipón iba más allá de la realidad aparente para percibir otras más profundas o más espirituales, restituyendo al cine su aspecto al mismo tiempo aventurero y sacro, visionario y misterioso.
Al día siguiente Federico Fellini y Giulietta Masina, conversando con el público que asistía a la sala principal del cine Miyukiza para presenciar la proyección de La voz de la luna (La voce della luna), protagonizaron una hilarante discusión conyugal- profesional.
«Giulietta es mi intérprete ideal, mi inspiradora, una presencia mágica en mi trabajo», dijo el director. «Miente: siempre me he abstenido de poner un pie en el plató en las películas en las que yo no trabajaba, porque mi presencia no le agradaba», dijo la actriz. «Giulietta es mi Beatriz», dijo el director, enviándole a su consorte una sonrisa dulce e hipócrita. La actriz replicó: «La verdad es que nos hemos dividido las tareas: Federico reina soberano en el plató, yo en casa. Pero siempre me ha hecho pagar la soberanía que ejercito dentro de los muros domésticos. Yo nunca me he gustado a mí misma: soy una liliputense, tengo la cara redonda, el pelo hirsuto. Desde que preparaba La strada soñaba con que Federico me diera el rostro de la Garbo o de Katherine Hepburn, pero en vez de eso me volvió la cara más redonda, y el cabello más hirsuto, y me empequeñeció todavía más. Hizo de mí una punk ante litteram». «Te hice más seductora que Jean Harlow y Marilyn Monroe», dijo el director. Y la actriz contestó: «Como ustedes saben, Federico ama a las mujeres monumentales, opulentas, fastuosas, pero yo, precisamente por ser diminuta y flaca, logré colarme entre aquellas estatuas vivientes escondida en los personajes de Gelsomina, Cabiria, Giulietta de los espíritus, Ginger, celebrando así mi venganza sobre él».
El público explotó en un aplauso estruendoso y Fellini cambió de tema, aprovechando la oportunidad para rendir homenaje de nuevo a Kurosawa. Contó que la noche precedente había vuelto a ver, en los establecimientos de la Sony, Sueños, y se había quedado nuevamente pasmado por la secuencia en la que Van Gogh, interpretado por Martin Scorsese, entra en uno de sus cuadros.
Agregó: «Es una secuencia memorable y quién sabe si no me decida yo también a adoptar la ‘alta definición’. Tarde o temprano tendré que hacerlo, aunque no sea más que para liberarme del presidente de la Sony, Akio Morita, que desde que estoy en Tokio me persigue día y noche y cuando estoy en Roma me acosa con cartas y telegramas».
Antes de salir rumbo a Kioto, Federico Fellini y Giulietta Masina fueron invitados por Kurosawa al Ten Masa, el restaurante de la zona de Kanda en el que solía comer el emperador Hirohito. Fellini contó después: «Hirohito, el dios en la tierra, misterioso e inescrutable, comía, secretamente, en el Ten Masa porque era un goloso del pescado caliente y dorado, y en el Palacio Real la cocina estaba muy lejos del comedor y el pescado llegaba siempre frío. Hasta los dioses tienen su talón de Aquiles. Dante hubiera mandado a Hirohito al círculo infernal de los golosos».
En marzo de 1993 acompañé a Fellini y a la Masina a Los Ángeles. El director se enteró de que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas había decidido otorgarle el Oscar por la carrera precisamente el día en que cumplía años (73), o sea el 20 de enero anterior, y esa coincidencia le había provocado una particular felicidad. «Sería una descortesía imperdonable si tampoco esta vez fuera yo a Hollywood a recibir la mítica estatuita», declaró. Y a pesar de su padecimiento de artrosis cervical, que a veces le producía mareos, emprendió de buen grado ese otro largo viaje.
Nos embarcamos en el aeropuerto Leonardo da Vinci hacia las 2 de la tarde del 26 de marzo. Además de la Masina, acompañaban a Fellini Marcello Mastroianni, el pintor Rinaldo Geleng y su esposa, su secretaria Fiammetta Profili y el jefe de su oficina de prensa Mario Longardi (en el avión iba también Gillo Pontecorvo, invitado a la ceremonia del Oscar en su calidad de director del Festival de cine de Venecia). Un pequeño clan artístico-familiar que fue acogido en todas partes, tanto en el aeropuerto como en el avión, con gran simpatía. A bordo, Fellini evitaba levantarse por miedo a los mareos; escribía, dibujaba, hacía bromas, intercambiaba recuerdos con la Masina y con Mastroianni. «Querido Federico, yo también sufro de mareos: por la mañana, cuando me levanto, tengo la sensación de caminar sobre arenas movedizas, o sobre un tapete de huevos», le dijo el actor.
«En mis condiciones, es un desafío enfrentar este viaje sin fin: la cabeza me da vueltas, me siento vacilante», dijo Fellini a media voz cuando, hacia las 17:30 (hora local) del sábado 27 de marzo pisó tierra, antes de que los cámaras de televisión y los fotógrafos le cayeran encima y el publico presente explotara en un gran aplauso.
«Hice una llegada a la Groucho Marx, pero todavía no es hora de jubilarme», agregó. Y luego dijo: «Soy víctima de una especie de autosugestión: mientras más pienso en la artrosis cervical, más me aumenta el dolor, o al menos eso me parece; pero ahora estoy feliz de estar aquí, no podía no recibir personalmente lo que es el Premio de los Premios, un reconocimiento tan elevado a toda mi obra si no es que a toda mi vida».
Durante los tres días que Fellini estuvo en Los Ángeles, el Beverly Hilton Hotel, en donde se hospedaba, se convirtió en la meta de una peregrinación incesante: todos los directores de Hollywood querían verlo, hablarle, saludarlo, desearle una larga vida y rápido retorno a los sets. Pero muchos de ellos sólo lograron verlo la tarde del 29 de marzo, en el Dorothy Chandler Pavilion, el gran teatro donde iba a desarrollarse la entrega de los Oscars.
Es difícil olvidar la llegada de Fellini, la Masina y Mastroianni al Dorothy Chandler Pavilion. A los dos lados de la explanada de ingreso, tras unos cordones rojos y en dos enormes graderías levantadas sobre la izquierda, se apiñaban más de dos mil fotógrafos y operadores de televisión: «¡Federico!», «¡Giulietta!», «¡Marcello!», les gritaban a su paso tratando de que se volvieran hacia sus objetivos y manipulando sus máquinas como armas de guerra. Una muchedumbre que mareaba, un caos vertiginoso, una enorme babel, entre autos, camiones, reflectores giratorios, lámparas, una muchedumbre en agitación psicomotora, caballeros en esmoquin y damas de vestido largo, mientras en el cielo gris, ligeramente amenazador, giraban en torbellino a poca altura los helicópteros, y los manifestantes de una secta religiosa extremista, poseídos de furor puritano, proclamaban que el cine era obra del demonio y había que destruirlo. La escena se prolongó más de veinte minutos, hasta que los ilustres huéspedes llegaron a la luneta del Dorothy Chandler Pavilion. Por ningún otro director o autor, actriz o diva, actor o estrella, se había desencadenado un tumulto tan delirante. Por una especie de ley del talión, el director padeció el mismo asalto al cual había sometido a Anita Ekberg en La dolce vita, pero amplificado más allá de cualquier límite, más allá de cualquier invención cinematográfica.
El momento climático, el más emocionante de toda la ceremonia fue aquel en el cual Fellini, desde el escenario del Dorothy Chandler Pavilion le dijo a la Masina, que estaba sentada en séptima fila: «deja de llorar», y los reflectores iluminaron el rostro de la actriz bañado en lágrimas: la cara de Gelsomina, el memorable personaje de La strada, la película por la cual el cineasta italiano, en el lejano 1956, había obtenido su primer Oscar.


Federico Fellini


n MI AMISTAD CON FELLINI. Por Angelo Arpa

Textos extraídos de: Angelo Arpa. L’arpa di Fellini, Edizioni dell’Oleandro. L’Aquila, Rome 2001. El padre jesuita Angelo Arpa, nacido en Castelfranco Veneto en 1909, y fallecido en Roma el 27 de marzo de 2003, fue un consejero "espiritual" de Fellini; lo apoyó públicamente hasta que el Vaticano le atacó por La Dolce Vita. Arpa escribió en 1996 "La Dolce Vita, cronaca di una passione", texto que está reproducido en su libro.

Fellini me fue presentado en Venecia por Brunello Rondi, con motivo del premio con el que fue galardonada La Strada (1954) Una conversación breve, con el deseo –y el compromiso- de volver a vernos.
Un tiempo después, a finales de septiembre, Fellini me invitó a un paseo por la playa de Ostia; la playa, en ese momento, estaba desierta y el cielo sin luna hacía brillar a todas las estrellas. En un momento determinado, -no recuerdo porqué, quizás para sobreponerme a la timidez y quizás atraído por esa atmósfera irreal-, me puse a hablar del Logos de Juan como primera fuente de toda realidad que se hace luz y fuente de luz.
Después hablamos un poco de todo: de mi vida, mis intereses, sobretodo si me sentía a gusto con mi vida religiosa. Seguimos así durante más de una hora, con raras, - yo diría tímidas-, intervenciones de Federico.
Volviendo a Roma en coche, de repente se paró y me habló de la película La Strada, cómo la había concebido, cuánto le había costado realizarla y terminó hablando, -callando-, del agobiante final de Zampano.
Así comenzó mi relación con Federico: evocar los momentos, las emociones que siguieron a esos días no es posible, pero no puedo evitar decir algo sobre nuestro último encuentro en el servicio de gerontología de Ferrara, a finales de septiembre de 1993.
Más de una hora de conversación, en aquella gran habitación anónima, en la que incluso el vacío estaba presente; hablamos de la salud, de ese brazo izquierdo colgante, de las ganas de regresar a Roma, de la salud de Giulietta. En un determinado instante, Federico me atrajo hacia ese vacío y me dijo: "Angelo, no sé si es un ruego o es otra cosa lo que me lleva de cuando en cuando a dirigirme a ese al que llamas "el buen Dios", para preguntarle el por qué de todo lo que me ha sucedido. El día es un tormento, la noche es más apacible, pero la calma no existe nunca"
"Federico, durante esas horas de soledad nocturna, se manifiesta, creo, esta presencia misteriosa a la que yo llamo "el buen Dios", pero que tiene tantos otros nombres; lo invoques o no, es él quien vela tus noches, estoy seguro"
Después, tras un silencio, Federico dijo: "Angelo, hace muchos años que nos conocemos, y entre nosotros nunca hubo ningún problema, y tú, incluso en los momentos más difíciles de tu vida, nunca me pediste nada. En el estado en el que me encuentro, -todavía vivo-, querría decirte que pensando en ti, ahora me basta con saber que todavía existes".
Fue un momento intenso, difícil, muy difícil... Nos enlazamos en un abrazo terriblemente mudo: la imagen de Federico, consciente de haber llegado a su final, ya no me abandonó nunca.
El resto es la crónica de aquellos días y aquellas noches de angustia por el destino de un individuo en la Policlínica de Roma, desde ese momento petrificado en su imposibilidad de comunicar.
¿Pero por qué Fellini tardó tanto tiempo en apagarse?
¿Qué senderos habrá recorrido en su oscuridad solitaria?
¿Qué luces habrá visto? ¿Qué relámpagos le habrán llevado?
Nadie podrá jamás desafiar a la oscuridad de aquellos días, de aquellas noches en las que la conciencia adormecida de Federico vibraba sobre sí misma, y nadie podrá jamás revelar las luces y las sombras que abrumaban su soledad. Las experiencias extáticas del ser humano son indecibles.
La ciencia, en esos días de diagnósticos y análisis cada vez más sofisticados, se reveló impotente al declararse impotente ante un corazón que se apagaba pero que no dejaba de latir.
Personalmente, viví esos días sin angustia, y esto se lo debo a esta misteriosa solidaridad que interiormente me regaló Federico: ¿y si en esas noches de oscuridad Fellini hubiera experimentado El Viaje de Giuseppe Mastorna, la película que nunca llegó a realizar?
¿Pero por qué Fellini, enamorado de lo oculto, tuvo que someterse a una iniciación tan laboriosa antes de ver la luz? Preguntas que quedan en el aire, como en el aire quedaron las declaraciones de la medicina oficial.
Pasé esos días y esas noches como tantas otras, sin decir nada, pero recuperando los momentos vividos o imaginados con Fellini pensé si no en una lógica, al menos en una no-fatalidad de ese camino solitario que fue el suyo.
Por la noche, yo también sólo, un pensamiento de Platón me reconfortó: "No somos plantas no terrestres sino celestes (...) De hecho, la divinidad eleva todo nuestro cuerpo sosteniendo nuestra raíz por la cabeza, justo por el lugar en el que el alma tuvo su primer origen"
Oculto y arcano (secreto, misterioso) eran palabras que Fellini utilizaba de modo indiferente como síntomas de una experiencia interior.
Estaba dotado de una energía extrasensorial, al igual que Nino Rota: energía que descargaba sobre sus actores cada vez que tenía dificultades en educarlos en su creatividad. Como ejemplo sirva la experiencia que Fellini vivió en Toluca, Méjico, buscando a Carlos Castaneda. La llegada y la presencia de Fellini, quien sabe a qué fue debido, obligó a huir al escritor-chamán, que fue ilocalizable. La narración de esta aventura paranormal, publicada por el mismo Fellini en el Corriere Della Sera, confirma literalmente la riqueza y el peligro de sus proyecciones psíquicas, así como la amplitud y la ritualidad de sus sueños.
En este sentido, los resplandores y las groserías que Fellini descargaba sobre sus actores y colaboradores, más que cambios de humor, eran las turbulencias del alma de un artista, demasiado dinámico en aquel entonces.
Esto explica por qué Fellini no elegía a menudo a actores profesionales, mientras multiplicaba la elección de seres ocasionales y anónimos a los que, en contratos de un solo día, conseguía transformar en actores competidores con los grandes profesionales.
Durante el rodaje de Amarcord, una noche, a la mesa en casa de Cesarina, Fellini me dijo: "Angelo, ayúdame a encontrar un niño más bien pequeño, algo gordito, con un rostro entre alelado y amable, que sepa pegar puñetazos y que sobre todo, no tenga experiencia alguna con mujeres". Era el Titta de Amarcord que en ese momento surgía de la fase de la concepción ideal pura.
Para el cardenal de Ocho y Medio, qué tarea antes de encontrar el rostro, la mirada de una Eminencia ya cansada, algo entumecida, que responde a la segunda pregunta de Marcello: "¿Pero está usted casado?"
Marcello: "Sí"
Y el cardenal dice: "¿Tiene usted hijos?
"Sí, sí...", responde Marcello
Y el cardenal: "¿Oye ese pájaro? Se llama Diomedeo..."
Y más tarde, cuando el viejo cardenal, envuelto en los vapores de aguas sulfurosas, imagina a Marcello que dice: "Eminencia, no soy feliz..."
Él responde: "¿Y quién le ha contado que se viene al mundo para ser feliz?"
Y al fondo, la banda sonora de la cabalgada de las Valkirias: golosina puntual de la inspiración feliniana.
Lo oculto y lo mágico están siempre presentes en los paisajes felinianos, pero en una secuencia de Ocho Y Medio la mezcla de ambos roza el encantamiento.
Estamos en la casa grande de Guido niño: tías, tías-abuelas y la abuela, después de haber bañado a Guido en la cubeta del lagar, llevan al pequeño a la cama; sábanas tibias y farándula de besos.
En el momento en que los adultos abandonan la habitación, una niñita le dice a Guido que no duerma, porque esa noche, recitando las palabras "asa-nisi-masa", verán cómo se mueven los ojos de un retrato colgado de la pared: una tensión extática para estos niños, suspendidos entre el miedo y el encantamiento.
¿Qué sentido podemos darle a esta fórmula misteriosa?Recuperando las primeras letras de las tres partes que la componen, "asa-nisi-masa" se transforma en "anima" (alma): palabra misteriosa para estos niños, y no sólo para ellos, porque, como dice Platón, del alma sólo un Dios puede hablar, mientras que el hombre sólo puede hacerle alusión a través de los símbolos.



Federico Fellini

n ENTREVISTA A FEDERICO FELLINI

El 3 de septiembre de 1969 se estrenaba en Italia la película "Satyricon" (Satiricón) del grandioso director Federico Fellini (1920-1993) con las actuaciones de, entre otros, Martin Potter, Hiram Keller, Max Born, Salvo Randone y Capucine. El film sería, a la larga, uno de los más logrados de Fellini junto a "La dolce vita" de 1960 y "Amarcord" de 1973, y contó, una vez más, con la musicalización a cargo de Nino Rota (1911-1979). A partir de la obra de Cayo Petronio Niger (20-66) "Satyricon" o "Satírica", compuesta posiblemente hacia el último tercio del Siglo I de nuestra era, el director escribió el guión con la colaboración de Bernardino Zapponi (1927-2000) en el que narraba la historia de dos jóvenes, Ascilto y Encolpio, quienes se disputaban el amor del efebo Gitone en tiempos del emperador Lucio Domitio Enobardo Nerón (37-68). Tras su estreno en la Argentina, la revista "El escarabajo de oro" en su nº 42 de abril de 1971, reprodujo la siguiente entrevista a Fellini sin mencionar el nombre del entrevistador.E: ¿Qué te ha llevado a realizar este film?
FF: Hay que tener coraje pa­ra admitir que con el correr de los años, las exigencias de carácter idealista, las coincidencias ideológicas, han dejado de urgir. Siempre apa­recen pretextos sentimentales y cual­quier ocasión es buena para mos­trarse a sí mismo.
E: Pero, ¿por qué entonces filmar ahora "Satiricón"?
FF: En realidad, he partido de una veleidad muy vaga y confusa que me perseguía desde hace años: una obra de puro espectáculo, de pura fantasía, un film libre. Era una intención que me planteaba puntual­mente después de terminar cada film, cuando me parecía que mi fa­ceta fantástica debía ser tratada con respeto, impregnada de una cierta realidad inmediata.
E: Insisto, podrías haberte inven­tado un tema directamente, sin te­ner que recurrir a Petronio...
FF: ¿Qué tiene que ver Petronio? Bernardino Zapponi y yo hemos es­crito un "Satiricón" propio. Del de Petronio no quedan más que algu­nos fragmentos aislados. ¿Que no sabíamos cómo se vivía realmente hace dos mil años? ¿Debíamos acaso basarnos en aquello que dicen los estudiosos como Jérome Carcopino? ¿O re­leer a Apuleyo, Ovidio, Horacio, Suetonio? No era ésa nuestra intención. No se trataba de hacer un film de reconstrucción histórica, de cultura libresca. Justamente todo lo contra­rio.
E: En suma, un viaje a través del tiempo en lugar del espacio, una prospectiva de fantasía científica entre seres tan desconocidos como los marcianos.
FF: Precisamente, es imposible que hoy hagamos ese viaje embarcados en nuestro concepto cristiano del bien y del mal. Pensá que sólo pa­ra divertirse hacían destrozarse a siete mil gladiadores en tres días. En el teatro, el esclavo que interpretaba la parte de Muzio Scevola debía hacer­se quemar la mano sobre el fuego y morir de dolor: en el espectácu­lo siguiente otro esclavo lo sustituía. No quiero juzgarlos, simplemente mirarlos, contemplarlos como a través de la ventanilla de una astronave. Tal vez esto me sirva para librarme de mi educación católica.
E: A propósito, no te habrás ol­vidado de aquel episodio en el co­legio de los Salesianos: el día que proyectabas diapositivos sobre las ruinas romanas y pasaste por equi­vocación la imagen de una mucha­cha semidesnuda, con un seno fue­ra del escote. ¿Es posible que siem­pre, cada vez que te aproximas a la "romanidad", aparezca un desnudo agresivo?
FF: No creo que haya italiano, al menos entre los de mi generación -la crecida entre el catolicismo y el fascismo y desarrollada en el círculo de fuego de la educación sexual del club nocturno- que no lleve adentro la imagen de la Saragina de "8 1/2", de la prostituta, hasta la edad más decrépita. A las mujeres siempre las hemos visto bajo un aspecto angelical o como un producto del infierno. No es cierto que nosotros, como decía Mussolini, seamos un pueblo de navegantes, de santos, de héroes... So­mos un pueblo de atorrantes.
E: Esto que decís induciría a pen­sar que crees en los jóvenes de hoy.
FF: Yo creo en su pureza, en su virginidad; los veo como depositarios de una nueva verdad que nosotros aún desconocemos. Hasta el último de los melenudos de hoy se ha desem­barazado ya de los problemas que nos dominaron durante veinte años, re­sultado de nuestra horrenda educación. Esos problemas se han engran­decido y establecido, y esos ideales por los cuales tanto sufrimos han perdido vigencia. Fíjate qué crimen monstruoso el nuestro: veinte años ti­rados a la calle, viviendo en una irrealidad total.
E: Me parece que no se puede ne­gar la analogía entre la sociedad ro­mana de la época de Petronio y la actual.
FF: Algo hay, y es por demás sig­nificativo que el film haya sido he­cho ahora y no en cualquier otro momento histórico. Vivimos en una sociedad que se agrieta, que deriva a la búsqueda de quién sabe qué. Pero ésta no es la clave para comprender a mi "Satiricón". El mío es un viaje a un mundo de fábulas, colmado de tremenda felicidad, desprovisto de piedad, pero cargado de poesía, esa que brotaba entre la gente -los romanos-, que al contrario de nosotros los modernos, se sentían en todo momen­to mucho más arraigados a la vida y a la muerte. Un mundo feliz que ha existido, pero tan lejano a nues­tra moral que, para intentar comprenderlo, hemos necesitado reinventarlo, liberándonos de nuestros prejuicios, observándolo con ojo clínico.
E: Si los romanos te parecen tan desconocidos como marcianos, ¿me querés decir cómo has elegido las ca­ras y tipos humanos, qué criterios has usado?
FF: Un día, visitando el museo del Capitolio, me pareció reconocer en el busto de mármol de una estatua, el rostro demacrado de una primita bondadosa, y acaricié sus cabellos en­sortijados como si realmente fuese esa niña. "Salolina", me dijeron, "una especialista en torturas y crucifixio­nes que gustaba especialmente de arrancar la piel a sus víctimas con sus propias manos". Desde entonces no voy más a los museos, no leo tampoco los textos de los especialis­tas. Me limito a mi intuición. Te doy un ejemplo: volvamos a los siete mil gla­diadores muertos en el Circo Máximo para diversión exclusiva. ¿Dónde po­dés encontrar un ejemplo de tanta crueldad ejercido con tanta indiferen­cia? He llevado la cámara a un ma­tadero y en la tranquila rutina de la faena de ese trabajo infame, he en­contrado las mismas caras y gestos de los gladiadores de hace dos mil años.
E: Formidable.
FF: No basta con reflexionarlo.
E: Hay algo que me ha llamado la atención y es que en algunas tomas obligues a los actores a mirar direc­tamente a la cámara, cuando no es natural que lo hagan.
FF: Es un hallazgo mío de direc­ción que quería que permaneciese se­creto. Es cierto, cada tanto hay gen­te que mira la cámara. Pero el efec­to pueda resultar alucinante porque permite contemplar un mundo desco­nocido de gente extraña que, sorpre­sivamente, establece contactos contigo, que te envuelve, como un marciano que te observa desde la televisión.E: Otra cosa. Por momentos parece que quisieras atraparlos en su vi­da cotidiana con la ropa de todos los días, pero con algo equívoco en el comportamiento, en los gestos, en las expresiones.
FF: Eso es justamente lo que quie­ro. ¿Debo mostrar una raza descono­cida como podría verla a través de mi experiencia o mostrarla según los esquemas comunes, convencionales? Es un film con el cual no debiera exis­tir ninguna comunicación; por esta razón hubiera preferido que todos los actores fueran extranjeros, bárbaros, rusos, o que hablaran un idioma in­comprensible para mí. No te imaginas lo contento que me pongo cuando un actor se rebela porque no ha enten­dido un detalle. Y cuando un actor se equivoca, trato de captar cierta co­sa inarmónica, cierta dodecafonía en la recitación.
E: ¿Me equivoco o la ambición de este film supera en mucho a los an­teriores de Fellini conocidos hasta ahora?
FF: Diría que es el más difícil de mis films, no en un sentido absoluto, pero al menos para mí. Porque no puedo contar con eso que los otros llaman mi "improvisación" -y que realmente no lo es- sino que me li­mito a la disponibilidad o a la posi­bilidad de las sugestiones que pueden atraparme a través de ese viaje que es un film. Una característica psico­lógica mía, personal, consiste en enriquecer los films, dilatarlos, podarlos, pulirlos, para dejarlos crecer en una dirección espontánea. Las inspiracio­nes nacen en el set, de conocer me­jor a un actor, de contemplarlo mien­tras hace ciertas cosas en su cama­rín o mientras come. No puedo con­fiarme en nada: lo que quiero es una fidelidad total, rigurosísima, a la imaginación tal cual surge. Este es un film que exige una continua in­candescencia de inspiración: yo no estaba allí hace dos mil años. Es un viaje imprevisible a lo desconocido.
E: A propósito, una pregunta para el vulgo. Hay quien dice que ga­nas quinientos millones de liras por film; otros, gente del gremio, sostienen que son trescientos; ¿cuál es la verdad?FF: La verdad es que hago este film casi gratis, porque mi productor Grimaldi ha debido salvarme de todas las deudas que acumulé junto a De Laurentis en el desdeñado "Viaggo di Mastorna" (El viaje de Mastorna). Pero, ¿hay que decir la cifra exacta? No quisiera aparecer como una víctima, como alguien que busca compasión.


Federico Fellini, Marcello Mastroianni y Sofia Loren
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n AUTOBIOGRAFÍA DE UN ESPECTADOR. POR ITALO CALVINO
Este texto de Italo Calvino apareció por primera vez a manera de introducción a los "Cuatro Films" de Federico Felini, en la colección "Saggi Einaudi", n° 522 (Turín, 1974). Posteriormente, fue incluido como prólogo del libro "Hacer una película", de Fellini, publicado por editorial Perfil.

Hubo años en que iba al cine casi todos los días y hasta dos veces al día, y fueron años entre, digamos, el treinta y seis y la guerra, la época de mi adolescencia. Años en que el cine era para mí el mundo. Otro mundo que el mundo que me rodeaba, pero para mí solamente lo que veía en la pantalla poseía las propiedades de un mundo, la plenitud, la necesidad, la coherencia, mientras que fuera de la pantalla se amontonaban elementos heterogéneos que parecían reunidos por azar, los materiales de mi vida que consideraba desprovistos de toda forma.
El cine como evasión, se ha dicho tantas veces, con una fórmula que quiere ser de condena, y es verdad que a mí entonces el cine me servía para eso, para satisfacer una necesidad de distanciamiento, de proyección de mi atención a un espacio diferente, una necesidad que corresponde, creo, a una función primaria, de la inserción en el mundo, una etapa indispensable en toda la formación. Claro que para crearse un espacio diferente hay también otras maneras más sustanciosas y personales: el cine era la más fácil y al alcance de la mano, pero también la que me llevaba instantáneamente más lejos. Cada día, cuando recorría la calle principal de mi pequeña ciudad, no tenía ojos más que para el cine, tres salas de estreno que cambiaban el programa los lunes y los jueves, y un par de tugurios que daban films más viejos o malos, a tres por semana. Sabía con anticipación qué films daban en cada sala, pero mi ojo buscaba los cartelones colocados a un lado, donde se anunciaba el film del próximo programa, porque allí estaba la sorpresa, la promesa, la expectativa que me acompañaría los días siguientes.
Iba al cine por la tarde, me escapaba de casa a escondidas o con la excusa de ir a estudiar con algún compañero, porque en los meses de escuela mis padres me dejaban poca libertad. La prueba de la verdadera pasión era el impulso de meterme en un cine apenas abría, a las dos. Asistir a la primera proyección tenía varias ventajas: la sala semivacía, como si fuera toda para mí, lo que me permitía despatarrarme en el centro del «gallinero», con las piernas apoyadas en el respaldo de adelante; la esperanza de volver a casa sin que mi fuga se hubiera advertido, para tener el permiso de salir de nuevo (y ver quizás otro film); un leve aturdimiento durante el resto de la tarde, perjudicial para el estudio pero favorable al fantaseo. Y además de estas razones, todas inconfesables por diversos motivos, había una más seria: entrar a la hora de la apertura me garantizaba la privilegiada fortuna de ver el film desde el principio, y no a partir de cualquier momento hacia la mitad o el final como solía sucederme cuando llegaba mediada la tarde o hacia la noche.
Entrar cuando el film había empezado correspondía por lo demás a una bárbara costumbre generalizada entre los espectadores italianos, que rige hasta hoy. Podemos decir que ya en aquellos tiempos nos adelantábamos a las técnicas narrativas más sofisticadas del cine actual, rompiendo el hilo temporal de la historia y transformándola en un puzzle que había que armar pieza por pieza o aceptar en forma de cuerpo fragmentario. Para seguir consolándonos, diré que asistir al inicio del film cuando ya se conocía el final proporcionaba satisfacciones suplementarias: descubrir, no la resolución de los misterios y los dramas, sino su génesis y un confuso sentimiento de premonición frente a los personajes. Confuso: como ha de ser el de los adivinos, porque la reconstrucción de la trama mutilada no siempre era fácil, y sobre todo si se trataba de un film policíaco, en la que la identificación del asesino primero y del delito después dejaba en medio una zona de misterio aún más tenebrosa. Además, a veces entre el principio y el final había un fragmento perdido, porque de pronto al mirar el reloj comprobaba que se me había hecho tarde y si no quería incurrir en las iras familiares debía salir corriendo antes de que en la pantalla reapareciera la secuencia durante la cual había entrado. Muchos films quedaron así para mí con un agujero en medio, y aún hoy, despues de más de treinta añose ¿qué digo?, casi cuarenta, cuando vuelvo a ver uno de los films de entonces ‑en la televisión, por ejemplo‑ reconozco el momento en que entré en el cine, las escenas que había visto sin entenderlas, recupero los grandes fragmentos perdidos, recompongo el puzzle como si lo hubiese dejado inconcluso el día anterior.
(Hablo de los films que vi, digamos, entre los trece y los dieciocho años, cuando el cine me ocupaba con una fuerza que no se compara ni con lo de antes ni con lo de después; de los films vistos en la infancia los recuerdos son confusos; los films vistos de adulto se mezclan con muchas otras impresiones y experiencias. Los míos son los recuerdos de alguien que descubre en ese momento el cine: había sido educado con la rienda corta y mi madre trató de preservarme, mientras pudo, de relaciones con el mundo que no estuvieran programadas y dirigidas a un fin; de pequeño al cine me acompañaba rara vez y sólo para los films que consideraba «adecuados» o «instructivos». Tengo pocos recuerdos de la época del cine mudo y de los primeros años del hablado: algunos Chaplin, un film sobre el Arca de Noé, Ben Hur con Ramón Novarro, Dirigible, en el que un zepelín naufragaba en el polo, el documental Africa habla, un film de anticipación sobre el año dos mil, las aventuras africanas de Trader Horn. Si Douglas Fairbanks y Buster Keaton ocupan los puestos de honor en mi mitología es porque más tarde los introduje retrospectivamente en una infancia mía imaginaria a la que no podían no pertenecer; de pequeño los conocía sólo por la contemplación de los carteles de colores. En general no me dejaban ver los films con tramas amorosas, que por lo demás no entendía porque, falto de familiaridad con la fisonómica cinematográfica, confundía los actores de los films unos con otros, sobre todo si usaban bigotito, y a las actrices si eran rubias. En los films de aviación que se llevaban mucho en mi infancia los personajes masculinos se parecían como mellizos, y como la historia estaba siempre basada en los celos de dos pilotos que para mí eran uno solo, caía en gran confusión. En una palabra, mi aprendizaje de espectador fue lento y contrastado; de ahí que estallara la pasión de la que hablo.)
En cambio cuando había entrado en el cine a las cuatro o a las cinco, al salir me sorprendía la sensación del paso del tiempo, el contraste entre dos dimensiones temporales diferentes, dentro y fuera del film. Había entrado en pleno día y encontraba fuera la oscuridad, las calles iluminadas que prolongaban el blanco y negro de la pantalla. La oscuridad amortiguaba en parte la discontinuidad entre los dos mundos y en parte la acentuaba, porque marcaba el paso de aquellas dos horas que no había vivido, tragado en una suspensión del tiempo o en la duración de una vida imaginaria o en un salto atrás de siglos. Era una emoción especial descubrir en aquel momento que los días se habían acortado o alargado: la sensación del paso de las estaciones (siempre suave en el lugar templado donde vivía) me asaltaba al salir del cine. Cuando llovía en el film, prestaba atención para percibir si también fuera se habría echado a llover, si me sorprendería un chaparrón habiendo escapado de casa sin paraguas: era el único momento en que, aún permaneciendo inmerso en aquel otro mundo, me acordaba del mundo de fuera; y el efecto era angustioso. Aún hoy, la lluvia en los films despierta en mí aquel reflejo, un sentimiento de angustia.
Si no era todavía la hora de cenar, me juntaba con amigos que iban y venían por las aceras de la calle principal. Volvía a pasar delante del cine del que acababa de salir y oía brotar de la cabina de proyección réplicas del diálogo que resonaban en la calle, y las recibía entonces con una sensación de irrealidad, no de identificación, porque había pasado al mundo de fuera, sino con un sentimiento semejante a la nostalgia, como quien se vuelve a mirar atrás en una frontera.
Pienso en un cine en particular, el más viejo de mi ciudad, unido a mis primeros recuerdos de los tiempos del mudo, y que de aquella época había conservado (hasta hace no muchos años) una enseña Liberty adornada con medallones, y la estructura de la sala, un largo salón en pendiente flanqueado por un corredor con columnas. La cabina del operador se abría sobre la calle principal por un ventanuco por donde salían resonantes las absurdas voces del film, metálicamente deformadas por los medios técnicos de la época, y todavía más absurdas por la lengua del doblaje italiano que no tenía relación con ninguna otra hablada del pasado o del futuro. Y sin embargo la falsedad de aquellas voces debía de tener una fuerza comunicativa en sí, como el canto de las sirenas, y cada vez que yo pasaba al pie del ventanuco oía el llamado de aquel otro mundo que era el mundo.
Las puertas laterales de la sala daban a una calleja; en los intervalos el acomodador con chaqueta de alamares corría las cortinas de terciopelo rojo y el color del aire de fuera se asomaba al umbral con discreción, los transeúntes y los espectadores sentados se miraban con un poco de incomodidad, como a intrusos inoportunos los unos para los otros. En particular el intervalo entre la primera y la segunda parte (otra extraña usanza sólo italiana que inexplicablemente se ha conservado hasta hoy venía a recordarme que yo seguía en aquella ciudad, aquel día, a aquella hora; y según el humor del momento crecía la satisfacción de saber que un instante después volvería a proyectarme en los mares de China o en el terremoto de San Francisco, o bien me asaltaba la advertencia de no olvidar que seguía siempre allí, de no perderme en la lejanía.
Menos bruscas eran las interrupciones en el cine por entonces más importante de la ciudad, donde se procedía al cambio de aire abriendo una cúpula metálica, en el centro de una bóveda con centauros y ninfas pintados al fresco. La visión del cielo introducía a medio film una pausa de meditación, con el lento paso de una nube que podía venir de otros continentes, de otros siglos. En las noches de verano la cúpula permanecía abierta durante la proyección: la presencia del firmamento englobaba todas las lejanías en un único universo.
Durante las vacaciones de verano frecuentaba los cines con más calma y libertad. La mayoría de mis compañeros de escuela cambiaba en verano nuestra pequeña ciudad marítima por la montaña o el campo, y yo me quedaba sin compañía durante semanas y semanas. Era la estación de la caza a los viejos films la que se abría para mí cada verano, porque volvían a programarse films de años anteriores, de antes de que esa hambre omnívora se apoderase de mí, y en aquellos meses podía reconquistar años perdidos, rehacerme una vejez de espectador que no tenía. Films del circuito comercial normal: sólo hablo de ésos (la exploración del universo retrospectivo de los cineclubs, de la historia consagrada y encerrada en las cinematecas, marcará otra fase de mi vida, una relación con ciudades y mundos diferentes, y entonces el cine pasará a formar parte de un discurso más complejo, de una historia); pero entre tanto aún llevo conmigo la emoción que sentí al recuperar un film de Greta Garbo que sería de tres o cuatro años antes pero que para mí pertenecía a la prehistoria, con un Clark Gable jovencísimo, sin bigotes. ¿Se llamaba Susan Lennox o era otro? Porque eran dos films de Greta Garbo que añadí a mi colección en aquella misma serie estival de reestrenos, cuya perla siguió siendo a pesar de todo Tierra de pasión, con Jean Harlow.
No he dicho todavía, pero me parecía sobreentendido, que para mí el cine era el de los Estados Unidos, la producción corriente de Hollywood. «Mi» época va aproximadamente de Tres lanceros bengalíes, con Gary Cooper y Rebelión a bordo, con Charles Laughton y Clark Gable, hasta la muerte de Jean Harlow (que reviví tantos años después como muerte de Marylin Monroe, en una época más consciente de la carga neurótica de todo símbolo), con muchas comedias entre medio, el policíaco‑rosa con Myrna Loy y William Powell y el perro Asta, los musicales de Fred Astaire y Ginger Rogers, los policíacos de Charlie Chan detective chino y los films de terror de Boris Karloff. Los nombres de los directores los tenía menos presentes que los nombres de los actores, salvo los de algunos como Frank Capra, Gregory La Cava y Frank Borzage que en vez de representar a los millonarios representaba a los pobres, por lo general con Spencer Tracy; eran los directores de los buenos sentimientos de la época de Roosevelt; esto lo aprendí más tarde; entonces me lo tragaba todo sin distinguir demasiado. En aquel momento el cine norteamericano consistía en un muestrario de caras de actores incomparables con los de antes o los de después (por lo menos así me parece) y las historias eran simples mecanismos para juntar esas caras (enamorados, característicos, de reparto) en combinaciones siempre diferentes. En torno a esas tramas convencionales el sabor que quedaba de una sociedad o de una época era poca cosa, pero precisamente por eso me llegaba sin saber definir en qué consistía. Era (como aprendería después) la mistificación de todo lo que aquella sociedad llevaba dentro, pero era una mistificación particular, diferente de la mistificación nuestra en la que estábamos sumergidos el resto del día. Y así como para el psicoanalista tiene el mismo interés que el paciente mienta o sea sincero porque de todos modos le revela algo de sí mismo, así yo, espectador perteneciente a otro sistema de mistificación, tenía algo que aprender, ya fuese de lo poco de verdad o de lo mucho de mistificación que los productores de Hollywood me daban. Por eso no siento ningún rencor hacia aquella imagen falaz de la vida; ahora me parece que nunca la tomé por verdadera, sino sólo por una de las posibles imágenes artificiales, aunque entonces no fuese capaz de explicarlo.
Circulaban también los films franceses, claro está, que se manifestaban como algo completamente diferente, dando al distanciamiento otro espesor, un enganche especial entre los lugares de mi experiencia y todos los demás lugares (el efecto llamado «realismo» consiste en eso, comprendería más tarde), y después de haber visto la alcazaba de Argel en Pépé le Moko miraba con otros ojos las calles de gradas de nuestra ciudad vieja. La cara de Jean Gabin estaba hecha de un material fisiológico y psicológico distinto del material de los actores que nunca la hubiesen levantado del plato sucio de sopa y de humillación como en el comienzo de La bandera. (Sólo la de Wallace Beery en ¡Viva Villa! podía acercársele, y tal vez también la de Edward G. Robinson.) El cine francés estaba cargado de olores pesados, así como el norteamericano olía a Palmolive, lustroso y aséptico. Las mujeres tenían una presencia carnal que las instalaba en la memoria como mujeres vivas y al mismo tiempo como fantasmas eróticos (Viviane Romance es la figura que asocio a esta idea), mientras que en las estrellas de Hollywood el erotismo estaba sublimado, estilizado, idealizado. (Aun la más carnal de las norteamericanas de entonces, la rubia platino Jean Harlow, se volvía irreal por la deslumbrante blancura de su piel. En el blanco y negro la fuerza del blanco operaba una transfiguración de los rostros femeninos, de las piernas, de los hombros y del escote, hacía de Marlene Dietrich no el objeto inmediato del deseo sino el deseo mismo como esencia extraterrena.) Yo advertía que el cine francés hablaba de cosas más inquietantes y vagamente prohibidas, sabía que Jean Gabin en El muelle de las brumas no era un veterano que quería ir a trabajar a las colonias en una plantación, como trataba de hacer creer el doblaje italiano, sino un desertor que huía del frente, tema que la censura fascista nunca hubiese permitido.
En fin, del cine francés de los años treinta también podría hablar largamente como del norteamericano, pero el discurso se ampliaría a muchas otras cosas que no son cine y no son años treinta, mientras que el cine norteamericano de los años treinta existe de por sí, casi diría que no tiene un antes y un después: claro está, ni un antes ni un después en la historia de mi vida. A diferencia del cine francés, el cine norteamericano de entonces no tenía nada que ver con la literatura: tal vez es ésta la razón por la que se destaca en mi experiencia con un relieve aislado del resto: estas memorias mías de espectador pertenecen a las memorias de antes de que me rozara la literatura.
Lo que se llamaba «el firmamento de Hollywood» formaba un sistema de por sí, con sus constantes y sus variables, una tipología humana. Los actores constituían modelos de caracteres y de comportamientos; había un héroe posible para cada temperamento; para quien se proponía enfrentar la vida en la acción, Clark Gable representaba cierta brutalidad alegrada por la fanfarronería; Gary Cooper, la sangre fría filtrada por la ironía; para quien contaba con superar los obstáculos mediante el humour y el savoir faire, estaban el aplomo de William Powell y la discreción de Franchot Tone; para el introvertido que vence su timidez estaba James Stewart, mientras que Spencer Tracy era el modelo del hombre abierto y justo que sabe hacer las cosas con sus manos; y con Leslie Howard se proponía incluso un raro ejemplo de héroe intelectual.
Con las actrices la gama de las fisonomías y de los caracteres era más restringida: el maquillaje, los peinados, las expresiones tendían a una estilización unitaria dividida en las dos categorías fundamentales de las rubias y las morenas, y dentro de cada categoría se pasaba de la lista Carole Lombard a la práctica Jean Arthur, de la boca amplia y lánguida de Joan Crawford a la fina y pensativa de Barbara Stanwyck, pero en medio había un abanico de figuras cada vez menos diferenciadas, con cierto margen de intercambiabilidad. Entre el catálogo de las mujeres que se encontraban en los films norteamericanos y el catálogo de las mujeres que se encuentran fuera de la pantalla en la vida de todos los días no se lograba establecer una relación; yo diría que donde terminaba uno empezaba el otro. (En cambio con las mujeres de los films franceses sí existía esa rclación.) De la despreocupación pícara de Claudette Colbert a la energía punzante de Katherine Hepburn, el modelo más importante que proponían los caracteres femeninos del cine norteamericano era el de la mujer rival del hombre en determinación y obstinación y ánimo e ingenio; en este lúcido dominio de sí misma frente al hombre, Myrna Loy era la que ponía más inteligencia e ironía. Ahora hablo de ello con una seriedad que no sabría relacionar con la ligereza de aquellas comedias; pero en el fondo, para una sociedad como la nuestra, para las costumbres italianas de aquellos años, sobre todo en provincias, esa autonomía e iniciativa de las mujeres norteamericanas podía ser una lección que en cierto modo me tocaba. Tanto, que había hecho de Myrna Loy el prototipo de una femineidad ideal tal vez uxoria tal vez sororal, pero de identificación de gusto, de estilo, que coexistía al lado de los fantasmas de la agresividad carnal (Jean Harlow, Viviane Romance) y de la pasión extenuante y lánguida (Greta Garbo, Michèle Morgan) ‑fantasmas en cuya atracción se mezclaba un sentimiento de temor‑, o al lado de aquella imagen de felicidad física y de alegría vital que era Ginger Rogers, por quien alimentaba un amor desdichado desde el comienzo, aun en los fantaseos: porque yo no sabía bailar.
Cabe preguntarse si la construcción de un olimpo de mujeres ideales y por el momento inalcanzables era un bien o un mal para un joven. Seguramente tenía un aspecto positivo porque incitaba a no conformarse con lo poco o lo mucho que uno encontraba y a proyectar los propios deseos más allá, al futuro o a otro lugar o a lo difícil; el aspecto más negativo era que no enseñaba a mirar a las mujeres verdaderas con ojos dispuestos a descubrir bellezas inéditas, no conformes a los cánones, a inventar personajes nuevos con lo que el azar o la búsqueda nos hace encontrar en nuestro horizonte.
Aunque para mí el cine estaba sobre todo hecho de actores y actrices, debo tener presente también que, como para todos los espectadores italianos, sólo existía la mitad de todos los actores y las actrices, es decir, sólo la figura y no la voz, sustituida por la abstracción del doblaje, por una dicción convencional y extraña e insípida, no menos anónima que los subtítulos impresos que en los otros países (o por lo menos en aquellos donde los espectadores son considerados mentalmente más ágiles) informa sobre lo que las bocas comunican con toda la carga sensible de una pronunciación personal, de una sigla fonética hecha de labios, de dientes, de saliva, hecha sobre todo de diferentes procedencias geográficas del caldero norteamericano, en una lengua que a quien la entiende le revela matices expresivos y para quien no la entiende tiene un algo más de potencialidad musical (como la que hoy escuchamos en los films japoneses o también en los suecos). El convencionalismo del cine norteamericano me llegaba pues doblado (con perdón del equívoco) por el convencionalismo del doblaje, que sin embargo formaba parte, a nuestros oídos, del encantamiento del film, inseparable de aquellas imágenes. Señal de que la fuerza del cine nació muda, y la pababra ‑por lo menos para los espectadores italianos‑ siempre fue sentida como una superposición, una leyenda en letras de imprenta. (Por lo demás los films italianos de entonces, si no estaban doblados era como si lo estuviesen. Si no hablo de ellos, a pesar de haberlos visto casi todos y de recordarlos, es porque contaban muy poco, para bien o para mal, y en esta disquisición sobre el cine como otra dimensión del mundo no podría darles entrada.)
En mi asiduidad de espectador de films norteamericanos había algo de la obstinación del coleccionista, para quien todas las interpretaciones de un actor o de una actriz eran como sellos de una serie que yo iba pegando en el álbum de mi memoria, colmando poco a poco las lagunas. He nombrado hasta ahora a divas y divos famosos pero mi coleccionismo se extendía al tropel de los actores de repareo que en aquel tiempo eran un ingrediente necesario de todos los films, especialmente en los papeles cómicos, como Everett Horton o Frank Morgan, o en los papeles de «malo», como John Carradine o Joseph Calleja. Era un poco como en las comedias de máscaras, en las que cada papel es previsible, y al leer los nombres del cast ya sabía que Billie Burke sería la señora un poco evaporada, Aubrey Smith el coronel ceñudo, Mischa Auer el tramposo tronado, Eugene Pallette el millonario, pero me esperaba también la pequeña sorpresa de reconocer una cara conocida en un papel donde no se la espera, quizá maquillada de otra manera. Conocía los nombres de casi todos, incluso del que hacía siempre de susceptible portero de hotel (Hugh Pagborne), y del que hacía siempre de barman resfriado (Armetta); y de otros, cuyos nombres no recuerdo o nunca llegué a saber, recuerdo las caras, por ejemplo de los diversos mayordomos que eran una categoría en sí muy importante en el cine de entonces, tal vez porque ya se empezaba a sentir que la época de los mayordomos había terminado.
Erudición de espectador la mía, claro está, y no de especialista. Nunca podría comepetir con los eruditos profesionales en la materia (ni siquiera presentarme al concurso «Abandona o sigue») porque nunca he tenido la tentación de ayudar mis recuerdos consultanto manuales, repertorios filmográficos, enciclopedias especializadas. Estos recuerdos forman parte de un depósito mental propio donde no cuentan los documentos escritos, sino sólo el almacenamiento casual de las imágenes a lo largo de los días y los años, un depósito de sensaciones privadas que nunca he querido mezclar con los depósitos de la memoria colectiva. (De los críticos de aquel tiempo yo seguía a Filippo Sacchi, en el Corriere, muy fino y atento a mis actores favoritos, ‑más tarde‑ en el Bertoldo, a «Volpone», que era Pietro Bianchi, el primero que tendió un puente entre cine y literatura.)
Naturalmente toda esta historia se concentra en pocos años: mi pasión tuvo apenas tiempo de reconocerse y liberarse de la represión familiar, cuando fue sofocada bruscamente por la represión estatal. De pronto (creo que fue en 1938), Italia, para extender su autarquía al campo cinematográfico, decretó el embargo de los films norteamericanos. No era exactamente una cuestión de censura: la censura, como de costumbre, daba o no daba el visto bueno a cada film, y los que no pasaban nadie los veía y punto. A pesar de la grosera campaña antihollywoodiana con que la propaganda del Régimen (que justo en aquel momento se iba alineando con el racismo hitleriano) acompañó la medida, la verdadera razón del embargo debía de ser el proteccionismo comercial para dejar sitio en el mercado a la producción italiana (y alemana). Con lo cual quedaron excluidas las cuatro productoras y distribuidoras norteamericanas más importantes ‑Metro, Fox, Paramount, Warner‑ (mis referencias son todas de memoria, me fío de la exactitud de registro de mi trauma), mientras films de otras compañías americanas como RK0, Columbia, Universal, United Artists (que ya antes eran distribuidas por sociedades italianas) siguieron llegando hasta fines de 1941, es decir hasta que Italia entrara en guerra contra Estados Unidos. Todavía me fue concedida alguna satisfacción aislada (más aún, una de las mayores: La diligencia) pero mi voracidad de coleccionista había sufrido un golpe mortal.
En comparación con todas las prohibiciones y obligaciones que el fascismo había impuesto, y las otras aún más graves que iba imponiendo por aquellos años de preguerra y de posguerra, el veto a los films norteamericanos era desde luego una privación menor o mínima, y yo no era tan tonto como para no saberlo, pero por vez primera me afectaba directamente a mí, que no había conocido otros años que los del fascismo ni sentido otras necesidades que aquellas que el ambiente donde vivía podía sugerir y satisfacer. Era la primera vez que me quitaban un derecho del que gozaba, más que un derecho, una dimensión, un mundo, un espacio de la mente; y sentí esa pérdida como una opresión cruel que encerraba en sí todas las formas de opresión que conocía sólo de oídas o por haberlas visto. padecer a otras personas. Si aún hoy puedo hablar de ellas como de un bien perdido es porque algo desapareció así de mi vida para no reaparecer nunca más. Terminada la guerra, muchas otras cosas habían cambiado: yo había cambiado y el cine se había convertido en otra cosa, otra cosa en sí mismo y otra cosa en relación conmigo. Mi biografía de espectador se reanuda pero es la de otro espectador que ya no es solamente espectador.
Con tantas otras cosas en la cabeza, si volvía con el recuerdo al cine hollywoodiano de mi adolescencia, me parecía una cosa pobre: no era una de las épocas heroicas del mudo o de los comienzos del cine hablado, el apetito por los cuales nació de mis primeras exploraciones en la historia del cine. También mis recuerdos de la vida de aquellos años habían cambiado, y muchas cosas que había considerado como lo insignificante cotidiano, ahora se coloreaban de significado, de tensión, de premonición. En una palabra, que al reconsiderar mi pasado, el mundo de la pantalla se me revelaba mucho más pálido, más previsible, menos emocionante que el mundo de fuera. Ciertamente, siempre puedo decir que la vida de provincia gris y trivial era lo que me había empujado hacia los sueños de celuloide, pero sé que recurro a un lugar común que simplifica mucho la complejidad de la experiencia. Es inútil que ahora explique cómo y por qué la vida provinciana que me rodeó durante la infancia y la adolescencia estaba hecha de excepciones a la regla, y la tristeza y la acidia, si las había, estaban dentro de mí, no en el aspecto visible de las cosas. E incluso el fascismo, en un lugar donde no se percibía la dimensión masiva de los fenómenos, era un conjunto de caras singulares, de comportamientos individuales, por lo tanto no una capa uniforme como una rnano de asfalto, sino (para los ojos desencantados de un muchacho que miraba mitad desde fuera mitad desde dentro) un elemento más de contraste, un fragmento del puzzle que por su contorno deforme era más difícil de hacer coincidir con los otros, un film cuyo comienzo había perdido y al que no era capaz de imaginarle el final. ¿Qué había sido entonces el cine, en ese contexto, para mí? Yo diría: la distancia. Respondía a una necesidad de distancia, de dilatación de los límites de lo real, de ver abrirse alrededor dimensiones inconmensurables, abstractas como entidades geométricas, pero también concretas, absolutamente llenas de caras y situaciones y ambientes, que establecían con el mundo de la experiencia directa una red propia (abstracta) de relaciones.
Desde la posguerra en adelante el cine ha sido visto, discutido, hecho, de un modo completamente diferente. No sé cuánto cambió nuestro modo de ver el mundo el cine italiano de la posguerra, pero desde luego cambió nuestro modo de ver el cine (cualquier cine, incluso el norteamericano). No hay un mundo dentro de la pantalla iluminada en el interior de la sala oscura, y fuera otro mundo heterogéneo separado por una discontinuidad neta, océano o abismo. La sala oscura desaparece, la pantalla es una lente de aumento enfocada en el fuera cotidiano y obliga a mirar aquello en lo cual el ojo desnudo tiende a deslizarse sin detenerse.
Esta función tiene ‑puede tener‑ su utilidad, pequeña o mediana, o en algún caso enorme. Pero la necesidad antropológica, social, de la distancia, no la satisface.
Después (para retomar el hilo de la biografía individual) entré rápidamente en el mundo del papel escrito, que a lo largo de alguno de sus márgenes confina con el mundo del celuloide. Oscuramente sentí en seguida que, en nombre de mi viejo amor por el cine, debía preservar mi condición de puro espectador, y que perdería sus privilegios si me pasaba del lado de los que hacen los films. Nunca tuve, por otra parte, la tentación de hacer la prueba. Pero como la sociedad italiana tiene poco espesor, uno se encuentra en el restaurante con los que hacen cine, todos conocen a todos, cosa que ya quita a la condición de espectador (y de lector) buena parte de su fascinación. Añádase el hecho de que Roma se convirtió por un breve tiempo en un Hollywood internacional, y que entre las cinematografías de los distintos países pronto cayeron las barreras: en fin, que el sentido de la distancia se perdió en todas sus acepciones.
Y sin embargo yo sigo yendo al cine. El encuentro excepcional entre el espectador y una visión filmada siempre puede producirse, por obra del arte o del azar. En el cine italiano se puede esperar mucho del genio personal de los directores, pero poquísimo del azar. Esta debe de ser urea de las razones por las cuales a veces he admirado el cine italiano, a menudo lo he apreciado, pero nunca lo he amado. Siento que a mi placer de ir al cine le ha quitado más de lo que le ha dado. Porque este placer es evaluado no sólo con los «films de autor» con los cuales establezco una relación crítica de tipo «literario», sino con todo lo nuevo que puede aparecer en la producción media y menor, con la que trato de entablar nuevamente una relación de puro espectador.
Tendría que hablar entonces de la comedia satírica de costumbres que a lo largo de los años sesenta constituyó la producción italiana media tipo. En la mayoría de los casos la encuentro detestable, porque cuanto más despiadada quiere ser la caricatura de nuestros comportamientos sociales, más complaciente e indulgente se revela; en otros casos la encuentro simpática y bonachona, con un optimismo que sigue siendo milagrosamente auténtico, pero entonces siento que no me hace avanzar en el conocimiento de nosotros mismos. En una palabra, mirarnos directamente a los ojos es difícil. Es justo que la vitalidad italiana encante a los extranjeros pero que a mí me deje frío.
No es casual que entre nosotros haya surgido una producción artesanal de calidad constante y de originalidad estilística con el western a la italiana, es decir como rechazo de la dimensión en la que el cine italiano se había afirmado y detenido. Y como construcción de un espacio abstracto, deformación paródica de una convención puramente cinematográfica. (Pero de esta manera también dice algo de nosotros, como psicología de masas: de lo que representa para nosotros el western, de cómo integramos y corregimos el mito para poner en él lo que llevamos dentro.)
De modo que también yo, para recrearme el placer del cine, tengo que salir del contexto italiano y volver a ser un puro espectador. En las salas estrechísimas y malolientes de los studios del Barrio Latino puedo repescar los films de los años veinte o treinta que yo creía haber perdido para siempre, o dejarme agredir por la última novedad tal vez brasileña o polaca llegada de ambientes de los que nada sé. En una palabra, o voy a buscar los viejos films que me iluminen sobre mi prehistoria, o los que son tan nuevos que quizá puedan indicarme cómo será el mundo después de mí. E incluso en este sentido son siempre los films norteamericanos ‑hablo de los más nuevos‑ los que tienen algo más inédito que comunicar: aún hoy sobre las autopistas, los drugstores, las caras jóvenes o viejas, el modo de moverse a través de los lugares y de gastar la vida.
Pero lo que ahora da el cine ya no es la distancia: es la sensación irreversible de que todo está próximo a nosotros, se nos arrima, se nos echa encima. Y esta observación desde más cerca puede ejercerse en un sentido exploratorio‑documental o en un sentido introspectivo, las dos direcciones en que podemos definir hoy la función cognitiva del cine. Una es la de dar una fuerte imagen del mundo exterior a los que por alguna razón objetiva o subjetiva no conseguimos percibirlo directamente; la otra es la de obligarnos a vernos y a ver nuestro existir cotidiano de una manera que cambie algo en nuestras relaciones con nosotros mismos. Por ejemplo la obra de Federico Fellini es la que más se aproxima a esta biografía de espectador que él mismo me ha convencido que escribiera, sólo que en él la biografía se ha convertido a su vez en cine, en el fuera que invade la pantalla, la oscuridad de la sala que se invierte en el cono de luz.
La autobiografía que Fellini ha proseguido ininterrumpidamente desde Los inútiles hasta hoy, me toca de cerca no sólo porque en cuanto a edad nos separan unos pocos años, y no sólo porque venimos ambos de una ciudad de la costa, él adriática y yo ligure, donde la vida de los muchachos ociosos se asemejaba bastante (aunque mi San Remo se diferenciaba mucho de su Rímini, por ser una ciudad de frontera con un casino, y entre nosotros la bifurcación entre el verano balneario y la «estación muerta» del invierno fue percibida como tal sólo en los años de la guerra), sino porque detrás de toda la miseria de los días pasados en el café, del paseo hasta el muelle, del amigo que se disfraza de mujer y después se emborracha y llora, reconozco una juventud insatisfecha de espectadores cinematográficos, de una provincia que se juzga a sí misma en relación con el cine, en la confrontación constante con ese otro mundo que es el cine.
La biografía del héroe felliniano ‑que el director retoma cada vez desde el comienzo‑ es en este sentido más ejemplar que la mía porque el joven abandona la provincia, va a Roma y pasa al otro lado de la pantalla, hace cine, se vuelve cine él mismo. El film de Fellini es cine al revés, aparato de proyección que se traga la platea y cámara filmadora que vuelve las espaldas al set, pero los dos polos son siempre interdependientes, la provincia adquiere un sentido al ser recordada desde Roma, Roma adquiere un sentido al haber llegado a ella desde la provincia, entre las monstruosidades humanas de la una y de la otra se establece una mitología común que gira en torno a gigantescas deidades femeninas como la Anita Ekberg de La dolce vita. A sacar a la luz y a clasificar esta convulsa mitología apunta el trabajo de Fellini, con el autoanálisis de Ocho y medio en el centro como una espiral atestada de arquetipos.
Para definir más exactamente cómo ocurrieron las cosas, hay que tener presente que en la biografía de Fellini la inversión de los papeles de espectador a director es precedida por la de lector de semanarios humorísticos a dibujante y colaborador de los mismos. La continuidad entre el Fellini dibujante‑humorista y el Fellini cineasta está dada por el personaje de Giulietta Masina y por toda la especial «zona Masina» de su obra, esto es de una poesía enrarecida que engloba la esquematización figurativa de los dibujos humorísticos y se extiende ‑a traves de las plazas de pueblo de La strada‑ al mundo del circo, a la melancolía de los clowns, uno de los motivos más insistentes del teclado felliniano y más ligados a un gusto estilístico retrofechado, es decir corresponde a una visualización infantil, desencarnada, precinematográfica, de un mundo que es «otro». (Ese «otro» mundo al que el cine confiere una ilusión de carnalidad que confunde sus fantasmas con la carnalidad atrayente‑repulsiva de la vida.)
Y no es casualidad que el film‑análisis del mundo de la Masina, Julieta de los espíritus, tenga como referencia figurativa y cromática declarada las tiras cómicas coloreadas del Corriere dei Piccoli: es el mundo gráfico de la prensa ilustrada de gran difusión que reivindica su autoridad visual especial y su estrecho parentesco con el cine desde sus orígenes.
En ese mundo gráfico, el semanario humorístico, territorio, creo, aún virgen para la sociología de la cultura (alejado como está de los itinerarios entre Frankfurt y Nueva York), debería ser estudiado como canal indispensable casi tanto como el cine para definir la cultura de masa de la provincia italiana entre las dos guerras. Y habría que estudiar (si aún no se ha hecho) el vínculo entre revista humorística y cine italiano, aunque sólo sea por el lugar que ocupa en la biografía de otro, y más viejo, de los padres fundadores de nuestro cine: Zavattini. La aportación de la revista humorística (tal vez más que las de la literatura, la cultura figurativa, la fotografía sofisticada, el periodismo irreverente) es la que proporciona al cine italiano un tipo de comunicación con el público ya sometido a prueba, como estilización de figuras y de relato.
Pero la relación de Fellini director se establece no sólo con la zona del humorismo «poético», «crepuscular», «angélico», dentro de la cual se había situado con sus tiras cómicas y sus textos juveniles, sino también con el aspecto más plebeyo y romanesco que caracterizaba a otros dibujantes del Marc' Aurelio, por ejemplo Attalo, que representaba la sociedad contemporánea de un modo tan desagradable y deliberadamente vulgar, con un trazo de pluma tan desairado y casi grosero que excluía cualquier ilusión consoladora. La fuerza de la imagen en los films de Fellini, tan difícil de definir porque no encuadra en los códigos de ninguna cultura figurativa, tiene sus raíces en la agresividad redundante e inarmónica de la gráfica periodística. Esa agresividad capaz de imponer en todo el mundo cartoons y strips que cuanto más marcados por una estilización individual tanto más comunicativos resultan a nivel de masas.
Fellini nunca ha perdido esta matriz de comunicativa popular, ni siquiera cuando su lenguaje se vuelve más sofisticado. Por lo demás su antiintelectualismo programático nunca ha aflojado: el intelectual es siempre para Fellini un desesperado que en el mejor de los casos se ahorca como en Ocho y medio, y cuando pierde el rumbo como en La dolce vita, se suicida de un tiro después de matar a sus hijos. (En Fellini‑Roma se da la misma elección en tiempos del estoicismo clásico.) Según intenciones declaradas de Fellini, a la árida lucidez intelectual raciocinante se contrapone un conocimiento espiritual, mágico, de religiosa participación en el misterio del universo: pero en el plano de los resultados, ni uno ni otro término, tienen, creo, un realce cinematográfico lo bastante fuerte. Queda en cambio, como constante defensa contra el intelectualismo, la naturaleza sanguínea de su instinto del espectáculo, la truculencia elemental de carnaval y de fin del mundo que su Roma de la Antigüedad o de nuestros días infaltablemente evoca.
Lo que tantas veces se ha definido como el barroquismo de Fellini reside en su constante forzar la imagen fotográfica en la dirección que lleva de lo caricaturesco a lo visionario. Pero siempre teniendo presente una representación bien precisa como punto de partida que debe encontrar su forma más comunicativa y expresiva. Y esto es para nosotros los de su generación particularmente evidente en las imágenes del fascismo que en Fellini, por grotesca que sea la caricatura, tienen siempre un sabor de verdad. El fascismo que en el curso de veinte años tuvo tantos climas psicológicos diferentes, así como de un año a otro cambiaban los uniformes: y Fellini pone siempre los uniformes justos y el clima psicológico justo de los años que está representando.
La fidelidad a lo verdadero no debería ser un criterio de juicio estético, y sin embargo cuando veo los films de los directores jóvenes que se complacen en reconstruir la época fascista indirectamente, como un escenario histórico‑simbólico, no puedo sino sufrir. En los cineastas jóvenes más prestigiosos, en especial, todo lo que tiene que ver con el fascismo es sistemáticamente desentonado, tal vez conceptualmente justificable pero falso en el plano de las imágenes, como si ni por casualidad consiguieran dar en el blanco. ¿Querrá decir que la experiencia de una época no es transmisible, que inevitablemente se pierde un tejido sutil de percepciones? ¿O querrá decir que las imágenes a través de las cuales los jóvenes se representan la Italia fascista y que son sobre todo las que los escritores han (hemos) dado, imágenes parciales que presuponían una experiencia de todos, perdida esa referencia común no son ya capaces de evocar el espesor histórico de una época? En cambio en Fellini basta que en Los clows el cómico jefe de estación a quien los jóvenes pedorrean llame a un miliciano de bigotes negros y que desde el tren espectral los brazos de los muchachos se alcen en un silencioso saludo romano, para que se reconstruya pleno, inconfundible, el clima de la época. O basta que por la platea del teatrito de variedades de Fellini‑Roma pase el lúgubre sonido de la alarma aérea.
Probablemente en cuanto se refiere a precisión de evocación obtenida a través de la exasperación de la caricatura se vea el mismo resultado en las imágenes de la educación religiosa, que para Fellini parece haber sido un trauma fundamental, a juzgar por la reiterada aparición de sacerdotes aterradores, de un horror francamente fisiológico. (Pero aquí no tengo competencia para juzgar: sólo he conocido la represión laica, más interiorizada y de la que es menos fácil liberarse.) A la presencia de una escuela‑iglesia represiva, Fellini contrapone otra, más vaga, de una iglesia mediadora de los misterios de la naturaleza y del hombre, que no tiene rasgos, como la monja enana que tranquiliza al loco trepado al árbol en Amarcord, o que no responde a las preguntas del hombre en crisis, como el viejísimo monseñor que habla de los pájaros en Ocho y medio, desde luego la más sugestiva, inolvidable imagen del Fellini religioso.
Así Fellini puede avanzar mucho por el camino de lo visualmente repugnante, pero en el camino de la repugnancia moral se detiene, recupera lo monstruoso en beneficio de lo humano, en beneficio de la indulgente complicidad carnal. Tanto la provincia poltrona como la Roma fábrica de cine son jirones del infierno, pero son también al mismo tiempo deleitosos países de cucaña. Por eso Fellini consigue perturbar hasta el fondo: porque nos obliga a admitir que lo que más quisiéramos alejar nos es intrínsecamente próximo.
Como en el análisis de la neurosis, pasado y presente mezclan sus perspectivas; como en el desencadenamiento del ataque histérico, se exteriorizan en espectáculo. Fellini hace del cine la sintomatología del histerismo italiano, ese particular histerismo familiar que antes de él era representado como un fenómeno sobre todo meridional y que él, desde ese lugar de mediación geográfica que es su Romaña, redefine en Amarcord como el verdadero elemento unificador del comportamiento italiano. El cine de la cercanía absoluta es la inversión radical del cine de la distancia que había alimentado nuestra juventud. En el tiempo estrecho de nuestras vidas todo permanece allí, angustiosamente presente; las primeras imágenes del eros y las premoniciones de la muerte nos llegan en cada sueño; el fin del mundo ha empezado con nosotros y no da señales de terminar; el film del que nos hacíamos la ilusión de ser los únicos espectadores es la historia de nuestra vida.

Federico Fellini y Giulietta Masina

n UNA VISIÓN DE FELLINI. Por Guillermo Cabrera Infante

Una cita de Del amor se convirtió en mi primer encuentro con el cine de Federico Fellini y la metamorfosis de Stendhal: La strada es un espejo que se pasea a lo largo de un camino. La película surgió, simplemente de una visión de Fellini. Un día se detuvo en una carretera y divisó una carreta detenida en un claro. Fellini penetró en el bosque y vio junto a la carreta una pareja de gitanos. Arrimados a un fuego los gitanos, un hombre y una mujer, comían en cuclillas y en silencio. Terminaron de comer y la mujer guardó las vasijas. En todo el tiempo no habían hablado palabra.
Los críticos condenaron una vez a Fellini de no tener nada que decir. El cine es precisamente el arte de no tener nada que decir. De ahí su influencia en la novela moderna. ¿Qué tiene que decir, por ejemplo, El acorazado Potemkin? Unos marinos rusos encuentran que sus raciones, rancias, saben a queso de Limburgo y en ellas anidan unos gusanos blancos. En protesta se amotinan pidiendo un mejor menú. Las consecuencias del motín es que otros acorazados, tal vez con mejor comida, imponen el orden zarista a cañonazos. El resultado es que, como relata Borges, tres leones de mármol sufren al hacerse añicos. Hay más ejemplos ilustres, pero ¿para qué seguir? El cine está hecho de banalidad de otras artes y la mayoría de las películas ni se pueden contar. Ésa es la grandeza del cine americano, del expresionismo alemán y, ¿por qué no decirlo?, de las películas de Fellini, aún las que cuentan con textos canónicos como El satiricón y Las aventuras del caballero Giacomo Casanova. Ocho y medio por ejemplo, es toda forma y a la vez una experiencia gárrula en un contexto absolutamente visual. Es, además, la mejor película italiana de los últimos treinta años. Los críticos, de nuevo, condenaron a Fellini por haber hecho cine autobiográfico. Pero, ¿qué cosa es El ciudadano Kane? Fellini supo extender su biografía a artebiografía, con elementos que vienen de su vida y se transforman en autobiografía. Cuentan que Fellini de niño se escapó de casa para unirse a un circo. Ese circo, por supuesto, es el cine. Como Noé el cineasta ha poblado su arca con animales varios. Fellini ha sido acusado de relapso (por la curia), un reaccionario (por la comuna, de París a Moscú), misógino (por las feministas) y hasta algunos machistas lo han acusado de homófobo por su versión del Satiricón. Nadie ha declarado que para ver la vida a través del cine sólo tiene dos contrincantes: Orson Welles y Alfred Hitchcock. El cine moderno sería otro de no haber existido Fellini y su colección de grotescos vistos por una cámara amable, amorosa. Películas tan distintas como All that Jazz y Radio Days, para no mencionar un casi plagio del mismo Woody Allen, Stardust Memories, o el final de la mediocre Honeymoon en Vegas, son vistas con la visión de Fellini. Bob Fosse murió a tiempo, pero uno tiembla en la luneta al pensar en un Woody Allen sin Fellini. Sería el judío errando en busca de Bergman.
Fellini fue vago de afición, caricaturista de profesión y corrector de pruebas. Éste último empleo le permitió pintar con precisión los esclavos de las galeras del Satiricón. Es curioso que un bombardeo aliado que destruyó la posibilidad de ser soldado del Duce (a la fuerza), lo condujera ese mismo año a casarse con Giulietta Massina, attrice. El raid aliado impidió que Fellini fuera un fascista, como fueron todos los grandes directores del cine italiano de posguerra. Tal vez sea la razón por la que Roberto Rossellini contratara a Fellini para escribir el guión de Roma, ciudad abierta, cinta oportunamente antifascista. La Roma real permitió que Fellini entrara a la Roma del cine. Su cine, a partir de su primera película a dúo, Luces de variedades, es personal y pasional y tiene un gusto grande por la caricatura.
El sheik blanco fue la primera película de Fellini, un homenaje a los fumetti, el verdadero cine popular de entonces aunque las imágenes nunca se movieran. Se le conocía como la comistrippa, una suerte de Corín Tellado avant la lettre. En El sheik blanco entre fantasías eróticas y comentarios sociales, sexuales encontramos por primera vez al verdadero Fellini, il vero vate.
Luego vino, en 1953, su gran éxito comercial, I vitelloni, su memorable encuentro con Alberto Sordi que tiene un bocadillo todo boca: «Lavoratori», grita Sordi a toda voz y después produce una trompetilla que se oyó en todas partes. Es una lástima que por su vanidad (Fellini se creía buen mozo) Sordi no fuera su alter ego. Lo fue el galán Marcello Mastrioianni en La dolce vita, la película y un nombre, papparazzo, a una profesión: fotógrafos, periodistas chismosos –el destino que habría sido el de Fellini de no haber existido el cine.
¿Es ésta mi película de Fellini favorita? Aunque hay un Cristo de cemento que levita con auxilio de un helicóptero y un mambo, Patricia, que fue como un himno a las mamas mayúsculas de Anita Ekberg, La dolce no se sostiene en una visión actual. Mis películas suyas preferidas son Ocho y Medio, Amarcord (Proust a la italiana) y La nave va, una película que es una visión de la ópera cantada por un rinoceronte.
Fellini es el último de los grandes directores de cine italianos, tal vez el más grande, por lo menos el más divertido y diverso. A Fellini hay que decirle ahora como lo saluda y lo despide Anna Magnani:
Al abrir y cerrar la puerta negra como un final en Roma: «Ciao, Federico».
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Federico Fellini y Giulietta Masina

Los diálogos:
"En el cine los diálogos no son importantes para mí. La utilidad del diálogo es únicamente facilitar información a los espectadores, y creo que en el cine es mejor utilizar otros elementos para eso, como la iluminación, los objetos, el decorado en que se produce la acción, porque contienen mucha más carga de expresión que una serie de páginas y más páginas de diálogos".

Las películas:
"Creo que hago películas porque no sé hacer otra cosa. Desde que grité por primera vez: '¡Cámara! ¡Acción! ¡Corten!', me pareció que lo había estado haciendo siempre, que no hubiera podido hacer otra cosa y que aquello era yo y aquella era mi vida. Por eso, al hacer cine no me propongo otra cosa que seguir esa inclinación natural de contar historias que me gustan. No podría haber vivido sin hacer películas. Si hay que tener remordimientos (cosa que, entre paréntesis, no creo), yo tengo el remordimiento de no haber hecho más películas. Quisiera haber hecho de todo lo que se mira: documentales, anuncios publicitarios, emisiones infantiles, funciones de marionetas en los jardines públicos...".

El Neorrealismo:
"Para mi el neorrealismo es una manera de ver la realidad sin prejuicios, sin convicciones entre ella y yo, afrontarla sin ideas preconcebidas, mirándola de forma honesta, sea la realidad que sea. No solo la social, sino también la espiritual y la metafísica, en resumen: Todo lo que hay en el interior del hombre".

La dolce vita:
"Comprendo que 'La dolce vita' constituyó un fenómeno que trascendió la película en sí. El título de la película no tenía ninguna intención moralista ni denigrante. Sólo significaba que, a pesar de todo, la vida tiene su dulzura profunda de la que no se puede renegar. Creo que jamás tuve la intención lúcida de denunciar, criticar, fustigar, satirizar. No me enardecía la intolerancia ni el desdén ni la rabia. No quería acusar a nadie. No hay un fin. No hay un comienzo. Sólo hay la infinita pasión de la vida".

El fascismo:
"El fascismo es el entorpecimiento de la inteligencia, un condicionamiento que sofoca la imaginación y cualquier tipo de autenticidad. La forma de ser un fascista, tanto psicológica como emocionalmente, es ser una persona violenta, ignorante, exhibicionista y pueril. Yo considero al fascismo como una degeneración a nivel histórico de una temporada individual (que es la adolescencia), donde el joven se corrompe a si mismo y prolifera con la habilidad de evolucionar y convertirse en adulto. El fascista existe en todos nosotros. No podemos combatir en su contra sin identificarnos con nuestro ignorante, insignificante e impulsivo ser".

Amarcord
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"La historia sucede en lo que podría ser cualquier región de Italia en los treinta, bajo el control de la Iglesia y el Fascismo. Es el relato de la floja, impenetrable y encerrada existencia de las provincias italianas; de las perezosas, las poco visionarias y más bien ridículas aspiraciones enterradas ahí; la fascinante contemplación del mítico Rex mientras navegaba, inaccesible e inútil; el cine norteamericano con sus falsos prototipos; del 21 de abril, el nacimiento de Roma. La película quiere ser el retrato de esa provincia italiana y es por eso que el elemento que caracteriza más íntimamente el episodio del 'Federale' (el jerarca fascista) es el condicionamiento bufonesco, de teatralidad, de infantilidad, de sujeción a un poder titiritesco, a un mito ridículo, es justo el centro de la película, su clímax. El fascismo ha sido un modo de ver la vida desde un punto de vista no personal sino colectivo y, en cuanto motivo colectivo, la visita del 'Federale' es, independientemente de lo anecdótico e histórico, el verdadero fondo de toda la historia".

Fantasía e imaginación
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"El 'Diccionario Palazzi' dice lacónica y textualmente de la fantasía: 'Facultad imaginativa del hombre'. Entonces pensé consultar qué decía de la imaginación, pese a que según mi opinión ambas cualidades se diferencian notablemente o, mejor dicho, son dos fases, dos momentos distintos de una misma función. A mí me parece que la imaginación, la imagen, es un producto psíquico, la materia prima del subconsciente, que éste libera y envía a la superficie, de acuerdo con ritmos, temperaturas y exigencias individuales. El 'Palazzi' añade a la palabra 'imaginación' una larga y sugestiva lista de sinónimos, derivados y consanguíneos: fantasía, alucinación, rareza, capricho, concepción, conjetura, contemplación, castillos en el aire, delirio, desvarío, ficción, extravagancia, idea, ilusión, invención, hipótesis, inspiración, espejismo, pensamiento, percepción, presentimiento, extrañeza, suposición, e incluso antojo. Puede que la fantasía sea una especie de limbo, de frontera, de zona, de dimensión propiamente fantástica donde hacemos vivir lo que deseamos. O también, la fantasía es una atmósfera impalpable e indefinible, una gran pantalla en la cual viven y se componen historias, personajes y sueños".

El hombre creativo:
"Un hombre creativo es aquél que se coloca entre los cánones consoladores, reconfortantes, de la cultura consciente y el inconsciente, el magma original, la oscuridad, la noche, el fondo del mar. Son estas llamadas, esta mediumnidad, las que hacen al hombre creataivo. Un hombre creativo habita, se sitúa, vive en esa zona, para operar una transformación, símbolo de vida; y lo que pone en juego es su propia vida o su salud mental".

n EL ARTE ES UN MILAGRO, DIJO FELLINI

Federico Fellini, guionista y director de cine italiano, nació en Rímini el 20 de enero de 1920. En 1939 se instaló en Roma, donde trabajó como periodista, escritor y dibujante. Su primera incursión en el mundo del cine fue en 1939, escribiendo los guiones de varias películas de Mario Mattoli (1898-1980) y Mario Bonnard (1889-1965), aunque la notoriedad llegó en 1945 cuando colaboró con el director Roberto Rosellini (1906-1967) en el guión de "Roma, cittá aperta" (Roma, ciudad abierta). Después trabajó como guionista y ayudante de dirección de diversas películas antes de codirigir con Alberto Lattuada (1914-2005) "Luci di varietá" (Luces de variedades) en 1950.A partir de allí comenzó una larga y fructífera carrera como director filmando piezas de antología como "La strada" (1954), "La dolce vita" (1960), "Fellini Satyricon" (1969), "Amarcord" (1973) y "Casanova" (1976). En la base de su estética cinematográfica se encuentra la escritura como punto de partida de la creación artística y la construcción literaria de la narración en imágenes. Fellini fue uno de los muy escasos directores que casi siempre trabajaron con guiones originales.
De sus numerosísimas entrevistas han quedado algunas consideraciones muy valiosas:"Una obra de arte surge en la forma que sólo le es propia a ella; considero monstruosa, ridícula, perversa cualquier tipo de transposición. Por lo general, prefiero material original, escrito especialmente para el cine. Creo que el cine no necesita en absoluto de la lite­ratura, sólo necesita autores cinematográficos, es decir, personas que se expresen en ritmos y cadencias que son propios del cine. El cine es un arte autónomo, que no depende de transposiciones a un nivel que, en el mejor de los casos, será siempre sólo ilustrativo. Toda obra de arte vive en la dimensión en la que fue concebida y encontró su expresión. ¿Qué se encuentra en un libro? Situaciones. Pero las situaciones en sí no tie­nen ningún significado. Lo que cuenta es la emoción con la que se las representa, la fantasía, la atmósfera, la luz, es decir, en última instancia, la interpretación de estos hechos. Y la interpretación literaria de los hechos no tiene nada que ver con su interpretación fílmica. Son dos medios de expresión totalmente diferentes".
"No voy nunca al cine, pero cuando voy, sólo me interesa la historia de fondo. Nunca presto atención a los movimientos de la cámara, a los primeros planos. No conozco los clásicos del cine (y sé que no debería confesarlo). De niño me gustaba ir al cine por el am­biente: me gustaba el ruido de la sala, el olor a pipí de niño, la salida de emergencia, y el mo­mento en que la gente, después de la película, llegaba a la calle, ver a los hombres y las mujeres aturdidos todavía por el espectáculo y sorprendidos por el frío, en cierto ambiente de fin del mundo, de desaire".
"En el cine los diálogos no son importantes para mí. La utilidad del diálogo es únicamente fa­cilitar información a los espectadores, y creo que en el cine es mejor utilizar otros elementos pa­ra eso, como la iluminación, los objetos, el decorado en que se produce la acción, porque contie­nen mucha más carga de expresión que una serie de páginas y más páginas de diálogos".
"No podría haber vivido sin hacer películas. Si hay que tener remordimientos (cosa que, entre paréntesis, no creo), yo tengo el remordimiento de no haber hecho más películas. Quisiera ha­ber hecho de todo lo que se mira: documentales, anuncios publicitarios, emisiones infantiles, funciones de títeres en los jardines públicos".
"La imbecilidad y la mediocridad de los productores de cine me han ayudado, en definitiva, a tomar conciencia sobre la naturaleza y la importancia de mi trabajo y a buscar un equilibrio sin el cual habría caído en un idealismo, en un desconocimiento de los problemas prácticos de cada día, a veces muy tontos, que constituyen la realidad del cine".
"¿Ha pasado alguna vez toda una tarde de domingo delante del televisor? A través de las diversas emisiones circula una atmósfera de relajo dominical llena de buena voluntad, una especie de ambiente de fiesta. Pero todo eso subraya ejemplarmente el carácter lúgubre, depresivo e hipnótico que caracteriza a todos los espacios televisivos. Y el telespectador cae en un tipo de distracción propio de un atardecer irreal y tonto, como el que se vive en las salas de conversa­ción de los asilos, los hospitales, los hospicios y los demás sitios en los que la vida ha quedado en cierto modo interrumpida, alienada, decepcionada, ausente".
"El compromiso y la militancia política creo que impiden el desarrollo integral de las personas. Mi antifascismo es biológico. No podré olvidar jamás el aislamiento en que estuvo Italia durante veinte años. Hoy tengo una profunda aversión -y en este punto sé que soy vulnerable- hacia todas las ideas que pueden traducirse en fórmulas políticas. Estoy comprometido con la independencia respecto a los partidos. Y eso que me encanta comprometerme a fondo con las cosas frívolas y de hecho me comprometo muy a fondo con todo lo que hago".
"Nunca he descripto más que derrotas. ¿Mis películas, qué otra cosa son? Pero al finalizar, aún cuando terminen mal, uno ha cobrado nuevas fuerzas. Creo que el arte es esto, la posibilidad de transformar la derrota en una victoria, la tristeza en felicidad. El arte es un milagro".
Después de filmar dos docenas de películas y obtener cinco premios Oscar e innumerables distinciones en diversos festivales, el que fuera uno de los fundadores del neorrealismo cinematográfico falleció en Roma el 31 de octubre de 1993.

Fuente: eljineteinsomne2.blogspot.com
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Federico Fellini y Giulietta Masina, durante el rodaje de "La Strada"
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n FEDERICO FELLINI. EL CIRCO DE LAS ILUSIONES

Considerado uno de los artífices de la modernidad cinematográfica, el cineasta Federico Fellini (Rímini, 1920 - Roma, 1993) altera en su obra las reglas de la narración, deconstruye el relato y reconcibe el cine con absoluta libertad. Su filmografía constituye un mundo particular, privado y personal, de imágenes líricas y poéticas, erigiéndose en una valiente defensa de la imaginación como categoría cognoscitiva y comprensiva válida.
A los diecinueve años, Federico Fellini abandonaba Rímini para partir a la conquista de Roma. Inició su carrera trabajando como caricaturista para diversos periódicos satíricos, pero no tardó en lanzarse a escribir y, en la década de 1940, colaboró en la redacción de numerosos guiones de películas.
Por ejemplo, trabajó junto a su amigo Roberto Rossellini en Roma, ciudad abierta (1945) antes de debutar como director con Luces de variedades (1950).
Algunos años más tarde, lograría el reconocimiento internacional gracias al Óscar que obtuvo por La strada (1954). A los cuarenta años, Fellini provocó una gran polémica con La dolce vita (1960). La Iglesia, que hasta entonces le había apoyado (considerándole incluso un cineasta católico), se indignó al estrenarse el filme, que tachó de decadente y blasfemo.
Fellini continuó su carrera de forma totalmente libre, al margen de las tendencias. Alteró las reglas de la narración, deconstruyó el relato, reinterpretó el cine. La película 8 ½ (1963) supuso un nuevo giro: sus cuestionamientos sobre la creación y su reflexión sobre el cine le llevaron a superar las fronteras de lo real para explorar el mundo de lo imaginario. Los recuerdos de infancia, el inconsciente y los sueños empezaron a tomar relevancia en su obra. Su biografía continuó siendo uno de sus temas recurrentes, pero a partir de ahí no dudó en interpretar su propio papel (Apuntes de un director, Los clowns, Roma, Entrevista).
Cultura popular

Al llegar a Roma, Federico Fellini se gana la vida como caricaturista trabajando para diversos periódicos satíricos, como 420, Marc’Aurelio o Il Travaso. Fellini traslada al papel un mundo con cierto aire de espectáculo circense, poblado de rostros extraños y mujeres de generosas formas. Simultáneamente, inicia su carrera como guionista y poco después como director, y pese a ello, nunca dejará definitivamente de dibujar. Para expresarse, Fellini utilizará el dibujo para ilustrar a sus colaboradores las situaciones que desea llevar a la pantalla o, a partir de los años sesenta, para dar forma a sus sueños.
A lo largo de toda su vida, Fellini se muestra fascinado por las tiras cómicas. Creado en 1934 por Lee Falk, el personaje de Mandrake, mago de variedades, encarna uno de los temas fellinianos más recurrentes: el espectáculo popular. El cineasta se lanza en repetidas ocasiones a la adaptación cinematográfica de las aventuras de Mandrake, pero sin éxito. Finalmente logra llevar a cabo el proyecto, aunque será a través de la prensa. Como invitado especial en el número de Vogue de diciembre de 1972, Fellini crea una fotonovela en la que Marcello Mastroianni interpreta el papel de Mandrake.
Cuando se le preguntaba sobre su próxima película, Fellini respondía: «Mastorna». Sin embargo, nunca llegó a realizar la historia de este hombre que descubre el más allá. Se rodaron las primeras escenas, pero Fellini cayó gravemente enfermo y el rodaje tuvo que suspenderse. Finalmente, Mastorna vio la luz en forma de cómic en 1992, en un proyecto firmado a medias con Milo Manara.
Otro atributo de la cultura popular presente en la filmografía de Fellini son los desfiles, que se muestran en todas sus formas: desde el desfile fascista hasta el de las prostitutas o los clowns. «Nacemos con tres imágenes: el rey, el duce y el papa», declaró. En sus películas podemos ver la ridícula arrogancia de unas paradas fascistas que atraviesan la escena a paso ligero, así como una mezcla de fascinación y sarcasmo en lo que concierne a la Iglesia.
De la misma manera, las películas de Fellini también contienen múltiples referencias a aspectos de la cultura popular, como la comida o la música. «Aquí todo se relaciona con la barriga y todo la hace crecer. […] Un espectáculo para devorar con la mirada, pero también la amenaza de toda una serie de miradas, bocas, rostros y cuerpos desbordantes ávidos de engullir». En Roma (1972), el cineasta recrea el ambiente tan típicamente romano de las terrazas en las calles, que se convierten en pintorescos lugares de encuentro y relaciones sociales.
En los sesenta, el rock toma la ciudad de Roma y se convierte en un verdadero fenómeno popular. En la escena de la velada en las termas de Caracalla de La dolce vita (1960), Anita Ekberg pide un rock, y veinte años después, en La ciudad de las mujeres (1980), Fellini se hace eco de un nuevo género musical que propaga su violencia entre los jóvenes: el rock duro. En Ginger y Fred (1986), el cineasta crea falsos conciertos de rock duro, que inserta en una pantalla de televisión, alternándolos con los falsos anuncios.
La mitología felliniana pasa también por el espectáculo de la ilusión. El circo y el espectáculo de variedades están presentes a lo largo de toda su obra, desde Luces de variedades (1950) hasta Los clowns (1970). «Este tipo de espectáculo basado en el encanto y el asombro, la fantasía, la bufonada, la fábula y la ausencia de significado intelectual es precisamente el espectáculo que va conmigo». En sus películas deambulan criaturas extrañas, herederos de la tradición artística de los grutescos (o grotescos), así como de los personajes salidos de la commedia dell’arte, que configuran el mundo según Fellini, a caballo entre el carnaval y la corte de los milagros. Antes de cada rodaje, Fellini se mantiene fiel a su método: «Pongo un pequeño anuncio en los periódicos con más o menos el siguiente texto: "Federico Fellini recibirá a todos aquellos que quieran verle." […] Acuden todos los locos de Roma, y la policía con ellos
[…]».
Fellini es contemporáneo del auge de la imagen mediática. Por ese motivo, otra de las constantes en la filmografía de Fellini es la aparición y el uso de los medios de comunicación: la prensa, la televisión, la publicidad, etc. En los años cincuenta, Roma empieza a ser conocida como «el Hollywood del Tíber». Por la noche, los fotógrafos se plantan frente a los bares y salas de fiestas esperando la salida de una artista con su nueva conquista colgada del brazo. Si la fotografía es buena, al día siguiente será portada. Así nace la prensa del corazón y esa nueva profesión que la alimenta. Y será Fellini quien dé nombre a esos ladrones de imágenes, a quienes llamará paparazzi; término que proviene del nombre de Paparazzo, fotógrafo en La dolce vita interpretado por Walter Santesso.
Un año después del escándalo de La dolce vita, Fellini propone a Anita Ekberg un extraño papel en una nueva película, Las tentaciones del doctor Antonio (1962). La actriz aparece tumbada en una gigantesca valla publicitaria, con un escote muy generoso, como reclamo para el consumo de leche. Fellini vuelve a explotar el tema de la moral y las buenas costumbres, contra las cuales atentan las imágenes del mundo moderno. Fellini también parodia la publicidad. En Ginger y Fred (1986) realiza falsos anuncios televisivos y extravagantes carteles y los inserta en el filme; una diatriba contra esa televisión privada que ofrece un espectáculo mediocre al público.

Fellini en acción

La figura de Nino Rota es indisociable de la obra de Fellini. Rota compone la música del conjunto de sus películas, desde El jeque blanco (1952) hasta Ensayo de orquesta (1979). Fellini describe así esta intensa colaboración: «El trabajo con Rota se hace exactamente igual que para elaborar los guiones. Yo me sitúo cerca del piano frente al que se sienta Nino y le digo exactamente lo que quiero. […] Él sabe que la música de una película es un elemento accesorio, secundario, que sólo ocupa el lugar principal en raros momentos».
Por lo que respecta al guión, Fellini afirmó: «Le tengo miedo. Es odiosamente indispensable. Para trabajar, necesito establecer con mis colaboradores una complicidad de compañeros de escuela. [...] He tenido la suerte de haber podido establecer esta camaradería estudiantil con todos los guionistas que han trabajado conmigo: de Tullio Pinelli a Ennio Flaiano, de Zapponi a Rondi o a Tonino Guerra».
Piero Gherardi colaboró durante más de veinte años con el cineasta como escenógrafo y diseñador de vestuario. Recibió dos premios Óscar por el vestuario de La dolce vita y de 8 ½. «Al principio de cada una de mis películas, la mayor parte del tiempo la paso en mi mesa de trabajo, pintarrajeando nalgas y pechos. Es mi forma de empezar el filme, de descifrarlo mediante estos garabatos […]. Después, estos bosquejos, estos pequeños apuntes, pasan a manos de mis colaboradores».
A lo largo de su carrera, Fellini fue nominado veinticuatro veces a los premios Óscar, y ganó ocho: cuatro a la mejor película extranjera (La strada en 1956, Las noches de Cabiria en 1957, 8 ½ en 1963 y Amarcord en 1974), tres al mejor diseño de vestuario (La dolce vita en 1961 y 8 ½ en 1963, con vestuario de Piero Gherardi, y Casanova en 1976, con vestuario de Danilo Donati) y un Óscar como reconocimiento a la totalidad de su carrera en 1993.
Cuando rueda una escena, Fellini busca obtener de los actores una actitud, una emoción. En esta etapa de la construcción de la película, la palabra le interesa bien poco. Prefiere que los actores cuenten en vez de recitar el texto: «Cuenta hasta seis, lentamente y con amargura; después continúa hasta veintinueve, pero añadiendo un matiz de desprecio». Introduce los diálogos en la película después del rodaje y realiza castings de voces para elegir las que mejor se adaptarán a sus personajes

La ciudad de las mujeres

En la obra de Fellini, se suceden las obsesiones femeninas. Forman una gran familia en la que el cineasta se siente a gusto. La ninfomanía de la Saraghina de 8 ½ (1963) recuerda a la de la Volpina de Amarcord (1973), y los enormes pechos de la estanquera de Amarcord parecen los mismos que los de la campesina de La ciudad de las mujeres (1980).
En los años cincuenta, la pin-up encarna al tiempo la evolución de la moral y el auge de cierto tipo de prensa masculina. Gracias al mundo moderno y a la nueva relación que éste establece con las imágenes, basta con una belleza generosa para conseguir la celebridad... Modelo de portada, Anita Ekberg es una de esas bellezas esculturales. Fellini la elige para La dolce vita por lo que ella representa: «Su belleza es sobrehumana. Cuando la vi por primera vez en una revista americana, me dije "¡Dios mío, haz que no la conozca nunca!"».
Al preparar el filme Las noches de Cabiria (1957), en el que Giulietta Masina interpreta el papel de una prostituta, Fellini ya se había documentado ampliamente sobre el tema. Su amigo Beno Graziani recuerda que todas las prostitutas reconocían a Fellini y le llamaban por su nombre de pila. Para Fellini, «la prostituta es el contrapunto esencial a la madre italiana. No puede concebirse una sin la otra. De la misma forma que nuestra madre nos ha alimentado y vestido, la puta nos ha iniciado en la vida sexual».
Hablar de la relación de Fellini con las mujeres significa también interrogarse sobre el lugar que ocupa el hombre. En este sentido, su relación con el personaje de Casanova es bastante significativa. Por un lado, afirma odiarlo — «El macho italiano en su versión más penosa, un cobarde, un fascista. Porque en realidad, ¿qué es el fascismo, sino una adolescencia tardía?»— pero en algún punto se identifica con el gran seductor: «No en el sentido del amante de las mujeres, sino en el sentido del hombre que no puede amar a las mujeres porque ama una idea fantástica de las mujeres».
Se ha dicho a menudo que Marcello Mastroianni era el alter ego del cineasta en la pantalla. El origen de esta interpretación podría hallarse en el papel que Mastroianni interpreta en 8 ½ (1963), el de un director falto de inspiración. En cambio, Mastroianni, que aparece en seis películas de Fellini, interpreta su propio papel en Apuntes de un director (1969) y Entrevista (1987). El cineasta declara, categóricamente: «No es cierto que Marcello sea yo, mi doble cinematográfico. [...] Intento que se me parezca porque es mi manera más directa de ver el personaje y la historia; es una tarea muy delicada, posible sólo gracias a una profunda amistad y a un deseo exagerado de exhibición».

La invención biográfica

8 ½ (1963) cuenta la historia de un director en crisis de inspiración, una especie de réplica de Fellini en la pantalla. Esta película supone un giro en la obra del cineasta. A partir de ese momento, el propio Fellini se convierte en uno de sus temas recurrentes y participa en la puesta en escena de su propia imagen, como muestran los carteles promocionales del filme y, sin ir más lejos, su título: ese 8 ½ corresponde sencillamente a la octava película y media de Fellini. Luces de variedades (1950), que codirige con Alberto Lattuada, cuenta la mitad, como los dos mediometrajes Agencia matrimonial (1953) y Las tentaciones del doctor Antonio (1962).
Entre 1960 y 1990, Fellini llena de dibujos dos grandes libros habitualmente destinados a la contabilidad de producción. La riqueza de los colores y la utilización esporádica del guache confirman que Fellini se consagra a largas sesiones de dibujo. El cineasta vuelca en el papel sus obsesiones, temores y angustias a lo largo de treinta años, pero no siempre con la misma regularidad.
El Libro de los sueños constituye también un repertorio de formas, motivos e historias, un ejercicio de estilo al que el cineasta se entrega, a la manera de un músico con sus escalas, para mantener y alimentar su imaginario.
Giulietta Masina y Federico Fellini se conocieron a principios de los años cuarenta. Se casaron en 1943, y ya nunca se separaron. Formaron pareja durante más de cincuenta años, tanto en la vida como en el cine. Giulietta intervino en cinco de las películas del cineasta, y su papel como Gelsomina en La strada (1954) le valió el reconocimiento internacional.

Cronología

1920 Federico Fellini nace en Rímini, Italia, el día 20 de enero.
1937 Publica sus primeras caricaturas. Abre una tienda de retratos y caricaturas con el pintor Demos Bonnini, llamada FEBO. Firma retratos con el seudónimo Fellas.
1938 Publica sus primeras viñetas humorísticas en La Domenica del Corriere y colabora en los periódicos satíricos 420, Marc’Aurelio e Il Travaso.
1939 Se traslada a Roma, donde se gana la vida dibujando en restaurantes y escribiendo sketches para el teatro de variedades y para la radio. Paralelamente, inicia su carrera como guionista de cine.
1943 El día 30 de octubre, se casa con la actriz Giulietta Masina.
1945-1948 Colabora con Rossellini en varias de sus películas, en cuyos guiones participa: Roma, ciudad abierta (1945), Camarada (1946) y El milagro (1948, segundo episodio de la película El amor), que supone su primera aparición en la pantalla.
1950 Se estrena el primero de sus veinticuatro filmes, Luces de variedades.
1954 La strada gana el Óscar a la mejor película en lengua no inglesa.
1959 Fellini inicia sus sesiones de psicoanálisis con el doctor Ernst Bernhard y empieza a transcribir sus sueños.
1960 Es galardonado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes por La dolce vita.
1973 El Óscar a la mejor película en lengua no inglesa recae en Amarcord.
1979 El día 10 de abril, fallece Nino Rota.
1984 Fellini realiza dos anuncios televisivos, para Campari y Barilla.
1986 Publica el cómic Viaje a Tulum, junto a Milo Manara.
1987 Recibe el Premio Especial 40.º Aniversario del Festival de Cannes por Entrevista.
1992 Realiza tres anuncios televisivos para la Banca di Roma. Junto a Milo Manara, publica el cómic El viaje de G. Mastorna, llamado Fernet.
1993 Recibe un Óscar como reconocimiento a la totalidad de su carrera.
1993 Federico Fellini fallece en Roma el día 31 de octubre. Giulietta Masina fallecerá pocos meses después, el 24 de marzo de 1994.

Filmografía

1950 Luces de variedades [Luci del varietà], dirigida junto a Alberto Lattuada
1952 El jeque blanco [Lo sceicco bianco]
1953 Agencia matrimonial [Un’agenzia matrimoniale], episodio de Amor en la ciudad [L’amore in città],
1953 Los inútiles [I vitelloni]
1954 La strada
1955 Almas sin conciencia [Il bidone]
1957 Las noches de Cabiria [Le notti di Cabiria]
1960 La dolce vita
1962 Las tentaciones del doctor Antonio [Li tentazioni del dottor Antonio], episodio de Boccaccio 70
1963 8 ½ [8 ½]
1965 Giulietta de los espíritus [Giulietta degli spiriti]
1968 Toby Dammit, episodio de Historias extraordinarias [Histoires extraordinaires]
1969 Apuntes de un director [Block-notes di un regista]
1969 Satiricón [Fellini Satyricon]
1970 Los clowns [I clowns]
1972 Roma
1973 Amarcord [Amarcord]
1976 Casanova [Il Casanova di Federico Fellini]
1979 Ensayo de orquesta [Prova d’orchestra]
1980 La ciudad de las mujeres [La città delle donne]
1983 Y la nave va [E la nave va]
1986 Ginger y Fred [Ginger e Fred]
1987 Entrevista [Intervista]
1990 La voz de la luna [La voce della luna]


Federico Fellini y Giulietta Masina, durante el rodaje de "La Strada"


n FELLINI: EL ESPECTÁCULO INFINITO

Federico Fellini es algo más que un cineasta e incluso algo más que un autor: es una entidad creadora y su obra uno de los motores del imaginario cinematográfico contemporáneo. Su larga trayectoria desde el cine neorrealista de posguerra hasta los umbrales postmodernos de finales del siglo XX ha mostrado los rostros plurales de un cine a la vez culto y popular, comercial y experimental, reconocido tanto en Europa como en Hollywood, polémico, creador de sus propios géneros y, como en el caso de Bergman, de una marca reconocible que constituye una verdadera «máquina para imaginar».
El circo, la magia, la historieta, el cine mudo y algunas de las raíces de la cultura occidental, desde Petronio hasta Dante, se alían en un espectáculo infinito, frecuentado por imágenes hipnóticas: la nieve sobre una ciudad costera, el rostro de Giulietta Masina, la marcha circense a la que se suman todos los personajes de 8 ½, el traslado de una imagen sacra pendida de un helicóptero sobre el cielo de Roma. La continua reinvención de las posibilidades del cine para generar nuevas imágenes soñadas, la pérdida del miedo a la ficción y el universo del juego comparecen, con Fellini, en torno a una memoria de la infancia que crece y precipita en torno al universo de Cinecittà.

n LOS INÚTILES (1953) (extractos). Por José María Latorre

Preguntado en 1954 por François Truffaut y Eric Rohmer sobre qué era exactamente el neorrealismo, Roberto Rossellini les vino a decir a los futuros directores de Jules y Jim (Jules et Jim, 1962) y Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969) que no valía la pena discutir demasiado sobre este tema. “El neorrealismo es, en la mayoría de los casos, una simple etiqueta. Para mí es, ante todo, una posición moral desde la que se puede contemplar el mundo. A continuación se convierte en una posición estética, pero el punto de partida es moral”, concluyó Rossellini, recordando que hacía poco se había celebrado un congreso en Parma en torno al tema y que al final del mismo todo estaba más confuso que antes de leerse las ponencias. Algo similar pasaría una década después con relación a otro movimiento influyente, el expresionismo, cuando en la Mostra de Venecia de 1967 se organizó una mesa redonda sobre el tema y Fritz Lang declaró no sentirse expresionista. Del mismo modo que, ya en los tiempos del esplendor del movimiento, el director vienés había dicho en boca de uno de sus personajes de ficción, el doctor Mabuse, que el expresionismo era un juego, Rossellini podría haber apuntado que, en el fondo, el neorrealismo también había sido un juego. Asumida la etiquetación del movimiento, que afectaría de un modo u otro a tantos cineastas italianos sin nada en común (de Rossellini a De Sica pasando por Visconti, Lattuada, Antonioni o De Santis) y que llegaría a extrapolarse al mismísimo Hollywood a través de aquellas muestras de film noir realista rodadas en plena calle por Henry Hathaway y Jules Dassin, Federico Fellini podría considerarse en su primera época un cineasta neorrealista pese a su gusto por la fantasía y las fantasmagorías, las sublimaciones y la poesía circense, el barroquismo de los sentimientos, los gestos y las formas. Como le sucedió a Rossellini, Fellini podría haberlo tomado como una posición moral desde la que contemplar el mundo, pero su mundo era completamente distinto al del autor de Roma, ciudad abierta (Roma, cittá aperta, 1945), film en el que Fellini ejerció de co-guionista, con lo que las cosas han tendido a complicarse más de la cuenta estableciendo paralelismos innecesarios y estériles. Del mismo modo que De Sica aplicó una fórmula neorrealista distinta en, pongamos por caso, Ladrón de bicicletas (Ladri di bicicletta, 1948), a la que decidió emplear Visconti con Ossessione (1943) o La terra trema (1948), por no hablar del neorrealismo no italiano del Jean Renoir de Toni (1934), Fellini trabajó sobre unos determinados patrones neorrealistas -si es que estos existen como tales, codificados más allá de un determinado tratamiento genérico y estético, de una búsqueda de la verdad en oposición tangible a la recreación de las ficciones- y les dio la vuelta cuando y como quiso. En esta teórica encrucijada se sitúa mejor que ninguno de sus otros films LOS INÚTILES, estrenado en el festival veneciano en 1953, es decir, menos de un año antes de las declaraciones citadas de Rossellini. Y si una de las características del neorrealismo, al menos en el terreno ideológico y en su tratamiento del drama, es la ubicación de sus historias en los medios sociales más pobres y desfavorecidos, la película que nos ocupa no debería considerarse una película adscrita a la corriente, ya que sus protagonistas, sin pertenecer a la aristocracia, no forman parte precisamente en la clase obrera.
Se sabe –o se cree saber- tanto sobre la vida de Fellini que con frecuencia se olvida que LOS INÚTILES es también un film, no sólo un relato más o menos autobiográfico. En efecto, cójase uno cualquiera de los muchos libros que se han escrito sobre el cineasta, o los comentarios publicados en revistas y en prensa a propósito de esta obra, y en general se leerá lo mismo, como si se tratara de una lección aprendida de memoria y recitada monótonamente (el consabido latiguillo de los días de juventud de Fellini en su Rimini natal y su deseo de huir del ambiente provinciano, satisfecho al fin trasladándose a Roma), hasta el punto de que pocas veces se ha ido más allá en los análisis de una película que, en su aparente sencillez, es más compleja que todo eso: se tiende a olvidar que Fellini, haciendo honor a su fama de buggiardo, de mentiroso, manifestó repetidamente que los recuerdos se mezclaban en su cine con las invenciones, los sueños reales con los imaginados, lo soñado con lo vivido, lo realista con lo fantasmagórico. Por lo demás, LOS INÚTILES (¿por qué no decirlo?) tendría el mismo interés cinematográfico si se tratara de una ficción que no tuviera nada que ver con la biografía de su realizador.
LOS INÚTILES contiene, como todos los films de Fellini en los que emerge de una manera u otra el tiempo pasado de la provincia, elementos reales (si se quiere, autobiográficos) e imaginarios (al fin y al cabo estamos en el terreno de la ficción). También se olvida que Fellini, desde su primera película en solitario (El jeque blanco / Lo sceicco bianco, 1951), se apartó de los caminos oficiales del neorrealismo (tanto del social, representado por, entre otros, De Sica y Rossellini, como del que ha sido llamado peyorativamente rosa, que tuvo en Renato Castellani a uno de sus mejores exponentes), para abrir un camino propio que podría denominarse neorrealismo fantástico de tintes grotescos, incluso crueles, el cual alcanzó su cota más alta en la bella fábula negra de La strada (1954). Así las cosas, el realismo felliniano no se apoyaba sobre la voluntad de ofrecer un testimonio, al modo de Rossellini y De Sica (o de los primeros trabajos de Visconti), sino sobre invenciones que partían de la realidad cotidiana de la posguerra en Italia para penetrar en lo sórdido y oscuro de la naturaleza humana: eso relaciona a la pareja que, en El jeque blanco, se encuentra de viaje de bodas en Roma, a Zampanó y a Gelsomina en La strada, a los estafadores de Almas sin conciencia (Il bidone, 1955) y a la peripatética prostituta de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957) con el grupo de holgazanes de LOS INÚTILES. Pero esa sordidez y esa oscuridad no deben buscarse sólo en los personajes principales de cada film, sino también en quienes los rodean, desde los familiares de los recién casados en El jeque blanco o la propia madre de Gelsomina, hasta el matrimonio propietario de la tienda de antigüedades en LOS INÚTILES, pasando por los campesinos estafados de Almas sin conciencia o por el oficinista ladrón de Las noches de Cabiria.
La estructura de LOS INÚTILES se asemeja a la de Amarcord (1973) en el sentido de que la pintura de la vida en la provincia aparece expresada por medio de una ininterrumpida cadena de cuadros discontinuos, aunque relacionados entre sí. La diferencia radica en que en Amarcord los cuadros se encuentran ordenados de acuerdo con el ciclo de estaciones (el film se abre y se cierra con la llegada de la primavera, imágenes que encierran, a la manera de un paréntesis, los sucesos de todo un año de vida en el borgo) y en LOS INÚTILES están atados con un fino hilo narrativo que apunta de forma más clásica a la evolución de los personajes, si bien el relato se halla sometido a otro tipo de ciclo, éste de carácter social: las celebraciones públicas de la comunidad; la finalidad de los cuadros es, en Amarcord, componer una especie de mosaico sobre la forma de vida y las costumbres de las personas que la integran y, en LOS INÚTILES, profundizar en el retrato de los personajes. Pero el inicio de ambos es similar: una fiesta popular (la fogaraccia en Amarcord, la elección de Miss Sirena 1953 en LOS INÚTILES).
Un camarero del lugar donde se celebra la elección, el Kursaal, uno de esos típicos escenarios provincianos que se utilizan para desempolvar de vez en cuando los esmóquines y los vestidos de noche, mira al cielo (amenaza una tormenta) y una voz en off explica en qué consiste la fiesta y va presentando a los cinco vitelIoni, los cuales son mostrados individualmente: Riccardo (Riccardo Fellini) canta en el escenario “Vola nella notte” 1; Alberto (Alberto Sordi), con expresión satisfecha, está sentado a una mesa; Moraldo (Franco Interlenghi) es el hermano de la joven que será proclamada Miss Sirena; Leopoldo (Leopoldo Trieste) es definido como “el intelectual del grupo” y Fausto (Franco Fabrizi) como “nuestro jefe y guía espiritual”. Todo apunta a que esa voz pertenece a uno de los vitelloni (el uso del posesivo en la presentación lo identifica como miembro del grupo), pero el primer gran hallazgo del film es no aclarar a quién de ellos corresponde realmente; se tiene la tentación de atribuirla a Moraldo, el ya famoso alter ego de Fellini y el único que logra abandonar la ciudad y, con ella, su ambiente cerrado, opresivo, pero incluso el momento de su marcha final en el tren está precedido por la voz en off, que dice: “sólo uno de nosotros lo consiguió”. El detalle resulta bastante audaz para la época: se trata de una elección narrativa que interioriza el relato al mismo tiempo que lo mira desde fuera; le da un cierto aire de confesión y, a la vez, de distancia; la voz es, o podría ser, la de Moraldo, quien representa de alguna forma la conciencia del grupo (solución para los fervorosos de la lectura del film en clave autobiográfica), pero también la de cualquiera de los vitelloni que se quedan en la ciudad: la de Fausto confesándose así (poco antes de la marcha de Moraldo, la voz despide la odisea conyugal de Fausto diciendo que finaliza “por esta vez”); o quizás la de Leopoldo, frustrado en su sueño de ser un famoso dramaturgo; o la de Alberto, consciente de que nunca podrá marcharse de allí y seguirá viviendo, como siempre, con la mamma, y después solo hasta su muerte, o tal vez casado, y haciendo las mismas cosas en los mismos días señalados; o por qué no, la de Riccardo, el más anónimo de los vitelloni, analizando la conducta de sus compañeros de andanzas. Cualquiera de esas posibilidades es más satisfactoria para quienes prefieran huir de las ortodoxas lecturas a las que se ha visto sometida habitualmente la película: introduce en ella un sesgo narrativo a caballo entre lo subjetivo y lo objetivo que se sale de los límites de lo que era la corrección oficial en el tratamiento del realismo en el cine italiano de la posguerra. ¿Y no es el caso de toda la primera época del cine de Fellini, tan brillantemente cerrada por La dolce vita (1959)?
La vida de los vitelloni como grupo consiste en dejar pasar el día y la noche sin hacer nada o haciendo siempre las mismas cosas: refugiarse en la sala de billares, gastar bromas pesadas, corretear detrás de las mujeres, hacerse con el dinero para sus gastos explotando a la familia; en invierno, sus pasos los llevan a la playa, tan desierta y azotada por el viento como las calles que recorren por las noches simulando una satisfacción que no sienten y con la que ocultan su vacío existencial. Pero, como la secuencia inicial deja claro, es un grupo formado por individuos con características propias. La vida en común de los cinco amigos es una especie de máscara de la que se despojan al quedarse a solas.
Alberto no trabaja, vive en el culto lloroso a la mamma y sablea a su hermana mientras lamenta con hipocresía la explotación laboral a la que está sometida o le prohíbe que vea a su amante, un tipo casado y de aspecto huidizo (a quien se presenta con el rostro oculto tras unas gafas de sol, como el contable de Las noches de Cabiria cuando, en Castelgandolfo, se dispone a robar a Cabiria); de Riccardo apenas se sabe nada que no sea su afición a cantar y a perseguir mujeres, y, acaso, su miedo a engordar; Fausto ha dejado embarazada a Sandra (Eleonora Ruffo), Miss Sirena 1953, y se ve obligado a casarse y a aceptar un trabajo que le consigue su suegro en la tienda de antigüedades de un amigo, sin pensar en cambiar de forma de vida (desde su regreso del viaje de bodas se dedica a la práctica continua de la infidelidad); Leopoldo sueña con ser un dramaturgo famoso, lo que le permitiría marcharse de la ciudad, y por las noches, en casa, intenta escribir la obra de su vida mientras corteja a la criada de unos vecinos; Moraldo, el más reflexivo, asiste a ese despliegue de futilidades sin alterar la expresión, pensando en marcharse de allí y confiando más de la cuenta en sus amigos. Fellini le reserva los momentos más serenos del film, meditando a solas en un banco antes del amanecer, o conversando con un joven empleado de la ferrovía que va al trabajo cuando él todavía no se ha retirado a dormir, o -detalle significativo- haciéndole beber agua en la fuente de una plaza (en el cine de Fellini el agua solía estar asociada con la idea de la pureza: abundan los ejemplos en La strada, Almas sin conciencia, Las noches de Cabiria y Julieta de los espíritus / Giulietta degli spiriti, 1965, por no hablar del baño purificador en la Fontana de Trevi en La dolce vita y del mar como figura de descontaminación moral en los finales de La dolce vita y de Fellini Satyricon, 1969, o de los helados canales venecianos en El Casanova de Federico Fellini / Il Casanova di Federico Fellini, 1976).
La agridulce crónica de la existencia de los vitelloni y de las personas que los rodean (incluido el “loco” Giudizio, un personaje de fondo recuperado en Los clowns / Il clowns, 1970, y en Amarcord) alterna los capítulos personales con los de la colectividad, los intimistas con los sociales, logrando una estrecha relación entre unos y otros: la vida de los cinco amigos puede verse también como un fruto o una consecuencia del ambiente en el que se desenvuelven: la siniestra provincia de posguerra, cuya sordidez influye sobre la forma de ser y las costumbres de sus habitantes. No se puede entender a Leopoldo, a Alberto, a Fausto, a Riccardo y a Moraldo sin comprender el ambiente en el que viven y el sentido de sus celebraciones populares y sus fiestas sociales. De ahí que Fellini conceda a éstas tanta importancia. Si el film comienza con la fiesta social de la elección de Miss Sirena, que concluye con una tormenta como correlato sonoro de un escándalo (el descubrimiento del embarazo de Sandra), hay otras dos escenas clave, decisivas: el Carnaval y la actuación de la compañía de variedades.
Por una parte, en el Carnaval de LOS INÚTILES se refleja algo de lo que fue una festividad hoy convertida en pretexto para que las mamás, haciendo gala de espíritu burgués, compitan para ver cuál de sus hijos, o preferentemente hijas, ostentan un disfraz más vistoso: en el film, el disfraz se relaciona con la idea del ocultamiento de las personas y, por tanto, de la personalidad, con la liberación de sentimientos reprimidos, a menudo relacionados con el sexo (nada que ver con la desnaturalización a la que actualmente se ve sometida esta festividad). Pero eso no sería nada por si solo si no fuera porque Fellini, que a lo largo del film pone en boca de los vitelloni discursos de castración nacidos a la sombra de las frustraciones de la provincia, aprovecha la fiesta y el disfraz para dar salida a las escenas más intensas: Alberto, borracho, vestido de mujer, abrazado a una grotesca cabeza de cartón, evoluciona por la pista semidesierta, bajo una cortina de serpentinas que cuelgan estúpidamente del techo, mientras un individuo lo sigue tocando con la trompeta un motivo musical sin desarrollo que se fija en la memoria de forma casi obsesiva, y, balbuciendo incoherencias, sale del local arrastrando desmayadamente la cabezota de cartón; una vez fuera, es atendido por Moraldo, acompañado por una joven, y, Alberto, con las ropas desordenadas y el maquillaje descompuesto, le espeta “ninguno sois nadie ... , me dais asco”, palabras claramente dedicadas a sí mismo, y a continuación ve a su hermana (Claude Farell) que ha ido allí para despedirse de él antes de huir con su amante; en ese momento, Alberto, convertido en un monigote humano, apenas se diferencia de la grotesca cabeza que cargaba con él: tiene corrido el carmín, su rostro expresa confusión, parece que no comprende lo que le está diciendo su hermana; de allí sube a la casa, donde encuentra a la madre llorando, y trata de consolarla: “yo no me marcho”, balbucea, también sollozante. El bullicio del Carnaval da paso, introducidos por la bufonesca y obsesiva melopea de la trompeta, a la autoconmiseración, al reconocimiento en voz alta de la propia insignificancia, en unas escenas que acreditan el estilo personal de un gran cineasta.
La otra secuencia clave es la actuación de la compañía de variedades, que haría pensar en Luci del varietá (Alberto Lattuada y Federico Fellini, 1950) y en Vida de perros (Vita da cani, Mario Monicelli y Steno, 1950) si no fuera porque posee características indisolublemente unidas al film y relacionadas con otro discurso de castración de uno de los vitelloni: esta vez, Leopoldo. La secuencia se desarrolla en cuatro escenarios: el teatro, un bar, las calles desiertas y el acceso a la playa. Se puede pensar, de entrada, que la actuación en el teatro es una respuesta felliniana a su trabajo en común con Lattuada en el film citado, una especie de autoafirmación personal frente a la postura del otro, y habría poco que añadir de no ser, también, porque el espectáculo está visto con la mirada de Leopoldo, quien cree haber hallado la oportunidad para darse a conocer como dramaturgo gracias a la atención que parece prestarle el viejo actor de la compañía; en el bar, Leopoldo lee su obra engoladamente al actor mientras éste cena; los otros vitelloni están en otra mesa flirteando con unas coristas, y Leopoldo es el único que no parece enterarse de que aquél está más interesado por la comida que por su texto; luego, Leopoldo y el viejo actor caminan por las calles desiertas y el vitelloni da salida a sus frustraciones en un patético discurso sobre la soledad y la castración intelectual de la vida en la provincia (no es casual que Leopoldo, igual que antes Alberto, se refiera ácidamente a sus compañeros, como si tratara de culpabilizarlos de su situación, de su fracaso existencial).
De ese modo, entre paseos sin rumbo por calles solitarias, playas azotadas por el viento invernal, actuaciones de variedades, correteos tras las mujeres, citas en bares, fiestas en el casino, sesiones de cine y carnavales transcurre la existencia de unos hombres que podrían decir, como Thomas Bernhard, “así voy por la ciudad, de la que no tengo que opinar ya nada porque la conozco a fondo, cada piedra, cada rostro distorsionado, cada cubo de basura, cada vaso de cerveza, cada excusado: ¿por qué me repugna todo eso?”, hasta que, inesperadamente, una mañana, Moraldo es el único en cumplir su propósito de marcharse. La cámara muestra en travelling de alejamiento desde la perspectiva subjetiva del joven que los abandona, a los otros vitelloni dormidos plácidamente en sus camas (idea visual retomada por Fellini en Roma, 1972), ignorantes de que el reloj de la provincia ha tocado las últimas campanadas para uno de ellos. La muy bella música de Nino Rota comenta el relato con un tono a veces dulce y melancólico (hay ocasiones en que, con su cadencia entre trágica, poética y misteriosa, asemeja surgir de lo más profundo de la noche), y, otras, pone el acento sobre los aspectos grotescos del ambiente y de los personajes, como sucede en la elección de la Miss, en el robo de la figura del ángel (a cargo de un despechado Fausto, en connivencia con el crédulo Moraldo) y, ante todo, en el Carnaval que, inaugurado a los sones de “La Titina”, de Deniderff (es sabido que se trataba de una obsesión sonora de Fellini), prosigue con una magnífica composición de Rota titulada “Mambo de los sioux” y con el ya comentado solo de trompeta.

1 Una bellísima canción que Nino Rota escribió para Roma, cittá libera (Marcello Pagliero, 1946), y que el compositor incluyó aquí como uno de los dos temas principales a petición de un entusiasmado Fellini.


"Los inútiles"


Anthony Quinn y Giulietta Masina, en "La Strada"


n LA VOCE DELLA LUNA, DE FEDERICO FELLINI. LA EVOLUCIÓN DE UN MAESTRO. Por EDUARD ARUMI

Con La voce della luna culmina la vida cinematográfica de Federico Fellini (Rímini, 1920- Roma, 1993). Se trata del testamento del gran maestro italiano, que se ha exhibido no hace mucho en España. La película, basada en la obra Poemas de un lunático de Ennanno Cavazzoni, ofrece una original visión de la Italia de nuestros días, a través de las vivencias, comportamientos y actitudes de distintos personajes; pero, a su vez, es una evocación del ambiente y las situaciones que vivió de joven y le dejaron una profunda huella, aunque hasta ahora no lo había plasmado de una forma tan clara en sus películas.
«Yo de niño –nos dirá el propio Fellini-, solía pasar un par de meses de verano con mi abuela, Fraschina, en Gambettola, un pueblecito cerca de Rímini. El campo con sus suspiros, los animales en el establo, los días y las noches, los árboles, las rocas, las nubes, las tormentas, las estaciones, todo ese mágico y asombroso universo, envueltos en el gran silencio que cae sobre las praderas al mediodía, me dejó una fuerte impresión». Todos estos recuerdos tan personales e íntimos serán la clave para comprender su espíritu sensible y, por tanto, la manera como entendía la vida con esos contrastes de luces y sombras, de quietud y alborotos, de magia y realidad.
El gran maestro se recrea construyendo espectaculares escenas, alternándolas con otras de una delicada intimidad, de cierto misterio y de un alto nivel artístico. En este film, la personalidad que se manifestó en sus comienzos se mantiene viva, diáfana y con toda la fuerza de su genio. Y es que el cineasta italiano, junto con Rossellini, Antonioni y Visconti, con sus dotes tan originales como su exuberante creatividad, llevó el cine a las cumbres del arte moderno, representando uno de los hechos culturales de mayor relevancia en Europa. Pero, antes de proseguir con esta película, recorreremos la vida de Fellini para ofrecer unas pinceladas sobre algunas de sus obras más representativas e indagar, de este modo, la evolución de su universo artístico y fílmico.
El estreno mundial de La Strada (1954) señaló el punto de partida poético para el neorrealismo italiano y el reconocimiento de Federico Fellini como uno de los mejores cineastas de su tiempo. Rodada con poco dinero e interpretada por Giulietta Masina - su mujer-, Anthony Quinn y Richard Basehart, alcanzó un enorme éxito. Patrice G. Hovald comenta: «Es imposible reducir La Strada a un solo tema, que G. B. Cavallaro ha resumido así: “La crónica fantástica de un triste viaje con una declaración de amor póstuma”... Desde las primeras imágenes nos sentimos infinitamente solos y abandonados. El espíritu crítico no resiste al rostro doloroso de Gelsamina»'. Según el propio realizador, «no se trata de una apología de la miseria; es necesario sufrir para salvarse... y la idea original de La Strada es una idea cristiana». Pero La Strada no sólo representa la superación del liberalismo cinematográfico que estaba ya decadente por carencia imaginativa y de creatividad, sino el principio de la carrera de un autor que, a través de sus films, expondría las vicisitudes de una época de transición: la de Italia de posguerra. El paso del totalitarismo hacia la democracia --con las graves secuelas de la II Guerra Mundial- supuso un enorme esfuerzo para la recuperación de las libertades y de los valores morales y estéticos. Dentro de este contexto, Fellini nos describe sus propias vivencias que irían estrechamente ligadas a la evolución de la sociedad italiana. Más tarde, con la recuperación del país y la llegada de la prosperidad, el maestro italiano seguirá fiel en la descripción de este nuevo estatus pero desde otra perspectiva y con distintas ideas. En este sentido, puede afirmarse que será una constante en este artista el hecho de que su obra vaya marcada siempre por los acontecimientos sociales, los cuales se convertirán en ingredientes para su inspiración.
Los inicios de la producción fílmica de Fellini evidencian aún la influencia de Roberto Rossellini con quien colaboró estrechamente en los guiones de Roma, città aperta (1945) y Paisà (1946), en las que destacan los impresionantes relatos de la posguerra y sobre todo el compromiso moral con la realidad.
Ésta devendrá en una característica de su primera etapa. El patético panorama de estos años crudos y difíciles, en los cuales la sociedad se debate entre el desengaño y la miseria -física y moral- y el espíritu religioso que abre camino hacia la esperanza, dejarán una impronta en el ánimo de un Fellini muy impresionable. Por ello, las películas de este período (1950-1957) muestran la conmiseración hacia los desheredados, con una actitud de denuncia y a su vez moralizante, pero con una visión muy lírica y un tanto subjetiva. Andrew Sarris dice a este propósito: «Retrospectivamente, I vitelloni (1953), La Strada (1954), Il Bidone (1955) y Le notti di Cabiria (1957) comprenden una tetralogía nostálgica dedicada a la inocencia y al idealismo perdidos. Estos cuatro films se basan en un lirismo tragicómico intensamente personal que refleja la compasión de Fellini hacia los despreciados del mundo moderno»2. Sin duda alguna se trata de la más excelente etapa del maestro desde el punto de vista de la creatividad poética.
Le notti di Cabiria, su mejor película para algunos y decepcionante para otros, es un conmovedor relato de una pobre mujerzuela -magistralmente interpretada por Giulietta Masina-, que es utilizada por los hombres de una forma despectiva e incluso trágica. El crítico Mariano del Pozo afirma: «Es la historia de la prostituta Cabiria, que engañada una y otra vez por los hombres con el espejismo de un amor sincero, presenta el acostumbrado contraste felliniano entre las fiestas barrocas y la soledad desamparada.
Cruel en su pintura de la ingenuidad burlada, el film termina con una nota de esperanza»3. Quizás no alcance la intensidad dramática y emotiva de La Strada, sin embargo se trata de uno de los films más representativos de su primera época.
El estilo lírico se mantendrá a lo largo de toda su vida. Aunque tenga sus propias ideas humanísticas no es, sin embargo, un pensador sistemático sino un excelente improvisador que sabrá extraer de cada acontecimiento un motivo poético. José Maria Caparrós Lera, al referirse el estilo cinematográfico del director italiano, escribe: «Fellini, un cultivador del arte por el arte, se expresa con un lirismo algo desmesurado que se convertirá en una admirable simbiosis entre la fantasía y la realidad subjetivadas»4. Por esta razón, el talante del director se manifiesta como un auténtico artista, aunque su espíritu creador dependa de las necesidades del momento. Él mismo lo expresa así en una entrevista con Pierre Kast: «Hablar de un film antes de haberlo terminado me resulta casi imposible; hasta tal punto, que, como aún no lo he materializado, no sé en realidad ni qué es ni qué será»5. Así, el realizador italiano parece hallar su inspiración en el mismo plató, rodeado del alboroto de la gente y del montaje de los sets, que los irá cambiando a su antojo, para dirigir las secuencias como un director de orquesta6. La estética de Fellini fue realmente singular, pues lo que sorprende es su carácter vitalista por encima de lo racional: se vale de la técnica cinematográfica para realzar su intuición poética, como puede apreciarse, por ejemplo, en Otto e mezzo (1963) y Amarcord (1973).
Tras estas primeras experiencias, el célebre director abandona el interés por las personas humildes para internarse en el mundo de los afamados, quienes detentan el poder político, económico o social. En realidad, fue hacia la mitad de los años cincuenta cuando Fellini se interesó más por los conflictos sociales que por los problemas personales, abandonando la línea tradicional del neorrealismo.
«Soy tanto más neorrealista -se defendió con energía el mismo cineasta-que los neorrealistas dogmáticos.
Rossellini, al hacer Roma, citta aperta, no sabía que hacía neorrealismo. Después se ha querido construir un muro en torno al neorrealismo y se ha plantado una bandera. Se nos reprocha, en suma, tanto a Rossellini como a mí, haber saltado por encima de ese muro... y la historia de un hombre que descubre a su prójimo es tan importante y tan real como la historia de una huelga».
Con su habitual actitud crítica y moralizante, Fellini se deleita con aparatosas escenografías en las que pone al descubierto los valores y miserias de esta sociedad. Sin embargo, influido por las nuevas ideas reinantes en su país -las que reflejan una concepción materialista de la vida y una pérdida de ética y del sentido estético-, se observa una actitud mucho más mordaz e incluso anticlerical y con una cierta obsesión por el erotismo, en las películas La dolce vita (1960), Satyricon (1969), Roma di Fellini (1972) y La città delle donne (1980). Indudablemente, el cambio en su manera de enfocar los problemas de la vida ha supuesto, asimismo, un nuevo estilo fílmico y un intento para liberarse de lo que cree son prejuicios para describir la actual situación. En la citada entrevista que le hizo P. Kast, el maestro dice a este respecto: «La literatura de ciencia- ficción me interesa profundamente, sin duda porque también yo estoy tratando de recuperar una dimensión que sería más libre, tal vez más catastrófica, o tal vez mortal y amenazadora; pero que, a pesar de todo, va más allá de la ética y de la moralidad que están en cierto modo congeladas, paralizadas por ciertos tabúes»7. No obstante, su opinión es muy discutible, pues el hecho de reclamar una libertad de expresión no supone; para ello, traspasar las fronteras de la ética. Lo que en realidad le preocupa es lo que él ve y siente, lo que desea plasmar en cada film concreto según los personajes que moldea a su gusto. Puede afirmarse, pues, que su obra va más allá de una simple descripción histórica; es esencialmente autobiográfica. Así lo expresaría él mismo con estas palabras: «Rodar una película es vivir y crear al mismo tiempo. He inventado mis películas y también mi propia autobiografía».
Giulietta degli spiriti (1965), el film culminante de la segunda etapa, quizá sea el que mejor desvela el genio creador de Fellini. Toda su fantasía estalla en una continua orgía intimista, onírica, en la que se suceden los desfiles, el circo, las procesiones o las bacanales... En ésta quedan representados los elementos más característicos: la exuberante inventiva, el dominio del montaje y de la concepción global de las secuencias. No obstante, el genio sigue más atento a la vida cotidiana y a cuanto acontece a su alrededor que a la teoría cinematográfica, y así construye una fábula crítica según su visión particular y lírica. Se observa también la influencia del espectáculo circense -de cuando se fugó de casa siendo aún niño para hacer una gira en un circo-, en I clowns (1970), en cuya película rindió un homenaje al mundo del circo. La dolce vita, dentro de esa línea artística, alcanzó aún mayor popularidad por el enorme impacto social que produjo en su tiempo.
Hacia el final de su carrera, Federico Fellini parece volver a su primitiva concepción poética y religiosa. Aunque su formación fue católica, su vida siguió por senderos del agnosticismo, siendo calificado de revolucionario y cripto-marxista, características de la nueva época. Si Rossellini y los tiempos inmediatamente después de la guerra influyeron en su visión más humanística y trascendente de la vida, posiblemente sea su esposa, Giulietta Masina, quien le haya reconducido hacia la originaria fe al final de sus días. En cierto modo no debe sorprender esa evolución interior, siempre sujeta al desarrollo de la sociedad; muy afectado en los últimos años por el envejecimiento y, además, con la preocupación por la muerte. En él existía una total compenetración entre su vida y su obra; incluso se ha dicho que cada film describía su vivir presente. El cambio de actitud frente a la trascendencia de la vida lo declaró él mismo varias veces antes de su fallecimiento. Y es que el genio italiano manifestaba siempre lo que pensaba y creía, tal como lo ponen de manifiesto sus películas8.
Fellini se muestra también como un realizador satírico de la orientación sensual que se le da al hombre moderno. Por ello, creía que el libertinaje no era verdadera libertad, sino una desgraciada reacción frente a la represión. Se le ha criticado, a veces, por su tendencia narcisista pues le gustaba que saliese reflejado su nombre en algunas películas; entre otras citadas, tenemos Otto e mezzo (1963) e Il Casanova di Federico Fellini (1976). Al final de su vida encontró serias dificultades para seguir trabajando con sus proyectos, pues nadie se atrevía a financiar sus ambiciosos films. Con sus virtudes y defectos, el director italiano se convirtió en uno de los maestros indiscutibles del cine mundial.
Su concepción del arte no deja de ser original y un tanto subjetiva. A pesar de sus innumerables logros artísticos, depara, a veces, unas panorámicas de un gusto un tanto peculiar e incluso, vulgar, cuando no, grosero. Esto se hace patente al comparar, por ejemplo, la delicadeza e ingenuidad con que retrata a las mujeres en Le notti di Cabiria con las que aparecen en Amarcord. Por otra parte, la preferencia por las mujeres obesas durante su última época creadora; el gusto por el montaje de escenas más bien tétricas -con predominio del color negro y situaciones ambientales obscuras- en E la nave va y en la misma La voce della luna, y el aparente desorden en el movimiento de las masas, etc., son aspectos que, analizados fuera del contexto general del film, podría deducirse una visión muy poco lírica y agradable. No obstante, cobra sentido y verdadera dimensión en el conjunto de la película.
Después de este recorrido por las obras más representativas de Fellini, al regresar a La voce della luna, nuevamente nos sorprende el maestro italiano. Sorprende, en primer lugar, la propia temática del film, aunque tratándose de Fellini todo es posible. ¿De qué trata? No es fácil de precisar. Son historias alucinantes, reales e irreales al mismo tiempo y extraídas de la novela de Cavazzoni, pero con una visión felliniana, pues las historias reflejarán al propio tiempo sucesos de su propia vida. Para su comprensión, lo mejor será recurrir al propio director quien manifiesta: «La novela de Cavazzoni es la fuente de esta aventura, aún cuando fue su propio autor el primero en expresar incredulidad y escepticismo ante la posibilidad de convertir el libro en una película. Los dos personajes imprevisibles y extraños del libro, Salvini y el prefecto, habían asumido, en mi mente, los rostros, los ojos y los gestos de Benigni y Villagio. Por consiguiente, ya se había tomado el primer paso hacia la posibilidad de que la película fuese creíble. La novela de Cavazzoni nos cuenta múltiples realidades, vistas y vividas simultáneamente. Éstas sugieren una visión alucinatoria, inquietante y desencantada del mundo, con implicaciones divertidas y muy agudas. Y, para mí, esto parece acercarse mucho al tono y ambiente de mis películas». Fellini ha conseguido indiscutiblemente ir más allá de lo que podía pensarse del libro; bastaba una simple sugerencia, unas historias fascinantes para que su genio las tradujese en unas escenas impensables.
Viendo el film, uno se percata claramente como la actuación de los protagonistas destacó por la naturalidad y la soltura con que encarnan sus personajes para dotarles de auténtica vida, de tal modo que da la sensación de que ellos viven su propia vida más que la de interpretar un papel ajeno.
El último aspecto estilístico que conviene resaltar de esta película es el inicio y final, que se sitúan en el pozo y durante la noche, en un ambiente expectante y confidencial. Algo parecido sucede también en Le notti di Cabiria, en la que el río será el escenario donde la protagonista se verá envuelta en un drama amoroso tanto al principio como al término de la misma. Y en ambos films con escenas idílicas y al aire libre: llenas de poesía y esperanza, en la primera; de ironía y dramatismo, en la segunda. Y es que Fellini le gusta reproducir escenas, como realiza el músico con sus «variaciones sobre un mismo tema», para acentuar la magia del suspense. Y concluye La voce della luna con unas frases antológicas que resumen su talento artístico. «Nada se sabe; todo se imagina» y «Si tuviéramos un poco de silencio, entenderíamos algo». La comprensión de tales expresiones quizás sean la mejor clave para entender al auténtico Federico Fellini, reconocido no sólo por el público mundial, sino por la misma Academia de Hollywood al concederle cuatro óscars a la mejor película extranjera por La Strada, Le notti di Cabiria, Otto e mezzo y Amarcord.

NOTAS Y REFERENCIAS:
(1) HOVALD, P.G. El neorrealismo y sus creadores. Madrid: Rialp, 1962, p. 235.
(2) SARRIS, A. Entrevistas con directores de cine. Madrid: Magisterio Español, 1969, pp. 103-105.
(3) POZO, M. del. «Federico Fellini», voz en Gran Enciclopedia Rialp (GER). Madrid: Rialp, 1972, tomo IX. pp. 845-849.
(4) CAPARRÓS LERA, J. M. 100 grandes directores de cine. Madrid: Alianza, 1994, p. 102.
(5) KAST, P. «Entrevista con Federico Fellini», Cahiers du Cinéma, No.164 (1965).
(6) Papel que parangonó también en el mediometraje Prova d'orchestra (1978).
(7) Cfr. KAST, Op. cit.
(8) ARUMÍ, E. «Fellini», Menorca (10-XI-1993): 4. Asimismo, vid. FELLINI, F. Fellini por Fellini. Madrid: Fundamentos, 1978; RONDI, B. Il cinema de Fellini. Roma: Bianco e


Giulietta Masina en "Las noches de Cabiria"


Giulietta Masina en "Las noches de Cabiria"
Giulietta Masina en "Las noches de Cabiria"

n FEDERICO FELLINI. Por Gian Piero Brunetta

(Rímini, 1920 - 1993) "Nací, vine a Roma, me casé y entré en Cinecittà. No hay nada más". En efecto, la biografía de Fellini es muy sencilla y, a partir de un cierto momento, coincide casi perfectamente con la realización de su obra. (...)
Tras diez años de trabajo como guionista, Lattuada lo asciende a codirector de Luci del varietà. En esta película y en la siguiente, Lo sceicco bianco, su verdadera opera prima, Fellini encuentra la fuente de inspiración en las formas populares y los espectáculos callejeros. Desde ese momento, su vida se desarrolla dentro de los decorados artificiales que construye en Cinecittà, salpicada de premios (entre ellos cinco oscars, uno a toda su carrera), reconocimientos en todo el mundo, períodos más o menos largos de reflexión y de trabajo en el plató. (...)
El operador Ubaldo Arata contaba indignado que Fellini, ayudante de dirección de Rossellini, ponía "la cámara a la altura de la joroba", lo que rompía el punto de vista clásico. Para Fellini, el ver está ligado al sentido etimológico del "mirar" y del "mostrar", que adopta ante las cosas una especie de estupor primitivo. Cada vez que le ocurrre el ver algo que no ha visto antes la visión tiene para él un valor de "milagro" De repente, como un prestidigitador, hace nacer una historia de una visión personal. Cada tema, figura, personaje, motivo comienza a fermentar y a vincular la memoria autobiográfica con la memoria colectiva. (...) En I vitelloni, primera vuelta a Rímini, a una realidad conocida, la estructura narrativa ya sufre una importante descomposición: una sola historia se descompone en cinco vivencias minimales, distintas e intercambiables. A partir de La strada, las trayectorias de Gelsomina y Zampanò son ya fruto de una inmersión en el inconsciente. Fellini asume el punto de vista de su protagonista obteniendo una imagen del mundo y de la realidad en forma de espectáculo mágico, misterioso y fascinante, y logrando convertirlo en el espectáculo del mundo, con su incesante mezcolanza de elementos cómicos y tristes, dramáticos y patéticos, de desilusiones y esperanzas, casi confundiéndose con el mundo del espectáculo. (...)
La música de sus películas es de Nino Rota, que inventa, sobre todo en este momento, motivos en los que las imágenes parecen fijarse y que parecen destinados a convertirse en elementos que inmediatamente evocan el espíritu de la película. Los motivos de La strada y de Il bidone (obra que hoy aparece como clave del universo felliniano en tanto que prefigura la estructura y modos narrativos y estilísticos de La dolce vita) y la experimentación de algunas formas de relato y de construcción de las situaciones emocionales confluyen en Le notti di Cabiria, la demostración de que su universo se expande, libera energía creativa sin perder las experiencias anteriores, mostrando un pleno dominio de todos los elementos narrativos.
La dolce vita, completada a finales de 1959 es el punto de inflexión de toda su obra. En ese momento se produce, en la confrontación con sus propias imágenes, una operación parecida a la de los maestros americanos del action painting: sin destruir el objeto, se implica en un sentido casi físico, deja que la propia energía vital confluya con las imágenes. (....) Grandioso fresco social y cinematográfico, La dolce vita es una obra puente: cierra una fase del cine italiano e inaugura una nueva era, no exenta de tensiones, en el cine internacional. (...)
Los años sesenta representan para Fellini el momento de máxima expansión creativa. Logra dominar una película en todos sus aspectos y concebirla casi como una emanación de su propio cuerpo. En compañía de Flaiano, Guerra, Zapponi… realiza una serie de obras que dan vida a fantasmas recurrentes y obsesivos que, en un primer momento, con Otto e mezzo, se liberan hacia lo alto y después asumen, poco a poco, funciones inferiores y parecen transmitir mensajes cada vez más contagiados de muerte.
De La dolce vita en adelante, Fellini defiende su integridad creativa y la integridad de su mundo con todos los medios a su alcance, lo que le cuesta momentos de crisis y de pérdida de energía. Obra abierta, obra dentro de la obra, Otto e mezzo trata de registrar, desde el interior del flujo creativo, la complejidad, el misterio, las crisis, la impotencia y la potencia del hacer artístico mediante los signos de multitud de ángeles custodios culturales y artísticos. (...) Fellini entra en su obra, no mueve a los personajes desde fuera, como Visconti: en cada película parece que una parte de su energía vital atravesara la pantalla. (....)
El desdoblamiento de la personalidad se aborda en Giulietta degli spiriti, en la que, gracias al color, Fellini libera más aún sus instintos visionarios y las figuras procedentes del inconsciente y de la imaginación colectiva. La asunción de un punto de vista femenino y la atracción cada vez más fuerte por el mundo de lo irracional y la parapsicología no son aceptadas pacíficamente por la crítica. (...)
Satyricon, I Clowns, Roma y Amarcord constituyen un bloque de invención figurativa y narrativa que reúne y celebra, de la forma más fastuosa, formas y figuras, similares y nuevas, del imaginario felliniano y componen un conjunto de creatividad excepcional, que aflora bajo la sombra de la enfermedad y de las primeros miedos ctónicos, hasta ahora no valorados como se merecen en lo que aportan de novedoso a la búsqueda visual y expresiva. Con Amarcord, Fellini enseña a enfrentarse sin miedo a la presencia inquietante de la historia colectiva nacional, a explorarla en cuanto patrimonio común. (...)
A los ojos de la crítica del momento, que no lo aprecia ni desde la derecha ni desde la izquierda, Fellini parece llegar, en la segunda mitad de los años sesenta, a un punto muerto de pura repetición. El mismo director, tras Toby Dammitt, y en las obras sucesivas, en especial Casanova, parece empezar a verse como "un contable, un playboy de provincias que cree haber visto pero ni siquiera ha nacido, que ha dado la vuelta al mundo sin existir, que ha atravesado la vida como un fantasma errante". La escena para él comienza a cubrirse cada vez más de un velo fúnebre. Parece asistir a una serie repetida y variada de ceremonia de adioses. A partir de Prova di orchestra, la imaginación del último Fellini, sin perder nada de su creatividad, gravita siempre hacia guiones que tienen que ver con finales, despedidas. (...)
Desde los primeros años setenta la mirada del director se dilata, pero se dilatan también las figuras en el espacio: prevalece cada vez más una especie de gigantismo, la puesta en escena de un enorme museo viviente, de un álbum de figuras de proporciones desmesuradas y "monstruosas". De película en película se construye un hipertrofiado parque de atracciones y su cámara hace moverse a los personajes como sobre una montaña rusa, dando una sensación de improvisación y exaltación. Siente ahora la vida de sus personajes y se deleita, por ejemplo en Ginger e Fred o en La voce della luna, en verlos bailar, pero parece también como si esta vida se escapara y que el desarrollo caótico de lo real dominara permanentemente la escena. Hay quien ha querido ver en Prova de orchestra, La città delle donne, E la nave va, Ginger e Fred, La voce della luna, variaciones metafóricas sobre la situación política de Italia, sobre la sensación de inminente colapso del sistema, sobre la pérdida de capacidad comunicativa, sobre el triunfo de los rumores y de un caos irreversible.
El velo fúnebre que poco a poco se extiende sobre la escena felliniana nace también del proceder sincrónico, de catástrofe en catástrofe, hasta alcanzar dimensiones apocalípticas. E la nave va, por ejemplo, predice la llegada del íncubo nuclear y sugiere, mediante sólo dos elementos, el hombre y el rinoceronte, una versión minimal del arca de Noé. Es el fin del mundo, que Italo Calvino señala como uno de los temas más recurrentes del último Fellini. De entre sus películas, E la nave va es quizá la más explícita en este sentido, pero también la que menos quiere imponer este tipo de pathos.
Como si todos hubiéramos comprendido que el fin del mundo es nuestro habitat natural y no pudiéramos imaginarnos una forma distinta de vivir. Aunque durante más de una década Fellini se enfundó los hábitos de una Casandra mediática, también tuvo la capacidad de seguir confiando en el futuro del cine y en la posibilidad de hacer películas
y de conseguir encontrar siquiera un punto de fuga y de salvación, una isla en la que refugiarse junto con sus personajes y continuar dando vida a los fantasmas de su imaginación.


Marcello Mastroianni en "8 1/2"



n CINE Y MEMORIA: LA ENTREVISTA DE FELLINI. Por Mario Sei.
Conferencia pronunciada en el marco de las jornadas “Cine y literatura”, Universidad de la Manouba, Túnez, noviembre 2005.

(...) El nombre de Fellini esta ligado a la historia del cine como el de Leonardo da Vinci esta ligado a la historia de la pintura o el de Newton a la física. Durante su carrera de director, que terminó bastante pronto –de hecho murió en 1993 con solo 73 años – Fellini gano cinco premios oscar, además de muchos otros premios, y sus películas se convirtieron en puntos de referencia esenciales para el cine mundial. El titulo de una de sus películas mas famosas – La dolce vita – se ha trasformado en un símbolo, en un verdadero eslogan que sirve incluso para dar nombre a locales y pizzerías (aquí en Túnez existen varias que se llaman así) o que encontramos estampado sobre camisetas y jerséis. Fellini representa verdaderamente el prototipo del “trovador”, uno de esos hombres que parecen, por naturaleza, transportar y encarnar historias del mundo que valen más allá del tiempo y del espacio. Era un hombre por el que, a través del lo que cuentan todos los que lo han conocido, no se podía dejar de experimentar fascinación y que conseguía encantar no solo al publico de sus películas sino también a las personas – los hombres y sobre todo las mujeres– que estaban a su alrededor. Y esto no sin una cierta desesperación de la que fue la compañera de su vida y la principal interprete femenina de sus películas, la actriz Giulietta Masina, que de todas formas siempre lo amó incondicionalmente y que, en efecto, como ocurre en las mas grandes historias de amor, no consiguió soportar la ausencia de Fellini y murió solo pocos meses después de él.
Además de haber sabido contar historias maravillosas a través de sus películas, lo que tal vez vuelve a Fellini verdaderamente insuperable es su capacidad para hacer cine hablando del cine mismo, mostrando, por lo tanto, la naturaleza del lenguaje cinematográfico, del lenguaje de las imágenes filmadas y fotografiadas, pero insistiendo también sobre la radical diferencia que existe entre cine y televisión. Este tipo de autorreflexión, el cine que retoma el cine, este juego de espejos, está presente un poco en todo Fellini, pero se acentúa en sus ultimas películas, a partir sobre todo de Prova d’orchestra del 1979. La Entrevista, de 1987, es su penúltima película y es tal vez una de las más citadas por todos los autores que se ocupan de la teoría del cine y del lenguaje cinematográfico. Podríamos decir que La Entrevista es una película narcisista: Fellini se pone en escena a sí mismo. Pero un juicio de este género sería reductivo. La historia empieza de todas formas con unas imágenes de Fellini que esta rodando una versión cinematográfica de América de Kafka y es continuamente perseguido por un equipo de periodistas japoneses que lo quieren entrevistar. Evoca de esta manera su juventud y su primera visita a Cinecittà en los años cuarenta cuando, en pleno fascismo, había ido como periodista a entrevistar a una famosa actriz. Las imágenes del pasado se mezclan con las del presente hasta que Fellini, siempre seguido por los japoneses, se encuentra a Marcello Mastroianni vestido de Mandrake que esta rodando un anuncio. Con él y con un joven periodista del equipo decide ir a ver a Anita Ekberg (recuerdo para quien no lo sepa que Mastroianni y Anita Ekberg son los actores principales de La dolce vita).
En casa de Anita, el grupo vuelve a ver, sin sonido, algunas imágenes de La dolce vita y, en particular, la famosísima escena en la cual Anita se baña en la Fontana di Trevi. Todos aplauden y Anita, profundamente emocionada, derrama alguna lágrima. El día después y en los días siguientes sigue el rodaje de America, hasta una escena en la que se oye la voz de Fellini, al megáfono y fuera de cuadro, que dice “STOP: la toma es valida”. Todo parece haber acabado; la gente en el estudio se despide deseándose feliz navidad y los proyectores se apagan. Pero queda un hilo de luz, poco después se encienden los proyectores y un encargado acciona la claqueta diciendo: primera escena, toma uno. El final de la película es el principio de una nueva película y todos, incluido Fellini, eran solo extras.
Creo que llegados a este punto está claro para todos qué mezcla de cartas, qué trama de niveles consigue poner en juego esta película. La secuencia verdaderamente magistral sigue siendo de todas formas ésa en la que Marcello y Anita se ven a sí mismos. En La Entrevista, Anita interpreta a un personaje, estamos en efecto en el reino de la ficción y aun así ella no hace más que interpretarse a sí misma. Interpretándose, se vuelve a ver treinta años mas joven (esto es en efecto el tiempo que ha pasado entre La dolce vita y La entrevista); vuelve a ver discurrir su pasado como presente y haciendo esto ve, inexorablemente, el paso del tiempo; es decir, su vejez, su mortalidad. Y nosotros con ella, porque teniendo en frente, en la pantalla, a los dos Mastroianni, las dos Anitas, no podemos evitar ver este pasaje. La ficción cinematográfica de la película La entrevista (el cine es ficción por excelencia y en efecto en el lenguaje cotidiano usamos expresiones que nos lo recuerdan: en italiano: ma in che film l’hai visto – para indicar algo que no es verdad, y aun mas en francés cuando decimos: Il fait du cinema – para indicar a alguien que está fingiendo) esta ficción, decía, deja de ser una ficción, o mejor la ficción se mezcla de manera inextricable con la realidad. La dolce vita que el espectador vuelve a ver junto a los actores existió de verdad, es algo que proviene de un pasado real, es la memoria absolutamente cierta de lo que fue, y las lagrimas de Anita, que llora su juventud, se vuelven inmediatamente las lagrimas de cada espectador, se vuelven la conciencia de que el transcurso de esas imágenes equivale al transcurso trágico e inexorable de la vida. Sin embargo, lo que produce este efecto absoluto de realidad es el hecho de que cada espectador sabe que se encuentra a fin de cuentas frente a una representación cinematográfica y la maestría de Fellini estriba precisamente en su talento para mostrarnos que, aunque entre realidad y ficción no haya nunca una separación neta, es con todo necesario poder establecer la diferencia. Una diferencia que es siempre posible en el caso del cine y por el contrario, como veremos ahora, es prácticamente imposible cuando se trata de la televisión.
Pero en estas pocas secuencias Fellini nos muestra también muchas otras cosas. Nos explica, por ejemplo, un aspecto fundamental del lenguaje fotográfico y cinematográfico. Algo que, por otra parte, ya había intuido Pirandello cuando el cine era todavía mudo, y es el hecho de que, con la cinematografía, el interprete de una película vive la imagen de sí mismo que le presenta la cámara con un sentimiento de extrañeza, un sentimiento parecido al que siente cada uno de nosotros cuando observa la propia imagen en el espejo. Pero el hecho verdaderamente nuevo y desconcertante, observaba Pirandello, es que con el cine esta imagen se ha vuelto transportable. Que es transportable significa, evidentemente, que puede viajar en el espacio y en el tiempo. Es justo esta transportabilidad de las imágenes la que Fellini usa para mostrarnos que el tiempo pasa, no solo para Anita, sino también para nosotros. La absoluta certeza del paso del tiempo que los espectadores experimentamos deriva del hecho de que estas imágenes son imágenes fotografiadas, realmente grabadas. Y la fotografía consiste en darnos esa certeza. Como Roland Barthes decía en La cámara lúcida, un texto esplendido dedicado precisamente a la naturaleza de la imagen fotográfica, cada foto es la fijación de un futuro anterior. Os cito un breve pasaje: “Delante de la foto de mi madre de niña, escribe Barthes, me digo: ella morirá. No puedo evitar temblar a la idea de una catástrofe que ya ha ocurrido. Que el objeto de la foto haya muerto o no, poco importa. Toda fotografía expresa esta catástrofe”. Lo que Barthes quiere decir es que cada imagen cuenta un futuro anterior en el que la muerte es la verdadera protagonista. El futuro anterior del que habla Barthes son las lágrimas de Anita: en una sola imagen Fellini consigue expresar todo esto.
A diferencia de la imagen contenida en un cuadro, respecto de la cual sabemos que la realidad representada es – siempre – una realidad interpretada, con una foto se produce un efecto de realidad que nos hace decir: así fue verdaderamente y no será nunca más. Y nos hace decir esto porque sabemos que la imagen de la foto corresponde, por fuerza (en realidad sería mejor decir correspondía, porque hoy, con el digital y la técnica de manipulación el discurso se complica enormemente) a un objeto real colocado frente al objetivo. Con la fotografía vuelvo a ver el pasado, puedo volver a ver mi propia cara cuando tenía 10 años: el pasado vuelve como presente. A través de un proceso técnico-químico, y hoy- con el digital- también matemático, se produce una fijación de la luz que permite la repetición exacta del pasado. Fellini usa con una extraordinaria maestría esta especificidad de la imagen fotográfica y si en las lenguas naturales la vuelta a lo que precede está asegurada por lo que en el análisis del discurso llamamos anáfora (entendida como figura retórica consistente en la pura repetición del mismo termino o del mismo verso, o como esa función gramatical de los pronombres que permite volver a partes precedentes del discurso evitando la repetición), en el lenguaje de las imágenes fotográficas es la presentación misma de la imagen la que asegura este regreso, esta repetición del pasado.
Pero el cine, aparte de ser un desarrollo técnico de la fotografía y de absorber la especificidad de su lenguaje, tiene otra característica. Es un proceso en movimiento y las imágenes se suceden en secuencias temporales. Una película es, en este sentido, un objeto bastante mas parecido a la música y a la televisión que a un cuadro, a un libro o hasta a una foto. Mientras estos últimos son objetos estáticos, una película, la música o la televisión son objetos que contienen en sí el principio de su movimiento. El movimiento necesario para hacer “hablar” a un cuadro, una foto o un libro depende de nosotros y si yo paro de pasar las paginas de un libro, un libro se vuelve un objeto muerto. Una película, la música o la televisión continúan avanzando, discurriendo, y el ritmo de su discurrir coincide con el ritmo del discurrir de la conciencia y es por esto que podemos definir estos objetos como “objetos temporales”. Mirando una película, las imágenes de de la ficción nos llegan como instantes de la vida real, de un movimiento en el que el presente de un personaje deriva de la fusión entre los instantes inmediatamente pasados con los inmediatamente futuros. También en este caso, Fellini explota magistralmente esta característica del lenguaje cinematográfico y a través de Anita, que en su presente de personaje de la película La entrevista observa, en el mismo instante, su pasado de actriz de la película La dolce vita, consigue romper la ficción en el acto mismo de mostrárnosla. Consigue mostrarnos el movimiento en cuanto tal, el movimiento que funde el pasado al presente y al futuro y es por esta razón que la escena nos resulta tan estremecedora y perturbadora.
Llegados a este punto me gustaría volver un momento a lo que decíamos antes. Al hecho de que unos objetos, objetos a los que podemos genéricamente llamar objetos culturales, como la música, una película, la televisión, son objetos que contienen en sí el principio de su movimiento. Este hecho nos ayuda a entender la razón por la cual, normalmente, es bastante más fácil, bastante menos exigente, ver la televisión o escuchar música que, por el contrario, leer un libro. Pero intentemos entender en qué consiste la diferencia entre cine y televisión y por qué, como decía antes, con la televisión es mucho más difícil, si no imposible, distinguir entre realidad y ficción.
La primera diferencia que podemos indicar, subrayada en los años 60’ por el canadiense Marshall McLuhan, uno de los primeros que analizaron la profunda transformación sufrida por nuestro imaginario y la esfera simbólica bajo la presión de los nuevos media y en particular como consecuencia del nacimiento de objetos culturales grabados y producidos industrialmente, es que en el cine –un espacio físico, además- nosotros recibimos la luz, y por lo tanto las imágenes, por la espalda, mientras que en la televisión la recibimos de frente. Esta diferencia, que tenía en efecto consecuencias importantes para nuestra percepción, hoy sin embargo cuenta poco. Al cine en efecto vamos cada vez menos y las películas las vemos cada vez más en la televisión. Decimos por tanto que la televisión es un gran contenedor que absorbe, en gran medida, el cine. La televisión es en efecto un electrodoméstico, el más importante de la casa, el que da luz y también calor; de hecho ha sustituido al fuego o la chimenea de las sociedades mas antiguas y es, como el fuego, un gran catalizador de nuestra mirada: cuando está encendida es prácticamente imposible no mirarla. Por lo tanto es mas correcto hablar no tanto de diferencia entre cine y televisión, sino entre película y televisión. Podemos empezar por decir que mientras una película esta siempre en diferido, la vemos después de haber sido rodada, la televisión esta en cambio siempre en directo, en tiempo real. Otra diferencia es que mientras una película es un horizonte semántico cerrado, es una historia que tiene un principio y un fin, la televisión es un horizonte semántico abierto, que no termina nunca.
Pero la cosa mas importante, la que tiene una relación directa con la lección de Fellini, es que mientras que en el cine, frente a una película, nosotros sabemos instintivamente que se trata de una ficción, de una producción; mientras que aquí sabemos que los actores están interpretando un papel (no es una casualidad que el francés utilice el verbo “jugar”: les acteurs jouent), con la televisión perdemos esta conciencia, nos olvidamos de que aquí también se trata siempre y en cualquier caso de ficción. Nos olvidamos por diferentes motivos. En primer lugar porque todo ocurre en directo y después porque los personajes que aparecen, los distintos presentadores, los Bruno Vespa, los Pippo Baudo o los Bonolis de la televisión italiana, los Nagui, los Arthur, los Michel Druker de la televisión francesa, nosotros los percibimos como personajes verdaderos, olvidándonos del hecho de que están siempre y en cualquier caso “jugando”, están interpretando un papel. Podemos ahorrarnos, por redundantes y obvios, los análisis sobre los diferentes reality-show del tipo Operación Triunfo o La Isla de los famosos.
La televisión es, como una película, un objeto en movimiento, un objeto que discurre, y que discurre al ritmo de nuestras conciencias. La cultura que esto implica es una cultura del flujo en la cual parece casi imposible pararse, hacer una pausa de imagen. Fellini nos dice: tengamos cuidado. Tengamos cuidado porque pararse es necesario, así como es necesario poder distinguir entre realidad y ficción. En esta película que es La entrevista, Fellini nos enseña que el cine, en el fondo, siempre ha sido televisión y que sufría los efectos ya en la época en que el Duce fundaba Cinecittà. Fellini nos muestra que la vida, cada vida, es cine y que puede haber una manera cinematográfica espontánea y peligrosa, la que tiende hacia una televisión sólo pasiva y receptiva, pero que también hay una manera critica de hacer cine. Fellini nos muestra que en nuestra realidad del flujo de las imágenes está la posibilidad de dejarnos transportar estúpidamente por la ilusión regresiva de la espontaneidad irreflexiva (la televisión de Berlusconi por ejemplo), pero que existe la posibilidad de hacer cine reflexionando sobre el flujo, interrumpiendo el flujo, para mostrar que el flujo nunca es completamente espontáneo, completamente verdadero, sino que siempre es producido, es siempre ficción y que es necesario siempre poder preguntarse donde está la diferencia entre ficción y realidad . Las películas de Fellini, y La entrevista de manera particular, son como interruptores que apagan el flujo, che despiertan nuestras conciencias y que interrumpen el movimiento. En los últimos años de su vida, Fellini se había vuelto bastante pesimista sobre la posibilidad de seguir cumpliendo este deber de interruptor del flujo, a través de la creación de historias, y esto le provocaba una profunda amargura y sufrimiento. Su amargura es también la mía, y espero que sea, por lo menos un poco, también la vuestra, porque creo que solo el hecho de sentir esta amargura es ya una manera de interrumpir el flujo, es una señal del deseo, diría casi de la necesidad, de distinguir entre ficción y realidad, entre verdad y falsedad, con todas las complejidades y las ambigüedades que esta distinción comporta.




n EL CARNAVAL DE LOS RECUERDOS. Por J. A. Souto Pacheco

Amarcord, película realizada por Federico Fellini, entre Roma (1972) y Casanova (Il Casanova de Federico Fellini, 1976), vista hoy en día, continúa revelándose como un hito; una crónica nostálgica y personal, impregnada de la poesía y de la dosis de surrealismo tan propia de sus obras, que abraza sin ningún tipo de pudor la adolescencia del propio autor. Con 53 años a su espalda, el viejo Fellini regresaba a una región casi irreconocible por la bruma que el paso del tiempo había depositado en ella, el territorio de su infancia y juventud.
Después de unos inicios profesionales en los que fue vinculado al movimiento neorrealista —Federico Fellini fue, por poner algún ejemplo, uno de los guionistas de Roma, ciudad abierta (Roma, cittá aperta, 1945. Roberto Rossellini) y realizador, también, de Los inútiles (I vitelloni, 1953)— acabó desarrollando una de las filmografías más personales que la historia del cine conozca. Las autocitas, las alusiones a su trayectoria vital, a sus gustos, su modo de entender la vida, a sus amores, sus fantasmas, sus quimeras... todo ello conformaba el material con el que el cineasta italiano construía sus películas.
En Amarcord, Fellini echó mano a sus recuerdos infanto-juveniles para elaborar una obra de un marcado tono nostálgico. Sin embargo, el recuerdo poco tiene que ver con un testimonio fidedigno del pasado. En el recuerdo, la imaginación disfruta de espacios abiertos para campar a sus anchas. Además, recordar puede convertirse en un ejercicio de funambulismo en el que la cuerda del tiempo se estire y se encoja sin que la persona que camina a través de ella pueda dominarla plenamente. El pasado puede ser evocación de un tiempo que no regresará jamás. No obstante, esta verdad de Perogrullo no esconde que, en ocasiones, la mentira se pueda convertir en la proyección del presente porque vemos lo que ocurrió, no como de verdad aconteció, sino embriagados por el aroma de la idealización —cosa ésta, bastante más atractiva que la propia realidad—.
Amarcord nos cuenta la historia de una pequeña ciudad de provincias italiana durante la década de los años 30. El tiempo es el elemento básico de la construcción narrativa de la película. Todo lo que veamos en ella está incluido en el ciclo de las cuatro estaciones —concretamente de primavera a primavera— y enmarca la vida italiana en los años del fascismo. Son múltiples los argumentos que confluyen en la trama de Amarcord. Los personajes se introducen de manera paulatina y, con cada personaje nuevo, nuevas anécdotas y situaciones se suceden.
De la misma manera que François Truffaut amaba la literatura y el cine porque prefería los reflejos de la vida a la vida misma, con su cine Fellini parecía querer prestarnos unas lentes especiales para mirar, y deformar, la realidad a su gusto, devolviéndonos una suerte de materialidad carnavalesca que transmitía mejor aún la grandeza de los hechos relatados. Una escena clave —se podrían citar muchas más— para efectuar una lectura del film que nos ocupa. Aquella en la que se produce la salida colectiva en barcas de todo el pueblo para ver al gran transatlántico Rex. En la noche, el padre de Titta medita en voz alta sobre la grandeza del universo y verborrea sobre el arquitecto que lo formó —cabe recordar que él es constructor. De repente, el mar real en el que los habitantes del barco echan sus barcas se transforma en otro artificial cuando, de noche, como si de un sueño se tratase, un chico descubra la aparición del gran barco entre la espesa niebla. La lectura es clara. Como volvería a hacer años después en Y la nave va (E la nave va, 1983),F ellini disfraza la realidad transformándola en algo mucho más artificial y, por ende, espectacular —la puesta en escena, la escenografía y la música de Nino Rota tienen un peso específico muy importante aquí—. Él, que prefería el cine—mentira al cine—verdad, encontraba la mentira más interesante que la verdad puesto que la ficción puede andar en el sentido de una verdad más aguda de la realidad cotidiana y aparente. Lo único que debía ser auténtico a todas luces, era la emoción que los creadores —el director, los actores, etc.—, los personajes y los espectadores tienen que experimentar.
En Y la nave va un personaje llamado Orlando se convertía en el hilo conductor de la historia, apareciendo ante las cámaras, y ante el espectador por tanto, como narrador. En Amarcord será Titta (ya adulto y como suspendido en el tiempo, encarnado por Bruno Zanin en su caracterización adolescente) quién se sitúe frente a la cámara para guiarnos por las calles y los lugares que la película visita, convirtiéndose en un especie de cronista que, a diferencia de Orlando, será interrumpido en diferentes ocasiones por diferentes personajes, aspecto éste que resalta la coralidad de la historia y resquebraja la continuidad de la narración.
Los personajes de las películas de Fellini no acostumbran a evolucionar. Están descritos desde lo poético y lo bufonesco, más definidos por su imagen que por su psicologismo. Es por ello que hasta que no se tiene una visión conjunta del elenco de personajes que pueblan sus films, el espectador no los puede abarcar en toda su identidad y definición. La rista de personajes fellinianos en Amarcord es un catálogo definitorio en toda regla : la mítica estanquera (Maria Antonella Beluzzi) que ayuda a descubrir la sexualidad de Titta, los profesores maniáticos y pintorescos que trabajan la escuela del pueblo, las prostitutas que llegan al mismo paseándose en coches de caballos —con la música de La cucaracha de fondo, que más tarde volveremos a oír ante la aparición de un nuevo personaje y que, inevitablemente, asociaremos a este grupo de mujeres—, los jóvenes inútiles mimados por madres protectoras y hermanas neuróticas., la Gradisca (Magali Noel, tan deseable como inalcanzable) sexy y romántica a la par, los aristócratas decadentes, el pariente loco (Ciccio Ingrassia) que se sube a un árbol pidiendo a gritos una mujer, la monja enana que le hace bajar, el guapo del pueblo que parece haber salido de un film de Hollywood...
Por otro lado, las secuencias se suceden sin descanso. Las hilarantes dan paso a las patéticas, los acontecimientos de corte colectivo dan paso a los de carácter más individual, y todo este conjunto conforma una imagen de un tiempo remoto cargada de erotismo y teñida por el cariño que se tiene a aquello se recrea sabiendo que nunca volverá a existir. Fellini lanza una mirada infantil y observa con mucha precisión, bastante sentido del humor y un poco de magia. Como si de un carrusel se tratara vemos pasar las carreras de coches, el motociclista que jamás vemos apearse de su moto, la celebración y la fogata de San José, la gran nevada con la fantasmagórica aparición de un pavo real, la no menos espectacular aparición entre la niebla de la figura de un buey, las clases —generalmente banales y estúpidas— en la surrealista escuela, la parodiada parada fascista, el confesionario represor de la sexualidad en la que el cura pregunta al chico que se confiesa si se ha tocado para después olerse sus propias manos, la secuencia (parodia del musical) en la que Gradisca y el sultán tienen un encuentro en el lujoso Gran Hotel, la boda de la Gradisca en la que los personajes se despiden de nosotros mirando a cámara, la ya mencionada aparición del transaltlántico...
El director de Ensayo de orquesta también tiene tiempo para mostrarnos el conflicto social entre clases —véase si no, como Fellini coloca a los personajes en la fiesta de la hoguera de San José (en las ventanas a los representantes del poder —maestros, curas, militares y burgueses; en las calles, viviendo la fiesta, el populacho)—, nos habla del abuso de poder —con el episodio de los cuidados de Miranda Biondi (Pupella Maggio), la madre de Titta, a su marido (Aurelio Brancia) tras las torturas sufridas por éste tras una delación de su hermano— y de la absurda irracionalidad que supone la imposición del orden por la fuerza y el totalitarismo —toda la escena de la parada fascista da buena cuenta de ello—. Sin embargo, los fantasmas de Fellini están bastante alejados de lo terrenal, su espíritu está por encima de disquisiciones políticas; y por ello, no carga las tintas en la denuncia, no necesita tomar partido y se limita a mostrar, sin ánimo de juzgar los elementos que conforman su universo particular.
Hablar de Amarcord, o de Fellini, y no hacerlo de Nino Rota es quedarse a medio camino. En Amarcord la música de Nino Rota ayuda, y de qué manera, a la evocación que diseña Fellini. Es una música que posee un cierto toque nostálgico que alcanza momentos de extraordinaria belleza —como en las escenas des descubrimiento del Rex o la boda de Gradisca, por poner algún ejemplo—. Calificativos como maravilloso o magistral, pocas veces quedan rebajados de su sentido real.
Amarcord es una película compleja en su construcción, repleta de parajes y recovecos que esperan para ser descubiertos. Como escribía Jorge-Mauro de Pedro en el artículo que introducía el estudio que Miradas de Cine dedicó a Federico Fellini: «cuanto más viejo se hacía, más hablaba de su infancia. Le pasaba a Bergman. Le pasó a Truffaut. Le pasa a mi abuela. Amarcord es un parque temático con todos nuestros recuerdos totémicos, con nuestras represiones y miedos, juventud machilhembrada al descubrimiento y la picardía. Amarcord miente, pero hace reir. Como las anécdotas —infladas, descontextualizadas— que rememoramos en cenas interminables. ¿Qué es la vida, si no?». Pues eso mismo. Asómense a la ventana que Federico Fellini les dejo abierta de par en par. Pasen y vean. Y si lo consiguen, abandónense al carnaval de los recuerdos.


n EL CINE PERDIDO Y REINVENTADO. Por Alejandro G. Calvo

Entrar a valorar el talento de los cineastas no norteamericanos más premiados en los óscars, lo reconozco, es un ejercicio bastante pueril, si consideramos la habitual tendencia de los académicos de Hollywood, de premiar los films más cercanos a la moda imperante, al producto lacrimógeno y a realizadores clásicos en sus últimas andanzas cinematográficas -no es nada raro, le pasó a Buñuel, a Kurosawa, a Truffaut…-, por encima del valor de las obras a concurso o presentadas simplemente a la candidatura. Es por ello que la presencia de Fellini con cuatro óscars produce cierta perplejidad a la vez que satisfacción, por razones bien diferentes. Por una parte, sorprende que un realizador como el autor de La dolce vita (Ídem, 1960) posea cuatro estatuillas, y sin embargo, no hallan conseguido ninguna gente del talante y talento como Roberto Rossellini, Pier Paolo Pasolini, Marco Bellochio, los hermanos Taviani… y que sí tenga uno Roberto Benigini (y cero Nani Moretti y Gianni Amelio), por citar casos diversos, que parecen evocar una cierta injusticia en la repartición de premios. Por otro lado, el Fellini más premiado, y esta es la parte interesante, no es el cineasta que se enamoró de su cine y que regaló obras tan gigantescas y fantásticas como, en ocasiones, pedantes y exhasperantes, si no el cineasta que empezaba a andar de la mano de Rossellini y el neorrealismo para ir creándose, poco a poco, su propio universo estético, cuya eclosión con Fellini, ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) fue una de las cúspides logradas por el cinematógrafo en el pasado y ya viejo siglo XX.
A Fellini, los académicos, con una visión sorprendente, le supieron valorar esas joyas cinematográficas que fueron La strada (Ídem, 1954) y Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957), por encima de películas tan insultantemente modernas como Roma (Ídem, 1973) o El Casanova de Fellini (Il Casanova di Fellini, 1977). Las conmovedoras historias de Gelsomina y Cabiria en manos de un mundo tan rugoso y esquino como romántico, y en ocasiones, mágico, son posiblemente lo mejor filmado jamás por el realizador junto a la maravillosa La dolce vita –esta sí, ignorada en los óscars, dado el escándalo provocado por el film– y la ya citada Fellini, ocho y medio. El realizador de Rímini parecía entonces interesado en reflejar su desconfianza hacia un mundo asfixiante, bien por culpa de la presencia de personas ingratas, bien por las condiciones de sus protagonistas de hallarse encerrados en un territorio que se les hace más y más hostil, pero toda su filosofía, la traducía en forma de pequeñas historias tragicómicas, en vez de los grandes retratos corales o contextuales de su posterior filmografía. Gracias a sus protagonistas, tan patéticos como románticos y, en el fondo, simpáticos y sensibles, ya fueran el grupo de amigos de Los inútiles (Il vitteloni, 1953) o el grupo de prostitutas de Las noches de Cabiria, Fellini construye sus pequeñas fábulas en un cruce de cómo lo mágico acaba por rendirse frente a una realidad lo suficientemente sucia para que aún se le recuerde al realizador su pasado neorrealista.
Este mundo opresivo, que nos lleva de los pueblos hermanos de Rímini a la Roma en decadencia moral de La dolce vita, con el tiempo se fue deteriorando hasta llegar a negar toda realidad que no fuera la que el propio realizador tenía en mente. El desencanto existencial aún le tardaría años en llegar a Fellini, que la ejemplificaría en esa hipérbole del patetismo que significó en Entrevista (Intervista, 1987) enfrentar a Mastroianni y Ekberg con sus imágenes en La dolce vita, pocas veces un realizador puede llegar a ser tan cruel. Sin embargo, antes de que el realizador cimentara su cine futuro, que en palabras de Jorge-Mauro de Pedro fue debido a que «Fellini se acabó enamorando del cinematográfo (el medio) y dejó de lado a aquellos personajes primorosamente escritos y descritos, trufando sus películas de secundarios carismáticos de aparición episódica, desfile sin descanso de freak que entraban por una puerta y salían por otra» (1) , el realizador trazó el pilar que venía a resumir su obra a la vez que enunciaba hacia donde tendían sus nuevas formas de escritura cinematográfica. Fellini, ocho y medio, se despedía de sus pequeñas historias para convertir su mirada cinematográfica en algo totalmente nuevo, cuya principal característica estilística se basaba en la construcción episódica de anécdotas que buscaban con inteligencia un sentido/espíritu global, mediante la construcción cada vez más aparatosa de escenarios, fotografía y trazado global de personajes (nunca el cine de Fellini estuvo tan cerca del circo que tanto amaba como en la segunda mitad de su filmografía). En ocasiones funcionó, como en Fellini, ocho y medio, Giulietta de los espíritus (Giuelietta degli spiriti, 1965), Roma, Amarcord (Ídem, 1973)… en otras, se quedó sólo en eso, un mero cúmulo de escenas cuyo engarce poco a poco fue perdiendo consistencia hasta volverse prácticamente irrisoria: La ciudad de las mujeres (La città de le donne, 1980), Entrevista, Y la nave va (E la nave va, 1983), La voz de la luna (La vocce de la luna, 1990)… (a medio camino se quedaron ejercicios tan desquiciantes como deslumbrantes: Fellini-Satiricón (Satyricon, 1969), El Casanova de Fellini o Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1986), cuya apreciación varía mucho según las afinidades cinematográficas de cada uno).
El cuarto óscar le llegaría a Fellini por un film como Amarcord, el último compendio de las inquietudes del cineasta trazado con tanta dulzura como talento, Fellini regresaba a su imaginario juvenil, unos dicen que cerrándolo, otros negándolo –la negación sí que es una de las particularidades de la filmografía de Fellini–, y ofrecía una última mirada romántica a personajes y contexto, donde se evidenciaba la magia del pasado cuando este ya se halla muy lejano -el Rímini de Amarcord dista bastante del de Los inútiles-. El provinciano ya anclado para siempre en Roma y Cinecittà era entonces un autor plenamente contrastado –de ahí que obtuviera siempre grandes presupuestos para hacer películas cada vez más grandilocuentes– y reconocido por la crítica de todo el mundo (la misma que le increparía con el estreno de su último film La voz de la luna).En las postrimerías de su carrera, toda la gente se fue olvidando de Fellini, hasta que en murió en Roma en 1993, cuyo último deseo –como indica Hilario J.Rodríguez en su libro Los mejores westerns– fue ver de nuevo, ya en el hospital, Centauros del desierto (The searchers, 1956), no se me ocurre un mejor colofón para uno de los realizadores que han hecho grande esto del cine.

(1) Jorge-Mauro de Pedro, del artículo Buscona sin vocación busca hombre sin compromiso, referente a Las noches de Cabiria, en el estudio de Miradas de Cine de Enero-Febrero del 2004 dedicado a Federico Fellini.


n LUCES DE VARIEDADES (Luci del varietà, 1951). Comienza el espectáculo. Por Jorge-Mauro de Pedro

Hace medio siglo comenzaba a hacer cine el maestro de ceremonias de Rímini. Más de cinco décadas desde que le dio por erigir mástiles y levantar una carpa bajo la que dar cobijo a sus criaturas, circo de tres pistas donde sus bestezuelas rugirían, saltarían y se contonearían al escuchar el restallar de su látigo. El reino sin corona ni blasones de la imaginación veía ocupado su trono por un clown, un bufón reconocido que proyectaría sus caricaturas sobre la sábana blanca, para escarnio de bienpensantes y solteronas de escapulario.
Quede dicho: para mí el gran Fellini es el de los años cincuenta, decayendo mi interés por su filmografía a partir de Ocho y medio (Otto e Mezo, 1963) (con la excepción, quizás, de Amarcord (id., 1973) y Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985)). Y es que sus últimos tiempos fueron en efecto recargados y barrocos, enamorado de escenografías mayúsculas y decorados abrumadores. Grandes salas por las que se paseaba su ego de director dispuesto a firmar los títulos de sus películas con su propio apellido; más preocupado en sorprendernos con sus repartos de mujeres contundentes, perdido en la rememoración de una infancia repleta de referencias cruzadas y autohomenajes, obsesionado con sus propias obsesiones...
En cambio, en estos gloriosos años que van desde la presente hasta La dolce vita (id., 1960), Fellini logra pasar de un neorrealismo bastardo que apostaba por las voces corales -las bases de cuyo movimiento, no olvidemos, él mismo había ayudado a cimentar con sus guiones- a historias donde, por encima de abundantes dispersiones argumentales, se nos narra la crisis existencial de víctimas que se creen verdugos (el farsante enmascarado de El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), la pandilla basura de Los inútiles (I Vitelloni, 1953), el Zampanò de La Strada (id., 1954), el ladrón amoral de Almas sin conciencia (Il Bidone, 1955) o el Marcello de La dolce vita (id., 1960)).
En Luces de variedades seguimos la gira -provinciana y algo cateta- de unos jornaleros de la farándula enamorados de su oficio, aunque demasiado acostumbrados a escuchar el vacío de sus estómagos. «(...) La tensión entre el espectáculo de la gran ciudad moderna, el music-hall, frente a las ya crepusculares variedades, que tienen como escenario el teatrillo (...), donde las canciones pícaras se ven punteadas por las campanadas de la torre de la iglesia» (1).
Números añejos vistos mil veces, trucos de cajón con los que ya no embaucan a casi nadie, arrastrarse de un pueblo a otro propulsados por el halo falsamente romántico de su profesión.
Esta trouppe de ingenuos (pronto descubriremos que no hacen mas que engañarse a sí mismos soñando con gruesas recaudaciones dominicales y el respeto de un público mas bien inclinado al improperio) verá revolucionada su existencia con la llegada de una joven ambiciosilla, tan mona como patosa y desgarbada. A Liliana (una bellísima Carla Del Poggio) parece perdonarle todo un público masculino amante de la revista y el vodevil: unas piernas bonitas obran el milagro de convertir a una neófita en una... "estrella".
Pero la cosa no se para ahí. El promotor de esta jaula de grillos –Checco (Peppino De Filippo), un tipo que roza la senectud, felizmente arrimado a una trotamunda en declive– cae prendado por los encantos de la joven, utilizando sus supuestas influencias –que incluyen el alevoso y atufado tópico del «nena, yo a ti te hago actriz de cine»– para orquestar una burda maniobra de acoso y derribo.
Nuevamente se cumple el destino de los personajes fellinianos: el cazador cazado. Porque este seductor Mañara no se da cuenta de que su "inocente" vestal está dispuesta a utilizar su talón de Aquiles (el amor otoñal de un perdedor demasiado maduro) para encaramarse a donde haga falta.
La penitencia a pagar por su chaladura será el ostracismo al que le condenan durante una temporada sus fieles artistas de repertorio, capaces de perdonarle cualquier cosa menos traicionar a alguien del grupo, código trashumante que parece gobernar este pequeño mundo mucho menos amoral de lo que en un principio nos había parecido.
En última instancia –y engarzando nuevamente con el principio de la película– veremos a la comitiva tomando un nuevo tren hacia un destino que adivinamos marginal, reconciliados y con propósito de enmienda, aunque nuestro Pigmalión de pacotilla no tarde en fijarse en una nueva alma cándida que confunde las bambalinas con el Parnaso.
Aún siendo una película co-dirigida con Lattuada y realizada en régimen de cooperativa, todo Fellini está ya aquí apuntado, dibujado a grandes pero seguros rasgos. Su leve misoginia, la fiesta ritual tras la cuál sólo perdura la desazón y el cansancio de otra madrugada perdida, la fascinación por la gente nómada, el personaje que lo observa todo con discreción y acaba eligiendo otro camino, el retrato cruel de las oligarquías...

(1) Federico Fellini, de Pilar Pedraza y Juan López Gandía. Ediciones Cátedra. Signo e imagen / Cineastas.

n LA STRADA (La Strada, 1954). La balada de Gelsomina y Zampanó. Por Alejandro G. Calvo

«Al inicio de La Strada había sólo un sentimiento confuso de la película, una nota suspendida que proporcionaba tan sólo una melancolía indefinida, un sentido de culpa difuso como una sombra; vago y doloroso, compuesto de recuerdos y de presagios. Este sentimiento sugería con insistencia el viaje de dos criaturas que están fatalmente juntas, sin saber por qué. (...) Hacía mucho que quería hacer una película para Giulietta: me parece una actriz singularmente dotada para expresar con inmediatez los estupores, los sustos, los frenéticos regocijos y los cómicos oscurecimientos de un payaso.» (1)

En el estudio realizado el mes pasado en Miradas de Cine, apropósito del realizador Woody Allen -no en vano, uno de los pocos que ha reconocido la gran influencia que el realizador italiano Federico Fellini ha tenido sobre su cine- se me quedó en el libro de apuntes, en el artículo a propósito de Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdown, 1999), la clara influencia, que para mí, existía en el personaje de Hattie y en especial, en la interpretación de Samantha Morton, proveniente de la dulce y triste Gelsomina, definida por Fellini pero interpretada como si de un clown se tratara por Giuletta Masina, cuyo infortunio recorre cada uno de los fotogramas de La Strada. La misma, por cierto, que se podría encontrar, aunque en un contexto mucho más extremo, en las protagonistas de los films de Lars Von Trier Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1995) y Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000). Es por esto, que Fellini, además de ser reconocido como uno de los pilares del modernismo cinematográfico, en lo que a estética del caos se refiere en la segunda mitad de su filmografía (como Dalí en la pintura o Joyce en la literatura) y de uno de los principales realizadores que abrieron las puertas a vías de escape provenientes del neorrealismo italiano, en pleno auge cuando Fellini debutó en la dirección con Luci del varietà (Ídem, 1950), también debería ser recordado como un excelente creador de personajes e historias, al menos, hasta que el mundo del cine cambiara a raíz de La dolce vita (Ídem, 1960), y el cine de Fellini tendiera a una búsqueda de nuevas formas de expresión, que lo acabaron por cimentar como uno de los grandes autores cinematográficos del siglo XX, curiosamente –pues es algo prácticamente insólito–, disfrutando plenamente del favor del público, incluso en films tan extrañamente complejos y despellejados por la crítica como Satiricón (Fellini-Satyricón, 1969), y con una distribución comercial equivalente a cualquier film norteamericano de la época.
Es por ello que incluso en la etapa más cercana al neorrealismo de Federico Fellini, la que iría desde Luci dil varietà a La dolce vita, para muchos la mejor del realizador, tienda a distanciarse siempre de las enseñanzas de Rossellini, con quien Fellini había colaborado en obras tan importantes para la historia del cine como Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) o Paisà (Ídem, 1946), y allí donde Rossellini ejemplificaba la tragedia, como en la abrumadora Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947), Fellini se dejaba llevar por una melancolía de carácter optimista, incluso en fábulas dramáticas como La Strada o Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957). Por que Fellini, pese a centrar la temática en esta primera parte de su filmografía en un retrato de pequeños grupos de personajes marginales de la sociedad, lo que conseguía era un retrato global de toda Italia, del mismo modo que cuando hablaba de Rímini, estaba hablando prácticamente de todos los pueblos pequeños de mentalidad mediterránea. Por ello es curioso que en estos primeros retratos trágicos de personajes como Los inútiles (I vitelloni, 1953) o La Strada existe más optimismo que en las sátiras provenientes de obras como El Casanova de Fellini (Il Casanova di Federico Fellini, 1976) o Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985), donde la fatalidad y la tristeza impregnan la atmósfera de la cinta convirtiéndola en una plato de difícil degustación, pese a lo cómico-patético y dinámico de la narración. Me parece que fue el crítico José María Latorre quien dijo que Fellini en sus primeras obras utilizaba el neorrealismo como un género más que como una estética o concepción filosófica del realismo cinematográfico, lo que entroncaría directamente con el comentario de Carlos García Brusco: «Fellini, por el contrario, puso en escena una obra en que la moral -que para los neorrealistas era abstracta, universal y generalizadora- venía definida por relación a su contexto social» (2). Queda claro que Fellini, una vez su periodo de aprendizaje había finalizado, jugó con el neorrealismo como si de una herramienta cinematográfica más se tratara –lo mismo que haría otro genio como Pier Paolo Pasolini hasta su Evangelio según San Mateo (Il evangelo secondo Mateo. 1964)–, hasta que por pura evolución instintiva –no hay nunca en Fellini un cuestionamiento intelectual ni unas apetencias literarias marcadas (ni Satiricón ni El Casanova de Fellini deben mucho a su obra escrita)– lo fue abandonando hasta, lo que unos entienden como negación de su cine, otros como simple traición a la corriente cinematográfica por antonomasia del cine italiano.
En el encabezamiento de este artículo he añadido una nota de las particulares memorias fellinianas, tan inventadas como su propio cine, en la que define La Strada como «una nota suspendida que proporciona tan sólo una melancolía indefinida...», palabras que el crítico Quim Casas redefiniría como "La Strada como tantas obras fellinianas, nace de una imagen, un color, una melodía, y crece poco a poco hasta llegar a la embriaguez de orden estético y narrativo, en este caso más cotidiano que fantasioso» (3). Por mi parte, siempre me ha gustado pensar que La Strada no es más que la consecuente puesta en escena de la melodía que Nino Rota compuso para el film, si esto pudiera darse en la realidad, claro, lo que es bastante improbable, por más que Fellini en ocasiones, haya sido tan buen funambulista como director de orquesta, y que exista la teoría de que sus películas, eran en verdad, obras de ciencia-ficción. En todo caso, dicho comentario debería servir para remarcar la importancia de la partitura de Rota, tan habitual de Fellini como sus guionistas Tullio Pinelli (primero) y Bernardino Zapponi (segundo) o el magnífico director de fotografía Giuseppe Rotunno, cuya melodía principal, aquella que Gelsomina tararea y toca con la trompeta repetidamente, ejerce de leit-motiv de una cinta cuya melancolía permanece intacta, pese a que hace ya casi cincuenta años de su realización y todos sus artífices han muerto ya.
La historia de amor y odio entre la mermada Gelsomina (la bella), todo un derroche de expresividad mímica por parte de la maravillosa Giulietta Masina, y el forzudo y patético Zampanó (la bestia), en la que es, seguramente, la mejor interpretación de Anthony Quinn, es tan sencilla, que hasta fue duramente atacada por un sector de la crítica tildándola de melodramática y folletinesca, todo un ejemplo de ceguera a la que por desgracia, en ocasiones todos los que trabajamos en ello caemos alguna vez. Evidentemente, han pasado ya muchos años desde La Strada y ahora más que una historia sencilla, la obra despierta como un prodigio de sensibilidad con un máximo de economía narrativa. Una clase magistral sobre la incomunicación, la perversión, el egoísmo, el desamparo... y la bondad, la inocencia y el inabarcable corazón que posee Gelsomina –que podría dar clases de perdón a la Grace de la reciente Dogville / Ídem, 2003. Lars Von Trier (y esto no es una crítica)–, en la que el autor de Los inútiles demuestra que para hacer buen cine sólo hace falta talento, lo demás, es casi prescindible. El cine de Fellini ha dejado incontables imágenes para el recuerdo, muchas además, con el mar de fondo escrutando a los personajes, enfrentándolos con ellos mismos, pero por encima del intento de suicidio de El Casanova de Fellini, del enfrentamiento de Marcello con el pez-monstruo en La dolce vita o la súbita expresión de júbilo final en Fellini, ocho y medio (Otto e mezo, 1963), para mi memoria personal me guardo la imagen de Zampanó, roto anímicamente, arrasado por la conciencia que ha tomado de sí mismo –sin olvidar que La Strada es una road-movie en toda regla desde el mismo título: La carretera–, desolado en su dolor y su amargura, rompe a gritar y a llorar frente a un mar que le mira, y que no dice nada más que viento, ese sonido que tanto le gustaba a Federico.

(1) Federico Fellini, "Hacer una película". Ed. Paidós. Colección "La memoria del cine". Barcelona, 1999. El original data de 1980, Turín.
(2) Carlos García Brusco. Estudio: Las máscaras y los monstruos de Federico Fellini. Dirigido por... Nº: 141-142-143.(3) Quim Casas. La Strada. Estudio: Cuando Hollywood premia al resto del mundo. Dirigido por... Nº 299.


n GIULETTA DE LOS ESPÍRITUS (Giuleta degli spiriti, 1965). Por Emilio Martínez-Bouzo

Situada entre 8 ½ (1963) e Historias Extraordinarias (1968), el presente largometraje siempre ha sido definido como uno de los más completos de su autor, y siempre es una constante fuente de consulta para aquellos que quieran hablar, conocer o adentrarse en el mundo de Fellini.
Quizás no sea su mejor película (¿Cuál lo sería? Pocas veces encontraríamos un debate más difícil en torno a la obra de un cineasta debido a su aproximación pero a la vez distancia entre cada una de sus obras) pero sin duda alguna es una de sus más representativas, y con ello no me refiero a que sea la más recordada, publicitada o cacareada sino la que posiblemente encierre la visión y explosión posterior del particular mundo propio del cineasta italiano.
En Giulietta de los espíritus un argumento simple y llano, casi banal sirve como eclosión y desencadenante de un viaje hacia una visión personal acerca del mundo y la significación de los espíritus. A través de la simple historia de Giulietta quien encerrada en una vida vacía se escapa creándose un mundo propio a base de sueños protagonizados por espíritus en la que la propia mujer a medida que avanza la película se asemeja cada vez más a uno de ellos. Ahí radica el mejor apunte de la película, la asociación de Giulietta como un espíritu atrapado en un mundo irreal, que al fin y al cabo es el mundo verdadero para sentirse cómoda en el mundo propio y fantástico que ella va creando. Para ello Fellini se apoya en la actuación de su musa Giulietta Massina quien dota al personaje principal de una ingenuidad y hastío francamente encomiable convirtiéndose a veces en un verdadero espíritu a medida que avanza la película. El cineasta descarga todo el peso dramático en su mujer en la vida real y Massina sabe coger el testigo para mostrar una perfecta sincronización con el director llegando a ser una especie de guía para el público que fácilmente se puede perder ante tanto salto al mundo del sueño y la realidad.
Además de la actriz, Fellini no duda en explayarse a la hora de mostrar los dos diferentes mundos. Mientras que el mundo real es filmado de un modo formal, pero haciendo mella y potenciando lo aburrido y penoso que puede ser nuestro mundo para el espectador como pueden ser los personajes que aparecen por la película, del mismo modo que la música y el color demasiado excesivo que a veces nos recuerda a una película de Ozores más que una de Fellini dando la sensación que esa parte fue despachada con un total despecho, algo totalmente falso ya que ese es precisamente el sentimiento que debemos recibir. Por otra parte, el mundo de los sueños está cuidado al detalle, dando el director rienda suelta a toda su creatividad plástica jugando de manera asombrosa con los decorados, los colores, o el vestuario siendo siempre rojo cada vez que Giulietta está en el mundo que ella crea frente al blanco virginal e inocente del mundo auténtico a la que ella es ajena. Fellini va filmando cada sueño con una elegancia pictórica que se asemeja más cada uno de los encuadres, milimétricamente compuestos, los movimientos de cámara lentos, sinuosos, elegantes, dando ese aire de misterio que se va perdiendo paulatinamente a medida que se va produciendo esa asociación entre la audiencia y la protagonista.
Además de lo anteriormente citado, Fellini puebla su película de todos los demonios que ha venido explotando anteriormente con una fuerza hasta entonces impensable. Además de la ya comentada presencia de su mujer-musa Giulietta Massina, repite con él Nino Rota en la música, y es imposible no ver todos aquellos apuntes que siempre ha ido introduciendo en sus anteriores largometrajes. Aquí el mundo de los sueños es el protagonista de la historia y está poblado por personajes típicamente Fellinianos como por ejemplo el encarnado por el marqués DeVillalonga exponiendo como debe prepararse una sangría acentuando el surrealismo constante durante todo el metraje. Por otra parte, la sexualidad y erotismo es latente cuando no directo. Eso es lo que me hace afirmar que Giulietta de los espíritus se convierte en su película más significativa (aunque en mi caso prefiero Amarcord, sin duda alguna su obra maestra).
Aunque para ser sinceros hay que reconocer que las mayores virtudes de Fellini son también su mayor enemigo. El hecho que sea único a la hora de mostrar y hacer partícipe al espectador de su peculiar visión respecto al mundo y de la exteriorización de su mundo propio lo convierte en uno de los creadores más interesantes del siglo pasado, pero la personalidad de ese mundo y la necesidad de una implicación emocional por parte del público también le hace perder puntos.
El cine de Fellini al fin y al cabo es un escupitajo de sus miedos, fantasías y demonios, y uno puede entrar en él o no. Es lo que ocurre con todas sus películas, si te dejas llevar por su visión y entras al juego, Federico Fellini es tu director sin duda puesto que verás cosas nunca vistas hasta ahora. Sus películas van más allá de lo meramente cinematográfico (para quien esto escribe, ciñéndome a lo puramente cinematográfico, Fellini es un buen director de cine, nada más. Sabía rodar muy bien, pero no es alguien que sobresalga con sus juegos espaciales, asociaciones de encuadres o movimientos de cámara dramáticamente necesarios) con lo que su obra no puede ser catalogada solo como películas aisladas. Si por el contrario no entras, por mucho que veas todos sus trabajos, seguirás observando desde una perspectiva demasiado fría e incapaz de comprender porque hay tanta gente que le admira, algo totalmente lógico ya que la excesiva duración de sus películas y el intencionado ritmo lento son una lacra no apta para todos los paladares, con lo que imposibilita el disfrute absoluto de ese mundo tan propio.
Y por suerte y por desgracia Giulietta de los espíritus representa todo lo que representa Fellini, por eso no es bueno iniciarse en él con esta película, y para los que ya lo estén y entiendan ese juego, ésta es su película, para los que no les guste, no lo entiendan o sencillamente no les interese, lo mejor es que dediquen las dos horas y once minutos de su tiempo que dura la película en hacer otra cosa.

Textos extraídos de: www.miradas.net



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