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U Ultimo tango en Paris es un trabajo cargado de utopías, muy característico de los años setenta. Al principio quise hacer una película sobre la relación entre dos hombres......Quería probar que es imposible para dos seres humanos del mismo sexo reducir la soledad en solo animalidad. Durante el rodaje, me impidió la productora que fueran dos personajes masculinos, y opté por la pareja.... Pero sin embargo, me dí cuenta de que estaba realizando una película sobre la soledad, es decir, lo contrario de lo que pretendía en un principio. Es el único film de todos cuantos he dirigido que tanto el guión, la improvisación de Brando y el resultado final, pudieron sobrepasar los limites de mi imaginación. Sin duda es mi mejor aportación al cine. Bernardo Bertolucci
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U Hice Ultimo tango en Paris en un momento de trasgresión, yo me sentía tan comprometido políticamente, que me decía que había hecho una película sobre la lucha de clases entre un hombre y una mujer. Cada película corresponde a un momento preciso de mi vida: El último tango era, en realidad, la expresión de una necesidad que hoy me parece muy romántica. Volví a verla hace unos días y me quedé sorprendido: ¡Pero bueno!.. me dije, este film que ha sido condenado, quemado, que hizo renacer la Inquisición, por él me condenaron a prisión y sin embargo, es la película más romántica que conozco. Ahora me siento más tranquilo. Los personajes de "Cautivos del amor" son también dos seres extraños entre ellos y en una ciudad que no es la suya. Dos mundos diversos que se atraen y luego se rechazan para luego entrelazarse. La película es una mirada nueva de una sociedad que es la mía, pero me parece que la mirada es diversa. No sé bien cómo definirlo, pero en la cámara he encontrado algo nuevo: no es que me sienta plenamente satisfecho de todo lo que me rodea ahora en el mundo, pero sí excitado por el hecho de que he contribuido con ULTIMO TANGO EN PARIS, a que algo haya cambiado. Bernardo Bertolucci
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U Ultimo tango en Paris es un film autentico, vivo, solo hay en él dos o tres escenas difíciles. Lo escabroso lo dejo para aquellos que no entienden mucho. Si la atención de buena parte del publico se ha acentuado en esa dirección me parece a mí que es por culpa de unos cuantos censores de mas. Eso ha hecho que se hablara de la película únicamente por esas escenas y no como uno de los films mas bellos de los últimos 20 años. Para mí, haber interpretado ULTIMO TANGO EN PARIS ha supuesto una experiencia fundamental. Es un film autentico, humano y poético. En el contexto de la vida cotidiana casi todo es triste, escabroso, odioso......pero cierto. Lo que ocurre es que las cosas mas autenticas producen incomodidad. Siempre es difícil crear una obra de arte y pretender que todos la entiendan. Marlon Brando
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Retratos de Lucian Freud e Isabel Rawsthorne, de Francis Bacon, reproducidos en los títulos de crédito de "Último tango en Paris" (1972)
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n LAS INTERACCIONES ENTRE CINE Y CORRIENTES ARTÍSTICAS CONTEMPORÁNEAS. Por Monika Keska
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(...) Uno de los artistas que más presencia tuvo en el cine contemporáneo fue Francis Bacon. Directores como Bernardo Bertolucci, David Lynch, Derek Jarman o Peter Greenaway se habían inspirado en su pintura.
Sin duda, el caso más conocido es El último tango en París de Bernardo Bertolucci. En 1971, cuando se rodaba la película, en París hubo una gran exposición de Francis Bacon. Bertolucci fue a visitara acompañado de Marlon Brando y Vittorio Storaro. En su opinión, la pintura de Bacon transmitía la misma tensión dramática que él quería expresar:
“Por aquella época, hubo una gran exposición de Francis Bacon en el Grand Palais, y la luz en sus cuadros se convirtió en otra de las claves principales para los monogramas estilísticos que estábamos buscando. Llevé a Marlon a ver la exposición porque quería que se sensibilizara con los personajes de Bacon y actuara como ellos. Me parecía que su rostro y su cuerpo tenían una maleabilidad interna similar Yo quería que Paul fuera como Lucian Freud y los restantes personajes que aparecían obsesivamente en los cuadros de Bacon: rostros devorados por algo que sale de dentro” (Bertolucci)
Las imágenes del Último tango en París están claramente inspiradas en la pintura de Bacon. La película comienza con el grito de Marlon Brando, una alusión evidente al motivo del grito presente en sus cuadros. Los títulos de crédito tienen como fondo los retratos de los amigos del pintor —Lucian Freud e Isabel Rawsthorne (1964)—, que sirvieron de modelo para los protagonistas de la película. Paul y Jeanne no sólo imitan las forzadas poses de los cuadros de Bacon, sino también las personalidades de los personajes de sus retratos: caras torturadas que parecen esconder algún secreto, gente incompatible con las reglas sociales imperantes. (...)
Fragmento tomado de http://www.unizar.es/artigrama/pdf/20/3varia/19.pdf
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n LENGUAJES. Por Eduardo Pavlovsky (Página 12)
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Bacon pinta deformando rostros. Como hacer visibles las fuerzas invisibles. Función primordial de las figuras. Deformar y hacer emerger una cara de un rostro. Con todas sus fuerzas. Con todas sus intensidades. Bacon es un pintor de fuerzas. No narra. No ilustra. Solo deforma la figura –y nos produce sensaciones– lógica de sensaciones (Deleuze). Las fuerzas invisibles de la cara de Eisenstein (1925), la cara de su amiga Isabel Rawsthorne contrapuesta por sus líneas de fuerza en un grado de violentación máximo (1967). Fue ella quien le dijo cuando vio su retrato: “Nadie me ha pintado mejor que tú, me has expresado por fuera de mis límites. Esa soy yo”. El grito del papa Inocencio X, cuánta fuerza enmarcada. Pero llega como sensación a nuestro cuerpo. Convertido en ojos que devoran sensaciones. No relatan nada. Solo se exhiben. Y uno es pura sensación. Figuras acopladas –cuerpos estrujados en la misma figura–- bajo una misma fuerza de acoplamiento. Uno se estremece, vibra. Con la multiplicidad de ojos insertados en nuestro cuerpo. De la figura de Bacon al cuerpo nuestro en forma directa. Se inyecta en nuestro cuerpo. Quedamos baconeados. Atrapados en pura sensación. Bacon se pregunta ¿había que traer al pleno día esa relación de la pintura con la histeria rehusando la vía figurativa, la vía abstracta? Mientras nuestros ojos cuerpo se encantan con los Inocencios X y sus fuerzas. El se interroga pero ya es tarde.
Se le debe hacer a Bacon, lo mismo que a Beckett o Kafka, el siguiente homenaje. Han erigido figuras indomables –indomables por su insistencia, por su presencia en el mismo momento que representaban lo horrible–, la mutilación, la prótesis, la caída, lo fallido. Le han dado a la vida un nuevo poder de reír extremadamente directo.
Cuando leo que según el Indec existen diez millones de pobres y que tres de ellos son indigentes la noticia no me llega al cuerpo, reflexiono que son demasiados, entonces y todavía, los niños pobres malnutridos. Que una generación de argentinos o dos ya están neurológicamente afectados. Que ya no pueden pensar bien y que las técnicas de acción lleva a un amplio sector a la delincuencia, la drogadicción o la pordiosería. Otro sector se salvará en las manos de Dios, Dios lo quiera. Pero la información queda en una zona reflexiva, mis ojos cuerpos están fuera del régimen de involucración. De repente pienso: Somos cada vez más ricos (9,6 del PBI) y cada vez más pobres. Hasta allí llego, ni siquiera mi cuerpo parece afectado por la indignación de las cifras. Me estadisquizo. Pienso en cifras.
¿Habrá un lenguaje escrito que nos produzca hambre de vacío, cuyo rostro está con sus ojos fuera de las órbitas, lleno de moscas? ¿Un lenguaje que no produzca belleza ni información sino hambre infinita, mortalidad infantil que se vislumbre cuando nuestros ojos se desorbiten como esos monstruos sin lactancia? Pienso en Bacon, lo necesito. Palabras que produzcan sensaciones en nuestro cuerpo-ojos.
Convulsiones como respuestas, que las nuevas palabras de un nuevo lenguaje nos hagan epilépticos por un rato. Palabras proyectiles como decía Alvarez de Toledo. Balbuciemos las otras, las que expresan los ojos reventados, dolores infinitos, aullidos, muchos aullidos.
La palabra interdicta, obscenidad de los goces infinitos y de los dolores que ya no caben en lenguajes viejos. Enterremos el sentido común y a los grandes discursos que nos vaciaron de sentido.
A la hoguera con los lenguajes viejos –olor a trampa impúdica–, no soñemos con el hombre nuevo. Rescatemos de las sobras, de los restos de los desperdicios de los escombros y de las cunas infectadas las palabras que hemos arropado de cultura. Un lenguaje de obscenidad –no inventemos nuevos hombres–, cambiemos sus palabras fáciles. Demasiadas, que construyen la tristeza. Un nuevo lenguaje que no filosofe la indigencia sino que nos transmita como la figura de Bacon sensaciones de lo horrible. Lo horrible transformado en obvio.
La inseguridad se construye día a día en Latinoamérica. Los robados roban. “El ingreso promedio de los ocupados no supera los 860 pesos. La tasa de desocupación del último tramo del año pasado coincide con el 40 por ciento de la población sumergida en la pobreza” (Daniel Muchnik). Un aullido fuerte. Pocas palabras.
Cuando Chávez insulta en forma tan directa a Bush –son palabras punch, no mediatizan nada–, uno las recibe con la sensación de los ojos del cuerpo. Las buenas palabras se acabaron. Chávez las suprime. Queda el golpe del insulto en el estómago, el hígado, en la barbilla. Son golpes. Es pintura de la figura baconiana. El sentido común se esfuma. Las grandes excusas vuelan. Solo sensación de un cuerpo que lleno de ojos recibe “deformación” de fuerzas. No es fino. No es diplomático. Es pintor del aullido enmarcado. Queda feo. Como el papa Inocencio enjaulado, con la boca abierta y sus dientes que parecen morder el aire. Como el rostro de Isabel Rawsthorne en su deformación vital. Bush es deformado en el insulto directo. Pero el impacto nos llega y le llega al dictador del siglo. El también se retuerce. Le molesta la pintura de Chávez. Prefiere los discursos suaves. Pero el venezolano no es sutil y nosotros al escucharlo somos también misiles, aviones bombardeando, cuerpos en el aire, 700.000 iraquíes muertos, somos crimen por un rato, nos llenamos de sangre por el suelo, somos soldados y sus bayonetas y somos también niños aterrorizados de tanto ruido. Las palabras de Chávez son baconianas, cuando somos Chaplin en El Gran Dictador o el Guernica de Picasso. Todo el insulto en la pintura y la cobardía de los que se asustan de que pinte así. El otro gran pintor fue Castro. El le enseñó a manejar los pinceles. Y sobre todo el color. ¡Cuánto colorido! Que deje de pintar dicen los sobrios. Los decentes. Y nosotros le decimos a Chávez que no deje de pintar que cada vez pinta mejor. Que ahora es su momento. Que muchos lo admiramos cuando sus pinturas nos llenan de colores, de sensaciones nuevas. De esperanza. De alegría.
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Maria Schneider y Jen-Pierre Léaud, en "Último tango en Paris" (1972)
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n ÚLTIMO TANGO EN PARIS
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Oscurecido su significado por la polémica teñida de moralina que se desató cuando fue distribuida comercialmente, sin embargo, esta película, con el paso del tiempo, brilla con luz propia como una de las obras que retrata desgarradoramente la crisis del hombre que quiere romper todo vínculo con su pasado y su futuro, con los cuestionamientos metafísicos e incluso con la posibilidad del encuentro personal en el amor.
Comienza la historia con un contrapicado de un angustiado Marlon Brando, lanzando un grito de maldición a Dios. Todo lo que ocurre después se desencadena a partir de este momento crucial: el encuentro en un apartamento vacío con la mujer encarnada por María Schneider, la primera unión puramente carnal, el compromiso de volver a encontrarse periódicamente en ese mismo lugar para sumergirse en la carnalidad pura, el sexo sin otra referencia que sí mismo, bajo la promesa de no revelar nada sobre su pasado, sus esperanzas, ni siquiera sus nombres, sólo gozando el momento presente, eternizándolo en ese pequeño lugar sustraído a los avatares del transcurrir de la vida cotidiana.
Sin embargo, los problemas con sus consecuentes sufrimientos siguen aquejando a ambos personajes, y ese pequeño paraíso, donde entregan sus cuerpos sin condiciones, sin los convencionalismos exigidos por el entorno social, se ve resquebrajado precisamente por el compromiso asumido de dejar de lado las historias personales y las esperanzas futuras. Sin embargo, el deseo de una entrega total implicaba aquello que por convención había sido desterrado del encuentro. De este modo, lo que supuestamente era la puerta de salida de una realidad sometida a la degradación y a la necesidad de la muerte, se convierte a su vez en camino de degradación.
Hay una recurrente referencia a la obra del pintor neoyorkino Francis Bacon, con sus figuras humanas deformadas y afeadas por una combinación tétrica de colores opacos. Los créditos iniciales aparecen acompañando una obra del pintor. La imagen de los personajes detrás de vidrios traslúcidos causa visualmente un efecto que hace referencia a los cuadros de Bacon.
El encuentro ocasional de ambos protagonistas se convierte en una degradación mutua, sin aparentes consecuencias, por estar desligada de sus vidas reales. Ello es resaltado por la sobriedad inerte del lugar, de ornamentación mínima e inútil, donde Bertolucci sigue con cámara observadora y creadora de distancia los tristes devaneos sexuales de ambos amantes, entre diálogos que buscan crear encanto en ese presente arbitrariamente creado por convención, fracasando precisamente por no girar sobre otra cosa que ese presente, aunque haya intentos de romper la barrera para llegar a las historias personales. La actuación concentrada de Marlon Brando aporta una buena dosis de angustia metafísica a ese presente estéril.
Aun así, el anhelo de un encuentro personal se hace paso. Un día ella llega al departamento, y no sólo no lo encuentra a él, sino que sus escasas pertenencias ya no estaban ahí. El departamento había sido vendido. Sale a la calle, y se aparece él como si nunca la hubiera conocido, queriendo entablar una relación amorosa desde el principio, paso a paso. Sin embargo, lo ya sucedido pesa sobre ese encuentro de dos personas que solamente conocen una de la otra la pasión carnal, y se interpone de manera esperpéntica en ese intento de acercamiento amoroso a partir del rostro personal de cada uno. Esto es puesto en escena con mano maestra por Bertolucci en el momento del antirromántico tango en el salón de baile, que termina de manera estéril en movimientos masturbatorios. Ella huye, seguida por él, buscando ansiosamente el encuentro personal que se le ha escurrido de las manos, hasta desembocar en el trágico final, sin que nunca ninguno de los dos llegara a conocer el nombre del otro. He aquí la mayor tragedia, cuyo recuerdo nos acompaña luego de terminada la proyección, asociada a ese angustiante momento inicial de la rebeldía frontal contra Dios. Quien se rebela infructuosamente contra El, pierde su rostro personal y desconoce ese nombre grabado en lo más íntimo de su esencia.
Malentendida en su momento como una sucesión de escenas eróticas sin censura, en realidad El último tango en París es un análisis penetrante de la condición metafísica del hombre ante el abandono de sus raíces, sin concesiones al espectador. Es también una mirada sobre la sexualidad desligada de sus dimensiones de encuentro con la persona en su totalidad, reducida simplemente a la unión de los cuerpos, en un vano deseo de eternizar el gozo presente.
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Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
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n EL TANGO QUE ESCANDALIZÓ AL MUNDO. Por Pedro B. Rey (15-12-02, La Nación)
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Hoy se cumplen 30 años del estreno de Ultimo tango en París, la realización de Bernardo Bertolucci que con su inédito erotismo fue blanco de los censores hasta convertirse en un ícono definitivo de los transgresores setenta
Muchas reputaciones artísticas van de la mano de los estragos causados por la censura. Ultimo tango en París, la película de Bernardo Bertolucci que en los setenta escandalizó el mundo con sus vitriólicas escenas eróticas y la crudeza de su lenguaje, caminó por ese sendero pedregoso que fue, también, una publicidad óptima.
Treinta años después de su estreno en Italia -el 15 de diciembre de 1972-, aquella película que narra los encuentros periódicos de dos amantes para comunicarse a través del lenguaje privado del sexo, al ritmo de la banda sonora del “Gato” Barbieri, puede ser vista instalado en un cómodo sofá. No perdió su virulencia, pero tampoco causa los escozores puritanos del pasado.
Era, el de los setenta, un mundo atravesado por profundas tensiones políticas y sociales. En ese sentido, Ultimo tango en París es la llaga visible de una era. El rumor sordo echó a rodar cuando se supo que Marlon Brando se había puesto en la piel del personaje que, se auguraba, sería el de mayor compromiso personal de su carrera. Continuó con la prohibición de su estreno italiano. La película quedó en gateras, pero también fueron secuestradas todas sus copias, lo que imposibilitó su exhibición en otras latitudes. Cuando por fin llegó a las salas, aquel 15 de diciembre, su vida fue efímera. El film fue desahuciado y Bertolucci condenado a dos meses de prisión en suspenso. El realizador, ofendido, optó por un exilio londinense, que perdura parcialmente.
A esas alturas, Ultimo tango en París era ya un fenómeno gracias a los buenos oficios de Pauline Kael. La brillante y temida crítica de The New Yorker, cuando en octubre de 1972 el film pudo verse en una única y excepcional función en el Festival de Cine de Nueva York, dictaminó que la cinta sería una divisoria de aguas para el séptimo arte, lo que en 1913 había sido para la música culta la primera audición de La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky. No puede decirse que su profecía se ajuste a la posteridad. Como suele ocurrir con algunas obras de arte que clavan y remueven el aguijón en el malestar de su cultura, el tiempo se vuelve cruel, a veces hasta la injusticia. Rayuela, de Julio Cortázar, leída a su salida como manual de educación sexual, es vista hoy por muchos críticos con una indiferencia semejante.
Entre esos detractores se encuentra el propio Bertolucci. El realizador confesó alguna vez que, a la distancia, consideraba su opus un contradictorio reflejo de los conflictos de su generación. En pocas palabras, que aquella vitalidad y revulsión había envejecido mal. En su autobiografía Brando afirmó que en el set nadie -ni el propio director de 31 años- sabía del todo bien de qué se trataba: “Era sobre muchas cosas, supongo, y quizás algún día sepa cuáles”. En su tiempo, las interpretaciones estuvieron a la orden del día: el novelista Alberto Moravia vio en la cinta un combate entre el “Eros” privado y el “Thanatos” de la opresión pública; la vulgata marxista la consideró, no sin cierta razón, una disección simbólica de la alienación burguesa.
Como no podía ser de otro modo, los efluvios del escándalo alcanzaron la cosmopolita Buenos Aires en octubre de 1973. Para sorpresa de muchos argentinos, habituados al fantasma de la censura, Octavio Getino, a cargo del Ente de Calificación Cinematográfica, dio vía libre para su estreno. El film, con sus 126 minutos íntegros, recaló en el Cinema Uno, en Suipacha al 400, y las entradas para la primera jornada se agotaron anticipadamente al mediodía. Fueron 13 días, escasos pero tumultuosos. Lo vieron -antes de que un juez en lo correccional lo caratulara de obsceno- 39.600 personas.
La película sería reestrenada en octubre de 1984, durante la primavera democrática y sin que se repitiera aquella frenética curiosidad setentista. Al fin y al cabo muchos cinéfilos impenitentes habían cruzado el charco hasta Punta del Este, peregrino ritual al que los había acostumbrado el desvelo del censor Miguel Tato. Ultimo tango en París, para aquel entonces, había recuperado su lugar como obra de arte, con sus virtudes e imperfecciones, lejos del mundanal ruido de la histeria pública.
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Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
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n UNA PELÍCULA PARA LA POLÉMICA. Por Adolfo C. Martínez (09-06-03, La Nación)
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Mucho más allá de los valores cinematográficos de "Ultimo tango en París" -que, sin duda, los tiene-, este film se caracterizó, dentro de la historia del séptimo arte, por la ola de escándalos que debió soportar hasta llegar a las pantallas.
Dirigida por Bernardo Bertolucci en 1972, esta coproducción ítalo-francesa se estrenó el 14 de octubre de ese año en el Festival de Nueva York. Los elogios casi unánimes fueron invariablemente seguidos por procesos judiciales, acusaciones de obscenidad y prohibiciones diversas. Era, al fin, la mejor campaña publicitaria para esta obra provocativa debida a un italiano de 31 años, hasta allí conocido sobre todo por "El conformista".
Los espectadores argentinos, ávidos por conocer tan polémico film, tuvieron que esperar su estreno en Buenos Aires, que se produjo el 3 de octubre de 1973, en la ya desaparecida sala del Cinema Uno. Pero en la Argentina no estaban dadas las necesarias condiciones democráticas para que este film, como muchos otros de aquella época, tuviese un recorrido normal en las carteleras, y así "Ultimo tango en París" fue exhibida durante trece días sin cortes -126 minutos-, hasta que la copia fue secuestrada por orden judicial.
Miguel Paulino Tato, un nombre lamentablemente recordado por su dañina idea de prohibir decenas de películas, estuvo un largo período a cargo del Ente de Calificación Cinematográfica y durante su gestión mutiló o impidió que casi trescientos films llegasen a las pantallas argentinas. Entre esos títulos se hallaba "Ultimo tango en París". Sin embargo, el entonces flamante gobierno peronista decidió convocar a Octavio Getino, un realizador que ya tenía en su haber la codirección, con Fernando Solanas, de "La hora de los hornos", para hacerse cargo de ese ente de calificación. En tres meses de 1973 liberó numerosas obras cinematográficas -entre ellas, la película de Bertolucci-, pero el golpe militar de 1976 obligó a Getino a exiliarse primero en Perú y luego en México. La censura, otra vez, se adueñaba de la cultura argentina.
A casi treinta años del estreno de "Ultimo tango en París", Getino recuerda su trayectoria dentro del Ente de Calificación Cinematográfica: "Llegué a ese cargo con el ánimo de destrabar las prohibiciones de decenas de películas que, por motivos ideológicos, religiosos o morales, estaban archivadas y sin posibilidades de ser conocidas por el público. Deseaba que la prohibición cinematográfica, que había tenido en Ramiro de la Fuente a un puntal ineludible, se convirtiese en un mal recuerdo. De los muchos títulos que permití estrenar estaba "Ultimo tango en París" pero mi cargo, que duró muy poco, impidió mi esfuerzo y así el film se mantuvo algo más de diez días en la cartelera, ya que luego, y por una acción judicial presentada por un particular, fue nuevamente prohibido. Tuvimos que esperar hasta 1983, con el advenimiento de la democracia, para que el Ente de Calificación Cinematográfica fuese reemplazado por una comisión que, hasta hoy, funciona sobre la base de que las películas sean calificadas de acuerdo con la edad del público, pero nunca prohibidas ni cortadas."
Mientras tanto, el film de Bertolucci soportaba padecimientos en otras partes del mundo. En Londres, en noviembre de 1974, fue acusado de obsceno en un proceso intentado por Edward Shackleton, un oficial del Ejército de Salvación de 69 años, aunque luego la Justicia desestimó la acusación. Así, con su carga de encendidas polémicas, "Ultimo tango en París" se aseguró un lugar en la historia del cine. Visto a casi treinta años de su estreno, el film, que asiduamente se exhibe en canales de cable, recompone la idea de una moral vetusta para los años setenta, ya que su historia habla de erotismo y de destrucción, pero también de amor y comprensión, dentro de una pieza de hotel donde los protagonistas -Marlon Brando y Maria Schneider- viven el placer de la pasión y de la lujuria.
Con el paso del tiempo los escándalos que en su época se inclinaban hacia una moral casi victoriana perdieron peso y el cine es, hoy, una amplia franja de tramas que sorprenden a pocos espectadores. Como un ícono de aquellos años de censura y prohibiciones surge el ejemplo de "Ultimo tango en París", un film que puede disgustar o conmover, pero ante el que no cabe la indiferencia.
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Marlon Brando, en "Último tango en Paris" (1972)
Marlon Brando, en "Último tango en Paris" (1972)
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n LA SOMBRA ENORME DEL ACTOR QUE FUE DIOS. Por Luciano Monteagudo (Página 12, 03-07-04)
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Según Elia Kazan, “el único actor que puede ser calificado de genio”: Brando revolucionó las formas de interpretación en el cine e hizo sentir su influencia desde James Dean hasta Robert De Niro, Al Pacino y Sean Penn.
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Cuenta la leyenda que cuando el equipo técnico de El Padrino percibió el estado de nerviosismo en que se encontraba Al Pacino durante los primeros días de rodaje, el actor explicó: “Tienen que entenderme, estoy trabajando con Dios”. Se refería, claro, a Marlon Brando, “el único actor –según Elia Kazan– que puede ser calificado de genio”, el hombre que revolucionó las formas de interpretación en el cine, al punto de que su influencia se hizo sentir desde James Dean hasta Robert De Niro. Bueno, sucede que ayer, a los 80 años, Dios murió, en un hospital de Los Angeles, de una complicación pulmonar.Se podrá argumentar que en los últimos veinticinco años –desde que se perdió para siempre en la selva de Apocalypse Now!, recitando los versos de La tierra baldía, de T.S. Eliot– Brando era una ruina, que sus 130 kilos de peso no le permitían casi moverse, que su nombre aparecía más a menudo en las páginas policiales de los diarios que en las de cultura, que estaba a merced de sus biógrafos más sensacionalistas (“Brando, casado cuatro veces y padre de once hijos, tenía una enorme carga sexual, necesitaba por los menos una o dos mujeres al día, pero todo ese frenesí era para olvidar su pronunciadísimo costado homosexual”, escribió el británico John Parker).
Sí, es cierto, sus últimas intervenciones en cine fueron unas bufonadas, como su aparición en Cristóbal Colón: el descubrimiento, donde se divertía echando un par de miradas despectivas como el inquisidor Torquemada, o en Un novato en la mafia, donde todo el plan consistía en parodiar a El Padrino, tarea que Brando pareció haber asumido con gusto. En fin, la queja repetida es que ese hombre era la sombra del hombre que alguna vez fue. Pero esa sombra siempre siguió siendo enorme.
Sucede que detrás de esa deidad obesa que fue Brando en el último cuarto de siglo, detrás de su rostro impenetrable, deformado por el tiempo y el alcohol, siempre estuvo su leyenda. Cuando la gran maestra de actores Stella Adler (discípula directa de Constatin Stanislavski) vio por primera vez a ese muchacho de Omaha, Nebraska, de apenas 19 años (había nacido el 3 de abril de 1924), supo que allí había un gran actor en potencia y comenzó a trabajar en él como si se tratara de pulir un diamante. Le llevó su tiempo, pero para cuando llegó la noche del 3 de diciembre de 1947, el teatro contemporáneo ya no sería el mismo: el estreno en Broadway de Un tranvía llamado Deseo, la obra de Tennessee Williams dirigida por Elia Kazan y protagonizada por un desconocido en camiseta llamado Marlon Brando, se convirtió en un acontecimiento memorable. Victoria Ocampo, que fue testigo de aquella puesta, escribió por entonces que aquel actor de párpados pesados y andar cadencioso parecía “una antorcha de carne dorada”. Con Un tranvía llamado Deseo no sólo se manifestaba una nueva tendencia de las artes representativas, también se hacía explícita una sexualidad hasta entonces inédita en la escena. En el centro de esa revolución estaba, por supuesto, Brando.
Aquella noche de teatro cambió incluso el curso del cine estadounidense, que no tardaría en incorporar a ese nuevo sex symbol a sus filas. “Estoy aquí porque todavía no tengo la fuerza moral necesaria para rechazar el dinero que me pagan”, fue lo primero que declaró Brando cuando aterrizó en Hollywood. De hecho, nunca encontró las fuerzas como para abandonar Cinelandia. Brando jamás volvió a hacer teatro desde que probó las mieles del cine, pero a cambio revolucionó el concepto de actuación en un film y se convirtió en el símbolo de la juventud estadounidense de posguerra, que encontró en él la encarnación del héroe rebelde, o del antihéroe incluso, como aquel motociclista de El salvaje, donde esculpió una imagen-poster para la eternidad, un icono hecho de cuero, cromo y personalidad. Para su primera película, Vivirás tu vida, dirigida en 1950 por Fred Zinnemann, donde debía interpretar a un veterano de guerra, pasó seis semanas conviviendo con auténticos veteranos en un centro de rehabilitación y aprendiendo a valerse únicamente de una silla de ruedas. Este tipo de aproximación a un personaje después fue moneda corriente en actores como De Niro, Pacino o Dustin Hoffman, pero en aquel momento parecía una excentricidad. Sólo estaban dispuestos a seguir ese camino otros discípulos de Stella Adler y del Actor’s Studio de Lee Strasberg, que comenzaban a incorporarse al cine: Montgomery Clift, James Dean, Rod Steiger, Paul Newman. Era la generación perdida, los nuevos rostros que no tenían miedo en exponer sus conflictos, sus dudas, su vulnerabilidad. Los hombres de mármol, como Clark Gable y Gary Cooper, se volvían anacrónicos. Brando nunca fue una persona fácil. Salvo con Kazan, con quien filmó tres de sus mejores películas –la versión de Un tranvía llamado Deseo, ¡Viva Zapata! y la antológica Nido de ratas, que le valió su primer Oscar–, ningún director de aquella época quiso trabajar con él más de una vez. La mayoría de sus películas siguientes fueron proyectos comerciales, en los que parecía estar a disgusto, salvo la remake de Motín a bordo, en 1962, donde se impuso por encima de tres directores (Carol Reed, Lewis Milestone, George Seaton), que fueron renunciando uno a continuación del otro.
Una anécdota del rodaje de esta película muestra hasta qué punto Brando era capaz de pulsar sus cuerdas cuando quería dar una interpretación memorable. Para la escena de su muerte, Brando se informó de que cuando una persona tiene graves quemaduras pierde los fluidos del cuerpo y queda en un estado similar al del congelamiento. “Tráiganme cien kilos de hielo –ordenó–, desparrámenlo y extiendan una sábana encima.” Antes de autorizar la toma, se recostó durante 45 minutos sobre el hielo hasta que su piel se volvió de color azul. “Quiero sentir el estremecimiento de la muerte”, explicó rechinando los dientes, mientras daba la voz de cámara...
A comienzos de la década del 70 tuvieron que venir Francis Ford Coppola y Bernardo Bertolucci para rescatarlo de una carrera que, a los 47 años, parecía al borde de la quiebra. La composición de Vito Corleone que hizo para Coppola no sólo le valió su segundo Oscar (que no se dignó a recibir: en su reemplazo envió a una mujer que dijo ser americana nativa y reclamó por los derechos de los indígenas). También le dejó a la historia del cine uno de sus personajes más emblemáticos. En Ultimo tango en París, a su vez, le regaló a Bertolucci un monólogo antológico, el de ese hombre arrasado por el dolor, que no puede dejar de hablarle a su esposa muerta. “Trabajó recordando la muerte de su madre”, confesó luego el director italiano. Dodie Brando había tratado de suicidarse por lo menos una vez y en su personaje el actor puso todo el amor y también toda la furia.
Entre uno y otro extremo de su carrera, Brando siempre fue fiel a ese estilo que impuso para la posteridad. Ya sea Stanley Kowalski, Don Corleone o el coronel Kurtz, Brando habla –sí, habla; a diferencia del teatro, el cine siempre es y será tiempo presente– en un susurro casi ininteligible. En medio de una frase, de pronto, es capaz de producir un silencio profundo, ominoso. Maneja los tiempos de una escena a su arbitrio y entorna los ojos como si fuera un gato peligroso, arrellanándose en su sillón predilecto. Cuando Brando está en la pantalla, todo le pertenece, da la impresión de que sólo él existiera para la cámara, que su sola presencia fuera suficiente para justificar una película. En comparación con otros actores de su edad, no hizo tantas, apenas 40. Pero todas, aun las peores, tienen su razón de ser si Brando está allí.
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Marlon Brando y Maria Schneider, en "Último tango en Paris" (1972)
Bernardo Bertolucci, Marlon Brando y Maria Schneider, durante el rodaje de "Último tango en Paris" (1972)
.n TÍMIDO INICIO, ESPECTACULAR NUDO, DESENLACE FATAL. Por Juan Francisco Álvarez
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Grandes maestros, con grandes aportaciones a la música de cine, son los que han acompañado a Bernardo Bertolucci a lo largo de su filmografía.
Es cierto que la crítica no ha sabido perdonarle a este parmesano el hecho de “haber nacido con un pan bajo el brazo”, pues entró en el cine por la puerta grande, conociendo a todos los maestros del momento y con mucho camino recorrido.
Pero también es cierto que Bertolucci ha sabido ir rodeándose a lo largo de su carrera no de unos cualquiera, sino de lo mejorcito en cada uno de los apartados técnicos de sus películas. Buscando en cada momento los que mejor podían recrear la luz, el color, la ambientación, el vestuario y, cómo no, también la música.
Su primer filme, tras la realización de dos cortos, le vino caído del cielo, pues sustituyó a Pasolini en la realización de La commare secca tras haber ejercido de ayudante de dirección suyo en Accattone.
Así pues, aunque el proyecto originalmente fue concebido por Pasolini, Bertolucci lo convirtió en suyo y tuvo la gran suerte de contar en este primer largo con el compositor Piero Piccioni.
Piero Piccioni fue un prolífico compositor, con más de 300 bandas sonoras para el cine en todos sus géneros, aunque en el que más a gusto se desenvolvía era creando partituras jazzísticas y también en las comedias, especialmente las de su amigo Alberto Sordi.
Piccioni, quien puede presumir de haber interpretado jazz junto al mismísimo Charlie Parker, construye aquí una partitura jazzística con toques muy oscuros que sirven para subrayar los rasgos psicológicos de los personajes del filme. Personajes que habitan en la miseria y el clima de violencia y racismo que existe en los barrios marginales del extrarradio de Roma. Música con predominio de piano, flauta y mucha percusión, pero con la presencia de temas bailables de gran importancia en el filme: Cha Cha Cha, Chicao y Tango (con diversas variaciones a lo largo del filme).
En cuanto a temas, esta banda sonora brilla por lo emotivo de dos de ellos: por un lado, el tema principal con todas sus variaciones, Parco Califfo; y por otro, el sencillo pero sobrecogedor Fox antico, superior en calidad y emotividad al primero.
El segundo largo de Bertolucci fue Prima della rivoluzione. En este caso cuenta con el maestro romano Ennio Morricone, quien construye una partitura de corte muy clásico (se trata de música para pequeña orquesta, casi música de cámara), cosa que contrasta con las canciones de Gino Paoli, típicas de los 60.
Morricone compone un tema principal de gran belleza melodramática, resalta sobre todo en la escena en la que una jovencísima Gina, huyendo de Fabrizio (su sobrino), vuelve desconsolada a sus brazos. Las bellas estampas de los exteriores en Parma cuentan con la majestuosa solemnidad de esta bella música clasicista de Morricone.
Otro tema de gran belleza es el llamado Vivere o non vivere, que ronda en los acontecimientos que le van sucediendo a Fabrizio (su novia Clelia impuesta por la familia, el suicidio de su amigo Agostino, su amor prohibido por su joven tía Gina, su desorientación ideológica y existencial, etc.).
Este tema tiene su continuación o variación más colorista en el tema Sognare o non sognare, una delicia del romanticismo más puro escrito por Morricone. Lástima que todavía no haya salido una edición completa de esta banda sonora y el aficionado deba conformarse con la edición, ya descatalogada, de un CD de la RCA Italiana que contaba con solo 5 temas, un total de 21 minutos de música.
Por otro lado, encontramos la aportación de Gino Paoli (el más grande referente de la canción ligera italiana, conocido mundialmente por títulos como Sapore di sale, Senza fine, Una lunga storia d'amore, Quattro amici...), quien nos regala canciones como Ricordati o la célebre Vivere ancora presente en la maravillosa escena del baile con beso final entre Fabrizio y Gina.
El final del filme cuenta con la excusa de la inclusión del Macbeth de Verdi condicionada por la escena del Teatro Regio de Parma, donde tiene lugar su interpretación, concretamente se trata de Vieni! T'affretta! y la intérprete ni más ni menos que Maria Callas.
Tras dos documentales, Il canale y La vía del petróleo, realizó un filme de poca repercusión: Partner. A pesar de contar con música nuevamente de Ennio Morricone, y de que éste realizase una banda sonora bastante sorpresiva para su particular estilo (con una canción del propio Morricone que se hizo muy famosa en la época, Splash, cantada por Peter Boom), el filme pasó sin pena ni gloria.
Son justo los dos temas de esta banda sonora, debidos a Ennio Morricone, y uno de su siguiente filme, La strategia del ragno, con música de Augusto Martelli, los que hacen obligada la compra del Libro-CD recopilatorio de Bernardo Bertolucci, del sello Mediane Libri, ya que esa música no se encuentra editada en ningún otro lugar.
Después llegaría el episodio Agonía de Amore e rabbia con música de Giovanni Fusco, que todo y ser una película de episodios con directores de renombre, tampoco consiguió calar entre la crítica y el público de la época.
Sin embargo, el salto en el apartado musical, lo daría con El conformista. Para esta coproducción italo-francesa, Bertolucci cuenta con Georges Delerue, quien construye una auténtica obra maestra en su filmografía y también en la de Bertolucci. Banda sonora de gran riqueza melódica, ya de por si el tema principal cuenta con una amplia variedad de sonoridades en un único tema.
Tienen cabida un tango, un vals, música ligera italiana, música ligera francesa, ritmo latino, música para gran orquesta, un foxtrot... Entre todos ellos, destaca el tango por la fuerza que imprime en las imágenes, Tango di rabbia, que suena en la escena del baile de Giulia y Anna.
Sin embargo, también cabe lamentar que no esté editada el resto de la banda sonora, aquella música que cumple un papel más protagonista y no simplemente ambiental. Hay también en el filme canciones pertenecientes a otros compositores, como Tornerai de Olivieri y Chi è più felice di me de C. A. Bixio.
Tras dos años con documentales (La salute è malata y 12 diciembre) llegaría la que fue todo un mito del cine erótico: El último tango en París, con música de Gato Barbieri. Bertolucci sabe de nuevo elegir al compositor adecuado y así escoge al compositor e instrumentista argentino Leandro (Gato) Barbieri.
Bertolucci ya conocía a Barbieri, gracias a que la mujer de éste, Michelle, era de origen italiano y había trabajado con Pasolini (el propio Barbieri también lo hizo en Apuntes para una Orestíada africana) y Bertolucci. Gato Barbieri tuvo en su tío Mario Barbieri, saxofonista y clarinetista, la figura a seguir, pero junto a Lalo Schifrin –para el que tocó en su orquesta y algunas de sus bandas sonoras–, se formó como compositor de cine. Faceta ésta que pocas alegrías y trabajos le ha dado, si exceptuamos la que nos ocupa, pues sólo llegó a componer un total de doce bandas sonoras, de las cuales El último tango en París ha sido la única que se le recuerda con cierta valoración. Con ella consiguió ganar el Grammy a la mejor banda sonora de 1972.
Su música, con su saxo tenor como protagonista, ambienta con ese peculiar estilo cálido y jazzístico las tórridas imágenes de Marlon Brando y Maria Schneider. Música jazz que se fundamenta en un tema principal que es un tango de gran hermosura y que justifica el título del filme. Dicho tango aparece en diversas ocasiones en la película, además de servir de entrada y cierre de la misma.
Además del tango, Barbieri resuelve la música de este título con otros temas dinámicos y coloristas y con música incidental, lo que hace de Barbieri un compositor pleno, pero aún a su pesar, dueño del éxito de un solo trabajo, éste. Al fin y al cabo, Barbieri se limitó a obedecer las exigencias de Bernardo Bertolucci, que quería una música protagonista en el filme y que Gato Barbieri supo darle con este sensual tango que es capaz de recoger con sus notas la soledad e incluso la sensación de unos personajes perdidos en la inmensidad del mundo.
Tango que aparece arreglado y con variaciones, convirtiéndose a la vez en balada y vals en otros sendos cortes. Otros tangos y temas jazzísticos completan la banda sonora. En el resto de la película, Barbieri tuvo que componer pequeños fragmentos o escuetos comentarios musicales para dotar de sensualidad y tristeza las diversas escenas.
En la composición, interpretación, arreglos y orquestación contó con la ayuda de Nana Vasconcelos y Oliver Nelson, a quien algunos atribuyen gran parte del éxito de Barbieri en esta composición, pero que no puede ayudarnos a desvelar el secreto, pues falleció dos años después del estreno del filme, mientras Barbieri sigue viviendo hoy en día en New York, a la edad de 74 años.
Cuatro años después del tango, Bertolucci vuelve a la carga con una majestuosa producción con más de cuatro horas de metraje, estamos hablando de Novecento. Y el compositor vuelve a ser Ennio Morricone.
Un Ennio que compone una nueva obra maestra, una banda sonora plagada de buena música, música evocadora, música que sin ser grandilocuente derrocha elegancia y emotividad, con un nuevo himno a la libertad de la clase obrera que retrata Bertolucci, la clase obrera italiana de principios del siglo XX. Un himno en el que la inclusión de coros y la inspiración melódica de Morricone hace de este tema, Romanzo, un himno mundial a la libertad, un himno al cine.
Junto al Romanzo, Morricone crea un entramado de temas de variadas melodías, dando protagonismo a los diferentes personajes de la historia, así como a las diferentes etapas en el tiempo y estaciones del año: Estate – 1908, Autunno – 1922, Il primo sciopero, Padre e figlia, Tema di Ada, Inverno – 1935, Primavera – 1945, Olmo e Alfredo.
El LP con la banda sonora tuvo diversas ediciones en Europa y en CD sólo tuvo dos ediciones en Japón, que se agotaron rápidamente y convirtió en esta banda sonora en una obra de culto buscadísima por los aficionados. Recientemente, en 2004, ha vista la luz de nuevo en formato CD-Digipack por el sello italiano GDM. Obra maestra absoluta del maestro italiano, altamente recomendable.
Dos nuevos Morricone seguirían a esta gran obra, con desigual fortuna.
Primero La luna, en la que Morricone construye una partitura turbadora, con música contemporánea y experimental, fundamentada en las cuerdas, unas cuerdas disonantes y desgarradoras que reflejan de nuevo esta historia de una pérdida, de drogas y un amor incestuoso entre una atormentada madre y un díscolo hijo.
Se complementa con diversos temas operísticos, básicamente de Verdi, dado que la protagonista representa el papel de una famosa soprano de ópera.
El segundo es La historia de un hombre ridículo. Partitura más completa, donde un delicado tema conducido por un acordeón da entrada al filme.
Más bello si cabe es el segundo tema, Pour Barbara, con un solo de flauta y otro de piano, y una ternura apabullante, uno de los más tiernos temas del maestro, que como nos tiene acostumbrados suele dedicar a las actrices de las películas en las que pone música, aunque en su título haga referencia al personaje que interpretan, en este caso se trata de Anouk Aimée. Retoma el homenaje y el tema en otro fragmento de igual belleza, llamado Ancora pour Barbara.
Encontramos otros temas y más música descriptiva a lo largo de los cuarenta minutos de música que se han editado de esta banda sonora. Algunos de estos retoman el tema principal con hermosas variaciones con la flauta o el piano como protagonistas, y de particular hermosura es la variación que se hace en el tema Le inquietudini feriali o particularmente graciosa es la que se hace a modo de interpretación por banda de pueblo en el tema Oggi danze con gli “amici di cantoni”.
También hay lugar para una horrible canción titulada Horror movies, algún tema de corte más clásico y también para un cierto homenaje a Verdi en el tema Mungendo Verdi.
Esta supone la quinta y todo hace suponer que última colaboración entre compositor y director, llena de grandes obras. Es curioso que, sin saberlo, en el libreto del CD de esta última colaboración se recojan unas declaraciones del maestro romano vanagloriando a Bertolucci como un director fiel y leal, persona que, según el propio Morricone, supo escuchar sus recomendaciones y supo respetar su obra, insertándola en los momentos justos y entendiendo lo que Morricone quiso expresar con esos temas.
Tras esta tragedia vendría otro sonado éxito en la carrera de Bertolucci: El último emperador, ganadora de 9 Óscar, incluido el de mejor banda sonora para el trío de compositores Ryuichi Sakamoto, Cong Su y David Byrne. En el apartado musical también ganaron el Globo de oro, el Grammy, el premio de la Asociación de críticos de Los Ángeles y cosecharon alguna nominación más como la de los BAFTA en Inglaterra.
Nuevamente los compositores ideales para una historia sobre el último emperador chino, quien a los tres años es arrancado de los brazos de su madre para ser conducido a la Ciudad Prohibida y desde allí gobernar China, pasando por los entresijos que le deparó la historia: desde la ocupación por las fuerzas republicanas hasta la revolución comunista, terminando sus días como jardinero del parque botánico de Pekín.
Otro cantar sería si estos tres compositores merecieron en igual medida tan codiciado y dorado galardón. La participación del chino Cong Su se limita a un solo corte musical y, a pesar de su condición originaria, aporta muy poco de música oriental a la película, un solo corte: Lunch.
Irónicamente, es David Byrne, músico y compositor escocés líder del grupo Talking Heads, habitual de la música new age, quien crea un tema principal que es el más oriental de todos los compuestos en esta banda sonora.
Sakamoto y Byrne cumplen por partes iguales, aportando cada uno de ellos su particular visión, pero de forma complementaria. Y aunque Sakamoto compone más música y de gran variedad temática, Byrne compone el excelente tema principal y música más incidental, pero no por ello menos bella.
En el caso de la música compuesta por Sakamoto destaca el precioso tema de la coronación, o la plasticidad y realismo del tema Open the door que establece una increíble relación música-imagen con las imágenes rodadas por Bertolucci para dicha escena. En todos sus temas, y a pesar de su condición de japonés, se introduce la sonoridad de instrumentos típicos chinos y esas tonalidades propias de una tierra y una época que sólo algunos saben alcanzar.
Sakamoto es, de los tres, el que realmente es compositor de oficio y los otros dos sólo ejercen de aprendices, aunque Byrne componga ese gran tema Main Title Theme (The Last Emperor).
La banda sonora se completa con dos himnos revolucionarios de la guardia roja y un vals de Strauss, El vals del Emperador.
Tal vez tres son demasiados compositores para esta superproducción, tal vez Cong Su (muy famoso en China por sus trabajos para la Ópera, el teatro, la TV y demás artes escénicas) está desaprovechado, tal vez mucha gente no esté conforme con que estos tres compositores tengan en sus vitrinas los mismos galardones que otros compositores de mayor calidad y renombre, pero sea como fuere, lo bien cierto es que su trabajo ahí está, y por encima de todas las consideraciones y suposiciones, nadie puede negar que es un trabajo de calidad.
Y otra cosa innegable es que algo vio Bertolucci en Sakamoto por encima de los otros dos, pues sus dos siguientes trabajos contaron con banda sonora de Ryuichi Sakamoto.
Por un lado tenemos El cielo protector, por la que Sakamoto repitió Globo de oro y el premio de la crítica de Los Ángeles. Una partitura de gran belleza, con un tema central bucólico, construido como una melodía en espiral, una espiral que nos transporta a la soledad de un joven matrimonio neoyorquino que, con la intención de encontrar el sentido a sus vidas, viaja a la África subsahariana.
El tema central se titula igual que el filme y tiene una versión más intimista a piano solo, una delicia para los oídos. Aparecen otras versiones y variaciones del tema, así como música más descriptiva e incidental en otros casos.
Y aunque en los títulos de crédito de la película no aparezca, hay que hablar del compositor neoyorquino Richard Horowitz, pues hasta tres temas de la banda sonora fueron compuestos por él, sin que tuviese reconocimiento alguno. Su estancia en Marruecos a la edad de 19 años, propicia en él que su música sea una fusión de estilos entre los que predomina el folk autóctono de este país. En la banda sonora también tienen cabida una canción de Charles Trenet, Je chante, y otros temas tradicionales y autóctonos de Túnez, Sahara y Burundi.
Por otro lado, tenemos Pequeño buda, para la que Sakamoto compone una banda sonora muy completa, de gran dramatismo y tristeza en sus notas.
Con un fuerte y evocador tema central, Sakamoto construye un entramado de temas y variaciones en los que se repite insistentemente el tema principal. De nuevo, Sakamoto utiliza instrumentación autóctona y, aunque el dramatismo está presente en la gran mayoría de los cortes de esta banda sonora, en los temas Victory y The reincarnation se puede disfrutar de unos breves compases más alegres y esperanzadores.
La voz humana se convierte también aquí en un recurso que explota Sakamoto a la perfección, con masa coral (The Ambrosian singers), voces solistas autóctonas (las de Shaheen Samad y Kanika) y la voz solista de la soprano Catherine Bott, sobretodo en los cortes de carácter más étnico. En este caso toda la música está compuesta por Sakamoto, excepto una canción étnica cantada por Shruti Sadolikar, Raga naiki kanhra. Y en cuanto a premios, esta vez sólo consiguió hacerse con una pobre nominación a los Grammy.
Recopilaciones varias
Con Belleza robada, todo y tener un compositor asignado, el inglés Richard Hartley, este cumplió sólo su papel de componer pequeños fragmentos de música incidental, pues la música protagonista en este caso fueron las canciones seleccionadas por Bertolucci y sus asistentes musicales, canciones que van desde Billie Holiday, a Nina Simone o Lori Carson. Con esta película Bertolucci empezaría a caer en la trampa de confeccionar la banda sonora de sus películas a partir de canciones compuestas con anterioridad al filme, y no con tal fin.
L'assedio o Bessieged en cuestión musical es un cocktail de dificil digestión: Bach, Mozart, Beethoven, Papa Wemba, J. C. Olswang, Pepe Kalle, Salif Keita, y las composiciones del italiano Alesio Vlad (antiguo compañero de composiciones cinematográficas de Claudio Capponi en Jane Eyre, La novicia y Donde el corazón te lleve) arregladas e interpretadas por Stefano Arnaldi. Esto es: música clásica, música tradicional, música folk y étnica y música contemporánea de piano clásico.
Escuchando esta música sin tener presentes las imágenes de esta película intercultural, puede resultar incomprensible, pero si nos atenemos a ellas, donde un pianista inglés que vive en Roma acaba enamorándose y manteniendo una relación con Shandurai, una estudiante africana de medicina que ha huido de su país donde su marido ha sido detenido, tiene toda la lógica. Los temas pianísticos y clásicos acompañan al personaje masculino y los étnicos y tradicionales a Shandurai.
El resultado cuanto menos resulta curioso, pero esta segunda intentona de Bertolucci de ir dotando a sus películas de numerosas canciones hacía temer lo peor.
Y nuestros temores se cumplen en la que es su última película, Soñadores. Aquí ya no vale poner un compositor simplemente como figurante, o que componga unos pequeños cortes incidentales.
Aquí Bertolucci, ese maestro cinematográfico del que hemos ido alardeando durante todo este artículo por su acierto en la elección de compositores para sus filmes, prescinde totalmente de la música creada ex profeso para el filme y se dedica a insertar canciones que tengan cierto interés y adecuación por localización y época con la película. Acertado o no, es lo que hay, y puede ser discutible, y es ahí donde uno opina que, a pesar de la estructura y concepción del filme, una buena partitura compuesta por alguno de los compositores que le han acompañado a lo largo de su carrera, hubiese obtenido un mejor resultado que la inserción de estas canciones: Third Stone From the Sun de Jimi Hendrix, La mer de Charles Trénet, The Spy de The Doors, Tous les garçons et les filles de François Hardy y el Non, je en regrette rien de la incomparable Edith Piaf.
Junto a todas éstas, otros temas de películas francesas famosas de la época en la que se desarrolla el filme, como: Le quatre cents coupes de Jean Constantin (de la BSO de Los cuatrocientos golpes), New York Herald Tribune de Martial Solal (de la película Al final de la escapada) o Ferdinand de Antoine Duhamel ( de la BSO de Pierrot el loco).
Evidentemente, para gustos los colores, pero para el que escribe esto, se trata de un desafortunado final musical para la carrera de este gran director que tan buenas oportunidades ha dado a grandes y no tan grandes compositores de la música de cine para lucirse y dar lo mejor de ellos mismos.
Recordemos sólo cuatro nombres para terminar con un mejor sabor de boca: Piccioni, Morricone, Delerue y Sakamoto.
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Jean-Louis Trintignant y Dominique Sanda, en "El conformista" (1970)
Jean-Louis Trintignant, en "El conformista" (1970)
Jean-Louis Trintignant, en "El conformista" (1970)
. n MORAVIA, UN RETRATISTA DE LA CAÍDA EN EL FASCISMO. Por Alberto González Toro
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Fue un escritor precoz: a los 18 años ya había escrito la novela Los indiferentes, que se anticipó en tres lustros a los existencialistas Jean Paul Sartre y Albert Camus. Hijo de un judío veneciano y de Gina de Marsanich, una eslava muy refinada, Alberto Moravia habría cumplido cien años el 28 de noviembre. Nació en Roma en 1907 pero su infancia no tuvo ninguno de los encantos que puede tener la niñez: una tuberculosis ósea lo postró en las mejores clínicas de Italia. Solitario, soportando horribles dolores, empezó a leer con avidez y a escribir en cuadernos que le llevaba su madre.
La novela Los indiferentes, que recién se publicó en 1929, en una edición que costeó su padre, es un relato de hondo pesimismo que radiografía la falta de valores morales de una burguesía que aceptaba con gusto la irrupción del fascismo mussoliniano. Pero a la vez ahondaba en la angustia y en la soledad del hombre ante un mundo absurdo.
Esa temática, más elaborada, la retomó muchos años más tarde en La noia (traducida al castellano como El aburrimiento), donde cuenta la historia de un pintor enamorado obsesivamente de una joven mujer. Busca en ese amor-pasión, cargado de un fuerte erotismo, un contacto con la realidad, una ligazón con una vida que sólo le provoca tedio.
Prolífico, no todos sus libros tienen el mismo nivel, pero la mayoría tuvo muy buena aceptación entre los lectores. Tal vez el más famoso sea La Romana, que en cine protagonizó Gina Lolobrigida. También El desprecio y El amor conyugal fueron populares best-sellers de su tiempo.
Pero Moravia no sólo fue un gran narrador. Los críticos reconocen que su obra teatral es muy chata, sin ningún fulgor, demasiado pretenciosa. Sin embargo, se destacó también como periodista y crítico de cine, una tarea que lo apasionó. Si bien nunca perteneció a ningún partido político, desde las páginas de su revista Nuovi Argomenti no ocultó sus simpatías por la causa del Tercer Mundo y por algunos de sus líderes, como Fidel Castro y Mao Tsé Tung.
"Hasta los treinta años fui mantenido por mi padre", dijo públicamente. Pero cuando se casó con la escritora Elsa Morante conoció una "digna probreza". La industria del cine, que filmó casi todas sus obras, y su incorporación al diario más importante de Italia, "Corriere della Serra", le dieron un mejor pasar económico, que se acrecentó cuando una herencia le permitió comprar un piso en la Vía della Oca, cerca de Piazza del Popolo, en el corazón de Roma, donde escribió muchos de sus libros. Entre ellos El conformista, que trasladó al cine un jovencísimo Bernardo Bertolucci.
Por momentos, confesó, sintió culpa y fastidio por el dinero que le daban sus libros y sus artículos como periodista estrella. En 1960, le confió al periodista francés Gérard Bouvier que "después de escribir 'Los indiferentes', sentí que me separaba de la burguesía y empecé a experimentar cada vez más simpatía y atracción por las clases populares. Sólo en ellas se encuentra el sentido de la gran naturaleza y de la moral, que ya no existe entre los burgueses".
No fue un renovador de la literatura, pero en sus libros está todo un período histórico del siglo XX. Analista de la moral burguesa, buceador incansable de los lazos amorosos, siempre con una visión pesimista pero no desesperanzada del hombre, Moravia vivió hasta los 83 años -murió en Roma el 26 de septiembre de 1990- con la conciencia de un deber cumplido.
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Bernardo Bertolucci, durante el rodaje de "Los soñadores" (2003)
.n EL VIENTO LOCO DEL 68. Por Giovanni Bogani
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El 68, el sexo, el erotismo, la libertad. El mayo con sus utopías, sus lemas, y el viento loco de la adolescencia, el deseo y la política, y el amor por el cine. De esto trata The Dreamers [tráiler], la nueva película de Bernardo Bertolucci, rodada en París, terminada esta semana y lista para verse en la próxima Mostra de cine de Venecia. Mientras, en Fiesole, donde Bertolucci ha recibido el premio Fiesole a los maestros del cine –se lo entregó ayer por la tarde Roberto Benigni, que llegó de incógnito para abrazar a su amigo director con el que trabajó en un breve papel en La luna-, se ha podido ver, en preestreno mundial, algunos minutos de The Dreamers. Y, por primera vez, Bertolucci ha aceptado hablar de su película.
“Hablo de la utopía, del entusiasmo de esos meses, de esa edad –dice Bertolucci-. No me interesa la Historia con mayúscula. O tal vez, la Historia está también en las historias individuales de tres muchachos que viven juntos en esos días, en esos meses. Con todo el entusiasmo de esa época, un entusiasmo que ahora ya no veo más. No, no es una autobiografía; por lo pronto porque yo en el 68 no tenía dieciocho años sino veintisiete. Luego, porque lo viví en los relatos de Pierre Clémenti, un actor a quien he querido mucho y con el que estaba rodando Partner en Roma. Clémenti tomaba el avión a París todos los fines de semana. Y el lunes nos contaba cosas fabulosas del mayo parisino. Nos hablaba de los lemas que leía. Recuerdo uno que era maravilloso: “sous le pavé, la plage”. Bajo el pavimento, el asfalto de París, la playa. Me parecía que esa era la verdadera poesía de esos años”.
Periodista: ¿Ha usado ese lema en la película?
Bernardo Bertolucci: “Sí, es demasiado bonito para olvidarlo. Lo puse en la Sorbona, en la facultad de medicina, donde estuvo precisamente en la primavera del 68”.
P: ¿Hay alguna relación entre esos años y el movimiento antiglobalización de estos años? ¿Usted cree que hay alguna relación? Los acontecimientos de Génova y del G8, por ejemplo, ¿han influido en alguna manera en su película?
BB: “Llevo dentro la película desde siempre, es una historia que me afecta de manera intensa, por lo que no me ha influido el presente. Pero en otro cierto sentido sí, es verdad; por ejemplo, hay una secuencia en la que muestro una carga de la policía. Mientras montaba esa secuencia, pensaba en lo que pasó en Génova. Y alargué la secuencia, la hice más feroz, intolerable. Es así como se ha insinuado el presente en una película que llevaba ya dentro desde hace años”.
P: Tras un período “norteamericano” e internacional –El último emperador, El té en el desierto, El pequeño Buda - volvió a Italia para hacer películas pequeñas e intensas como Io ballo da sola y L’assedio. Ahora ha vuelto a Francia, su primer amor cinematográfico…BB: “Era un amor que se debía completamente a la Nouvelle Vague. Mi primera entrevista, con los periodistas de Roma, la hice en 1960. En Roma. Y yo les pedí: Hagamos la entrevista en francés. ¿Por qué?, me preguntaron sorprendidos. Ma, parce que le français c’est la langue du cinéma!, respondí yo, con un entusiasmo un poco fuera de lugar. Tardé treinta años en reconstruir mis relaciones con la prensa”, dice, riendo.P: ¿Cuál es su opinión de la Italia de hoy?
BB: “Si hablamos de cine, buena. Durante años tuve la sensación de que había una lenta e inevitable agonía en el cine italiano. Desde hace un par de años me parece que todo está renaciendo: películas como Respiro, L’imbalsamatore o Angela me reconcilian con el cine italiano. Si hablamos de política, Italia me provoca un fuerte malestar desde hace dos años. Creo que el gobierno italiano está completamente en contra de la idea que me ha guiado a lo largo de todos estos años, que es la del enamoramiento entre las culturas, la fascinación por lo que es diferente a nosotros. Hace unas semanas tuve una pesadilla: soñé que el “gran comunicador” empezaba a ser aceptado en el resto de Europa, que la ceguera que ha tenido Italia al elegir a Berlusconi se había extendido a los demás países”.P: ¿Y ahora?
BB: “Ahora el propio Berlusconi me ha liberado de esa pesadilla, con su numerito del otro día. Pero ahora me llegó otra: sentí que dentro de él estaba la voz de Bossi, como si Bossi lo poseyera y hablara por boca de Berlusconi. Como puede ver, las pesadillas no terminan nunca…”.
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n BERNARDO BERTOLUCCI: REBELDE SIN PAUSA. Por Diego Batlle (La Nación)
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SAN SEBASTIAN.- Bernardo Bertolucci es uno de los directores más admirados de Europa y aquí se lo reverencia en igual o incluso mayor grado que a las mismísimas estrellas de Hollywood. Sin embargo, el cineasta que escandalizó al mundo con "Ultimo tango en París" y arrasó con nueve premios Oscar con "El último emperador" se muestra tan sencillo, generoso y afable como un realizador novato que desea hacerse conocer.
Ni las complicaciones físicas -camina dificultosamente apoyado en un bastón- ni la sobrecarga de compromisos impide que esta leyenda viviente del cine nacido hace 63 años en Parma conceda casi una hora de entrevista en un coqueto salón del hotel Orly. Es que Bertolucci tiene mucho para decir: acaba de presentar en los festivales de Venecia y San Sebastián "The dreamers" ("Soñadores"), su controvertida evocación del Mayo Francés de 1968, que sólo en diez días se estrenará en los cines italianos y que el año próximo llegará a las salas argentinas.
Basada en la novela y el posterior guión de Gilbert Adair, "Soñadores" se centra en las experiencias, los ritos de iniciación de tres jóvenes (un estudiante norteamericano interpretado por Michael Pitt y dos hermanos gemelos franceses encarnados por Louis Garrel y Eva Green) en una ciudad donde la militancia política en las universidades con el Libro Rojo de Mao como estandarte, la cinefilia que defendió a Henri Langlois, histórico responsable de la Cinemateca Francesa, de los ataques gubernamentales, la cultura del rock y especialmente la revolución sexual coincidieron para generar un estallido que repercutió con fuerza en todo el planeta. Destinada inevitablemente a la polémica (en Venecia cierto sector de la crítica acusó a Bertolucci de maniqueísmo, voyeurismo y reduccionismo efectista, entre muchas otras cosas), "Soñadores" es -según define el propio realizador- "una película destinada a las nuevas generaciones que no saben absolutamente nada de la importancia histórica de aquellos hechos y no a sus padres, que intentan olvidarlos y taparlos".
-¿Por qué existe esta negación por parte de aquellos que protagonizaron el Mayo del 68?
-Porque para ellos se trató de una derrota, de un sueño incumplido. Yo estuve en París durante el mayo francés -incluso filmando en aquellos momentos "Partner", una pequeña película con Pierre Clémenti y Stefania Sandrelli-, pero no tengo la menor intención de olvidarme de aquel movimiento. Si hoy gozamos de ciertas libertades individuales, de determinados derechos civiles que están garantizadas por ley, si hoy la mujer ha ganado espacios gracias al feminismo y hay un mayor respeto por las minorías étnicas y sexuales es por la influencia directa que tuvo el Mayo del 68. Muchos líderes de la revuelta son hoy directores de diarios o canales de televisión de centroderecha, que viven en la opulencia e intentan desacreditar la importancia de aquellos años. Es el sentimiento de culpa lo que los abruma.
-¿El hecho de dirigirse a los adolescentes no le da a "Soñadores" un cierto tono didáctico?
-En una sociedad desmovilizada, en un mundo en el que los políticos se han convertido en el mejor de los casos en técnicos mediocres, en el que palabras fundamentales como ideología han sido reducidas a expresiones despectivas, yo les propongo a los jóvenes anémicos que recuperen la utopía y la rebeldía. "Soñadores" no es una película autobiográfica (yo tenía 27 años entonces y mis personajes no llegan a 20) ni un intento de reconstrucción histórica en términos documentalistas. Es una mirada a la década del 60, pero desde la perspectiva de hoy, con la que intento trazar un cordón umbilical con los movimientos actuales de resistencia antiglobalización. Por eso, yo muestro una carga de la policía contra los manifestantes que es muy similar a las que se vieron en las protestas de Seattle o Génova.
-¿Qué significó para usted volver a filmar en París?
-¡En París se respira cine! En cada calle parece estar desarrollándose una película. Yo llegué a París a los 18 años y empecé a conocer el mundo en la Sorbona. Mi pasión por el séptimo arte se la debo a la Cinemateca Francesa, donde los cinéfilos sentíamos que descubríamos y cambiábamos el mundo. Mi deseo de dirigir se lo debo a la nouvelle vague de (Jean-Luc) Godard, (François) Truffaut, (Jacques) Rivette y (Eric) Rohmer. Yo digo que "Soñadores" es una suerte de flashback fisiológico (se ríe). Después de "El conformista" y "Ultimo tango en París" siempre supe que iba a volver a rodar allí. Cuando se cayó definitivamente la posibilidad de hacer una tercera parte de "Novecento" recordé que mi mujer, Clare Peploe, me había regalado la novela de Adair y recuperé la necesidad latente de filmar el Mayo del 68.
-¿Cómo trabajó con los actores para imbuirlos del sentido épico de aquella época?
-Les hice ver imágenes documentales de las movilizaciones callejeras, les hice escuchar las canciones que estaban de moda, les hice ver las películas que nos marcaban... Después utilicé esos fragmentos en mi propio film y también muestro a los protagonistas repitiendo escenas de aquellos clásicos de Godard.
-Usted se ha manifestado muy pesimista y desencantado sobre la realidad actual, pero en "Soñadores" ofrece una mirada bastante más optimista...
-Yo me siento mucho más cerca de los adolescentes, que como yo todavía no hemos perdido el idealismo de los soñadores, que aún creemos en que un mundo mejor es posible, que en los frustrados adultos de mi edad, que ya han bajado todas sus banderas. Yo creo -como también ocurre en el caso de Nanni Moretti- que se puede crear un movimiento que termine con los excesos del capitalismo salvaje, con las injusticias y las miserias. Para empezar con el cambio hace falta apelar a la memoria, reivindicar todas las enseñanzas que nos dejó el pasado y hacer también todas las autocríticas que nos debamos.
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Michael Pitt, Eva Green y Louis Garrel, en "Los soñadores" (2003)
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n UN POCO DE AMOR FRANCÉS. Por Claudio Zeiger (Página 12. 18-04-04)
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Bernardo Bertolucci vuelve a París y, como si fuera poco, a los sesenta. Dos hermanitos burgueses e incestuosos que inician a un joven norteamericano en las sutilezas y el erotismo galo le permiten revisitar aquella belle époque. Afuera, las críticas arreciaron: que cristaliza una época, que es nostálgico, que se puso viejo y verde. Pero lejos de eso, Los soñadores es un cálido retrato de las contradicciones de aquellos años dorados.
El título de la novela en la que se ha basado el último film de Bernardo Bertolucci es The Holy Innocents, pero no son “los santos inocentes” de Miguel Delibes sino del escritor inglés Gilbert Adair, quien publicó el libro en 1988 y, a pedido del propio Bertolucci, se hizo cargo del guión de Los soñadores. A pesar de que Los soñadores es bastante adecuado, Los santos inocentes representa con enorme fidelidad el tono, el humor y la atmósfera que sobrevuelan esta película cálida e inolvidable. Es que Theo (Louis Garrel), Isabelle (Eva Green) y Matthew (Michael Pitt) –aunque no lo parezcan– son unos santitos. Y, desde luego, al mismo tiempo no lo son, como sugiere en su reverso irónico un calificativo como el de “santos” inocentes. Quizás, al principio, Matthew todavía tenga un poco de inocencia, como cuando henchido de entusiasmo este joven norteamericano que viaja a París para ver películas, estudiar y de paso zafar de la guerra de Vietnam (estamos en el corazón de la primavera de 1968) le escribe a su madre: “Mamá, estoy muy contento, acabo de conocer a mis primeros amigos franceses”. Ellos son los encantadores hermanitos Theo e Isabelle, hijos de padres liberales (como se les decía en los sesenta a los progresistas) pero que no por ello dejan de chocar generacionalmente con sus hijos. En el seno de esta familia de artistas nadie hace lo que dice. El padre es un escéptico ex poeta que ha afirmado que “la petición es un poema” y “el poema es una petición”, pero que ahora ve con desconfianza al movimiento estudiantil de Mayo y a su inocultable líder espiritual, Mao. Y si bien sus hijos le reprochan esa actitud, ellos mismos son incapaces de comprometerse a fondo con ese movimiento que defienden ante el padre y sobre todo son incapaces de no depender de él económicamente. En el fondo son unos hermosos burguesitos impostados que dicen estar enamorados uno del otro, hermanos siameses del alma emborrachados de arte y erotismo, cuando en verdad la vida prosaica y sucia los amenaza mucho más de cerca de lo que creen.
El que crea que el film de Bertolucci –situado en el mismo territorio de El conformista y Ultimo tango en París– idealiza los sesenta, la juventud o al mismo París, se podría llamar a engaño a pesar de declaraciones del propio Bertolucci, quien ha exaltado el carácter mágico y transformador de los dorados sixties y ha estado muy cerca de proferir expresiones cristalizadas como “queríamos cambiar el mundo” o “teníamos una utopía” a la hora de promocionar su film. Los soñadores no exalta a los sesenta sino a ciertas cosas que, nos guste o no nos guste, pasaban en esa década por primera vez, y la película acierta plenamente en esa sensación de mundo nuevo. La idea clave la dio Bertolucci al rememorar que en los sesenta “fusionábamos todo, el cine, la política, el jazz, el rock, las drogas, la filosofía en un estado de permanente descubrimiento”. Los soñadores es precisamente un film de fusiones, de mezclas. No es puro sexo ni pura política, ni pura cinefilia: es la mezcla de todo eso, básicamente, impuro sexo e impura ideología. Aquí lo revolucionario es la fusión, la interdependencia de los planos, las escenas que rebotan unas en otras. Los soñadores está llena de consignas brillantes y capciosas (“Los franceses nunca tendrán rock”; “El hecho de que Dios no exista no le da derecho a querer ocupar su lugar”, como dice Theo de su padre). El cine es cifra ineludible: empieza bajo la invocación de Samuel Fuller y tiene a Marlene Dietrich y a Greta Garbo en escenas clave, pero sobre el final basta que un piedrazo rompa una ventana para romper a tiempo la magia del cine y volver a un saludable golpe de realidad. Cuando los muchachos preguntan qué pasó, Isabelle contestará en forma memorable: “Es la calle que entró”.
En esa espiral de la década dorada, en el centro del fresco de época, se sitúa con absoluta claridad la historia triangular de Isabelle, Theo y Matthew. En ningún momento Los soñadores descuida a sus personajes ni a su trama para rendir culto a la divinidad de los sesenta o volver a los muchachos prototipos de actitudes (por el contrario, vienen a ser como desertores de las posiciones mayoritarias, militantes y declamatorias). La historia aquí es mucho más simple, con rastros de inocencia como ya se dijo. Los dos hermanitos –amantes platónicos o no tanto, nunca queda muy claro– caen rendidos a los pies del amigo americano a tal punto que lo seducen, se olvidan del Mayo Francés que transcurre afuera en las calles y, aprovechando la ausencia de los padres, se encierran con él en la casa para consumar sus relaciones peligrosas. Las zancadillas que se hacen unos a otros son exquisitas y el espectador siempre estará esperando la nueva movida. He aquí la juventud bien representada: una discusión acalorada y seria sobre quién es mejor, si Keaton o Chaplin, o un disco de Janis Joplin pasado quince veces seguidas, grafican la inestabilidad, la altisonancia y la soberbia de los veinteañeros.
Si bien Francia es el centro del mundo y de los mitos concentrados de la época (las bibliotecas atestadas de libros, la Cinemateca construida en un palacio, la lluvia persistente y encantadora, y las consignas en las columnas de la universidad), agazapada, desde otra visión del mundo, en los antípodas, reposa la guerra de Vietnam, con toda su fealdad y su falta de justicia poética. Theo y Matthew discuten al respecto. Matthew rechaza lisa y llanamente la violencia, es pacifista. Theo, estetizante y maoísta, cree ver cierta belleza en la violencia. Los soñadores también puede interpretarse como el intento de “corrupción” de un recto norteamericano por unos franceses locos y, a la vez, los intentos de ese norteamericano por “normalizar” a sus amigos franceses. Si bien en la realidad las costumbres norteamericanas han conquistado el mundo, aquí los franceses se toman su pequeña revancha: por más que haga esfuerzos por imponer su punto de vista pragmático y realista, Matthew es “ideológicamente” vencido por la superioridad de la sutileza gala. “Yo pensé que él había estado dentro tuyo”, le dice Matthew a Isabelle al comprobar que ella era virgen. “Él siempre está dentro de mí”, contesta ella, impecable. Es una bella derrota, eso sí, la del norteamericano. La seducción de los hermanos es exquisita y en el fondo le permiten elegir, en un típico gesto libertario de la época.
Los tres jóvenes actores trabajan de manera notable y transmiten a la perfección el espíritu de la époque, a punto tal que cuesta bastante imaginarlos transitando por las calles normales de una ciudad del presente. Con antecedentes familiares cinéfilos, los franceses Eva Green y Louis Garrel son debutantes, mientras que Michael Pitt ya ha enfrentado a monstruitos como Gus Van Sant, Larry Clark y Barbet Schroeder, así que es muy probable que ninguna orden de Bertolucci lo haya escandalizado demasiado. Objeto de deseo principal del film, este muchacho logra la mutación de carilindo americano –una especie de Leo DiCaprio– a algo mucho más complejo, sin caer tampoco en el lugar común del chico-fetiche aburrido de la vida.
Es seguro que Bertolucci no la concibió así, pero por estos días Los soñadores funciona a la perfección como antídoto al fundamentalismo rabioso de La pasión de Cristo. Contra el sadomasoquismo encarnizado en el cuerpo y la sangre de Cristo, el erotismo suave y salvífico ejercido sobre unos cuerpos frescos con sereno placer; contra la resurrección del odio transfigurado más de 2000 años después, un poco de amor francés refinado y hedonista en un viaje en el tiempo hacia una década que, si no fue perfecta, al menos fue bella.
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n UN SUEÑO IMPREGNADO POR LA REVOLUCIÓN Y EL SEXO. Por Luciano Monteagudo (Página 12)
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Los soñadores, el nuevo film de Bernardo Bertolucci, enlaza el Mayo francés con las obsesiones de un trío de jóvenes algo perverso, vehículo ideal para una París retratada con la pasión de un cinéfilo.
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Los legendarios levantamientos estudiantiles de Mayo del ’68, que hicieron tambalear el gobierno de Charles De Gaulle e impusieron la consigna la imaginación al poder, tuvieron un prólogo menos conocido pero no por ello menos apasionante. Tres meses antes, frente a la amenaza de despido de Henri Langlois, padre fundador de la Cinémathèque Française, un grupo de intelectuales, cinéfilos y realizadores –entre ellos Truffaut, Godard, Chabrol y Rivette, principales agitadores de la nouvelle vague– se lanzaron a la calle, llamaron a un estado de movilización, se enfrentaron a la policía y consiguieron torcerle el brazo al ministro de Cultura –André Malraux, nada menos– y devolver a Langlois a su puesto. Esos événements son los que Bernardo Bertolucci utiliza como punto de partida para Los soñadores, una evocación nostálgica de aquellos días de furia, amor libre y una utopía hecha al mismo tiempo de Mao, Janis Joplin y Buster Keaton.
“Sólo a los franceses se les ocurriría poner un cine en un palacio”, reflexiona Matthew (Michael Pitt), mientras atraviesa la sombra de la Torre Eiffel y se dirige al Palais Chaillot, sede aún hoy de la Cinémathèque. Cómo se ocupa de informarlo con su voz en off, Matthew tiene 20 años, es un estadounidense provinciano de San Diego llegado a París para estudiar francés, pero cautivado por el lenguaje del cine, que descifra cada noche en el santuario de Langlois. En las puertas del templo conoce a Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel), en medio de las primeras protestas y movilizaciones, que tienen a Jean-Pierre Léaud –que actúa casi cuarenta años después el mismo papel que jugó en la vida real– como uno de sus principales sediciosos.
Isabelle y Theo son gemelos y tienen la misma edad de Matthew, pero parecen mucho más maduros y sofisticados. Hijos de un matrimonio bohemio, llevan una vida distendida y se dan aires de enfants terribles a la manera de los de Jean Cocteau, pero a su modo son tan inocentes como el ingenuo norteamericano. El guión de Gilbert Adair, basado en su propia novela (aparentemente mucho más osada que la película), insinúa una relación incestuosa entre Isabelle y Theo, quienes no tardan en adoptar a Matthew en su generoso departamento del Barrio Latino y sumarlo a sus juegos eróticos y cinéfilos.Como ya lo hiciera en su film inmediatamente anterior, Cautivos del amor, Bertolucci vuelve a convertir la casa en un escenario privilegiado, un teatro clausurado en sí mismo al cual sólo llegan los ecos del mundo exterior. El tácito ménage à trois, más sugerido que consumado (aunque Bertolucci no se priva de los desnudos frontales que escandalizaban en tiempos de Novecento y ahora ya no deberían ofender a nadie), parece hablar de la circulación de un deseo insatisfecho, de la pulsión de los cuerpos y los espíritus de un momento histórico que se manifiesta en las calles, pero que también consigue expresarse puertas adentro, entre las sábanas.
Se diría, sin embargo, que lo más auténtico de Los soñadores –un film al que no le faltan notas falsas, empezando por el perfecto inglés en el que está hablada una película que hace de París una bandera– no está tanto en la ambientación de época, plena de detalles evocativos, ni en su desembozada celebración de la belleza de la juventud, sino en el espíritu cinéfilo que recorre todo el relato. Aprovechando las citas y desafíos que se impone el trío, muchas veces a la manera de juegos perversos, Bertolucci se permite un contrapunto con imágenes y sonidos del mejor patrimonio cinematográfico, desde la crisis de Shock Corridor de Samuel Fuller, que le sirve para ilustrar la pasión adolescente del grupo, hasta la famosa corrida por el Louvre de Anna Karina, Sami Frey y Claude Brasseur en Bande à part, de Godard, que el trío se empeña en superar, pasando por momentos privilegiados del Freaks de Tod Browning o Blonde Venus y Reina Cristina, que evocan a Marlene Dietrich y Greta Garbo. Mimetizado con sus personajes, Bertolucci no se priva de ninguno de sus gustos. Y tampoco se arrepiente de nada, como sugiere en el final la voz ronca de Edith Piaf, entonando –como si fuera la conciencia del director– “Non, je ne regrette rien”.
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"Los soñadores" (2003)
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n SUEÑOS DEL NUEVO BERTOLUCCI. Por Horacio Bernades (Página 12)
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Frente a la discreta grilla de la competencia oficial, el plato fuerte de este último tramo de la muestra fue “Dreamers”, donde el cineasta italiano volvió a confirmar su poder de seducción.
Mientras en el Parlamento vasco comenzaba a discutirse un plan de soberanía que podría darle a Euskadi un inédito grado de autonomía, Federico Luppi –que aquí juega prácticamente de local– llegaba a San Sebastián para entregarle a Robert Duvall el Donostia por toda su carrera. Los tiempos se aceleran por aquí, en sentido político y cinematográfico. Con la proyección del film alemán Schussangst quedaron presentadas las 16 películas que integran la competencia oficial del 51º Festival de San Sebastián. Esta noche, con la presentación de Open Range –nuevo western de Kevin Costner, que en noviembre se estrena en Argentina y donde Duvall actúa junto al actor y director– se producirá el cierre oficial del festival donostiarra, luego de anunciarse los premios en la así llamada “Gala de clausura”.
Tras una competencia que no despertó demasiados entusiasmos, una película presentada en sus postrimerías aparece como favorita. Se trata de Girl with a Pearl Earring (La joven de la perla), coproducción entre Gran Bretaña y Luxemburgo dirigida por Peter Webber. Típica producción europea de época, la lujosa película de Webber imagina un episodio en la vida del maestro de la pintura flamenca Johannes Vermeer. Más que la anécdota en sí –una historia de amor entre el artista y su doncella analfabeta– lo más relevante de Girl with a Pearl Earring pasa por lo habitual en esta clase de producciones: el detallismo de su dirección de arte y vestuario y, sobre todo, el tour de force cromático y lumínico del director de fotografía Eduardo Serra, puesto a reproducir el estilo y la obra entera de Vermeer. En tren de conjeturas, la película española Te doy mis ojos (que narra un caso de violencia familiar) y el film indie estadounidense The Station Agent (en el que un enano lacónico se hace amigo de un puertorriqueño parlanchín y una mujer mayor) también pisan fuerte a la hora de las Conchas.
Si hubo un plato fuerte durante las últimas jornadas, fue The Dreamers, el nuevo film de esa institución del cine europeo que es Bernardo Bertolucci, presentada en la subsección “Perlas de otros festivales”. Estrenado hace unas semanas en la Mostra de Venecia, el nuevo Bertolucci es una coproducción internacional hablada en inglés, pero ubicada en París ‘68. Basada en una novela del británico Gilbert Adair, The Dreamers narra la iniciación (entendido esto tanto en términos sexuales como políticos y cinéfilos) de un joven estadounidense (Michael Pitt) que llega a la capital francesa justo en el año más célebre de las cuatro últimas décadas. De la mano de dos liberales hermanos parisinos (Eva Green y Louis Garrel) Michael descubrirá –junto con las delicias de la Cinemátheque Française– las mieles del sexo, los libros y los porros. Encerrados en la amplia casa-nido familiar (una burbuja en la que, entre discos de Janis Joplin, libros de poesía y afiches de Marilyn y Mao, los tres practican juegos cinéfilos y masturbatorios), Michael, Isabelle y Theo serán despertados por una pedrada que viene desde el Boulevard Saint Germain. “La calle entró por la ventana”, dicen, y bajan a unirse a los manifestantes y separarse para siempre.Evocando los fantasmas de Godard, Mayo del ‘68, Freud, la liberación sexual y los Cahiers du Cinéma, The Dreamers parece un condensado de toda la obra anterior de Bertolucci, desde las películas político-experimentales de los ‘60 (Prima della revoluzione, sobre todo) hasta la anterior Cautivos del amor, de la que retoma la obsesión por la antigua casa señorial como núcleo protector y neurotizante. Es posible que deje un regusto algo diluido, pero el ya sesentón cineasta parmesano vuelve a confirmar con The Dreamers (cuyo estreno en Argentina se anuncia para comienzos del 2004) su eterna capacidad de seducción. El director de Ultimo tango en París señaló que si algo lo animó a volver sobre Mayo del ‘68, fue la convicción de que esa rebelión está viva. “Se nos quiere hacer creer que Mayo del ‘68 fracasó, y creo que eso no es cierto. Por más que muchos de sus líderes hayan renegado de la experiencia, en términos culturales la sociedad contemporánea no sería la misma si aquello no hubiera ocurrido. Las costumbres, la sexualidad y hechos tan importantes como el feminismo son hijas de esa voluntad de liberación. Sin Mayo del ‘68, el mundo sería hoy mucho más autoritario de lo que es.”
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"Cautivos del amor" (1998)