martes, 2 de noviembre de 2010

NOVIEMBRE

● MARIO SOFFICI
U Domingo 07 de Noviembre - 19:00 hs: “ROSAURA A LAS DIEZ” (1958)




País: Argentina
Guión: Mario Soffici (Novela: Marco Denevi)
Música: Tito Ribero
Fotografía: Aníbal González Paz (B&W)
Productora: Argentina Sono Film S.A.C.I.
Reparto: Juan Verdaguer, Susana Campos, María Luisa Robledo, Alberto Dalbés, Amalia Bernabé, Héctor Calcaño, María Concepción César, Nina Brian, ili Gacel, Beto Gianola, Miguel Ligero, Enrique Kossi.
Duración: 100

● FRANCIS FORD COPPOLA
U Domingo 14 de Noviembre - 19:00 hs: “LA CONVERSACIÓN” (1974)


País: Estados Unidos
Guión: Francis Ford Coppola
Música: David Shire
Fotografía: Bill Butler
Productora: Paramount Pictures
Reparto: Gene Hackman, John Cazale, Allen Garfield, Cindy Williams, Frederic Forrest, Teri Garr, Robert Duvall, Harrison Ford.
Duración: 113

● BERNARDO BERTOLUCCI
U Domingo 21 de Noviembre - 19:00 hs: “EL CONFORMISTA” (1970)


U Domingo 28 de Noviembre - 19:00 hs: “EL ÚLTIMO TANGO EN PARIS” (1972)



País: Italia
Guión: Bernardo Bertolucci & Franco Arcalli
Música: Gato Barbieri
Fotografía: Vittorio Storaro
Productora: Coproducción Italia-Francia; Produzioni Europee Associate (P.E.A.) / Les Productions Artistes Associes. Productor: Alberto Grimaldi
Reparto: Marlon Brando, Maria Schneider, Jean-Pierre Léaud, Massimo Girotti, Maria Michi, Catherine Allegret, Giovanna Galletti.
Duración: 129

Bernardo Bertolucci (1940)

n BERNARDO BERTOLUCCI SOBRE PIER PAOLO PASSOLINI: RAÍCES PROFUNDAS.
Ah, lo que tú quieres saber, jovencito,
quedará como no preguntado, se perderá sin ser dicho.

No puedo comenzar este breve recuerdo sin citar los dos últimos versos del poema titulado A un muchacho que Pasolini escribió entre 1956 y 1957. El jovencito era yo, y las palabras de Pier Paolo, releídas hoy, suenan como una afectuosa, melancólica, profecía. El significado de estos versos fue cambiando a lo largo de los años que duró nuestra amistad, hasta el punto de que el poema terminó por convertirse en el emblema, la contraseña secreta, de nuestra relación.
Dos versos que, en el fascinante y peligroso terrain vague de lo inexpresable entre dos amigos de edades distintas, de cuando en cuando eran susurrados, gritados, echados en cara, reivindicados, manipulados, según las tornadizas necesidades de nuestra complicidad. Hasta rozar el inquietante intercambio de papeles entre el “jovencito” que quiere saber pero no consigue preguntar y el “poeta” que sabe pero no consigue decir nada.
Todo comenzó poco después de la llegada de mi familia a Roma, a principios de los años cincuenta. Un domingo de finales de primavera, después de comer, abrí la puerta de nuestra casa de Via Carini 45. Hay un joven con gafas negras, el pelo un poco alborotado, traje oscuro, camisa blanca y corbata. Con tono firme y dulce me dice que tiene una cita con mi padre. La suavidad de su tono de voz y, sobre todo, lo que me parece un disfraz casi demasiado dominical, me ponen en estado de alerta. Mi padre está descansando, quién es usted, me llamo Pasolini, voy a ver. Cierro, dejándolo fuera, en el descansillo. Mi padre se está levantando, le cuento todo, él dice llamarse Pasolini pero yo creo que es un ladrón, le he dejado fuera. ¡Cómo se ríe mi padre! Pasolini es un excelente poeta, ve a abrir la puerta. Tremendamente intimidado y con las mejillas enrojecidas le hice entrar. Él me miró con una ternura inefable. Sabía, yo no, que “no hay plan de un verdugo que no sea sugerido por la mirada de la víctima”, como escribió muchos años después. Aquella noche soñé que dentro del joven poeta se escondía, en realidad, el cowboy de negro de Raíces profundas: en el sueño, Pasolini y Jack Palance se fundían en una única y reluciente calavera. Tendrían que pasar muchos años antes de que comprendiese que en aquel momento, en aquellas escaleras, yo había evocado y materializado la esencia del mito, para confiarle la esencia de mi alma y de mi corazón, ciegamente, como sólo puede permitirse un chico de catorce años.
Nadie sabrá contar jamás lo que me gusta recordar como mis momentos privilegiados. He escrito poesía desde que aprendí a escribir. Mi padre fue el primero (y único) lector y mi generoso e implacable crítico. Hacia los dieciséis años mi producción poética se estaba empobreciendo mucho. Te estás estancando… me pinchaba mi padre. Lo cierto es que durante el verano había rodado mi primera película, El teleférico, diez minutos en dieciséis milímetros, una iniciación muy apropiada para un director de dieciséis años. Pero fue también el desconcertante descubrimiento de que existía una alternativa a la poesía, una viscosa trampa para el hijo de un poeta.
En 1959 la familia Pasolini (Pier Paolo, Susanna y Graziella Chiarcossi) se traslada a Via Carini 45. Nosotros vivimos en el quinto piso, ellos en el primero. Volví a escribir poesías para poder llamar a la puerta de Pier Paolo y hacérselas leer. En cuanto terminaba una, bajaba las escaleras a grandes saltos con la hoja en la mano. Él era rapidísimo en la lectura y en el juicio. Todo el proceso no duraba más de cinco minutos. Para mis adentros, empecé a denominar aquellos encuentros “momentos privilegiados”. El resultado fue un montoncito de poemas que Pier Paolo, tres años más tarde, me animó a publicar. Quién sabe qué pensó mi padre, degradado sin explicación a lector número dos.Llega la primavera de 1961 y Pasolini, al que me encuentro en el portal, me anuncia que va a dirigir una película. Siempre me dices que el cine te gusta mucho, serás mi ayudante de dirección. No sé si seré capaz, nunca he trabajado de ayudante. Tampoco yo he hecho una película jamás, cortó por lo sano.
La película era Accattone, y los momentos privilegiados empezaron a intensificarse, a amontonarse, a envolverme, provocándome una sensación de vértigo. Comenzaban a las siete y media de la mañana en el garaje que había debajo de casa. Yo le esperaba somnoliento. Puntual en su ligero retraso, una sombra se movía entre los coches. Era Pier Paolo, con su sonrisa dolorida y afable. Partíamos en el Giulietta hacia Torpignattara, el Mandrione, la Borgata Gordiani, en el otro lado del mundo.
Hablábamos. A veces enseguida, a veces después de un puñado de minutos, a veces llegábamos al set sin que ninguno de los dos hubiese abierto la boca, como ocurre en los análisis. Y como en un análisis tenía la sensación de que sus palabras me revelarían secretos que nadie conocía. A menudo me contaba sus sueños de aquella noche y me sorprendía que el tema recurrente, a despecho del muro tras el que se escondía, fuese el miedo a la castración. Yo le incitaba ingenuamente a usar el material onírico en la escena que iba a rodar aquel día, de manera que en la película se diseminaran los residuos nocturnos, al igual que en los sueños están diseminados los residuos diurnos.
Me di cuenta de que los arcos de los puentes, los arcos de los acueductos romanos, los arcos de los túneles, los arcos que cerraban los vagones de los nómadas, todos los arcos que nos encontrábamos por el camino, le arrancaban indefectiblemente un suspiro. De aquellos suspiros nació mi curiosidad por su homosexualidad y por el universo homosexual en general. Me hablaba con júbilo pero con cierta cautela. Mis veinte años, hechos de desvergonzada ignorancia, eran un reto y una amenaza, dos cosas que le volvían alegre y vital. Fue así como conocí las orillas del Tagliamento, a sus amigos bajo el cálido sol de Friul, a pandillas de chicos que vagan de pueblo en pueblo, los fonemas vénetos, a su madre Susanna, eternamente joven... Un mundo exquisito, casi religioso, que surgía de las poesías que yo había leído y releído como un vendaval cuya felicidad excesiva me atormentaba. Momentos privilegiados. El Giulietta olía a colillas, aunque yo nunca había visto fumar a Pier Paolo. Parábamos en el bar del Pigneto rodeados por la troupe y, sobre todo, por sus amigos, los que le llamaban “a Pa”.

…ponga, ponga, Tonino,
el cincuenta, no tenga miedo
de que la luz se hunda – ¡hagamos
este carrito contra natura!

Accattone fue una experiencia atosigante y dramática. Me esperaba casi cualquier cosa de mi primera experiencia en un verdadero set de una película excepto asistir al nacimiento del cine. Como es sabido, Pasolini provenía de la literatura, de la poesía, de la crítica, de la filología, de la historia del arte. Sus nexos con el cine habían sido, sobre todo, como escritor: había firmado algún buen guión, pero había sido una relación esporádica, promiscua. Decía que le encantaban las películas de Chaplin y La pasión de Juana de Arco de Dreyer, que había visto en los primeros cineclubs de la posguerra, y una vez yo observé sus lágrimas en la oscuridad al final de El intendente Sansho de Mizoguchi. Pero ya iba al cine, especialmente el domingo en las afueras, para pagar la entrada a sus amigos. Pude apreciar desde el primer día cómo Pier Paolo se transformaba: de cuando en cuando se convertía en Griffith, Dovzhenko, Lumière… Tal y como declaró en numerosas ocasiones, su referencia no era el cine, que conocía poco, sino los primitivos sieneses y los retablos de los altares. Clavaba la cámara delante de las caras, de los cuerpos, de las barracas, de los perros vagabundos a la luz de un sol que a mí me parecía enfermizo y a él le recordaba los fondos dorados: construía cada encuadre frontalmente para convertirlo en un pequeño tabernáculo de la gloria subproletaria. Durante el rodaje de su primera película, día tras día, Pasolini se descubrió inventando el cine, con la furia y la naturalidad de quien, teniendo entre sus manos un nuevo instrumento expresivo, no puede dejar de adueñarse de él totalmente, anular su historia, darle nuevos orígenes, beber de su esencia como en un sacrificio. Yo era su testigo.
Uno de mis cometidos era controlar que los actores se aprendiesen de memoria los diálogos. Los actores eran casi todos hampones, papponi se decía en romanesco, y pronto me convertí en su confidente. Algunos de ellos, misteriosamente los que me parecían de corazón más tierno, protegían hasta tres o cuatro prostitutas. Sus noches eran agitadas, y acababan haciéndome partícipe de la ansiedad que les asaltaba al amanecer: si las chicas llegan a casa cansadas y no encuentran preparada y humeante la salsa para la pasta, son capaces de denunciarme mañana por proxenetismo. Partícipe de su drama, yo permitía que se alejaran a escondidas del set nocturno, sin que nadie se diese cuenta. Excepto Pier Paolo, que lo veía todo y aprobaba mi compasión.
Pier Paolo continuaba con el descubrimiento del cine, día tras día. Una mañana dijo que quería hacer un travelín. Mi corazón latía cada vez más rápido a medida que los tramoyistas dejaban caer alguna pieza de vía en la tierra batida del pueblo levantando nubes de polvo. El travelling tenía que preceder a Accattone mientras caminaba hacia una barraca, manteniendo el primer plano siempre a la misma distancia. Naturalmente, para mí, aquél fue el primer travelín de la historia del cine.
Más allá de aquel travelín, y en el espacio que se abría tras los hombros de Accattone, en los prados accidentados e inmundos de detrás de las últimas barracas de Roma Sur, más allá de Matera, al sur del Sur, hacia Ouersazad, Sana’a, Baktapour, Pasolini, una vez inventado el cine, siguió inventando su historia del cine y por esa senda fue cada vez más el enigmático cowboy de Raíces profundas. Sus metamorfosis no conocieron pausa alguna. Del cine consiguió vivirlo todo. Pasó de la sagrada frontalidad de su estilo primitivo al manierismo desgarrado y docto de su propio lenguaje hasta llegar a las visiones atroces y sublimes de Salò.
En los veloces quince años que transcurrieron desde Accattone hasta la noche del 2 de noviembre de 1975, Pier Paolo se inventó a sí mismo como director de cine. Lo logró porque aquel hombre que supo pedir a Tonino delle Colli el primer y milagroso “carrito contra natura” era mucho más que un director.

En Pier Paolo Pasolini, Palabra de corsario. Madrid, Círculo de las Bellas Artes, 2005

Bernardo Bertolucci

Bernardo Bertolucci

Bernardo Bertolucci y Pier Paolo Pasolini
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n VITTORIO STORARO, EL HOMBRE QUE LE PUSO IMAGEN AL CINE DE LOS GRANDES. Por Oscar Ranzani
Un especial de Film & Arts descubre el método de trabajo del director de fotografía que eligieron Coppola y Bertolucci, entre otros.
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El italiano Vittorio Storaro es uno de los directores de fotografía más talentosos y originales de la historia del cine. Desde sus inicios, en 1968, sus trabajos fueron requeridos por realizadores como Francis Ford Coppola, Bernardo Bertolucci, Carlos Saura, Ettore Scola y Warren Beatty, entre otros. Tres veces ganador del Oscar por su desempeño en Apocalypse Now, El último emperador y Reds, Storaro le puso su sello a una treintena de películas en que a veces fue tan importante como los directores. Hoy a las 21, la señal Film & Arts emitirá un documental sobre su obra, dentro del ciclo “Perfiles”: allí, el italiano se explaya sobre sus técnicas de control de la iluminación, la composición de la imagen y una minuciosa descripción sobre el balance de colores, y hasta reflexiona sobre el sentido poético de su actividad.
El relato de Storaro tiene su mejor complemento en las imágenes que acompañan a las explicaciones técnicas. El documental se completa con testimonios de Coppola, Bertolucci y Beatty, quienes brindan sus opiniones sobre el trabajo de fotografía y la logística que implementaban en cada producción. “Lo maravilloso que tiene Vittorio son sus ideas. No le importa qué historia le presentes. El siempre encontrará algo de esa historia que le interese y lo inspire”, relata el director de El padrino. En tanto, el realizador de El último emperador señala que cuando terminó de conocer a Storaro se dio cuenta de que “al igual que algunos artistas necesitan tener para su inspiración una botella de Beaujolais o cualquier otro estimulante, Vittorio necesita su propia elaboración. Si uno le quita la libertad de hacer esta elaboración, él pierde su inspiración”.El conformista fue el primer éxito comercial conjunto de Bertolucci y Storaro (también hicieron juntos Novecento y Ultimo tango en París), y se convirtió en una gran influencia en cuanto a su estilo, diseño y uso del color. Storaro recuerda que, en aquella época, Bertolucci había visto uno de los films de Visconti y le sugirió que podría hacerse algo parecido en la fotografía. “Yo le dije que no, que deberíamos salir con algo muy original”, recuerda el fotógrafo. “Pero el período fascista que mostrábamos era algo muy fuerte, así que la única forma de representarlo para mí era soñar colores, algo muy fuerte parecido a una prisión, algo como una sensación claustrofóbica entre los personajes, sin armonía para nada”, destaca.
Apocalypse Now fue la primera película de Storaro para el cine estadounidense. “Cuando elegí a Vittorio lo hice porque era una especie de leyenda poética. La película requería un fotógrafo que tuviera esa clase de intelecto y ese tipo de postura con respecto al cine”, afirma Coppola. Storaro afirme que la idea principal de Apocalypse Now era la inclusión de una cultura dentro de otra. Entonces “intentaba traducir ese conflicto entre dos culturas distintas en un conflicto de luces y sombras a través de un color cálido y un color frío”, describe.
El trabajo de Storaro brilló en el film Dick Tracy, que Warren Beatty dirigió y protagonizó. El realizador de Reds recuerda que Storaro “primero estaba interesado sólo en los colores primarios, y yo pensaba que la película misma trataba de emociones primarias”. Para Storaro la clave del film era la historia de un amor imposible entre Tress y Dick Tracy. Entonces, trató de llevar ese conflicto al plano de la imagen utilizando colores “dramatúrgicos”. Por ejemplo, el amarillo de Dick Tracy “representando al sol, representando lo que iluminaba la oscuridad. Y todo el azul y el verde refiriéndose a nuestro inconsciente, a lo que nosotros llamamos el mal”. La tesis de Storaro triunfó sobre la del propio director.
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Bernardo Bertolucci y Vittorio Storaro

Robert De Niro y Bernardo Bertolucci
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U Ultimo tango en Paris es un trabajo cargado de utopías, muy característico de los años setenta. Al principio quise hacer una película sobre la relación entre dos hombres......Quería probar que es imposible para dos seres humanos del mismo sexo reducir la soledad en solo animalidad. Durante el rodaje, me impidió la productora que fueran dos personajes masculinos, y opté por la pareja.... Pero sin embargo, me dí cuenta de que estaba realizando una película sobre la soledad, es decir, lo contrario de lo que pretendía en un principio. Es el único film de todos cuantos he dirigido que tanto el guión, la improvisación de Brando y el resultado final, pudieron sobrepasar los limites de mi imaginación. Sin duda es mi mejor aportación al cine. Bernardo Bertolucci
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U Hice Ultimo tango en Paris en un momento de trasgresión, yo me sentía tan comprometido políticamente, que me decía que había hecho una película sobre la lucha de clases entre un hombre y una mujer. Cada película corresponde a un momento preciso de mi vida: El último tango era, en realidad, la expresión de una necesidad que hoy me parece muy romántica. Volví a verla hace unos días y me quedé sorprendido: ¡Pero bueno!.. me dije, este film que ha sido condenado, quemado, que hizo renacer la Inquisición, por él me condenaron a prisión y sin embargo, es la película más romántica que conozco. Ahora me siento más tranquilo. Los personajes de "Cautivos del amor" son también dos seres extraños entre ellos y en una ciudad que no es la suya. Dos mundos diversos que se atraen y luego se rechazan para luego entrelazarse. La película es una mirada nueva de una sociedad que es la mía, pero me parece que la mirada es diversa. No sé bien cómo definirlo, pero en la cámara he encontrado algo nuevo: no es que me sienta plenamente satisfecho de todo lo que me rodea ahora en el mundo, pero sí excitado por el hecho de que he contribuido con ULTIMO TANGO EN PARIS, a que algo haya cambiado. Bernardo Bertolucci
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U Ultimo tango en Paris es un film autentico, vivo, solo hay en él dos o tres escenas difíciles. Lo escabroso lo dejo para aquellos que no entienden mucho. Si la atención de buena parte del publico se ha acentuado en esa dirección me parece a mí que es por culpa de unos cuantos censores de mas. Eso ha hecho que se hablara de la película únicamente por esas escenas y no como uno de los films mas bellos de los últimos 20 años. Para mí, haber interpretado ULTIMO TANGO EN PARIS ha supuesto una experiencia fundamental. Es un film autentico, humano y poético. En el contexto de la vida cotidiana casi todo es triste, escabroso, odioso......pero cierto. Lo que ocurre es que las cosas mas autenticas producen incomodidad. Siempre es difícil crear una obra de arte y pretender que todos la entiendan. Marlon Brando
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Retratos de Lucian Freud e Isabel Rawsthorne, de Francis Bacon, reproducidos en los títulos de crédito de "Último tango en Paris" (1972)
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n LAS INTERACCIONES ENTRE CINE Y CORRIENTES ARTÍSTICAS CONTEMPORÁNEAS. Por Monika Keska
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(...) Uno de los artistas que más presencia tuvo en el cine contemporáneo fue Francis Bacon. Directores como Bernardo Bertolucci, David Lynch, Derek Jarman o Peter Greenaway se habían inspirado en su pintura.
Sin duda, el caso más conocido es El último tango en París de Bernardo Bertolucci. En 1971, cuando se rodaba la película, en París hubo una gran exposición de Francis Bacon. Bertolucci fue a visitara acompañado de Marlon Brando y Vittorio Storaro. En su opinión, la pintura de Bacon transmitía la misma tensión dramática que él quería expresar:
“Por aquella época, hubo una gran exposición de Francis Bacon en el Grand Palais, y la luz en sus cuadros se convirtió en otra de las claves principales para los monogramas estilísticos que estábamos buscando. Llevé a Marlon a ver la exposición porque quería que se sensibilizara con los personajes de Bacon y actuara como ellos. Me parecía que su rostro y su cuerpo tenían una maleabilidad interna similar Yo quería que Paul fuera como Lucian Freud y los restantes personajes que aparecían obsesivamente en los cuadros de Bacon: rostros devorados por algo que sale de dentro” (Bertolucci)
Las imágenes del Último tango en París están claramente inspiradas en la pintura de Bacon. La película comienza con el grito de Marlon Brando, una alusión evidente al motivo del grito presente en sus cuadros. Los títulos de crédito tienen como fondo los retratos de los amigos del pintor —Lucian Freud e Isabel Rawsthorne (1964)—, que sirvieron de modelo para los protagonistas de la película. Paul y Jeanne no sólo imitan las forzadas poses de los cuadros de Bacon, sino también las personalidades de los personajes de sus retratos: caras torturadas que parecen esconder algún secreto, gente incompatible con las reglas sociales imperantes. (...)

Fragmento tomado de http://www.unizar.es/artigrama/pdf/20/3varia/19.pdf
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n LENGUAJES. Por Eduardo Pavlovsky (Página 12)
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Bacon pinta deformando rostros. Como hacer visibles las fuerzas invisibles. Función primordial de las figuras. Deformar y hacer emerger una cara de un rostro. Con todas sus fuerzas. Con todas sus intensidades. Bacon es un pintor de fuerzas. No narra. No ilustra. Solo deforma la figura –y nos produce sensaciones– lógica de sensaciones (Deleuze). Las fuerzas invisibles de la cara de Eisenstein (1925), la cara de su amiga Isabel Rawsthorne contrapuesta por sus líneas de fuerza en un grado de violentación máximo (1967). Fue ella quien le dijo cuando vio su retrato: “Nadie me ha pintado mejor que tú, me has expresado por fuera de mis límites. Esa soy yo”. El grito del papa Inocencio X, cuánta fuerza enmarcada. Pero llega como sensación a nuestro cuerpo. Convertido en ojos que devoran sensaciones. No relatan nada. Solo se exhiben. Y uno es pura sensación. Figuras acopladas –cuerpos estrujados en la misma figura–- bajo una misma fuerza de acoplamiento. Uno se estremece, vibra. Con la multiplicidad de ojos insertados en nuestro cuerpo. De la figura de Bacon al cuerpo nuestro en forma directa. Se inyecta en nuestro cuerpo. Quedamos baconeados. Atrapados en pura sensación. Bacon se pregunta ¿había que traer al pleno día esa relación de la pintura con la histeria rehusando la vía figurativa, la vía abstracta? Mientras nuestros ojos cuerpo se encantan con los Inocencios X y sus fuerzas. El se interroga pero ya es tarde.
Se le debe hacer a Bacon, lo mismo que a Beckett o Kafka, el siguiente homenaje. Han erigido figuras indomables –indomables por su insistencia, por su presencia en el mismo momento que representaban lo horrible–, la mutilación, la prótesis, la caída, lo fallido. Le han dado a la vida un nuevo poder de reír extremadamente directo.
Cuando leo que según el Indec existen diez millones de pobres y que tres de ellos son indigentes la noticia no me llega al cuerpo, reflexiono que son demasiados, entonces y todavía, los niños pobres malnutridos. Que una generación de argentinos o dos ya están neurológicamente afectados. Que ya no pueden pensar bien y que las técnicas de acción lleva a un amplio sector a la delincuencia, la drogadicción o la pordiosería. Otro sector se salvará en las manos de Dios, Dios lo quiera. Pero la información queda en una zona reflexiva, mis ojos cuerpos están fuera del régimen de involucración. De repente pienso: Somos cada vez más ricos (9,6 del PBI) y cada vez más pobres. Hasta allí llego, ni siquiera mi cuerpo parece afectado por la indignación de las cifras. Me estadisquizo. Pienso en cifras.
¿Habrá un lenguaje escrito que nos produzca hambre de vacío, cuyo rostro está con sus ojos fuera de las órbitas, lleno de moscas? ¿Un lenguaje que no produzca belleza ni información sino hambre infinita, mortalidad infantil que se vislumbre cuando nuestros ojos se desorbiten como esos monstruos sin lactancia? Pienso en Bacon, lo necesito. Palabras que produzcan sensaciones en nuestro cuerpo-ojos.
Convulsiones como respuestas, que las nuevas palabras de un nuevo lenguaje nos hagan epilépticos por un rato. Palabras proyectiles como decía Alvarez de Toledo. Balbuciemos las otras, las que expresan los ojos reventados, dolores infinitos, aullidos, muchos aullidos.
La palabra interdicta, obscenidad de los goces infinitos y de los dolores que ya no caben en lenguajes viejos. Enterremos el sentido común y a los grandes discursos que nos vaciaron de sentido.
A la hoguera con los lenguajes viejos –olor a trampa impúdica–, no soñemos con el hombre nuevo. Rescatemos de las sobras, de los restos de los desperdicios de los escombros y de las cunas infectadas las palabras que hemos arropado de cultura. Un lenguaje de obscenidad –no inventemos nuevos hombres–, cambiemos sus palabras fáciles. Demasiadas, que construyen la tristeza. Un nuevo lenguaje que no filosofe la indigencia sino que nos transmita como la figura de Bacon sensaciones de lo horrible. Lo horrible transformado en obvio.
La inseguridad se construye día a día en Latinoamérica. Los robados roban. “El ingreso promedio de los ocupados no supera los 860 pesos. La tasa de desocupación del último tramo del año pasado coincide con el 40 por ciento de la población sumergida en la pobreza” (Daniel Muchnik). Un aullido fuerte. Pocas palabras.
Cuando Chávez insulta en forma tan directa a Bush –son palabras punch, no mediatizan nada–, uno las recibe con la sensación de los ojos del cuerpo. Las buenas palabras se acabaron. Chávez las suprime. Queda el golpe del insulto en el estómago, el hígado, en la barbilla. Son golpes. Es pintura de la figura baconiana. El sentido común se esfuma. Las grandes excusas vuelan. Solo sensación de un cuerpo que lleno de ojos recibe “deformación” de fuerzas. No es fino. No es diplomático. Es pintor del aullido enmarcado. Queda feo. Como el papa Inocencio enjaulado, con la boca abierta y sus dientes que parecen morder el aire. Como el rostro de Isabel Rawsthorne en su deformación vital. Bush es deformado en el insulto directo. Pero el impacto nos llega y le llega al dictador del siglo. El también se retuerce. Le molesta la pintura de Chávez. Prefiere los discursos suaves. Pero el venezolano no es sutil y nosotros al escucharlo somos también misiles, aviones bombardeando, cuerpos en el aire, 700.000 iraquíes muertos, somos crimen por un rato, nos llenamos de sangre por el suelo, somos soldados y sus bayonetas y somos también niños aterrorizados de tanto ruido. Las palabras de Chávez son baconianas, cuando somos Chaplin en El Gran Dictador o el Guernica de Picasso. Todo el insulto en la pintura y la cobardía de los que se asustan de que pinte así. El otro gran pintor fue Castro. El le enseñó a manejar los pinceles. Y sobre todo el color. ¡Cuánto colorido! Que deje de pintar dicen los sobrios. Los decentes. Y nosotros le decimos a Chávez que no deje de pintar que cada vez pinta mejor. Que ahora es su momento. Que muchos lo admiramos cuando sus pinturas nos llenan de colores, de sensaciones nuevas. De esperanza. De alegría.
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Maria Schneider y Jen-Pierre Léaud, en "Último tango en Paris" (1972)
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n ÚLTIMO TANGO EN PARIS
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Oscurecido su significado por la polémica teñida de moralina que se desató cuando fue distribuida comercialmente, sin embargo, esta película, con el paso del tiempo, brilla con luz propia como una de las obras que retrata desgarradoramente la crisis del hombre que quiere romper todo vínculo con su pasado y su futuro, con los cuestionamientos metafísicos e incluso con la posibilidad del encuentro personal en el amor.
Comienza la historia con un contrapicado de un angustiado Marlon Brando, lanzando un grito de maldición a Dios. Todo lo que ocurre después se desencadena a partir de este momento crucial: el encuentro en un apartamento vacío con la mujer encarnada por María Schneider, la primera unión puramente carnal, el compromiso de volver a encontrarse periódicamente en ese mismo lugar para sumergirse en la carnalidad pura, el sexo sin otra referencia que sí mismo, bajo la promesa de no revelar nada sobre su pasado, sus esperanzas, ni siquiera sus nombres, sólo gozando el momento presente, eternizándolo en ese pequeño lugar sustraído a los avatares del transcurrir de la vida cotidiana.
Sin embargo, los problemas con sus consecuentes sufrimientos siguen aquejando a ambos personajes, y ese pequeño paraíso, donde entregan sus cuerpos sin condiciones, sin los convencionalismos exigidos por el entorno social, se ve resquebrajado precisamente por el compromiso asumido de dejar de lado las historias personales y las esperanzas futuras. Sin embargo, el deseo de una entrega total implicaba aquello que por convención había sido desterrado del encuentro. De este modo, lo que supuestamente era la puerta de salida de una realidad sometida a la degradación y a la necesidad de la muerte, se convierte a su vez en camino de degradación.
Hay una recurrente referencia a la obra del pintor neoyorkino Francis Bacon, con sus figuras humanas deformadas y afeadas por una combinación tétrica de colores opacos. Los créditos iniciales aparecen acompañando una obra del pintor. La imagen de los personajes detrás de vidrios traslúcidos causa visualmente un efecto que hace referencia a los cuadros de Bacon.
El encuentro ocasional de ambos protagonistas se convierte en una degradación mutua, sin aparentes consecuencias, por estar desligada de sus vidas reales. Ello es resaltado por la sobriedad inerte del lugar, de ornamentación mínima e inútil, donde Bertolucci sigue con cámara observadora y creadora de distancia los tristes devaneos sexuales de ambos amantes, entre diálogos que buscan crear encanto en ese presente arbitrariamente creado por convención, fracasando precisamente por no girar sobre otra cosa que ese presente, aunque haya intentos de romper la barrera para llegar a las historias personales. La actuación concentrada de Marlon Brando aporta una buena dosis de angustia metafísica a ese presente estéril.
Aun así, el anhelo de un encuentro personal se hace paso. Un día ella llega al departamento, y no sólo no lo encuentra a él, sino que sus escasas pertenencias ya no estaban ahí. El departamento había sido vendido. Sale a la calle, y se aparece él como si nunca la hubiera conocido, queriendo entablar una relación amorosa desde el principio, paso a paso. Sin embargo, lo ya sucedido pesa sobre ese encuentro de dos personas que solamente conocen una de la otra la pasión carnal, y se interpone de manera esperpéntica en ese intento de acercamiento amoroso a partir del rostro personal de cada uno. Esto es puesto en escena con mano maestra por Bertolucci en el momento del antirromántico tango en el salón de baile, que termina de manera estéril en movimientos masturbatorios. Ella huye, seguida por él, buscando ansiosamente el encuentro personal que se le ha escurrido de las manos, hasta desembocar en el trágico final, sin que nunca ninguno de los dos llegara a conocer el nombre del otro. He aquí la mayor tragedia, cuyo recuerdo nos acompaña luego de terminada la proyección, asociada a ese angustiante momento inicial de la rebeldía frontal contra Dios. Quien se rebela infructuosamente contra El, pierde su rostro personal y desconoce ese nombre grabado en lo más íntimo de su esencia.
Malentendida en su momento como una sucesión de escenas eróticas sin censura, en realidad El último tango en París es un análisis penetrante de la condición metafísica del hombre ante el abandono de sus raíces, sin concesiones al espectador. Es también una mirada sobre la sexualidad desligada de sus dimensiones de encuentro con la persona en su totalidad, reducida simplemente a la unión de los cuerpos, en un vano deseo de eternizar el gozo presente.
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Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
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n EL TANGO QUE ESCANDALIZÓ AL MUNDO. Por Pedro B. Rey (15-12-02, La Nación)
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Hoy se cumplen 30 años del estreno de Ultimo tango en París, la realización de Bernardo Bertolucci que con su inédito erotismo fue blanco de los censores hasta convertirse en un ícono definitivo de los transgresores setenta
Muchas reputaciones artísticas van de la mano de los estragos causados por la censura. Ultimo tango en París, la película de Bernardo Bertolucci que en los setenta escandalizó el mundo con sus vitriólicas escenas eróticas y la crudeza de su lenguaje, caminó por ese sendero pedregoso que fue, también, una publicidad óptima.
Treinta años después de su estreno en Italia -el 15 de diciembre de 1972-, aquella película que narra los encuentros periódicos de dos amantes para comunicarse a través del lenguaje privado del sexo, al ritmo de la banda sonora del “Gato” Barbieri, puede ser vista instalado en un cómodo sofá. No perdió su virulencia, pero tampoco causa los escozores puritanos del pasado.
Era, el de los setenta, un mundo atravesado por profundas tensiones políticas y sociales. En ese sentido, Ultimo tango en París es la llaga visible de una era. El rumor sordo echó a rodar cuando se supo que Marlon Brando se había puesto en la piel del personaje que, se auguraba, sería el de mayor compromiso personal de su carrera. Continuó con la prohibición de su estreno italiano. La película quedó en gateras, pero también fueron secuestradas todas sus copias, lo que imposibilitó su exhibición en otras latitudes. Cuando por fin llegó a las salas, aquel 15 de diciembre, su vida fue efímera. El film fue desahuciado y Bertolucci condenado a dos meses de prisión en suspenso. El realizador, ofendido, optó por un exilio londinense, que perdura parcialmente.
A esas alturas, Ultimo tango en París era ya un fenómeno gracias a los buenos oficios de Pauline Kael. La brillante y temida crítica de The New Yorker, cuando en octubre de 1972 el film pudo verse en una única y excepcional función en el Festival de Cine de Nueva York, dictaminó que la cinta sería una divisoria de aguas para el séptimo arte, lo que en 1913 había sido para la música culta la primera audición de La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky. No puede decirse que su profecía se ajuste a la posteridad. Como suele ocurrir con algunas obras de arte que clavan y remueven el aguijón en el malestar de su cultura, el tiempo se vuelve cruel, a veces hasta la injusticia. Rayuela, de Julio Cortázar, leída a su salida como manual de educación sexual, es vista hoy por muchos críticos con una indiferencia semejante.
Entre esos detractores se encuentra el propio Bertolucci. El realizador confesó alguna vez que, a la distancia, consideraba su opus un contradictorio reflejo de los conflictos de su generación. En pocas palabras, que aquella vitalidad y revulsión había envejecido mal. En su autobiografía Brando afirmó que en el set nadie -ni el propio director de 31 años- sabía del todo bien de qué se trataba: “Era sobre muchas cosas, supongo, y quizás algún día sepa cuáles”. En su tiempo, las interpretaciones estuvieron a la orden del día: el novelista Alberto Moravia vio en la cinta un combate entre el “Eros” privado y el “Thanatos” de la opresión pública; la vulgata marxista la consideró, no sin cierta razón, una disección simbólica de la alienación burguesa.
Como no podía ser de otro modo, los efluvios del escándalo alcanzaron la cosmopolita Buenos Aires en octubre de 1973. Para sorpresa de muchos argentinos, habituados al fantasma de la censura, Octavio Getino, a cargo del Ente de Calificación Cinematográfica, dio vía libre para su estreno. El film, con sus 126 minutos íntegros, recaló en el Cinema Uno, en Suipacha al 400, y las entradas para la primera jornada se agotaron anticipadamente al mediodía. Fueron 13 días, escasos pero tumultuosos. Lo vieron -antes de que un juez en lo correccional lo caratulara de obsceno- 39.600 personas.
La película sería reestrenada en octubre de 1984, durante la primavera democrática y sin que se repitiera aquella frenética curiosidad setentista. Al fin y al cabo muchos cinéfilos impenitentes habían cruzado el charco hasta Punta del Este, peregrino ritual al que los había acostumbrado el desvelo del censor Miguel Tato. Ultimo tango en París, para aquel entonces, había recuperado su lugar como obra de arte, con sus virtudes e imperfecciones, lejos del mundanal ruido de la histeria pública.
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Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
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n UNA PELÍCULA PARA LA POLÉMICA. Por Adolfo C. Martínez (09-06-03, La Nación)
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Mucho más allá de los valores cinematográficos de "Ultimo tango en París" -que, sin duda, los tiene-, este film se caracterizó, dentro de la historia del séptimo arte, por la ola de escándalos que debió soportar hasta llegar a las pantallas.
Dirigida por Bernardo Bertolucci en 1972, esta coproducción ítalo-francesa se estrenó el 14 de octubre de ese año en el Festival de Nueva York. Los elogios casi unánimes fueron invariablemente seguidos por procesos judiciales, acusaciones de obscenidad y prohibiciones diversas. Era, al fin, la mejor campaña publicitaria para esta obra provocativa debida a un italiano de 31 años, hasta allí conocido sobre todo por "El conformista".
Los espectadores argentinos, ávidos por conocer tan polémico film, tuvieron que esperar su estreno en Buenos Aires, que se produjo el 3 de octubre de 1973, en la ya desaparecida sala del Cinema Uno. Pero en la Argentina no estaban dadas las necesarias condiciones democráticas para que este film, como muchos otros de aquella época, tuviese un recorrido normal en las carteleras, y así "Ultimo tango en París" fue exhibida durante trece días sin cortes -126 minutos-, hasta que la copia fue secuestrada por orden judicial.
Miguel Paulino Tato, un nombre lamentablemente recordado por su dañina idea de prohibir decenas de películas, estuvo un largo período a cargo del Ente de Calificación Cinematográfica y durante su gestión mutiló o impidió que casi trescientos films llegasen a las pantallas argentinas. Entre esos títulos se hallaba "Ultimo tango en París". Sin embargo, el entonces flamante gobierno peronista decidió convocar a Octavio Getino, un realizador que ya tenía en su haber la codirección, con Fernando Solanas, de "La hora de los hornos", para hacerse cargo de ese ente de calificación. En tres meses de 1973 liberó numerosas obras cinematográficas -entre ellas, la película de Bertolucci-, pero el golpe militar de 1976 obligó a Getino a exiliarse primero en Perú y luego en México. La censura, otra vez, se adueñaba de la cultura argentina.
A casi treinta años del estreno de "Ultimo tango en París", Getino recuerda su trayectoria dentro del Ente de Calificación Cinematográfica: "Llegué a ese cargo con el ánimo de destrabar las prohibiciones de decenas de películas que, por motivos ideológicos, religiosos o morales, estaban archivadas y sin posibilidades de ser conocidas por el público. Deseaba que la prohibición cinematográfica, que había tenido en Ramiro de la Fuente a un puntal ineludible, se convirtiese en un mal recuerdo. De los muchos títulos que permití estrenar estaba "Ultimo tango en París" pero mi cargo, que duró muy poco, impidió mi esfuerzo y así el film se mantuvo algo más de diez días en la cartelera, ya que luego, y por una acción judicial presentada por un particular, fue nuevamente prohibido. Tuvimos que esperar hasta 1983, con el advenimiento de la democracia, para que el Ente de Calificación Cinematográfica fuese reemplazado por una comisión que, hasta hoy, funciona sobre la base de que las películas sean calificadas de acuerdo con la edad del público, pero nunca prohibidas ni cortadas."
Mientras tanto, el film de Bertolucci soportaba padecimientos en otras partes del mundo. En Londres, en noviembre de 1974, fue acusado de obsceno en un proceso intentado por Edward Shackleton, un oficial del Ejército de Salvación de 69 años, aunque luego la Justicia desestimó la acusación. Así, con su carga de encendidas polémicas, "Ultimo tango en París" se aseguró un lugar en la historia del cine. Visto a casi treinta años de su estreno, el film, que asiduamente se exhibe en canales de cable, recompone la idea de una moral vetusta para los años setenta, ya que su historia habla de erotismo y de destrucción, pero también de amor y comprensión, dentro de una pieza de hotel donde los protagonistas -Marlon Brando y Maria Schneider- viven el placer de la pasión y de la lujuria.
Con el paso del tiempo los escándalos que en su época se inclinaban hacia una moral casi victoriana perdieron peso y el cine es, hoy, una amplia franja de tramas que sorprenden a pocos espectadores. Como un ícono de aquellos años de censura y prohibiciones surge el ejemplo de "Ultimo tango en París", un film que puede disgustar o conmover, pero ante el que no cabe la indiferencia.
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Marlon Brando, en "Último tango en Paris" (1972)
Marlon Brando, en "Último tango en Paris" (1972)
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n LA SOMBRA ENORME DEL ACTOR QUE FUE DIOS. Por Luciano Monteagudo (Página 12, 03-07-04)
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Según Elia Kazan, “el único actor que puede ser calificado de genio”: Brando revolucionó las formas de interpretación en el cine e hizo sentir su influencia desde James Dean hasta Robert De Niro, Al Pacino y Sean Penn.
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Cuenta la leyenda que cuando el equipo técnico de El Padrino percibió el estado de nerviosismo en que se encontraba Al Pacino durante los primeros días de rodaje, el actor explicó: “Tienen que entenderme, estoy trabajando con Dios”. Se refería, claro, a Marlon Brando, “el único actor –según Elia Kazan– que puede ser calificado de genio”, el hombre que revolucionó las formas de interpretación en el cine, al punto de que su influencia se hizo sentir desde James Dean hasta Robert De Niro. Bueno, sucede que ayer, a los 80 años, Dios murió, en un hospital de Los Angeles, de una complicación pulmonar.Se podrá argumentar que en los últimos veinticinco años –desde que se perdió para siempre en la selva de Apocalypse Now!, recitando los versos de La tierra baldía, de T.S. Eliot– Brando era una ruina, que sus 130 kilos de peso no le permitían casi moverse, que su nombre aparecía más a menudo en las páginas policiales de los diarios que en las de cultura, que estaba a merced de sus biógrafos más sensacionalistas (“Brando, casado cuatro veces y padre de once hijos, tenía una enorme carga sexual, necesitaba por los menos una o dos mujeres al día, pero todo ese frenesí era para olvidar su pronunciadísimo costado homosexual”, escribió el británico John Parker).
Sí, es cierto, sus últimas intervenciones en cine fueron unas bufonadas, como su aparición en Cristóbal Colón: el descubrimiento, donde se divertía echando un par de miradas despectivas como el inquisidor Torquemada, o en Un novato en la mafia, donde todo el plan consistía en parodiar a El Padrino, tarea que Brando pareció haber asumido con gusto. En fin, la queja repetida es que ese hombre era la sombra del hombre que alguna vez fue. Pero esa sombra siempre siguió siendo enorme.
Sucede que detrás de esa deidad obesa que fue Brando en el último cuarto de siglo, detrás de su rostro impenetrable, deformado por el tiempo y el alcohol, siempre estuvo su leyenda. Cuando la gran maestra de actores Stella Adler (discípula directa de Constatin Stanislavski) vio por primera vez a ese muchacho de Omaha, Nebraska, de apenas 19 años (había nacido el 3 de abril de 1924), supo que allí había un gran actor en potencia y comenzó a trabajar en él como si se tratara de pulir un diamante. Le llevó su tiempo, pero para cuando llegó la noche del 3 de diciembre de 1947, el teatro contemporáneo ya no sería el mismo: el estreno en Broadway de Un tranvía llamado Deseo, la obra de Tennessee Williams dirigida por Elia Kazan y protagonizada por un desconocido en camiseta llamado Marlon Brando, se convirtió en un acontecimiento memorable. Victoria Ocampo, que fue testigo de aquella puesta, escribió por entonces que aquel actor de párpados pesados y andar cadencioso parecía “una antorcha de carne dorada”. Con Un tranvía llamado Deseo no sólo se manifestaba una nueva tendencia de las artes representativas, también se hacía explícita una sexualidad hasta entonces inédita en la escena. En el centro de esa revolución estaba, por supuesto, Brando.
Aquella noche de teatro cambió incluso el curso del cine estadounidense, que no tardaría en incorporar a ese nuevo sex symbol a sus filas. “Estoy aquí porque todavía no tengo la fuerza moral necesaria para rechazar el dinero que me pagan”, fue lo primero que declaró Brando cuando aterrizó en Hollywood. De hecho, nunca encontró las fuerzas como para abandonar Cinelandia. Brando jamás volvió a hacer teatro desde que probó las mieles del cine, pero a cambio revolucionó el concepto de actuación en un film y se convirtió en el símbolo de la juventud estadounidense de posguerra, que encontró en él la encarnación del héroe rebelde, o del antihéroe incluso, como aquel motociclista de El salvaje, donde esculpió una imagen-poster para la eternidad, un icono hecho de cuero, cromo y personalidad. Para su primera película, Vivirás tu vida, dirigida en 1950 por Fred Zinnemann, donde debía interpretar a un veterano de guerra, pasó seis semanas conviviendo con auténticos veteranos en un centro de rehabilitación y aprendiendo a valerse únicamente de una silla de ruedas. Este tipo de aproximación a un personaje después fue moneda corriente en actores como De Niro, Pacino o Dustin Hoffman, pero en aquel momento parecía una excentricidad. Sólo estaban dispuestos a seguir ese camino otros discípulos de Stella Adler y del Actor’s Studio de Lee Strasberg, que comenzaban a incorporarse al cine: Montgomery Clift, James Dean, Rod Steiger, Paul Newman. Era la generación perdida, los nuevos rostros que no tenían miedo en exponer sus conflictos, sus dudas, su vulnerabilidad. Los hombres de mármol, como Clark Gable y Gary Cooper, se volvían anacrónicos. Brando nunca fue una persona fácil. Salvo con Kazan, con quien filmó tres de sus mejores películas –la versión de Un tranvía llamado Deseo, ¡Viva Zapata! y la antológica Nido de ratas, que le valió su primer Oscar–, ningún director de aquella época quiso trabajar con él más de una vez. La mayoría de sus películas siguientes fueron proyectos comerciales, en los que parecía estar a disgusto, salvo la remake de Motín a bordo, en 1962, donde se impuso por encima de tres directores (Carol Reed, Lewis Milestone, George Seaton), que fueron renunciando uno a continuación del otro.
Una anécdota del rodaje de esta película muestra hasta qué punto Brando era capaz de pulsar sus cuerdas cuando quería dar una interpretación memorable. Para la escena de su muerte, Brando se informó de que cuando una persona tiene graves quemaduras pierde los fluidos del cuerpo y queda en un estado similar al del congelamiento. “Tráiganme cien kilos de hielo –ordenó–, desparrámenlo y extiendan una sábana encima.” Antes de autorizar la toma, se recostó durante 45 minutos sobre el hielo hasta que su piel se volvió de color azul. “Quiero sentir el estremecimiento de la muerte”, explicó rechinando los dientes, mientras daba la voz de cámara...
A comienzos de la década del 70 tuvieron que venir Francis Ford Coppola y Bernardo Bertolucci para rescatarlo de una carrera que, a los 47 años, parecía al borde de la quiebra. La composición de Vito Corleone que hizo para Coppola no sólo le valió su segundo Oscar (que no se dignó a recibir: en su reemplazo envió a una mujer que dijo ser americana nativa y reclamó por los derechos de los indígenas). También le dejó a la historia del cine uno de sus personajes más emblemáticos. En Ultimo tango en París, a su vez, le regaló a Bertolucci un monólogo antológico, el de ese hombre arrasado por el dolor, que no puede dejar de hablarle a su esposa muerta. “Trabajó recordando la muerte de su madre”, confesó luego el director italiano. Dodie Brando había tratado de suicidarse por lo menos una vez y en su personaje el actor puso todo el amor y también toda la furia.
Entre uno y otro extremo de su carrera, Brando siempre fue fiel a ese estilo que impuso para la posteridad. Ya sea Stanley Kowalski, Don Corleone o el coronel Kurtz, Brando habla –sí, habla; a diferencia del teatro, el cine siempre es y será tiempo presente– en un susurro casi ininteligible. En medio de una frase, de pronto, es capaz de producir un silencio profundo, ominoso. Maneja los tiempos de una escena a su arbitrio y entorna los ojos como si fuera un gato peligroso, arrellanándose en su sillón predilecto. Cuando Brando está en la pantalla, todo le pertenece, da la impresión de que sólo él existiera para la cámara, que su sola presencia fuera suficiente para justificar una película. En comparación con otros actores de su edad, no hizo tantas, apenas 40. Pero todas, aun las peores, tienen su razón de ser si Brando está allí.
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Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)

Bernardo Bertolucci, Marlon Brando y Maria Schneider, durante el rodaje de "Último tango en Paris" (1972)
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n TÍMIDO INICIO, ESPECTACULAR NUDO, DESENLACE FATAL. Por Juan Francisco Álvarez
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Grandes maestros, con grandes aportaciones a la música de cine, son los que han acompañado a Bernardo Bertolucci a lo largo de su filmografía.
Es cierto que la crítica no ha sabido perdonarle a este parmesano el hecho de “haber nacido con un pan bajo el brazo”, pues entró en el cine por la puerta grande, conociendo a todos los maestros del momento y con mucho camino recorrido.
Pero también es cierto que Bertolucci ha sabido ir rodeándose a lo largo de su carrera no de unos cualquiera, sino de lo mejorcito en cada uno de los apartados técnicos de sus películas. Buscando en cada momento los que mejor podían recrear la luz, el color, la ambientación, el vestuario y, cómo no, también la música.
Su primer filme, tras la realización de dos cortos, le vino caído del cielo, pues sustituyó a Pasolini en la realización de La commare secca tras haber ejercido de ayudante de dirección suyo en Accattone.
Así pues, aunque el proyecto originalmente fue concebido por Pasolini, Bertolucci lo convirtió en suyo y tuvo la gran suerte de contar en este primer largo con el compositor Piero Piccioni.
Piero Piccioni fue un prolífico compositor, con más de 300 bandas sonoras para el cine en todos sus géneros, aunque en el que más a gusto se desenvolvía era creando partituras jazzísticas y también en las comedias, especialmente las de su amigo Alberto Sordi.
Piccioni, quien puede presumir de haber interpretado jazz junto al mismísimo Charlie Parker, construye aquí una partitura jazzística con toques muy oscuros que sirven para subrayar los rasgos psicológicos de los personajes del filme. Personajes que habitan en la miseria y el clima de violencia y racismo que existe en los barrios marginales del extrarradio de Roma. Música con predominio de piano, flauta y mucha percusión, pero con la presencia de temas bailables de gran importancia en el filme: Cha Cha Cha, Chicao y Tango (con diversas variaciones a lo largo del filme).
En cuanto a temas, esta banda sonora brilla por lo emotivo de dos de ellos: por un lado, el tema principal con todas sus variaciones, Parco Califfo; y por otro, el sencillo pero sobrecogedor Fox antico, superior en calidad y emotividad al primero.
El segundo largo de Bertolucci fue Prima della rivoluzione. En este caso cuenta con el maestro romano Ennio Morricone, quien construye una partitura de corte muy clásico (se trata de música para pequeña orquesta, casi música de cámara), cosa que contrasta con las canciones de Gino Paoli, típicas de los 60.
Morricone compone un tema principal de gran belleza melodramática, resalta sobre todo en la escena en la que una jovencísima Gina, huyendo de Fabrizio (su sobrino), vuelve desconsolada a sus brazos. Las bellas estampas de los exteriores en Parma cuentan con la majestuosa solemnidad de esta bella música clasicista de Morricone.
Otro tema de gran belleza es el llamado Vivere o non vivere, que ronda en los acontecimientos que le van sucediendo a Fabrizio (su novia Clelia impuesta por la familia, el suicidio de su amigo Agostino, su amor prohibido por su joven tía Gina, su desorientación ideológica y existencial, etc.).
Este tema tiene su continuación o variación más colorista en el tema Sognare o non sognare, una delicia del romanticismo más puro escrito por Morricone. Lástima que todavía no haya salido una edición completa de esta banda sonora y el aficionado deba conformarse con la edición, ya descatalogada, de un CD de la RCA Italiana que contaba con solo 5 temas, un total de 21 minutos de música.
Por otro lado, encontramos la aportación de Gino Paoli (el más grande referente de la canción ligera italiana, conocido mundialmente por títulos como Sapore di sale, Senza fine, Una lunga storia d'amore, Quattro amici...), quien nos regala canciones como Ricordati o la célebre Vivere ancora presente en la maravillosa escena del baile con beso final entre Fabrizio y Gina.
El final del filme cuenta con la excusa de la inclusión del Macbeth de Verdi condicionada por la escena del Teatro Regio de Parma, donde tiene lugar su interpretación, concretamente se trata de Vieni! T'affretta! y la intérprete ni más ni menos que Maria Callas.
Tras dos documentales, Il canale y La vía del petróleo, realizó un filme de poca repercusión: Partner. A pesar de contar con música nuevamente de Ennio Morricone, y de que éste realizase una banda sonora bastante sorpresiva para su particular estilo (con una canción del propio Morricone que se hizo muy famosa en la época, Splash, cantada por Peter Boom), el filme pasó sin pena ni gloria.
Son justo los dos temas de esta banda sonora, debidos a Ennio Morricone, y uno de su siguiente filme, La strategia del ragno, con música de Augusto Martelli, los que hacen obligada la compra del Libro-CD recopilatorio de Bernardo Bertolucci, del sello Mediane Libri, ya que esa música no se encuentra editada en ningún otro lugar.
Después llegaría el episodio Agonía de Amore e rabbia con música de Giovanni Fusco, que todo y ser una película de episodios con directores de renombre, tampoco consiguió calar entre la crítica y el público de la época.
Sin embargo, el salto en el apartado musical, lo daría con El conformista. Para esta coproducción italo-francesa, Bertolucci cuenta con Georges Delerue, quien construye una auténtica obra maestra en su filmografía y también en la de Bertolucci. Banda sonora de gran riqueza melódica, ya de por si el tema principal cuenta con una amplia variedad de sonoridades en un único tema.
Tienen cabida un tango, un vals, música ligera italiana, música ligera francesa, ritmo latino, música para gran orquesta, un foxtrot... Entre todos ellos, destaca el tango por la fuerza que imprime en las imágenes, Tango di rabbia, que suena en la escena del baile de Giulia y Anna.
Sin embargo, también cabe lamentar que no esté editada el resto de la banda sonora, aquella música que cumple un papel más protagonista y no simplemente ambiental. Hay también en el filme canciones pertenecientes a otros compositores, como Tornerai de Olivieri y Chi è più felice di me de C. A. Bixio.

Tras dos años con documentales (La salute è malata y 12 diciembre) llegaría la que fue todo un mito del cine erótico: El último tango en París, con música de Gato Barbieri. Bertolucci sabe de nuevo elegir al compositor adecuado y así escoge al compositor e instrumentista argentino Leandro (Gato) Barbieri.
Bertolucci ya conocía a Barbieri, gracias a que la mujer de éste, Michelle, era de origen italiano y había trabajado con Pasolini (el propio Barbieri también lo hizo en Apuntes para una Orestíada africana) y Bertolucci. Gato Barbieri tuvo en su tío Mario Barbieri, saxofonista y clarinetista, la figura a seguir, pero junto a Lalo Schifrin –para el que tocó en su orquesta y algunas de sus bandas sonoras–, se formó como compositor de cine. Faceta ésta que pocas alegrías y trabajos le ha dado, si exceptuamos la que nos ocupa, pues sólo llegó a componer un total de doce bandas sonoras, de las cuales El último tango en París ha sido la única que se le recuerda con cierta valoración. Con ella consiguió ganar el Grammy a la mejor banda sonora de 1972.
Su música, con su saxo tenor como protagonista, ambienta con ese peculiar estilo cálido y jazzístico las tórridas imágenes de Marlon Brando y Maria Schneider. Música jazz que se fundamenta en un tema principal que es un tango de gran hermosura y que justifica el título del filme. Dicho tango aparece en diversas ocasiones en la película, además de servir de entrada y cierre de la misma.
Además del tango, Barbieri resuelve la música de este título con otros temas dinámicos y coloristas y con música incidental, lo que hace de Barbieri un compositor pleno, pero aún a su pesar, dueño del éxito de un solo trabajo, éste. Al fin y al cabo, Barbieri se limitó a obedecer las exigencias de Bernardo Bertolucci, que quería una música protagonista en el filme y que Gato Barbieri supo darle con este sensual tango que es capaz de recoger con sus notas la soledad e incluso la sensación de unos personajes perdidos en la inmensidad del mundo.
Tango que aparece arreglado y con variaciones, convirtiéndose a la vez en balada y vals en otros sendos cortes. Otros tangos y temas jazzísticos completan la banda sonora. En el resto de la película, Barbieri tuvo que componer pequeños fragmentos o escuetos comentarios musicales para dotar de sensualidad y tristeza las diversas escenas.
En la composición, interpretación, arreglos y orquestación contó con la ayuda de Nana Vasconcelos y Oliver Nelson, a quien algunos atribuyen gran parte del éxito de Barbieri en esta composición, pero que no puede ayudarnos a desvelar el secreto, pues falleció dos años después del estreno del filme, mientras Barbieri sigue viviendo hoy en día en New York, a la edad de 74 años.
Cuatro años después del tango, Bertolucci vuelve a la carga con una majestuosa producción con más de cuatro horas de metraje, estamos hablando de Novecento. Y el compositor vuelve a ser Ennio Morricone.
Un Ennio que compone una nueva obra maestra, una banda sonora plagada de buena música, música evocadora, música que sin ser grandilocuente derrocha elegancia y emotividad, con un nuevo himno a la libertad de la clase obrera que retrata Bertolucci, la clase obrera italiana de principios del siglo XX. Un himno en el que la inclusión de coros y la inspiración melódica de Morricone hace de este tema, Romanzo, un himno mundial a la libertad, un himno al cine.
Junto al Romanzo, Morricone crea un entramado de temas de variadas melodías, dando protagonismo a los diferentes personajes de la historia, así como a las diferentes etapas en el tiempo y estaciones del año: Estate – 1908, Autunno – 1922, Il primo sciopero, Padre e figlia, Tema di Ada, Inverno – 1935, Primavera – 1945, Olmo e Alfredo.
El LP con la banda sonora tuvo diversas ediciones en Europa y en CD sólo tuvo dos ediciones en Japón, que se agotaron rápidamente y convirtió en esta banda sonora en una obra de culto buscadísima por los aficionados. Recientemente, en 2004, ha vista la luz de nuevo en formato CD-Digipack por el sello italiano GDM. Obra maestra absoluta del maestro italiano, altamente recomendable.
Dos nuevos Morricone seguirían a esta gran obra, con desigual fortuna.
Primero La luna, en la que Morricone construye una partitura turbadora, con música contemporánea y experimental, fundamentada en las cuerdas, unas cuerdas disonantes y desgarradoras que reflejan de nuevo esta historia de una pérdida, de drogas y un amor incestuoso entre una atormentada madre y un díscolo hijo.
Se complementa con diversos temas operísticos, básicamente de Verdi, dado que la protagonista representa el papel de una famosa soprano de ópera.
El segundo es La historia de un hombre ridículo. Partitura más completa, donde un delicado tema conducido por un acordeón da entrada al filme.
Más bello si cabe es el segundo tema, Pour Barbara, con un solo de flauta y otro de piano, y una ternura apabullante, uno de los más tiernos temas del maestro, que como nos tiene acostumbrados suele dedicar a las actrices de las películas en las que pone música, aunque en su título haga referencia al personaje que interpretan, en este caso se trata de Anouk Aimée. Retoma el homenaje y el tema en otro fragmento de igual belleza, llamado Ancora pour Barbara.
Encontramos otros temas y más música descriptiva a lo largo de los cuarenta minutos de música que se han editado de esta banda sonora. Algunos de estos retoman el tema principal con hermosas variaciones con la flauta o el piano como protagonistas, y de particular hermosura es la variación que se hace en el tema Le inquietudini feriali o particularmente graciosa es la que se hace a modo de interpretación por banda de pueblo en el tema Oggi danze con gli “amici di cantoni”.
También hay lugar para una horrible canción titulada Horror movies, algún tema de corte más clásico y también para un cierto homenaje a Verdi en el tema Mungendo Verdi.
Esta supone la quinta y todo hace suponer que última colaboración entre compositor y director, llena de grandes obras. Es curioso que, sin saberlo, en el libreto del CD de esta última colaboración se recojan unas declaraciones del maestro romano vanagloriando a Bertolucci como un director fiel y leal, persona que, según el propio Morricone, supo escuchar sus recomendaciones y supo respetar su obra, insertándola en los momentos justos y entendiendo lo que Morricone quiso expresar con esos temas.
Tras esta tragedia vendría otro sonado éxito en la carrera de Bertolucci: El último emperador, ganadora de 9 Óscar, incluido el de mejor banda sonora para el trío de compositores Ryuichi Sakamoto, Cong Su y David Byrne. En el apartado musical también ganaron el Globo de oro, el Grammy, el premio de la Asociación de críticos de Los Ángeles y cosecharon alguna nominación más como la de los BAFTA en Inglaterra.
Nuevamente los compositores ideales para una historia sobre el último emperador chino, quien a los tres años es arrancado de los brazos de su madre para ser conducido a la Ciudad Prohibida y desde allí gobernar China, pasando por los entresijos que le deparó la historia: desde la ocupación por las fuerzas republicanas hasta la revolución comunista, terminando sus días como jardinero del parque botánico de Pekín.
Otro cantar sería si estos tres compositores merecieron en igual medida tan codiciado y dorado galardón. La participación del chino Cong Su se limita a un solo corte musical y, a pesar de su condición originaria, aporta muy poco de música oriental a la película, un solo corte: Lunch.
Irónicamente, es David Byrne, músico y compositor escocés líder del grupo Talking Heads, habitual de la música new age, quien crea un tema principal que es el más oriental de todos los compuestos en esta banda sonora.
Sakamoto y Byrne cumplen por partes iguales, aportando cada uno de ellos su particular visión, pero de forma complementaria. Y aunque Sakamoto compone más música y de gran variedad temática, Byrne compone el excelente tema principal y música más incidental, pero no por ello menos bella.
En el caso de la música compuesta por Sakamoto destaca el precioso tema de la coronación, o la plasticidad y realismo del tema Open the door que establece una increíble relación música-imagen con las imágenes rodadas por Bertolucci para dicha escena. En todos sus temas, y a pesar de su condición de japonés, se introduce la sonoridad de instrumentos típicos chinos y esas tonalidades propias de una tierra y una época que sólo algunos saben alcanzar.
Sakamoto es, de los tres, el que realmente es compositor de oficio y los otros dos sólo ejercen de aprendices, aunque Byrne componga ese gran tema Main Title Theme (The Last Emperor).
La banda sonora se completa con dos himnos revolucionarios de la guardia roja y un vals de Strauss, El vals del Emperador.
Tal vez tres son demasiados compositores para esta superproducción, tal vez Cong Su (muy famoso en China por sus trabajos para la Ópera, el teatro, la TV y demás artes escénicas) está desaprovechado, tal vez mucha gente no esté conforme con que estos tres compositores tengan en sus vitrinas los mismos galardones que otros compositores de mayor calidad y renombre, pero sea como fuere, lo bien cierto es que su trabajo ahí está, y por encima de todas las consideraciones y suposiciones, nadie puede negar que es un trabajo de calidad.
Y otra cosa innegable es que algo vio Bertolucci en Sakamoto por encima de los otros dos, pues sus dos siguientes trabajos contaron con banda sonora de Ryuichi Sakamoto.
Por un lado tenemos El cielo protector, por la que Sakamoto repitió Globo de oro y el premio de la crítica de Los Ángeles. Una partitura de gran belleza, con un tema central bucólico, construido como una melodía en espiral, una espiral que nos transporta a la soledad de un joven matrimonio neoyorquino que, con la intención de encontrar el sentido a sus vidas, viaja a la África subsahariana.
El tema central se titula igual que el filme y tiene una versión más intimista a piano solo, una delicia para los oídos. Aparecen otras versiones y variaciones del tema, así como música más descriptiva e incidental en otros casos.
Y aunque en los títulos de crédito de la película no aparezca, hay que hablar del compositor neoyorquino Richard Horowitz, pues hasta tres temas de la banda sonora fueron compuestos por él, sin que tuviese reconocimiento alguno. Su estancia en Marruecos a la edad de 19 años, propicia en él que su música sea una fusión de estilos entre los que predomina el folk autóctono de este país. En la banda sonora también tienen cabida una canción de Charles Trenet, Je chante, y otros temas tradicionales y autóctonos de Túnez, Sahara y Burundi.
Por otro lado, tenemos Pequeño buda, para la que Sakamoto compone una banda sonora muy completa, de gran dramatismo y tristeza en sus notas.
Con un fuerte y evocador tema central, Sakamoto construye un entramado de temas y variaciones en los que se repite insistentemente el tema principal. De nuevo, Sakamoto utiliza instrumentación autóctona y, aunque el dramatismo está presente en la gran mayoría de los cortes de esta banda sonora, en los temas Victory y The reincarnation se puede disfrutar de unos breves compases más alegres y esperanzadores.
La voz humana se convierte también aquí en un recurso que explota Sakamoto a la perfección, con masa coral (The Ambrosian singers), voces solistas autóctonas (las de Shaheen Samad y Kanika) y la voz solista de la soprano Catherine Bott, sobretodo en los cortes de carácter más étnico. En este caso toda la música está compuesta por Sakamoto, excepto una canción étnica cantada por Shruti Sadolikar, Raga naiki kanhra. Y en cuanto a premios, esta vez sólo consiguió hacerse con una pobre nominación a los Grammy.

Recopilaciones varias
Con Belleza robada, todo y tener un compositor asignado, el inglés Richard Hartley, este cumplió sólo su papel de componer pequeños fragmentos de música incidental, pues la música protagonista en este caso fueron las canciones seleccionadas por Bertolucci y sus asistentes musicales, canciones que van desde Billie Holiday, a Nina Simone o Lori Carson. Con esta película Bertolucci empezaría a caer en la trampa de confeccionar la banda sonora de sus películas a partir de canciones compuestas con anterioridad al filme, y no con tal fin.
L'assedio o Bessieged en cuestión musical es un cocktail de dificil digestión: Bach, Mozart, Beethoven, Papa Wemba, J. C. Olswang, Pepe Kalle, Salif Keita, y las composiciones del italiano Alesio Vlad (antiguo compañero de composiciones cinematográficas de Claudio Capponi en Jane Eyre, La novicia y Donde el corazón te lleve) arregladas e interpretadas por Stefano Arnaldi. Esto es: música clásica, música tradicional, música folk y étnica y música contemporánea de piano clásico.
Escuchando esta música sin tener presentes las imágenes de esta película intercultural, puede resultar incomprensible, pero si nos atenemos a ellas, donde un pianista inglés que vive en Roma acaba enamorándose y manteniendo una relación con Shandurai, una estudiante africana de medicina que ha huido de su país donde su marido ha sido detenido, tiene toda la lógica. Los temas pianísticos y clásicos acompañan al personaje masculino y los étnicos y tradicionales a Shandurai.
El resultado cuanto menos resulta curioso, pero esta segunda intentona de Bertolucci de ir dotando a sus películas de numerosas canciones hacía temer lo peor.
Y nuestros temores se cumplen en la que es su última película, Soñadores. Aquí ya no vale poner un compositor simplemente como figurante, o que componga unos pequeños cortes incidentales.
Aquí Bertolucci, ese maestro cinematográfico del que hemos ido alardeando durante todo este artículo por su acierto en la elección de compositores para sus filmes, prescinde totalmente de la música creada ex profeso para el filme y se dedica a insertar canciones que tengan cierto interés y adecuación por localización y época con la película. Acertado o no, es lo que hay, y puede ser discutible, y es ahí donde uno opina que, a pesar de la estructura y concepción del filme, una buena partitura compuesta por alguno de los compositores que le han acompañado a lo largo de su carrera, hubiese obtenido un mejor resultado que la inserción de estas canciones: Third Stone From the Sun de Jimi Hendrix, La mer de Charles Trénet, The Spy de The Doors, Tous les garçons et les filles de François Hardy y el Non, je en regrette rien de la incomparable Edith Piaf.
Junto a todas éstas, otros temas de películas francesas famosas de la época en la que se desarrolla el filme, como: Le quatre cents coupes de Jean Constantin (de la BSO de Los cuatrocientos golpes), New York Herald Tribune de Martial Solal (de la película Al final de la escapada) o Ferdinand de Antoine Duhamel ( de la BSO de Pierrot el loco).
Evidentemente, para gustos los colores, pero para el que escribe esto, se trata de un desafortunado final musical para la carrera de este gran director que tan buenas oportunidades ha dado a grandes y no tan grandes compositores de la música de cine para lucirse y dar lo mejor de ellos mismos.
Recordemos sólo cuatro nombres para terminar con un mejor sabor de boca: Piccioni, Morricone, Delerue y Sakamoto.
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Jean-Louis Trintignant y Dominique Sanda, en "El conformista" (1970)
Jean-Louis Trintignant, en "El conformista" (1970)


Jean-Louis Trintignant, en "El conformista" (1970)
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n MORAVIA, UN RETRATISTA DE LA CAÍDA EN EL FASCISMO. Por Alberto González Toro
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Fue un escritor precoz: a los 18 años ya había escrito la novela Los indiferentes, que se anticipó en tres lustros a los existencialistas Jean Paul Sartre y Albert Camus. Hijo de un judío veneciano y de Gina de Marsanich, una eslava muy refinada, Alberto Moravia habría cumplido cien años el 28 de noviembre. Nació en Roma en 1907 pero su infancia no tuvo ninguno de los encantos que puede tener la niñez: una tuberculosis ósea lo postró en las mejores clínicas de Italia. Solitario, soportando horribles dolores, empezó a leer con avidez y a escribir en cuadernos que le llevaba su madre.
La novela Los indiferentes, que recién se publicó en 1929, en una edición que costeó su padre, es un relato de hondo pesimismo que radiografía la falta de valores morales de una burguesía que aceptaba con gusto la irrupción del fascismo mussoliniano. Pero a la vez ahondaba en la angustia y en la soledad del hombre ante un mundo absurdo.
Esa temática, más elaborada, la retomó muchos años más tarde en La noia (traducida al castellano como El aburrimiento), donde cuenta la historia de un pintor enamorado obsesivamente de una joven mujer. Busca en ese amor-pasión, cargado de un fuerte erotismo, un contacto con la realidad, una ligazón con una vida que sólo le provoca tedio.
Prolífico, no todos sus libros tienen el mismo nivel, pero la mayoría tuvo muy buena aceptación entre los lectores. Tal vez el más famoso sea La Romana, que en cine protagonizó Gina Lolobrigida. También El desprecio y El amor conyugal fueron populares best-sellers de su tiempo.
Pero Moravia no sólo fue un gran narrador. Los críticos reconocen que su obra teatral es muy chata, sin ningún fulgor, demasiado pretenciosa. Sin embargo, se destacó también como periodista y crítico de cine, una tarea que lo apasionó. Si bien nunca perteneció a ningún partido político, desde las páginas de su revista Nuovi Argomenti no ocultó sus simpatías por la causa del Tercer Mundo y por algunos de sus líderes, como Fidel Castro y Mao Tsé Tung.
"Hasta los treinta años fui mantenido por mi padre", dijo públicamente. Pero cuando se casó con la escritora Elsa Morante conoció una "digna probreza". La industria del cine, que filmó casi todas sus obras, y su incorporación al diario más importante de Italia, "Corriere della Serra", le dieron un mejor pasar económico, que se acrecentó cuando una herencia le permitió comprar un piso en la Vía della Oca, cerca de Piazza del Popolo, en el corazón de Roma, donde escribió muchos de sus libros. Entre ellos El conformista, que trasladó al cine un jovencísimo Bernardo Bertolucci.
Por momentos, confesó, sintió culpa y fastidio por el dinero que le daban sus libros y sus artículos como periodista estrella. En 1960, le confió al periodista francés Gérard Bouvier que "después de escribir 'Los indiferentes', sentí que me separaba de la burguesía y empecé a experimentar cada vez más simpatía y atracción por las clases populares. Sólo en ellas se encuentra el sentido de la gran naturaleza y de la moral, que ya no existe entre los burgueses".
No fue un renovador de la literatura, pero en sus libros está todo un período histórico del siglo XX. Analista de la moral burguesa, buceador incansable de los lazos amorosos, siempre con una visión pesimista pero no desesperanzada del hombre, Moravia vivió hasta los 83 años -murió en Roma el 26 de septiembre de 1990- con la conciencia de un deber cumplido.
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Bernardo Bertolucci, durante el rodaje de "Los soñadores" (2003)
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n EL VIENTO LOCO DEL 68. Por Giovanni Bogani
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El 68, el sexo, el erotismo, la libertad. El mayo con sus utopías, sus lemas, y el viento loco de la adolescencia, el deseo y la política, y el amor por el cine. De esto trata The Dreamers [tráiler], la nueva película de Bernardo Bertolucci, rodada en París, terminada esta semana y lista para verse en la próxima Mostra de cine de Venecia. Mientras, en Fiesole, donde Bertolucci ha recibido el premio Fiesole a los maestros del cine –se lo entregó ayer por la tarde Roberto Benigni, que llegó de incógnito para abrazar a su amigo director con el que trabajó en un breve papel en La luna-, se ha podido ver, en preestreno mundial, algunos minutos de The Dreamers. Y, por primera vez, Bertolucci ha aceptado hablar de su película.
“Hablo de la utopía, del entusiasmo de esos meses, de esa edad –dice Bertolucci-. No me interesa la Historia con mayúscula. O tal vez, la Historia está también en las historias individuales de tres muchachos que viven juntos en esos días, en esos meses. Con todo el entusiasmo de esa época, un entusiasmo que ahora ya no veo más. No, no es una autobiografía; por lo pronto porque yo en el 68 no tenía dieciocho años sino veintisiete. Luego, porque lo viví en los relatos de Pierre Clémenti, un actor a quien he querido mucho y con el que estaba rodando Partner en Roma. Clémenti tomaba el avión a París todos los fines de semana. Y el lunes nos contaba cosas fabulosas del mayo parisino. Nos hablaba de los lemas que leía. Recuerdo uno que era maravilloso: “sous le pavé, la plage”. Bajo el pavimento, el asfalto de París, la playa. Me parecía que esa era la verdadera poesía de esos años”.
Periodista: ¿Ha usado ese lema en la película?
Bernardo Bertolucci: “Sí, es demasiado bonito para olvidarlo. Lo puse en la Sorbona, en la facultad de medicina, donde estuvo precisamente en la primavera del 68”.
P: ¿Hay alguna relación entre esos años y el movimiento antiglobalización de estos años? ¿Usted cree que hay alguna relación? Los acontecimientos de Génova y del G8, por ejemplo, ¿han influido en alguna manera en su película?
BB: “Llevo dentro la película desde siempre, es una historia que me afecta de manera intensa, por lo que no me ha influido el presente. Pero en otro cierto sentido sí, es verdad; por ejemplo, hay una secuencia en la que muestro una carga de la policía. Mientras montaba esa secuencia, pensaba en lo que pasó en Génova. Y alargué la secuencia, la hice más feroz, intolerable. Es así como se ha insinuado el presente en una película que llevaba ya dentro desde hace años”.
P: Tras un período “norteamericano” e internacional –El último emperador, El té en el desierto, El pequeño Buda - volvió a Italia para hacer películas pequeñas e intensas como Io ballo da sola y L’assedio. Ahora ha vuelto a Francia, su primer amor cinematográfico…BB: “Era un amor que se debía completamente a la Nouvelle Vague. Mi primera entrevista, con los periodistas de Roma, la hice en 1960. En Roma. Y yo les pedí: Hagamos la entrevista en francés. ¿Por qué?, me preguntaron sorprendidos. Ma, parce que le français c’est la langue du cinéma!, respondí yo, con un entusiasmo un poco fuera de lugar. Tardé treinta años en reconstruir mis relaciones con la prensa”, dice, riendo.P: ¿Cuál es su opinión de la Italia de hoy?
BB: “Si hablamos de cine, buena. Durante años tuve la sensación de que había una lenta e inevitable agonía en el cine italiano. Desde hace un par de años me parece que todo está renaciendo: películas como Respiro, L’imbalsamatore o Angela me reconcilian con el cine italiano. Si hablamos de política, Italia me provoca un fuerte malestar desde hace dos años. Creo que el gobierno italiano está completamente en contra de la idea que me ha guiado a lo largo de todos estos años, que es la del enamoramiento entre las culturas, la fascinación por lo que es diferente a nosotros. Hace unas semanas tuve una pesadilla: soñé que el “gran comunicador” empezaba a ser aceptado en el resto de Europa, que la ceguera que ha tenido Italia al elegir a Berlusconi se había extendido a los demás países”.P: ¿Y ahora?
BB: “Ahora el propio Berlusconi me ha liberado de esa pesadilla, con su numerito del otro día. Pero ahora me llegó otra: sentí que dentro de él estaba la voz de Bossi, como si Bossi lo poseyera y hablara por boca de Berlusconi. Como puede ver, las pesadillas no terminan nunca…”.
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n BERNARDO BERTOLUCCI: REBELDE SIN PAUSA. Por Diego Batlle (La Nación)
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SAN SEBASTIAN.- Bernardo Bertolucci es uno de los directores más admirados de Europa y aquí se lo reverencia en igual o incluso mayor grado que a las mismísimas estrellas de Hollywood. Sin embargo, el cineasta que escandalizó al mundo con "Ultimo tango en París" y arrasó con nueve premios Oscar con "El último emperador" se muestra tan sencillo, generoso y afable como un realizador novato que desea hacerse conocer.
Ni las complicaciones físicas -camina dificultosamente apoyado en un bastón- ni la sobrecarga de compromisos impide que esta leyenda viviente del cine nacido hace 63 años en Parma conceda casi una hora de entrevista en un coqueto salón del hotel Orly. Es que Bertolucci tiene mucho para decir: acaba de presentar en los festivales de Venecia y San Sebastián "The dreamers" ("Soñadores"), su controvertida evocación del Mayo Francés de 1968, que sólo en diez días se estrenará en los cines italianos y que el año próximo llegará a las salas argentinas.
Basada en la novela y el posterior guión de Gilbert Adair, "Soñadores" se centra en las experiencias, los ritos de iniciación de tres jóvenes (un estudiante norteamericano interpretado por Michael Pitt y dos hermanos gemelos franceses encarnados por Louis Garrel y Eva Green) en una ciudad donde la militancia política en las universidades con el Libro Rojo de Mao como estandarte, la cinefilia que defendió a Henri Langlois, histórico responsable de la Cinemateca Francesa, de los ataques gubernamentales, la cultura del rock y especialmente la revolución sexual coincidieron para generar un estallido que repercutió con fuerza en todo el planeta. Destinada inevitablemente a la polémica (en Venecia cierto sector de la crítica acusó a Bertolucci de maniqueísmo, voyeurismo y reduccionismo efectista, entre muchas otras cosas), "Soñadores" es -según define el propio realizador- "una película destinada a las nuevas generaciones que no saben absolutamente nada de la importancia histórica de aquellos hechos y no a sus padres, que intentan olvidarlos y taparlos".
-¿Por qué existe esta negación por parte de aquellos que protagonizaron el Mayo del 68?
-Porque para ellos se trató de una derrota, de un sueño incumplido. Yo estuve en París durante el mayo francés -incluso filmando en aquellos momentos "Partner", una pequeña película con Pierre Clémenti y Stefania Sandrelli-, pero no tengo la menor intención de olvidarme de aquel movimiento. Si hoy gozamos de ciertas libertades individuales, de determinados derechos civiles que están garantizadas por ley, si hoy la mujer ha ganado espacios gracias al feminismo y hay un mayor respeto por las minorías étnicas y sexuales es por la influencia directa que tuvo el Mayo del 68. Muchos líderes de la revuelta son hoy directores de diarios o canales de televisión de centroderecha, que viven en la opulencia e intentan desacreditar la importancia de aquellos años. Es el sentimiento de culpa lo que los abruma.
-¿El hecho de dirigirse a los adolescentes no le da a "Soñadores" un cierto tono didáctico?
-En una sociedad desmovilizada, en un mundo en el que los políticos se han convertido en el mejor de los casos en técnicos mediocres, en el que palabras fundamentales como ideología han sido reducidas a expresiones despectivas, yo les propongo a los jóvenes anémicos que recuperen la utopía y la rebeldía. "Soñadores" no es una película autobiográfica (yo tenía 27 años entonces y mis personajes no llegan a 20) ni un intento de reconstrucción histórica en términos documentalistas. Es una mirada a la década del 60, pero desde la perspectiva de hoy, con la que intento trazar un cordón umbilical con los movimientos actuales de resistencia antiglobalización. Por eso, yo muestro una carga de la policía contra los manifestantes que es muy similar a las que se vieron en las protestas de Seattle o Génova.
-¿Qué significó para usted volver a filmar en París?
-¡En París se respira cine! En cada calle parece estar desarrollándose una película. Yo llegué a París a los 18 años y empecé a conocer el mundo en la Sorbona. Mi pasión por el séptimo arte se la debo a la Cinemateca Francesa, donde los cinéfilos sentíamos que descubríamos y cambiábamos el mundo. Mi deseo de dirigir se lo debo a la nouvelle vague de (Jean-Luc) Godard, (François) Truffaut, (Jacques) Rivette y (Eric) Rohmer. Yo digo que "Soñadores" es una suerte de flashback fisiológico (se ríe). Después de "El conformista" y "Ultimo tango en París" siempre supe que iba a volver a rodar allí. Cuando se cayó definitivamente la posibilidad de hacer una tercera parte de "Novecento" recordé que mi mujer, Clare Peploe, me había regalado la novela de Adair y recuperé la necesidad latente de filmar el Mayo del 68.
-¿Cómo trabajó con los actores para imbuirlos del sentido épico de aquella época?
-Les hice ver imágenes documentales de las movilizaciones callejeras, les hice escuchar las canciones que estaban de moda, les hice ver las películas que nos marcaban... Después utilicé esos fragmentos en mi propio film y también muestro a los protagonistas repitiendo escenas de aquellos clásicos de Godard.
-Usted se ha manifestado muy pesimista y desencantado sobre la realidad actual, pero en "Soñadores" ofrece una mirada bastante más optimista...
-Yo me siento mucho más cerca de los adolescentes, que como yo todavía no hemos perdido el idealismo de los soñadores, que aún creemos en que un mundo mejor es posible, que en los frustrados adultos de mi edad, que ya han bajado todas sus banderas. Yo creo -como también ocurre en el caso de Nanni Moretti- que se puede crear un movimiento que termine con los excesos del capitalismo salvaje, con las injusticias y las miserias. Para empezar con el cambio hace falta apelar a la memoria, reivindicar todas las enseñanzas que nos dejó el pasado y hacer también todas las autocríticas que nos debamos.
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Michael Pitt, Eva Green y Louis Garrel, en "Los soñadores" (2003)
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n UN POCO DE AMOR FRANCÉS. Por Claudio Zeiger (Página 12. 18-04-04)
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Bernardo Bertolucci vuelve a París y, como si fuera poco, a los sesenta. Dos hermanitos burgueses e incestuosos que inician a un joven norteamericano en las sutilezas y el erotismo galo le permiten revisitar aquella belle époque. Afuera, las críticas arreciaron: que cristaliza una época, que es nostálgico, que se puso viejo y verde. Pero lejos de eso, Los soñadores es un cálido retrato de las contradicciones de aquellos años dorados.
El título de la novela en la que se ha basado el último film de Bernardo Bertolucci es The Holy Innocents, pero no son “los santos inocentes” de Miguel Delibes sino del escritor inglés Gilbert Adair, quien publicó el libro en 1988 y, a pedido del propio Bertolucci, se hizo cargo del guión de Los soñadores. A pesar de que Los soñadores es bastante adecuado, Los santos inocentes representa con enorme fidelidad el tono, el humor y la atmósfera que sobrevuelan esta película cálida e inolvidable. Es que Theo (Louis Garrel), Isabelle (Eva Green) y Matthew (Michael Pitt) –aunque no lo parezcan– son unos santitos. Y, desde luego, al mismo tiempo no lo son, como sugiere en su reverso irónico un calificativo como el de “santos” inocentes. Quizás, al principio, Matthew todavía tenga un poco de inocencia, como cuando henchido de entusiasmo este joven norteamericano que viaja a París para ver películas, estudiar y de paso zafar de la guerra de Vietnam (estamos en el corazón de la primavera de 1968) le escribe a su madre: “Mamá, estoy muy contento, acabo de conocer a mis primeros amigos franceses”. Ellos son los encantadores hermanitos Theo e Isabelle, hijos de padres liberales (como se les decía en los sesenta a los progresistas) pero que no por ello dejan de chocar generacionalmente con sus hijos. En el seno de esta familia de artistas nadie hace lo que dice. El padre es un escéptico ex poeta que ha afirmado que “la petición es un poema” y “el poema es una petición”, pero que ahora ve con desconfianza al movimiento estudiantil de Mayo y a su inocultable líder espiritual, Mao. Y si bien sus hijos le reprochan esa actitud, ellos mismos son incapaces de comprometerse a fondo con ese movimiento que defienden ante el padre y sobre todo son incapaces de no depender de él económicamente. En el fondo son unos hermosos burguesitos impostados que dicen estar enamorados uno del otro, hermanos siameses del alma emborrachados de arte y erotismo, cuando en verdad la vida prosaica y sucia los amenaza mucho más de cerca de lo que creen.
El que crea que el film de Bertolucci –situado en el mismo territorio de El conformista y Ultimo tango en París– idealiza los sesenta, la juventud o al mismo París, se podría llamar a engaño a pesar de declaraciones del propio Bertolucci, quien ha exaltado el carácter mágico y transformador de los dorados sixties y ha estado muy cerca de proferir expresiones cristalizadas como “queríamos cambiar el mundo” o “teníamos una utopía” a la hora de promocionar su film. Los soñadores no exalta a los sesenta sino a ciertas cosas que, nos guste o no nos guste, pasaban en esa década por primera vez, y la película acierta plenamente en esa sensación de mundo nuevo. La idea clave la dio Bertolucci al rememorar que en los sesenta “fusionábamos todo, el cine, la política, el jazz, el rock, las drogas, la filosofía en un estado de permanente descubrimiento”. Los soñadores es precisamente un film de fusiones, de mezclas. No es puro sexo ni pura política, ni pura cinefilia: es la mezcla de todo eso, básicamente, impuro sexo e impura ideología. Aquí lo revolucionario es la fusión, la interdependencia de los planos, las escenas que rebotan unas en otras. Los soñadores está llena de consignas brillantes y capciosas (“Los franceses nunca tendrán rock”; “El hecho de que Dios no exista no le da derecho a querer ocupar su lugar”, como dice Theo de su padre). El cine es cifra ineludible: empieza bajo la invocación de Samuel Fuller y tiene a Marlene Dietrich y a Greta Garbo en escenas clave, pero sobre el final basta que un piedrazo rompa una ventana para romper a tiempo la magia del cine y volver a un saludable golpe de realidad. Cuando los muchachos preguntan qué pasó, Isabelle contestará en forma memorable: “Es la calle que entró”.
En esa espiral de la década dorada, en el centro del fresco de época, se sitúa con absoluta claridad la historia triangular de Isabelle, Theo y Matthew. En ningún momento Los soñadores descuida a sus personajes ni a su trama para rendir culto a la divinidad de los sesenta o volver a los muchachos prototipos de actitudes (por el contrario, vienen a ser como desertores de las posiciones mayoritarias, militantes y declamatorias). La historia aquí es mucho más simple, con rastros de inocencia como ya se dijo. Los dos hermanitos –amantes platónicos o no tanto, nunca queda muy claro– caen rendidos a los pies del amigo americano a tal punto que lo seducen, se olvidan del Mayo Francés que transcurre afuera en las calles y, aprovechando la ausencia de los padres, se encierran con él en la casa para consumar sus relaciones peligrosas. Las zancadillas que se hacen unos a otros son exquisitas y el espectador siempre estará esperando la nueva movida. He aquí la juventud bien representada: una discusión acalorada y seria sobre quién es mejor, si Keaton o Chaplin, o un disco de Janis Joplin pasado quince veces seguidas, grafican la inestabilidad, la altisonancia y la soberbia de los veinteañeros.
Si bien Francia es el centro del mundo y de los mitos concentrados de la época (las bibliotecas atestadas de libros, la Cinemateca construida en un palacio, la lluvia persistente y encantadora, y las consignas en las columnas de la universidad), agazapada, desde otra visión del mundo, en los antípodas, reposa la guerra de Vietnam, con toda su fealdad y su falta de justicia poética. Theo y Matthew discuten al respecto. Matthew rechaza lisa y llanamente la violencia, es pacifista. Theo, estetizante y maoísta, cree ver cierta belleza en la violencia. Los soñadores también puede interpretarse como el intento de “corrupción” de un recto norteamericano por unos franceses locos y, a la vez, los intentos de ese norteamericano por “normalizar” a sus amigos franceses. Si bien en la realidad las costumbres norteamericanas han conquistado el mundo, aquí los franceses se toman su pequeña revancha: por más que haga esfuerzos por imponer su punto de vista pragmático y realista, Matthew es “ideológicamente” vencido por la superioridad de la sutileza gala. “Yo pensé que él había estado dentro tuyo”, le dice Matthew a Isabelle al comprobar que ella era virgen. “Él siempre está dentro de mí”, contesta ella, impecable. Es una bella derrota, eso sí, la del norteamericano. La seducción de los hermanos es exquisita y en el fondo le permiten elegir, en un típico gesto libertario de la época.
Los tres jóvenes actores trabajan de manera notable y transmiten a la perfección el espíritu de la époque, a punto tal que cuesta bastante imaginarlos transitando por las calles normales de una ciudad del presente. Con antecedentes familiares cinéfilos, los franceses Eva Green y Louis Garrel son debutantes, mientras que Michael Pitt ya ha enfrentado a monstruitos como Gus Van Sant, Larry Clark y Barbet Schroeder, así que es muy probable que ninguna orden de Bertolucci lo haya escandalizado demasiado. Objeto de deseo principal del film, este muchacho logra la mutación de carilindo americano –una especie de Leo DiCaprio– a algo mucho más complejo, sin caer tampoco en el lugar común del chico-fetiche aburrido de la vida.
Es seguro que Bertolucci no la concibió así, pero por estos días Los soñadores funciona a la perfección como antídoto al fundamentalismo rabioso de La pasión de Cristo. Contra el sadomasoquismo encarnizado en el cuerpo y la sangre de Cristo, el erotismo suave y salvífico ejercido sobre unos cuerpos frescos con sereno placer; contra la resurrección del odio transfigurado más de 2000 años después, un poco de amor francés refinado y hedonista en un viaje en el tiempo hacia una década que, si no fue perfecta, al menos fue bella.
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n UN SUEÑO IMPREGNADO POR LA REVOLUCIÓN Y EL SEXO. Por Luciano Monteagudo (Página 12)
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Los soñadores, el nuevo film de Bernardo Bertolucci, enlaza el Mayo francés con las obsesiones de un trío de jóvenes algo perverso, vehículo ideal para una París retratada con la pasión de un cinéfilo.
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Los legendarios levantamientos estudiantiles de Mayo del ’68, que hicieron tambalear el gobierno de Charles De Gaulle e impusieron la consigna la imaginación al poder, tuvieron un prólogo menos conocido pero no por ello menos apasionante. Tres meses antes, frente a la amenaza de despido de Henri Langlois, padre fundador de la Cinémathèque Française, un grupo de intelectuales, cinéfilos y realizadores –entre ellos Truffaut, Godard, Chabrol y Rivette, principales agitadores de la nouvelle vague– se lanzaron a la calle, llamaron a un estado de movilización, se enfrentaron a la policía y consiguieron torcerle el brazo al ministro de Cultura –André Malraux, nada menos– y devolver a Langlois a su puesto. Esos événements son los que Bernardo Bertolucci utiliza como punto de partida para Los soñadores, una evocación nostálgica de aquellos días de furia, amor libre y una utopía hecha al mismo tiempo de Mao, Janis Joplin y Buster Keaton.
“Sólo a los franceses se les ocurriría poner un cine en un palacio”, reflexiona Matthew (Michael Pitt), mientras atraviesa la sombra de la Torre Eiffel y se dirige al Palais Chaillot, sede aún hoy de la Cinémathèque. Cómo se ocupa de informarlo con su voz en off, Matthew tiene 20 años, es un estadounidense provinciano de San Diego llegado a París para estudiar francés, pero cautivado por el lenguaje del cine, que descifra cada noche en el santuario de Langlois. En las puertas del templo conoce a Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel), en medio de las primeras protestas y movilizaciones, que tienen a Jean-Pierre Léaud –que actúa casi cuarenta años después el mismo papel que jugó en la vida real– como uno de sus principales sediciosos.
Isabelle y Theo son gemelos y tienen la misma edad de Matthew, pero parecen mucho más maduros y sofisticados. Hijos de un matrimonio bohemio, llevan una vida distendida y se dan aires de enfants terribles a la manera de los de Jean Cocteau, pero a su modo son tan inocentes como el ingenuo norteamericano. El guión de Gilbert Adair, basado en su propia novela (aparentemente mucho más osada que la película), insinúa una relación incestuosa entre Isabelle y Theo, quienes no tardan en adoptar a Matthew en su generoso departamento del Barrio Latino y sumarlo a sus juegos eróticos y cinéfilos.Como ya lo hiciera en su film inmediatamente anterior, Cautivos del amor, Bertolucci vuelve a convertir la casa en un escenario privilegiado, un teatro clausurado en sí mismo al cual sólo llegan los ecos del mundo exterior. El tácito ménage à trois, más sugerido que consumado (aunque Bertolucci no se priva de los desnudos frontales que escandalizaban en tiempos de Novecento y ahora ya no deberían ofender a nadie), parece hablar de la circulación de un deseo insatisfecho, de la pulsión de los cuerpos y los espíritus de un momento histórico que se manifiesta en las calles, pero que también consigue expresarse puertas adentro, entre las sábanas.
Se diría, sin embargo, que lo más auténtico de Los soñadores –un film al que no le faltan notas falsas, empezando por el perfecto inglés en el que está hablada una película que hace de París una bandera– no está tanto en la ambientación de época, plena de detalles evocativos, ni en su desembozada celebración de la belleza de la juventud, sino en el espíritu cinéfilo que recorre todo el relato. Aprovechando las citas y desafíos que se impone el trío, muchas veces a la manera de juegos perversos, Bertolucci se permite un contrapunto con imágenes y sonidos del mejor patrimonio cinematográfico, desde la crisis de Shock Corridor de Samuel Fuller, que le sirve para ilustrar la pasión adolescente del grupo, hasta la famosa corrida por el Louvre de Anna Karina, Sami Frey y Claude Brasseur en Bande à part, de Godard, que el trío se empeña en superar, pasando por momentos privilegiados del Freaks de Tod Browning o Blonde Venus y Reina Cristina, que evocan a Marlene Dietrich y Greta Garbo. Mimetizado con sus personajes, Bertolucci no se priva de ninguno de sus gustos. Y tampoco se arrepiente de nada, como sugiere en el final la voz ronca de Edith Piaf, entonando –como si fuera la conciencia del director– “Non, je ne regrette rien”.
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"Los soñadores" (2003)
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n SUEÑOS DEL NUEVO BERTOLUCCI. Por Horacio Bernades (Página 12)
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Frente a la discreta grilla de la competencia oficial, el plato fuerte de este último tramo de la muestra fue “Dreamers”, donde el cineasta italiano volvió a confirmar su poder de seducción.
Mientras en el Parlamento vasco comenzaba a discutirse un plan de soberanía que podría darle a Euskadi un inédito grado de autonomía, Federico Luppi –que aquí juega prácticamente de local– llegaba a San Sebastián para entregarle a Robert Duvall el Donostia por toda su carrera. Los tiempos se aceleran por aquí, en sentido político y cinematográfico. Con la proyección del film alemán Schussangst quedaron presentadas las 16 películas que integran la competencia oficial del 51º Festival de San Sebastián. Esta noche, con la presentación de Open Range –nuevo western de Kevin Costner, que en noviembre se estrena en Argentina y donde Duvall actúa junto al actor y director– se producirá el cierre oficial del festival donostiarra, luego de anunciarse los premios en la así llamada “Gala de clausura”.
Tras una competencia que no despertó demasiados entusiasmos, una película presentada en sus postrimerías aparece como favorita. Se trata de Girl with a Pearl Earring (La joven de la perla), coproducción entre Gran Bretaña y Luxemburgo dirigida por Peter Webber. Típica producción europea de época, la lujosa película de Webber imagina un episodio en la vida del maestro de la pintura flamenca Johannes Vermeer. Más que la anécdota en sí –una historia de amor entre el artista y su doncella analfabeta– lo más relevante de Girl with a Pearl Earring pasa por lo habitual en esta clase de producciones: el detallismo de su dirección de arte y vestuario y, sobre todo, el tour de force cromático y lumínico del director de fotografía Eduardo Serra, puesto a reproducir el estilo y la obra entera de Vermeer. En tren de conjeturas, la película española Te doy mis ojos (que narra un caso de violencia familiar) y el film indie estadounidense The Station Agent (en el que un enano lacónico se hace amigo de un puertorriqueño parlanchín y una mujer mayor) también pisan fuerte a la hora de las Conchas.
Si hubo un plato fuerte durante las últimas jornadas, fue The Dreamers, el nuevo film de esa institución del cine europeo que es Bernardo Bertolucci, presentada en la subsección “Perlas de otros festivales”. Estrenado hace unas semanas en la Mostra de Venecia, el nuevo Bertolucci es una coproducción internacional hablada en inglés, pero ubicada en París ‘68. Basada en una novela del británico Gilbert Adair, The Dreamers narra la iniciación (entendido esto tanto en términos sexuales como políticos y cinéfilos) de un joven estadounidense (Michael Pitt) que llega a la capital francesa justo en el año más célebre de las cuatro últimas décadas. De la mano de dos liberales hermanos parisinos (Eva Green y Louis Garrel) Michael descubrirá –junto con las delicias de la Cinemátheque Française– las mieles del sexo, los libros y los porros. Encerrados en la amplia casa-nido familiar (una burbuja en la que, entre discos de Janis Joplin, libros de poesía y afiches de Marilyn y Mao, los tres practican juegos cinéfilos y masturbatorios), Michael, Isabelle y Theo serán despertados por una pedrada que viene desde el Boulevard Saint Germain. “La calle entró por la ventana”, dicen, y bajan a unirse a los manifestantes y separarse para siempre.Evocando los fantasmas de Godard, Mayo del ‘68, Freud, la liberación sexual y los Cahiers du Cinéma, The Dreamers parece un condensado de toda la obra anterior de Bertolucci, desde las películas político-experimentales de los ‘60 (Prima della revoluzione, sobre todo) hasta la anterior Cautivos del amor, de la que retoma la obsesión por la antigua casa señorial como núcleo protector y neurotizante. Es posible que deje un regusto algo diluido, pero el ya sesentón cineasta parmesano vuelve a confirmar con The Dreamers (cuyo estreno en Argentina se anuncia para comienzos del 2004) su eterna capacidad de seducción. El director de Ultimo tango en París señaló que si algo lo animó a volver sobre Mayo del ‘68, fue la convicción de que esa rebelión está viva. “Se nos quiere hacer creer que Mayo del ‘68 fracasó, y creo que eso no es cierto. Por más que muchos de sus líderes hayan renegado de la experiencia, en términos culturales la sociedad contemporánea no sería la misma si aquello no hubiera ocurrido. Las costumbres, la sexualidad y hechos tan importantes como el feminismo son hijas de esa voluntad de liberación. Sin Mayo del ‘68, el mundo sería hoy mucho más autoritario de lo que es.”
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"Cautivos del amor" (1998)


"Refugio para el amor" ("El cielo protector") (1990)
"El último emperador" (1987)

"La luna" (1979)


"1900" (1976)
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n SOBRE LA TELA DE LA ARAÑA. Por María del Carmen Rodríguez Martín
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1. Tramas y tapices.
Entre La estrategia de la araña (1970) y el “Tema del traidor y del héroe” (1944) existen paralelismos obvios debido a que Bernardo Bertolucci se inspira en el relato borgiano para el guión de su película. La película está rodada en el pueblo renacentista de Sabbioneta que queda convertido en un gran escenario de doble naturaleza. Sabbioneta es Tara en la ficción y dentro de la ficción el gran “teatro mundo” en donde acontece la escenificación de la muerte del protagonista.
La estructura de los dos relatos es similar. En el fílmico, a finales de los ´60 llega a Tara Athos Magnani, hijo del héroe antifascista del mismo nombre, asesinado en 1936. En el borgiano, Ryan, bisnieto de Fergus Kilpatrick, se propone escribir una biografía sobre el héroe irlandés muerto en la víspera de la revolución en 1824. Admitiendo zonas de la historia que no le han sido reveladas, Borges nos propone los hechos desde una perspectiva universal particularizándolos en la Irlanda del siglo XIX. En las dos historias los protagonistas se ven abocados a la investigación: Athos instigado por la antigua amante de su padre pretende averiguar quién fue su verdadero asesino; Ryan para adquirir datos para el libro sobre su bisabuelo.
En el relato de Bertolucci las sospechas de la muerte recaen sobre Becaccia, jefe de la milicia fascista. Athos sufre amenazas siendo “invitado” a abandonar el pueblo. Becaccia, quien posiblemente está detrás de todas estas presiones, le confirma que ellos no fueron quienes ejecutaron el crimen. Paralelamente, Athos se entrevista con Garibazzi, Costa y Rasori. Estos tres, que junto con Magnani conformaban el grupo revolucionario, le relatan el plan que urdieron para atentar contra Mussolini durante la visita que éste iba a realizar a Tara con motivo de la inauguración del Teatro. Pese a que sólo ellos conocían el secreto, la policía los detuvo. Tras la entrevista, Athos toma conciencia de las consecuencias de sus hallazgos. Descubre que ellos son los asesinos de su padre, el traidor Athos Magnani. Ante la imposibilidad de desenmascararlo públicamente para evitar que la lucha contra el fascismo sufriese las secuelas de la traición, el frente revolucionario planeó el asesinato con el objetivo de que su recuerdo permaneciera a lo largo de la historia. La muerte de Magnani siguió las mismas pautas que la preparada para Mussolini. Fue una escenificación total aderezada con elementos dramáticos: la carta encontrada tras morir Magnani que profetizaba su muerte, al igual que le ocurrió a Julio César, la profecía de una gitana, tal y como ocurre en Macbeth y su muerte pública en el Teatro durante la representación de la obra de Verdi, al final del primer acto cuando Rigoletto exclama: “Ah, la maledizione”[i]. En un determinado momento llega a exclamar Athos: “toda Tara es un enorme espectáculo”.
Por su parte, en el relato de Borges, Ryan comienza a sospechar que existen elementos ocultos en la vida de su antepasado. Tras indagar descubre que Nolan, íntimo amigo de Fergus, había traducido al gaélico las obras de Shakespeare. Por otro lado, entre sus manuscritos encontró documentos referentes a las celebraciones de las Festspiele en Suiza en donde se representaban hechos históricos en aquellos lugares en donde acaecieron con la participación activa de miles de actores. Curiosamente, en el film de Bertolucci la mayor parte de los actores no eran profesionales sino campesinos del lugar en el que había transcurrido la infancia del director italiano. Los únicos actores profesionales eran Giulio Brogi interpretando a Athos Magnani (padre e hijo) y Alida Valli, la amante del héroe, en el papel de Draifa. En el texto del Borges también hay un traidor que descubrir. Tras hacerlo, Nolan esgrime un plan para que el idolatrado Fergus, el traidor y el héroe, no perjudicara la marcha de la rebelión. Al igual que Magnani es asesinado en un teatro en unas circunstancias que se fijaron en el imaginario popular. Bertolucci y Borges nos remiten a la encrucijada de Bertol Brecht en el Galileo Galilei: decidir entre la postura de Sarti para quién “desgraciada es la tierra que no tiene héroes” o la de Galileo para quien la tierra desgraciada es aquella que los necesita.
Introduzcamos una larga cita del texto borgiano en las que se exponen las circunstancias de la muerte de Fergus y se explicitan las similitudes con la película de Bertolucci:
“nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatida una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth”[ii]

2. En el telar de Penélope
En estos tiempos en los que el hilo de Ariadna une los ámbitos de filosofía y literatura, las pretensiones universalizantes y universalizadoras se presentan como caducas. Todo sistema se constituye como narración posible dentro de las categorías heredadas en peligro de desmembramiento y desaparición. Ficcionalizar las pretensiones y los presupuestos filosóficos supone ficcionalizar el entramado epistémico heredado de la Modernidad que opone una postura poiética frente a una lógica racional. Todo signo, representación o ficción puede constituirse en una realidad histórica sólo por la fuerza del lector que construye un mundo a través de la ejecución de una particular poética de la ficción. En este sentido, Cervantes es uno de los maestros en romper los límites que separan lo real de lo representado al querer demostrar que el signo deviene independientemente de su naturaleza sígnica[iii]. Desde este punto de vista, las relaciones que podemos establecer entre literatura-filosofía-cine y la realidad dependen de las representaciones que el lector-espectador realiza y de la imagen del mundo que de la lectura-visión se derivan. Las obras literarias y el cine comparten naturaleza narrativa de hechos o sucesos, independientemente de su carácter real o ficticio, protagonizados por unos personajes que realizan acciones o experimentan acontecimientos que siguen una sucesión causa-efecto y transcurren en un momento espacio-temporal concreto.
Para Edgar Morin, “el cine es la unidad dialéctica de lo real y lo irreal”[iv]. El hombre posee una realidad semi-imaginaria. En este sentido, lo imaginario necesita de la participación para hacer nacer lo irreal de lo real. Lo imaginario es consustancial a la naturaleza del hombre cuya realidad está compuesta por lo imaginario más lo práctico. Ambas naturalezas son necesarias para que el hombre se sienta sujeto del mundo[v]. No es posible la disociación entre la imagen y la presencia del mundo en el hombre y del hombre en el mundo. El cine posee cierto carácter alucinatorio al desdoblar nuestro universo como imagen. El cine es un reflejo especular del mundo real. Siguiendo a Sartre, la vivencia de la imagen se experimenta como una presencia ausente no carente de objetividad que posee la capacidad de transmisión de una vivencia real. La impresión de realidad puede ser tal que la intensidad influye en la vivencia subjetiva y en el valor objetivo de la imagen. Ésta puede rozar el límite alucinatorio entre lo real y la imagen misma[vi]. Así, el cine logrará su momento culminante cuando se produzcan escenas como las de La rosa púrpura del Cairo o los actores de la Isla de Morel.
Uno de los objetivos de la literatura de Borges es situarnos en estos intersticios en los que encontrar los huecos de sinrazón del mundo. El cine también nos permite indagar y experimentar estos resquicios en cuanto que, por ejemplo, reproduce el sujeto y lo transforma, lo turba y lo conduce a cuestionarse sobre su propia identidad y realidad[vii].
Afirma Baudrillard en La transparencia del mal:
“el secreto de la imagen…no debe buscarse en su diferenciación de la realidad, y como consecuencia en su valor representativo (estético, crítico o dialéctico), sino por el contrario en su “mirada telescópica” a la realidad, su cortocircuito con la realidad, y finalmente, en la implosión de la imagen y realidad. En nuestra opinión hay una carencia cada vez más definitiva de diferenciación entre imagen y realidad que ya no deja lugar para la representación como tal”[viii]
El caso del neorrealismo italiano supone un punto de inflexión dentro de la historia del cine al obligar al espectador a ser testigo de la tensión existente entre el mundo real y el ficcional. El plano ético y el estético interactúan y se tamizan formando un tejido inseparable. En este sentido, el cine de Bertolucci no representa conflictos políticos sino lo que está detrás: la ideología[ix]. La historia y la sociedad pueden ser concebidas como conjuntos de relatos y ficciones centralizados por el Estado en cuanto que ideología, ya que como poder político y de control, éste impone una determinada manera de contar la realidad[x]. Contra esta posición se revelarán tanto Borges como Bertolucci.
Desde un punto de vista global, las películas neorrealistas tenían como objetivos destacar y centrarse en los dramas propios de las vidas individuales sacrificando los aspectos dramáticos: “el neorrealismo reconstruye la forma de la experiencia subjetiva y nuestras propias tentativas vacilantes de dar forma narrativa a nuestras vidas”[xi]. Desde una perspectiva social, el neorrealismo tuvo como objetivo lograr una correspondencia entre la realidad italiana de posguerra y su representación ficcional realizando un especial hincapié en la humanidad de los personajes que se resisten a ser convertidos en símbolos. Los personajes imaginarios y la representación ficticia gozan de una mayor importancia:
“el neorrealismo conserva la cualidad ficticia de la metáfora: representa a un mundo semejante al mundo histórico y nos pide que lo veamos, y experimentemos su visión, de un modo semejante a la visión, y la experiencia de la propia historia. El neorrealismo demuestra de qué formas se puede poner la narrativa al servicio de un impulso documental impartiendo una sensación de autonomía entre imagen y plano, desarrollando un estilo elíptico de montaje, construyendo una forma de trama escasamente motivada (…) y poniendo todos estos recursos al servicio de un mundo transmitido con exactitud objetiva e intensidad subjetiva”[xii]
Lo fantástico pone en jaque las capacidades de la razón para encontrar respuestas a un mundo complejo y plural. Pretende, al menos durante el lapso de tiempo que dura la lectura-visión, conducir al lector-espectador a la duda y a la perplejidad. En este sentido, lo fantástico en Borges produciría un sentimiento de extrañeza al inscribir sus ficciones en el marco de la vida cotidiana. Borges se incluye a sí mismo y a personajes reales como protagonistas, hecho que produce la confusión, la mezcla de las fronteras, si existieran, entre natural y sobrenatural, real o soñado[xiii]. La postura de Baudrillard expuesta con anterioridad estaría muy cercana a la de Borges. Para Baudrillard la realidad queda reducida a imágenes que la simulan. La simulación se convierte en el instrumento de acceso a la realidad. Ambos autores permanecen en la cueva platónica en donde las figuras tienen la función de proyectarse y son lo único existente. Sólo existen figuras y sombras, signos y referentes. La realidad existe como teatro para el juego de las apariencias. Se rompe la estructura platónica por la cual las figuras son copias y las sombras, copias de copias. La sombra y la copia son lo único existente. Todo organigrama conceptual cae entonces en el juego infinito de simulaciones dentro de simulaciones que legitima al cine y a la literatura.
La literatura va más allá de la oposición entre realidad/verdad y ficción/falsedad. La realidad, nuestra concepción de la realidad, es un constructo artificial basado en proposiciones, leyes y percepciones universalizadas referidas a un ámbito que se mantiene constante. La literatura y sus manifestaciones son como decía Goethe en relación a la novela “epopeyas subjetivas”, expresión aplicable a toda la esfera general del conocimiento en la que el autor se enfrenta al universo desde su perspectiva particular. El único problema dirá Goethe es si existe o no ese mundo objetivo. En este sentido, las postura borgiana no reivindicaría ni lo verdadero ni lo falso: ambos son necesarios para comprender lo ficcional. La utilización de la ficción es el medio que resulta más adecuado para el tratamiento de la realidad compleja, más allá de la verdad y la falsedad. La ficción ofrece una determinada visión del mundo y no aspira a ningún criterio de objetividad. En palabras de Saer podríamos definir a la ficción como “una antropología especulativa” que lo situaría en la línea de la “antropología imaginaria” de Morin.
Más allá de sufrir el síndrome de Emma Bovary, la ficción comenzará a sernos cercana y comprendida cuando lancemos nuestras sospechas sobre cualquier sistema que defienda una visión de realidad sustancial y esencial[xiv]. Creamos sistemas de conocimientos ya sean literarios, filosóficos o científicos que son simulacros de lo real. Desde este punto de vista, tanto en la literatura ficcional como en el cine encontramos cierta isomorfía entre el mundo y el texto/imagen de tal manera que los hechos representados se parecen al teatro donde desarrollamos nuestra existencia.
Uno de los aspectos directamente relacionados con esta hipótesis y con el concepto de ficción es el de mimesis. Platón en La República introduce el concepto de mimesis en el ámbito del conocimiento como copia de la realidad, es decir, como imitación de la apariencia que supone la realidad con respecto al mundo de las ideas. En cambio, para Aristóteles la mimesis no se ciñe únicamente a una actividad reproductiva sino que la copia se constituye como creación en cuanto que la representación de la realidad es subjetiva. En este sentido, el proceso mimético es un proceso artístico en el que el objeto tiene como referente una realidad efectiva a la que se le han añadidos aspectos propios del poeta o artista. El capítulo IV de la Poética afirma:
“es evidente que el origen general de la poesía se debió (5) a dos causas; cada una de ellas parte de la naturaleza humana. La imitación es natural para el hombre desde la infancia, y esta es una de sus ventajas sobre los animales inferiores, pues él es una de las criaturas más imitadoras del mundo, y aprende desde el comienzo por imitación. Y es asimismo natural para todos regocijarse en tareas de imitación. (…) Nos deleitamos en contemplar en el arte las representaciones más realistas de ellos (…) La imitación, entonces, por sernos natural (como también el sentido de la armonía y el ritmo, los metros que son por cierto especies de ritmos) a través de su original aptitud, y mediante una serie de mejoramientos graduales en su mayor parte sobre sus primeros esfuerzos, crearon la poesía a partir de sus improvisaciones”[xv].

En este texto, Aristóteles sostiene que es posible crear modelos, representaciones del mundo real independientemente de su referencia, es decir, desvincula la mimesis de lo imitado que vincula, a su vez, con el placer estético. El placer estético va más allá de la relación mimética de reconocimiento entre lo real y lo representado. Como muestran tanto Bertolucci como Borges existe en la construcción de lo simbólico la elaboración de diferentes lecturas que desembocan en el desarrollo de lo metafórico de la representación
La teoría de Aristóteles otorga especial relevancia a lo verosímil y está ligada al proceso creativo y a la actividad creadora como elemento fundamental. Lo ficcional va más allá de la copia o representación del mundo. El artista es el creador de las condiciones propias de su mundo ficcional y de la construcción de la estructura donde tal mundo ficcional es real. A través de la fábula es capaz de superar las contraposiciones posible/imposible, creíble/increíble, verdadero/falso[xvi]. El criterio de verosimilitud otorga una mayor validez a la actividad poética frente a la histórica. El historiador ha de referir las cosas como sucedieron mientras que el poeta posee la libertad de contarlas como pudieron haber sucedido:[xvii]
“la tarea del poeta es describir no lo que ha acontecido, sino lo que podría haber ocurrido, esto es, tanto lo que es posible como probable o necesario. La distinción entre el historiador y el poeta no consiste en que uno escriba en prosa y el otro en verso; se podrá trasladar al verso la obra de Herodoto, y ella seguiría siendo una clase de historia. La diferencia reside en que uno relata lo que ha sucedido, y el otro lo que podría haber acontecido. De aquí que la poesía sea más filosófica y de mayor dignidad que la historia, puesto que sus afirmaciones son más bien del tipo de las universales, mientras que las de la historia son particulares”[xviii].
Borges aborda las relaciones existentes entre literatura e historia, entre el suceder histórico y el ficticio. En el texto que nos ocupa afirma el narrador: “que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible...”[xix]. Borges problematiza sobre el acaecer histórico y el discurso que cuenta el hecho histórico. La historia no es sino una perspectiva resumida de los hechos acaecidos. Es una redacción ficticia sometida a la autoridad y al peso de la tradición que establece conexiones entre el pasado, el presente y el futuro. Para Borges la selección de hechos es un sistema azaroso que se proyecta con elementos de objetividad. Tanto desde la perspectiva global de la obra de Borges como la aplicable a este relato en particular podemos decir con Klossowski que: “el mundo se vuelve fábula… fábula significa algo que se cuenta y que no existe sino en un relato; el mundo es algo que se cuenta, un acontecimiento contado y por eso una interpretación: la religión, el arte, la ciencia, la historia, son otras tantas interpretaciones diversas del mundo, o mejor, otras tantas variantes de la fábula”[xx]. Siguiendo a Barrenechea el escritor argentino defendería que “la historia realiza una selección arbitraria de datos entre los múltiples que la vida le ofrece, y (…) se burla de ella imaginando irónicamente selecciones no mucho más arbitrarias de las que los historiadores practican”[xxi].
En “Sobre el Vathek de William Beckford” encontramos la siguiente afirmación:
“tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador omnisciente podría redactar un número indefinido, casi infinito, de biografías de un hombre…simplifiquemos desaforadamente una vida: imaginemos que la integran trece mil hechos. Una de las hipotéticas biografías registraría la serie 11, 22, 33…; otra, la serie 9, 13, 17, 21…”[xxii].
La misión de Ryan es escribir una biografía pero ésta se reduce a ofrecer una serie ordenada de fragmentos que depende de aquél que elabora el relato. El historiador posee una visión sub specie aeternitatis y tiene el poder de la reescritura. El arte con su carácter irreal proyecta y descubre la realidad. La historia como extrapolación del acontecer universal de la vivencia particular no sería sino una relectura de los múltiples acontecimientos. En una de estas biografías, tanto Athos como Fergus son traidores, mientras que en otra, héroes. Todas son contingentes pero en cuanto tal siguen una logicidad interna. Con Nuño podríamos preguntarnos que si se multiplicasen las historias se multiplicarían los mundos, ya que la historia no es realidad sino memoria y descripción. Lo que hace Borges en textos como “La otra muerte” o “Tema del traidor y héroe” es escribir varias historias universales simultáneas. La historia es un producto humano y como tal manipulable. En este sentido, la memoria actúa como catalizador que da sentido a la sucesión de causas y efectos que constituyen el hilo de una historia particular en un ciclo concreto que podría ser entendido como único.
Lo que nos presentan tanto Borges como Bertolucci es la concepción de la historia por un lado, como documento y, por otro, como trama, como tema, como ficción y, en definitiva, como literatura. La historia queda supeditada a la literatura en cuanto que ésta interpreta y propone sentidos aunque las series sean provisionales e intercambiables. Podríamos decir con Aristóteles que la literatura es más filosófica que la historia. Hablar de historia implica referirnos no sólo a los hechos sino a la forma de contarlos, es decir, a los relatos que surgen de los acontecimientos que se constituyen como el fundamento de toda historia. Todo relato es, por tanto, una construcción de sentidos y, en este caso particular, el cine y la literatura no son sino una manifestación más.
Si hablamos de “cine político” es obvio que la película tiene como fin establecer vínculos con la realidad histórica a la que se refiere que permitan el reconocimiento de los hechos. Sin embargo, no por ello implica un proceso de mimesis que elimine la originalidad del relato estético. El cine, productor de ficciones al igual que la literatura, puede basarse en la realidad histórica y utilizar elementos realistas, aunque la relación con la realidad va a ser siempre metafórica constituyéndose en un espacio de reflexión ideológico y estético.
La relectura de los hechos históricos implica la proposición de nuevos modelos alternativos a los ya existentes y fosilizados en el devenir histórico. Hay que destruir cualquier sentido que se enarbole como último y definitivo, reemplazarlo y transformarlo. Historia y literatura intercambian sus papeles para destruir los paradigmas epistemológicos de conocimiento. La literatura se muestra falsa ante la historia y a su vez la modifica. Para Pezzoni, en el “Tema del traidor y del héroe” Borges pone de manifiesto los intereses y las trampas que existen detrás del conocimiento tanto hermenéutico como empírico. Todos los sistemas organizadores (filosofía, ciencia, historia) son declarados transitorios por y en el espacio de la literatura. La literatura es el espacio privilegiado en donde mostrar los conflictos ideológicos[xxiii].
Aplicando al relato una concepción de ficción que deriva de Vaihinger y de Nietzsche podríamos decir que existe una tensión entre el mundo ficcional y la historia, entre las ficciones y el mito y la historia y el mito. Las ficciones degeneran en mitos que intenta una explicación total de la realidad tal y como es y, en este sentido, tendría vinculación directa con la historia. Mientras tanto las ficciones poseen el elemento desestabilizador que aporta el mito. Dice Borges: “¿qué es la historia sino nuestra imagen de la historia? Esa imagen siempre mejora, es decir, propende a la mitología, a la leyenda. Además, cada país tiene su mitología privada; la historia de cada país es una cariñosa mitología, que quizá no se parezca en nada a la realidad”. Para Kermode, estas ficciones deben catalogarse en la categoría que Vaihinger denomina “lo conscientemente falso”. En esta categoría, las ficciones son sometidas a prueba cuando pierden “su eficacia operacional”. Las ficciones cambian y el mundo se transforma paralelamente con ellas. Reconocer que la historia se sirve de “ficciones reguladoras” es confirmar esta hipótesis. La historia como proceso impone una visión en la medida en que reniega de otras. Por tanto, no podemos hablar de la historia en cuanto absoluto sino únicamente de historias[xxiv].
Para Juan Arana convertirse en personajes de la historia implica encarnar el papel que hemos de desempeñar en el mundo de la representación. La representación es en donde desembocan todas las historias. Lo eterno sólo es asequible a través de la intuición estética que se aparta de la historia[xxv]. Desde esta perspectiva, podemos encontrar en el “Tema del traidor y del héroe” cierta aplicación de la doctrina del eterno retorno. La historia del héroe irlandés repite el asesinato de Julio César a la vez que introduce esa comunicación intermundos real/ficcional. La ciclicidad de los procesos históricos viene sugerido por Borges en el relato a través de la mención explícita de Hegel, Spengler y Vico que en cierta manera defienden la idea de repeticiones. Hemos de añadir que el texto está encabezado con un epígrafe del libro The Tower de Yeats “so the Platonic Year/ whirls out new right and wrong,/ All men are dancers and their tread/Goes to the barbarous clangour of a gong”. Yeats expondría la repetición cíclica del acontecer humano en donde somos únicamente danzarines en la sucesión continua de acontecimientos.
Desde la mirada borgiana, tanto Athos como Kilpatrick, paradójicamente, consiguen adaptarse de modo armónico, en cuanto individuos, al “espíritu del pueblo” por el que los valores culturales de la comunidad se llevan a cabo y se logra un destino histórico-colectivo en aras de logar la máxima libertad. La constitución del “espíritu del pueblo” debe ser racional. Cada uno de los individuos ha de sentirse miembro protagonista de la escenificación histórica del mismo. Que el individuo se sienta protagonista de su destino histórico implica que su existencia se desarrollará con mayor plenitud en la totalidad social en donde cumplirá con su libertad. Borges alude a Hegel en el texto por su concepción de la historia concebida como el despliegue paulatino del Espíritu Absoluto en sus sucesivas objetivaciones hasta la plena autoconciencia. El objeto de la Filosofía de la Historia, frente a la postura borgiana, consistiría en eliminar el carácter contingente de los datos empíricos para que adquieran un régimen de necesidad. De esta manera se asigna al devenir histórico una realidad metafísica gobernada por la racionalidad que proporciona certidumbre gnoseológica. Spengler, aludido también en el texto, defendería también la teoría que defiende la sucesión de ciclos históricos que se reanudan cuando uno llega a su fin. Cada cultura pasa por diferentes etapas que evolucionan desde un estado de juventud a la vejez, de la vejez a la muerte, momento en el que surge un nuevo ciclo que continúa el proceso[xxvi].
Pero quizás el caso más interesante sea el de Vico. En su Ciencia Nueva, se vale de la filología como el instrumento mediante el cual, a través del estudio de las palabras, se puede descubrir la historia de las cosas mediante la narración de sus orígenes y su posterior evolución. A su vez, la concepción de la filología de Vico la podemos poner en relación con la Poética de Aristóteles. Desde la perspectiva del poder fabulador del hombre, el lenguaje recrea el mundo en un mundo de representaciones. A esto hemos de añadir que el ámbito de lo civil es el referente de la poética en la medida que su objeto no es el asignar nombres a la realidad sino la de fabular y narrar los acontecimientos sucedidos a los hombres. En este sentido, las fábulas no han de ser entendidas como falseamientos sino como distintos modos de decir[xxvii]. Como vemos la postura viconiana se adapta en gran medida a la concepción histórica de Borges aunque éste la desarrolle hasta su grado sumo.
El carácter de ciclicidad es también reiterado por Borges cuando apunta que Kilpatrick pudo ser Julio César. Esta afirmación se corresponde con un planteamiento que recorre toda su obra por el cual todo hombre es otro, es todos los hombres. Desde esta perspectiva, sus personajes se reducen a conductas fundamentales sujetas a repeticiones infinitas. El aserto “un hombre es todos los hombres”, se constituye como ley ontológica fundamental que al trascender al plano de la acción aparece como correlativo en el sentido en que los hechos que le suceden a un hombre le suceden a todos. Esta circunstancia convierte las acciones en modelos arquetípicos de actuación: “las vivencias compartidas dan pie a la idea de que yo perduraré en los que me sigan del mismo modo que yo soy la inmortalidad de los que me precedieron”[xxviii]. La importancia de la repetición de las acciones no es la ciclicidad temporal que sugieren sino la despersonalización que la repetición produce en el hombre que deja de ser un yo para igualarse y confundirse con el primer hombre con todos los que le siguieron y nos seguirán[xxix].
Cada muerte reactualiza la primera y presentiza el primer homicidio: la muerte de Kilpatrick presentiza la muerte de Julio César. Para el escritor argentino, el primer homicidio se hace presente y se actualiza en la muerte violenta de cada individuo. Esta afirmación nos sitúa ante una visión cíclica de la historia que rememora y repite los acontecimientos como particularizaciones de un arquetipo. La voluntad de Borges sería la de trascender el hecho histórico concreto para “ubicarlo en un babélico anaquel de los universales” respondiendo a un modelo de conducta encarnado en cada uno de ellos[xxx]. Los referentes serían Caín y Abel, responsables del enfrentamiento entre los hombres y del hombre consigo mismo[xxxi]. Este tema es tratado por Borges en “Nueva refutación del tiempo” en Otras Inquisiciones. Allí afirma que “para la justicia de Dios el que mata a un solo hombre, destruye el mundo, si no hay pluralidad, el que aniquilara a todos los hombres no sería más culpable que el primitivo y solitario Caín”[xxxii].
El “Tema del traidor y del héroe” ejemplifica la postura de Borges por la que las vidas individuales se justifican por los momentos en que se desvela el destino, momentos cruciales que son los que condensan la totalidad de la existencia particular y universal. Este tipo de ficciones intentan demostrar el carácter ilusorio del mundo como construcción artificial por medio del lenguaje. Para Rest esto estaría ligado a su escepticismo radical con respecto al lenguaje que nos separa del mundo real que vela la realidad para que nuestra mente pueda sobrevivir. El espacio del lenguaje se muestra inviolable y nada puede ingresar en él sin arraigar en el mundo de la ficción sin sufrir transformaciones. La mimesis de lo ficcional es el intersticio que le permite introducirse en la realidad permeable. En este sentido, en textos como “Emma Zunz” o el cuento que nos ocupa, el lenguaje se constituye como un instrumento de sistematización que reúne elementos dispersos para construir una sucesión de hechos que se imponen por su verosimilitud. Borges como Bertolucci introducen en el relato histórico paralelo a lo real una parte de hechos fácticos que terminan por confundir el relato fabulado con la realidad misma convirtiendo en inverosímil lo que verdaderamente acontece y dotando de verdad lo simulado[xxxiii]. Es la lucha que existe entre el arte o la vida que expone Borges en “Parábola de Palacio” o en “El Rigor de la ciencia”. Si el arte es copia perfecta de la vida, sobra uno de los dos.
En definitiva, lo que hemos intentado en este trabajo ha sido mostrar las relaciones entre cine y literatura a través del concepto de ficción como elemento común a ambas disciplinas. La ficción nos ha permitido analizar, a grandes rasgos, las relaciones del mundo real con los distintos relatos ya sean fílmicos, literarios, históricos o filosóficos. La fricción entre los planos de lo que creemos existente y aspiramos a conocer y el de las fabulaciones que realizamos sobre él ejemplifican el anhelo de aprehensión de lo inteligible, el deseo de escapar de los grilletes de la realidad de la caverna aunque quizás estemos condenados a la oscuridad luminosa de las fábulas y las sombras.


NOTAS
[i] A uno de los amigos de Athos se le escucha en un determinado momento entonar el “Eri tu” del “Ballo in maschera”, aria cuyo tema principal son los sentimientos de odio y venganza hacia un traidor.
[ii] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Vol. I, Barcelona: Emecé, 1999, pp. 496-497.
[iii] POZUELO YVANCOS. José María. Poética de la ficción. Madrid: Síntesis, 1993, p.29.
[iv] MORIN, Edgar. El cine o el hombre imaginario. Barcelona: Paidós, 2001, p.150.
[v] Ibíd. pp.185 -186.
[vi] Ibíd. p. 30.
[vii] Ibíd. p. 42.
[viii] NICHOLS, Bill. La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental. Barcelona: Paidós, 1997, p. 35.
[ix]FREIRE, Héctor J. Cine político la reivindicación de la memoria.
http://www.topia.com.ar/articulos/memoria-freire.htm. Fecha de consulta: 1 Febrero 2005.
[x] PIGLIA, Ricardo. Crítica y Ficción. Barcelona: Anagrama, 2001, p.35.
[xi]NICHOLS, Bill. La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental. Barcelona: Paidós, 1997, p. 220.
[xii] Ibíd. pp. 222-223.
[xiii] HERRERO CECILIA, Juan. Estética y pragmática del relato fantástico. Las estrategias narrativas y la cooperación interpretativa del lector. Murcia: Universidad de Castilla La Mancha, 2000, pp. 28-30.
[xiv] POZUELO YVANCOS. José María. Poética de la ficción. Madrid: Síntesis, 1993, p. 15.
[xv] ARISTÓTELES. Poética. Madrid: Gredos, 1992, 1448b.
[xvi] POZUELO YVANCOS. José María. Poética de la ficción. Madrid: Síntesis, 1993, pp. 53-54.
[xvii] En este sentido se pronuncia Cervantes por boca de Sansón Carrasco: “uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede cantar o contar las cosas, no como fueron, sino como debían ser, y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, si añadir ni quitar a la verdad cosa alguna” en CERVANTES, Miguel de. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Madrid: Cátedra, 1980, 2ª ed. II parte, cap. III, p. 49.
[xviii] ARISTÓTELES. Poética. Madrid: Gredos, 1992, 1451a-1451b.
[xix] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Vol. I, Barcelona: Emecé, 1999, p. 497.
[xx] GUTIÉRREZ, Edgardo. Borges y los senderos de la filosofía. Buenos Aires: Altamira, 2001, p. 39.
[xxi] BARRENECHEA, Ana María. La expresión de la irrealidad en la obra de Borges. Biblioteca Universitarias. Centro editor de América Latina, 1984, p. 104.
[xxii] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Vol. II, Barcelona: Emecé, 1999, p. 107.
[xxiii] LOUIS, Annick (comp). Enrique Pezzoni, lector de Borges. Buenos Aires: Sudamericana, 1999, pp. 90-97.
[xxiv] KERMODE, Frank. El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción. Barcelona: Gedisa, 2000, pp. 47-49.
[xxv] ARANA, Juan. El centro del laberinto. Los motivos filosóficos en la obra de Borges. Pamplona: Eunsa, 1994, p.93.
[xxvi] LOUIS, Annick (comp). Enrique Pezzoni, lector de Borges. Buenos Aires: Sudamericana, 1999, pp. 101-102.
[xxvii] FLÓREZ MIGUEL, Cirilo. La filosofía en la Europa de la Ilustración. Madrid: Síntesis, 1998, pp. 36-38.
[xxviii] ARANA, Juan. El centro del laberinto. Los motivos filosóficos en la obra de Borges. Pamplona: Eunsa, 1994, pp. 164-165.
[xxix] Ibíd. p. 154.
[xxx] CERVERA SALINAS, Vicente. La poesía de Jorge Luis Borges: historia de una eternidad. Murcia: Universidad de Murcia, 1992, p. 161.
[xxxi] AIZENBERG, Edna. Borges, el tejedor del Aleph y otros ensayos. Madrid: Teoría y crítica de la cultura y literatura, Iberoamericana, 1997, p. 100.
[xxxii] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Vol. II, Barcelona: Emecé, 1999, p. 141.
[xxxiii] REST, Jaime. El laberinto del Universo. Borges y el pensamiento nominalista. Buenos Aires: Librerías Fausto, 1976, pp. 107-109.
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"La estrategia de la araña" (1970)

"Partner" (1968)


"Antes de la revolución" (1964)


"La cosecha estéril" (1962)
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n FILMOGRAFÍA
La commare secca (Italia, 1962)
Antes de la revolución (Italia, 1964)
Partner (Italia, 1968)
Amore e rabbia (Italia, 1969)
La estrategia de la araña (Italia, 1970)
El conformista (Italia/Francia, 1970)
Último tango en París (Italia/Francia, 1972)
Novecento (Italia/Francia, 1976)
La luna (Italia, 1979)
Historia de un hombre ridículo (Italia, 1981)
El último emperador (Gran Bretaña/Italia, 1987)
El cielo protector (Gran Bretaña/Italia, 1990)
El pequeño Buda (Gran Bretaña/Francia1993)
Belleza robada (Gran Bretaña/Italia/Francia/Estados Unidos, 1996)
Cautivos del amor (Italia/Gran Bretaña, 1998)
The Dreamers (Francia/Italia/Gran Bretaña, 2003)