martes, 24 de mayo de 2011

Los Hermanos Marx

Chico, Groucho y Harpo Marx

CARTA DE GROUCHO A LOS ABOGADOS DE LA WARNER BROTHERS

Cuando los hermanos Marx se disponían a rodar una película titulada A NIGHT IN CASABLANCA (1946), recibieron la amenaza de una acción legal por parte de los Warner Brothers, que cinco años antes habían hecho la película titulada simplemente CASABLANCA. Ante ello Groucho, en nombre propio y en el de sus hermanos, les dirigió inmediatamente las siguientes cartas:

Queridos Warner Brothers:
Al parecer hay más de una forma de conquistar una ciudad y de mantenerla bajo el dominio propio. Por ejemplo, hasta el momento en que pensamos en hacer esta película, no tenía la menor idea de que la ciudad de Casablanca perteneciera exclusivamente a los Warner Brothers. Sin embargo, pocos días después de anunciar nuestra película recibimos su largo y ominoso documento legal en el que se nos conminaba a no utilizar el nombre de Casablanca.
Parece ser que en 1471, Ferdinand Balboa Warner, su tatarabuelo, al buscar un atajo hasta la ciudad de Burbank, se tropezó con las costas de Africa y, levantando su bastón (que más tarde cambió por un centenar de acciones en la bolsa), las denominó Casablanca.
Sencillamente, no comprendo su actitud. Aun cuando pensaran en la reposición de su película, estoy seguro de que el aficionado medio al cine aprendería oportunamente a distinguir entre Ingrid Bergman y Harpo. No sé si yo podría, pero desde luego me gustaría intentarlo.
Ustedes reivindican su Casablanca y pretenden que nadie más pueda utilizar ese conmbre sin permiso. ¿Qué me dicen de Warner Brothers? ¿Es de su propiedad, también? Probablemente tengan ustedes el derecho de utilizar el nombre de Warner, pero, ¿y el de Brothers? Profesionalmente, nosotros éramos Brothers mucho antes que ustedes. Hacíamos ya la ronda de las candilejas como The Marx Brothers cuando la Vitaphone era todavía un simple destello en el ojo del inventor, e incluso antes de nosotros ha habido otros hermanos: los Smith Brothers [fabricantes de pastillas para la tos], los Karamazov Brothers; Dan Brothers, un centrocampista del Detroit; y Brother, can you spare me a dime? (que originalmente se llamaba BrotherS, can you spare me a dime? pero esto era reducir demasiado la moneda, así que despacharon a un hermano, dieron todo el dinero al otro y lo dejaron en Brother, can you spare me a dime?).
Y ahora, Jack, hablemos de usted. ¿Diría Usted que es el suyo un nombre original? Pues no lo es. Se utilizaba mucho antes de nacer usted. Sobre la marcha, recuerdo dos Jacks: había el Jack de JACK AND THE BEANTALK [cuento infantil] y el Jack el Destripador, que se hizo un bonito renombre en su día.
En cuanto a usted, Harry, seguramente firmará sus cheques con la firme convicción de que es usted el primer Harry de todos los tiempos y de que todos los demás Harrys son impostores. Recuerdo a dos Harrys que le precedieron. Existió Lighthouse Harry de fama revolucionaria [se refiere a LightHORSE Harry, apodo de Lee Henry, héroe de la revolución de EEUU], y también un Harry Appelbaum que vivía en la esquina de la calle 93 con Lexington Avenue. Desgraciadamente, Appelbaum no era demasiado conocido. La última vez que supe de él, vendía corbatas en Weber y Heilbroner.
Hablemos ahora del estudio de Burbank. Creo que es esto lo que ustedes, hermanos, llaman su cuartel general. El viejo Burbank ha desaparecido. Quizá se acuerden de él. Era un hombre muy hábil en la huerta. Su mujer decía a menudo que Luther tenía diez pulgares verdes. ¡Qué mujer debe de haber sido! Burbank era el mago que entrecruzaba todos esos frutos y legumbres hasta dejarlos en tal estado de confusión e incertidumbre que nunca llegaba a decidir si debían ir al comedor en el plato de la carne o en el de los postres.
Esto es una simple conjetura, desde luego, preo, ¿quién sabe?, quizá los supervivientes de Brubank no sean demasiado felices ante el hecho de que una fábrica de películas a destajo se haya instalado en su ciudad, se haya apropiado del nombre de Burbank y lo utilice como presentación de sus films.
Es posible incluso que la familia Burbank esté más orgullosa de la patata producida por el viejo que del hecho de que de su estudio surgiera Casablanca e incluso Gold Diggers of 1931.
Todo esto parece un boTodo esto parece acabar en una diatriba màás bien amarga, pero les aseguro que no es ésta mi intención. Me gustan los Warners. Algunos de mis mejores amigos están en Warner Brothers. E Incluso es posible que este cometiendo una injusticia y que ni ustedes mismos sepan nada de esa actitud de seudo Wanger. No me sorprendería nada descubrir que los responsables de su sección jurídica están al margen de esta absurda contienda, puesto que conozco a muchos de ellos y son unos tipos estupendos de pelo negro y rizado, traje cruzado y un amor hacia el prójimo que requetesaroyanea al propio Saroyán.
Tengo el presentimiento que el impedirnos usar ese titulo es producto del cerebro privilegiado de algún picapleitos recién llegado a su departamento jurídico. Conozco el carácter impulsivo del recién salido de la escuela de derecho, hambriento de éxito y demasiado ambicioso para respetar las leyes naturales del ascenso. Probablemente, este siniesto abogaducho  habrá aguijoneado a sus representantes legales, muchos de los cuales son unos tipos estupendos de pelo negro y rizado, traje cruzado, etc., para que trataran de impedírnoslo. ¡Pues no se saldrá con la suya! ¡Contenderemos con él hasta el Tribunal Supremo! Ningún aventurero legal con la cara tiznada va a llevar la animosidad entre los Warners y los Marxes. Todos somos hermanos debajo de nuestro pellejo y seguiremos amigos hasta que el ùltimo rollo de A nigth in Casablanca esté metido en su bobina.

Sinceramente, Groucho Marx

Por alguna curiosa razón, esta carta pareció confundir al departamento legal de la Warner Brothers. Les respondieron con toda seriedad preguntando si los Marx podrían darles alguna idea sobre el argumento de la película. Estos pensaron que podría llegarse a un acuerdo. Así que Groucho respondió:

Queridos Warner:
No puedo contarles gran cosa sobre el argumento de la película. En ella interpreto a un doctor en Teología que asiste a los nativos y, como pasatiempo, vende como charlatán de abrelatas y chaquetones de marinero a los salvajes de la Costa de Oro africana.
Cuando encuentro por primera vez a Chico, éste trabaja en una taberna y vende esponjas a los clientes habituales, incapaces de soportar su dosis de alcohol. Harpo es un cadí árabe que vive en una pequeña urna griega en los arrabales de la ciudad. [Cultísima alusión al poema de Keats Ode to a small Grecian urn]
Cuando empieza la película, Potaje, una tímida nativa, está afilando flechas para una cacería. Paul Resaca, nuestro héroe, enciende continuamente dos cigarrillos a la vez. Evidentemente, ignora los racionamientos de tabaco.
Podría contarles mucho más, pero no quiero estropearles el placer. Todo ello ha recibido el visto bueno de la Oficina Hays, Good Housekeeping [Revista femenina americana] y los supervivientes de los Tumultos del Haymarket; y si la ocasión es propicia, esta película puede ser el cañonazo inicial de un nuevo desastre universal.

Cordialmente, Groucho Marx.

En lugar de apaciguarles, esta nota pareció confundir más aún a los abogados, quienes replicaron diciendo que todavía no comprendían la historia y que agradecerían que el señor Marx les explicara la trama con más detalle. Groucho correspondió con la siguiente carta:

Queridos Brothers:
Siento comunicarles que, desde la última vez que les escribí, ha habido algunos cambios en la trama de nuestra nueva película A NIGHT IN CASABLANCA. En la nueva versión hago el papel de Burdel, la novia de Humphrey Bogart. Harpo y Chico son vendedores ambulantes de alfombras que están hartos de desenrollar alfombras y entran en un monasterios en busca de picos pardos. Pero se llevan un buen chasco, puesto que no ha habido picos pardos en el lugar durante los últimos quince años.
Enfrente de ese monasterio, junto al muelle, hay un hotel que mira al mar, atestado de damiselas de fresca tez, la mayoría de las cuales han sido vetadas por la Oficina Hays por busconas. En el quinto rollo, Gladstone hace un discurso que conmociona la Cámara de los Comunes e inmediatamente el Rey pide su dimisión. Harpo se casa con un detective de hotel; Chico dirige una granja de avestruces. La amiga de Humphrey Bogart, Burdel, se convierte en una Bacall-girl.
Como pueden ver, se trata de un argumento muy chapucero. Lo único que puede salvarnos de la extinción es que siga el racionamiento de películas.

Afectuosamente, Groucho Marx.

Tras esto, los Marx no volvieron a saber del departamento jurídico de la Warner Brothers

Groucho, Chico y Harpo Marx

Fotograma de "Una noche en la ópera"

Fotograma de "Una noche en la ópera"

Fotograma de "Una noche en la ópera"

Harpo Marx en, "Una noche en la ópera"

Sus surrealistas rutinas y su rapidísima entrega de diálogos y acciones son obvios precursores de la comedia moderna. Muchos de los clichés humorísticos que se cultivaron a lo largo del siglo XX tuvieron origen en las comedias de estos artistas, y aunque no se les ha reconocido como merecen, su legado ha sido ampliamente aprovechado (aún sin saberlo) por comediantes de años posteriores.
En su primera encarnación como artistas de vaudeville los hermanos Marx eran cinco: Groucho, Harpo, Zeppo, Chico y Gummo. Cuando se graduaron a la pantalla grande, Gummo decidió retirarse del grupo, y posteriormente Zeppo prefirió encargarse del aspecto financiero y limitar sus apariciones en las películas. Al principio los Hermanos Marx trataron de llevar íntegramente al cine las caóticas rutinas que interpretaban en teatro, y los resultados no fueron muy exitosos. Cintas como "Horse Feathers" y "Duck Soup" son actualmente considerados clásicos, pero en su tiempo la comedia era demasiado avanzada y estridente para los gustos prevalecientes. Fue en 1935 cuando el director Sam Wood, ayudado por un grupo de sólidos escritores (incluyendo a Buster Keaton, aunque no aparece en los créditos), logró destilar la esencia de los Hermanos Marx en una historia más lineal, menos divergente, y más tradicional, aunque buscando conservar la aparente espontaneidad y exuberante actitud del trío compuesto por Groucho, Chico y Harpo.

(Texto tomado de: http://www.cinencanto.com/critic/m_opera.htm)

Chico, Groucho, Harpo y Zeppo Marx

Fotograma de "Una noche en la ópera"

A comienzos de 1934, los Hermanos Marx se hallaban ante una doble encrucijada. Por una parte, la Paramount no quería producirles más películas. La razón: la última película realizada por los Marx para ese gran estudio, Sopa de Ganso (1933), no había ido nada bien en taquilla. No siendo del todo cierto (Sopa de Ganso fue el quinto filme con mayor recaudación de la Paramount en 1933), ésta fue la excusa ideada desde el departamento de contabilidad de un estudio que quería deshacerse de unos cómicos incómodos. Por otra parte, Zeppo, el más joven del –hasta ese momento– cuarteto, abandonó el grupo para convertirse en agente teatral (no era el primer Marx que renunciaba, pues Gummo lo hizo justo antes de que los cómicos dieran el salto al cine), dejando a los Hermanos Marx reducidos a un trío: Groucho, Chico y Harpo. En esta época de aparente sequía creativa, en la que no realizaron ningún filme, los Marx se dedicaron a diversas actividades: Groucho y Chico hicieron un programa radiofónico nocturno para la CBS e, incluso, el propio Groucho participó en una obra seria de teatro, Twentieth Century. Parecía el fin de su carrera cinematográfica, pero en realidad sólo era el principio de una nueva era dorada y, en esta ocasión, gracias a la ludopatía de Chico. El mayor de los hermanos, Chico, era un compulsivo jugador de cartas: el bridge y el póquer eran sus pasiones. Jugaba mucho (muchísimo) y apostaba aún más, lo que le llevó varias veces a la bancarrota. Con no poca frecuencia, uno de sus contrincantes en las partidas de bridge era Irving Thalberg, el chico de oro de la MGM, quizá el productor más listo y brillante que ha dado el cine. Al parecer, un día en que Thalberg perdió más de la cuenta, les dijo a los hermanos Marx: "Amigos, me gustaría hacer algunas películas con ustedes. Me refiero a auténticas películas". Así nació el proyecto de Una Noche en la Ópera, y también la etapa de los Marx en la MGM. La película, que contó con la colaboración de numerosos guionistas (incluso Buster Keaton escribió chistes para Harpo), se acabó convirtiendo en un verdadero destilado de “gags”, unos 175 que aparecen en pantalla, en torno a los cuales se construyó una historia más o menos simple. James K. McGuinness (escritor de la MGM), Bert Kalmar y Harry Ruby (que habían escrito Sopa de Ganso y Plumas de Caballo), George Kaufman y Morrie Ryskind (este último argumentista colaboró con el clan en Los Cuatro Cocos y El Conflicto de los Marx) y Al Boasberg (al parecer, el autor de la mayor parte de Una Noche en la Ópera, pero que nunca apareció acreditado), entre otros, trabajaron a destajo –y por separado– en el guión del filme.
Todos ellos, bajo la supervisión de Thalberg, contribuyeron a pulir las frases y los chistes, a crear –y recuperar– sketches y, en suma, a perfilar un argumento semi-definitivo que, como ya había hecho Thalberg en el inicio del cine sonoro, fue ensayado con público real para apreciar sus reacciones. Así, en abril de 1935, el trío de los Marx, Margaret Dumont (una Marx más), Kitty Carlisle y Allan Jones (el encargado de sustituir a Zeppo como galán romántico), comenzaron una gira por diversos Estados (San Francisco, Seattle, Portland, … ), tutelados por Al Boasberg y Morrie Ryskind (que se odiaban). En mayo de 1935 comenzó el rodaje bajo la dirección de Sam Wood, hombre de confianza de Thalberg y profesional muy exigente (repetía decenas de veces las tomas para que quedaran perfectas), que pretendía conjugar la vis espontánea de los actores con la necesaria dimensión narrativa del filme. Los Marx odiaban a Wood, el hombre de paja de Thalberg, y le hicieron la vida imposible. Según Walter Woolf King (Rodolfo Lassparri):
”Wood era un tipo encantador … No creo ni que él quisiese hacer la película. Sin embargo, estaba bajo contrato de la MGM. Lo pasó fatal con ellos: nunca estaban donde debían”. Tras un rodaje enredado (durante el cual aún se rescribían los diálogos y se multiplicaban los conflictos y las quejas –como la de Kitty Carlisle quien, al descubrir en un play back que la voz de fondo no era la suya, se encerró tres días en su camerino hasta conseguir que se respetaran sus grabaciones previas–), vino la fase de montaje del filme –igualmente dominada por Thalberg– y, finalmente el estreno.
Tampoco fue fácil este último porque, antes de que se produjera, la oficina de censura estadounidense se encargó de cercenar una buena parte del filme (entre otros, el gag en el que Groucho invita a la señora Claypool a su camarote).
La negociación de Louis B. Mayer con el censor Joseph Breen logró evitar el desastre y, por consiguiente, que Una Noche en la Ópera se pudiera estrenar sin mayores mutilaciones. No obstante, y tras dos pases con público –que no acababa de entusiasmarse con el filme–, fue el propio Thalberg quien se encerró –tres días– con el montador William LeVanway para retocar el montaje final de la película, recortando los espacios vacíos entre gags. Finalmente, el estreno oficial confirmó todas las expectativas, y la película fue el mayor éxito económico de la historia de los Marx (si bien no obtuvo buenas críticas). Una Noche en la Ópera nunca decae y su mayor valor son, sin duda, las rutinas cómicas micas de los Marx, muchas de las cuales, aunque adaptadas al cine, fueron antes representadas innumerables veces en teatro, donde el grupo de comediantes invirtió años refinando cada elemento hasta convertirlas en obras maestras. La simulada espontaneidad e improvisación son en realidad producto de un profundo análisis y precisa ejecución (incluso considerando pausas para acomoar acomodar las risas de la audiencia).
De ahí la genialidad de unos cómicos como los Marx.

(Texto tomado de: http://www.aulas.ulpgc.es/cine/historial/071-Una%20Noche%20en%20la%20Opera.pdf)

 
Harpo Marx
Groucho Marx y Margaret Dumont

Nadie lo pone en duda, los Hermanos Marx, son posiblemente los cómicos más iconoclastas de la Historia del Cine. Sus películas son «sus películas», es decir, ni directores, ni guionistas, ni estudios, nada ni nadie era capaz de ensombrecer su estilo. Se puede decir que el cine de los hermanos Marx, es un cine de autor como lo pueda ser el de Rohmer, Antonioni, Losey, Chaplin, Eisenstein, Rocha o Coppola, por citar sólo a algunos de los directores más personales.
Ellos fueron capaces de convertirse en autores. Autores que rompieron con los esquemas clásicos de la comedia y del cine de humor, aunque no hay que olvidar la cosecha que recogieron de los pioneros del cine mudo como Sennet o Chaplin. Pero ellos lograron crear un modelo de comicidad nuevo, basado en la «guerra dialéctica», en el absurdo formal, en la desfachatez interpretativa. Todos los convencionalismos sociales fueron puestos en solfa por este trío: militarismo, diplomacia, alta sociedad, la cultura, etc. Hoy por hoy, siguen siendo considerados como genios y admirados tanto por las viejas generaciones como por las nuevas. Su humor es intemporal porque su crítica, su sentido del humor se basa en los comportamientos humanos, en la pulverización de las «buenas maneras» impuestas por la sociedad que, a pesar del paso del tiempo, siguen vigentes.
Groucho, siempre malhumorado y pesimista, impuso un sentido de la irrisión verbal sin precedentes; Harpo, el eterno mudo, creó una expresión corporal llena de plenitud en un personaje inquietante e imprevisible, el más querido -por su supuesta indefensión- de los pequeños y de un gran sector de sus admiradores; y Chico, el prototipo de persona práctica, racional, a la vez grave y burlón. Los tres constituyeron un trío demoledor que unieron a su genialidad una de las críticas más despiadadas a través de la sátira de todos los estamentos de la sociedad.

(Texto tomado de: http://troyano.com/marxmadera/marx_art_genioshumor.php)

Groucho, Buster Keaton y Chico

Groucho, Zeppo, Harpo y Chico Marx

EL NOMBRE DE LA RISA. Por Thorsten Langenbahn

Fue uno de los personajes más importantes de la historia del cine. Su finísimo sentido del humor quedó inmortalizado en films notables como “Una noche en Casablanca” y “Sopa de ganso”, entre otros.

”Querido Harry –le escribió una vez Groucho Marx al entonces presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman–: No sé si te acordarás de mí, pero soy el tipo del bigote negro, las gafas y la creciente calva que –espero– te hace emitir sonoras carcajadas todos los jueves por la noche frente al televisor.” Groucho era un pícaro no solamente en el escenario y a la luz de los reflectores sino también en privado. Siendo una estrella indiscutida del mundo del espectáculo, no era bien visto por quienes buscaban “comunistas” por todos los rincones, pero el actor se reía de la pacatería ajena. Su ironía llegó a punto tal que el epitafio escrito por él, y que aún puede leerse ante su tumba, reza: “Disculpen que no me levante”. Hoy se cumplen 25 años de su muerte, y el recuerdo de su figura parece eclipsado por otras muertes ilustres, como las de Marilyn Monroe y Elvis Presley, pero Groucho merece su propio lugar en la nostalgia.
Fue su creatividad la que dio vida a los famosos Hermanos Marx. Ya al inicio de su carrera, en los años ‘20, los cuatro hermanos cómicos se atribuyeron papeles definidos. Groucho parodiaba a un ciudadano de la alta sociedad, con un frac que le iba mal, un largo puro, raya al medio, gafas y un mostacho pintado. Su carácter era cínico, refinado, insidioso y brutal. Con sus insultantes juegos de palabras y frases brillantes hacía lo que quería con quien se enfrentara a él en una conversación, y caricaturizó así a toda la sociedad estadounidense. El segundo más joven de los Hermanos Marx, que nació el 2 de octubre de 1890 en Nueva York, fue el primero que comenzó con una carrera en el mundo del espectáculo. Apoyado por su madre, se inició como cantante a los 14 años. Luego, los hermanos se presentaron juntos como Six Musical Mascots, antes de aparecer de forma definitiva en los años ‘20 como los Hermanos Marx.
En 1925 encantaron al público en Broadway con su show The Cocoanuts, que fue filmado cuatro años más tarde. Sus espectáculos a toda velocidad fueron un éxito también en Hollywood, y se hicieron famosas sobre todo películas como Sopa de ganso (1933), Una noche en la Opera (1935), Una tarde en el circo (1939) y Una noche en Casablanca (1946), entre muchas otras. En 1949, los hermanos rodaron su último film juntos, Love Happy, en el que una joven Marilyn Monroe tuvo uno de sus primeros papeles en la pantalla. La filmografía de Groucho, en tanto, incluye películas como Una mujer de cuidado (1957) y Copacabana (1947).
Groucho continuó haciendo reír a carcajadas al público en la radio y la televisión. El programa “You Bet your Life”, que comenzó en 1951 en realidad como un concurso, terminó teniendo su propio sello y convirtiéndose en su show. El artista, cuyo nombre original era Julius Henry, recibió en 1972 el premio especial del Festival de Cannes y un año después un Oscar Honorario. Murió a los 86 años en Los Angeles de una neumonía pero, para millones de fans que siguen sus películas a través del video y la televisión, sigue vivo junto a grandes de la comedia como Charles Chaplin, Buster Keaton o Laurel & Hardy.
 
Groucho Marx

Salvador Dalí y Harpo Marx

SALVADOR DALÍ Y LOS HERMANOS MARX. LA PELÍCULA QUE NUNCA SE RODÓ

«Querido Salvador Dalí: he recibido un telegrama de Jo Forrestal diciendo que usted está interesado en mí como víctima. Emocionado ante la idea. El rodaje actual acabará en seis semanas. Si viene al Oeste, estaré encantado de ser embadurnado por usted. Tengo una contrapropuesta: ¿Posaría para mí mientras yo poso para usted? Feliz año nuevo de un gran admirador de «La persistencia de la memoria»». Se trata del «sí quiero» de Harpo Marx a un maridaje histórico. En 1936, y movido por lo que él consideraba «el cénit del cine cómico», Dalí se puso en contacto con el mudo de los Marx -al que quería retratar- para iniciar una colaboración que se preveía de lo más surrealista. La lástima fue que, a pesar del entusiasmo por ambas partes, las productoras no opinaron lo mismo. «Jirafas en ensalada de lomos de caballo» nunca llegó a rodarse.
Lo que sí se conserva de aquel histórico encuentro es el dibujo que Dalí pintó en su visita al rodaje de «Un día en las carreras». En «El piano surrealista» -título de la obra-, además de la iconografía típica del artista, aparece la pareja protagonista del filme fantasma, en el que la lucha entre dos mujeres por el mismo hombre se convierte en «un proceso en el que resulta imposible saber cuál de los dos mundos es más absurdo», decía Dalí.
Un año más tarde de su primera visita, el artista se desplazó a Estados Unidos, donde elaboraron juntos el guión de un filme que de haber llegado a término, habría durado 30 minutos. El argumento, desarrollado durante los descansos del rodaje de otra película de los Marx, enfrentaba a dos mujeres, la mujer surrealista y Linda, ambas enzarzadas en una lucha que reflejaba los dos mundos que representan: el convencional y el imaginativo. El dibujo no es el único recuerdo de aquel proyecto, pues también se conservan algunas notas, una sinopsis mecanografiada y otros dibujos que completan la serie de «El piano surrealista».

(Texto tomado de: http://www.abc.es/20090821/catalunya-catalunya/salvador-dali-hermanos-marx-20090821.html)

Fotograma de "Una noche en la ópera"

Chico Marx

Groucho Marx
 
FRASES DE GROUCHO MARX

* - Groucho: Todo lo que soy se lo debo a mi bisabuelo, el viejo Cyrus Tecumseh Flywhell. Si aún viviera, el mundo entero hablaría de él.
- Periodista: ¿Por qué?
-Groucho: Porque si estuviera vivo tendría 140 años.
* Humphrey Bogart vino la otra noche a casa y acabó completamente borracho, algo, por otra parte bastante normal en él. Cuando va cocido es un pelmazo, pero la verdad es que no mejora mucho cuando esta sobrio.
* No me gustó la representación, pero después la vi en circunstancias más adversas: el telón estaba levantado.
* He disfrutado mucho con esta obra, especialmente en el descanso.
* Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como miembro a alguien como yo.
* A quién va usted a creer, ¿a mí, o a sus propios ojos?
* Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros.
* Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota. Pero no se deje engañar. Es realmente un idiota.
* Nunca olvido una cara. Pero en su caso, haré gustoso una excepción.
* Claro que lo entiendo. Incluso un niño de cinco años podría entenderlo. ¡Que me traigan un niño de cinco años!
* Desde el momento en que cogí su libro me caí al suelo rodando de risa. Algún día espero leerlo.
* ¿Por qué debería preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?
* La justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música.
* Una mañana me desperté y maté a un elefante en pijama. Me pregunto cómo pudo ponerse mi pijama.
* La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien enciende la televisión, voy a la biblioteca y me leo un buen libro.
* He pasado una noche estupenda. Pero no ha sido esta.
* Debo confesar que nací a una edad muy temprana.
* O usted se ha muerto o mi reloj se ha parado.
* Recordad que estamos luchando por el honor de esa mujer, lo que probablemente es más de lo que ella hizo jamás.
* Partiendo de la nada alcancé las más altas cimas de la miseria.
* Citadme diciendo que me han citado mal.
* El matrimonio es una gran institución. Por supuesto, si te gusta vivir en una institución.
* La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.
* Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente.
* Bebo para hacer interesantes a las demás personas.
* Sólo hay una forma de saber si un hombre es honesto. Preguntárselo. Y si responde “sí”, sabes que está corrupto.
*¿Qué por qué estaba yo con esa mujer? Porque me recuerda a tí. De hecho, me recuerda a tí más que tú.
* ¿Servicio de habitaciones? Mándenme una habitación más grande.
* La política no hace extraños compañeros de cama. El matrimonio, sí.
* El secreto del éxito es la honestidad. Si puedes evitarla, está hecho.
* Soy tan viejo que recuerdo a Doris Day antes de que fuera virgen.
* Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente está demasiado oscuro para leer.
* No puedo decir que no estoy en desacuerdo contigo.
* Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Detrás de ella, está su esposa.
* El matrimonio es la principal causa de divorcio.
* Que le den el 10% de mis cenizas a mi promotor artístico.
* Mi madre adoraba a los niños. Hubiera dado cualquier cosa porque yo lo fuera.
* Si quisiera un centavo rompería la ucha de mi hijo -si tuviera un hijo-.
*- Juez Maxwell: Señoras y caballeros, mi oponente mantiene ahora una postura ambigua en relación con la Ley Seca. Pero, ¿no es cierto que usted votó a favor de la prohibición?
- Groucho: Bueno, es que aquel día estaba borracho. Pero dejen que les confunda, amigos. Lo único que bebo es soda porque combina bien con cualquier cosa.
* Supongo que habría que inventar las camas de agua. Ofrecen la única posibilidad de beber algo a media noche sin pisar al gato.
* Durante mis años formativos en el colchón, me entregué a profundas cavilaciones sobre el problema del insomnio. Al comprender que pronto no quedarían ovejas que contar para todos, intento el experimento de contar porciones de oveja en lugar del animal entero.
* Es una tontería mirar debajo de la cama. Si tu mujer tiene una visita, lo más probable es que la esconda en el armario. Conozco a un hombre que se encontró con tanta gente en el armario que tuvo que divorciarse únicamente para conseguir donde colgar la ropa.
* Desde el momento en que cogí este libro hasta que lo dejé, me entraron fuertes convulsiones de risa.
* Dices que conociste a John en un ascensor, y mi pregunta es: ¿subía o bajaba? Esto es muy importante porque, cuando bajamos en un ascensor, siempre tenemos una sensación de vacío en el estómago que a veces puede confundirse con amor. En cambio, si subía, se trata de un caso claro de flechazo a primera vista, y también demuestra que John es un joven en período de ascenso. (De una carta a su hija Miriam)
* ¿No es usted la señorita Smith, hija del banquero multimillonario Smith?... ¿No?... Perdone, por un momento pensé que me había enamorado de usted.
* No piense mal de mí, señorita, mi interés por usted, es puramente sexual.
* (Al camarero de un restaurante) Hoy no tengo tiempo para almorzar. Traiga la cuenta.
* -Empleado  (En el guardarropa): ¿Me deja su chaqueta, señor Marx?
-Groucho: Sí, que la tengan lista para el jueves.
* Todo el mundo puede hacerse mayor. Lo único que se requiere es vivir el tiempo suficiente.








MEMORIAS DE UN AMANTE SARNOSO (Fragmento). Por GROUCHO MARX

“Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo”.

PRÓLOGO ADVERTENCIA
De sobras sé que el título de este libro es capcioso, pero lo cierto es que hay mil modos de vender un libro, como los hay de deshollar un gato.
Claro que no existe ninguna relación entre ambas cosas... sin embargo, tenía yo una tía que siempre decía que existen mil modos de deshollar un gato. Un buen día, bajo una ola de calor que se abatía sobre el East Side de Nueva York, cedió a sus impulsos y no tardaron en llegar unos hombres vestidos con batas blancas que se la llevaron, mientras aún sostenía el pellejo del gato. Fue un espectáculo poco ameno. Por otra parte, parece que mi tía no andaba muy equilibrada.
Quienquiera que compre este libro habrá de considerarse expoliado si se ha dejado engatusar por el título. Yo bien quisiera haber escrito un buen libro erótico que motivara un escándalo mayúsculo. Es indudable que lo que más excita las apetencias literarias del lector, es saber que el autor ha sido encarcelado por sobreexcitar la libinosidad de millones de compatriotas.
Descartada, pues, la cuestión sexual, vamos a ver de qué otras cuestiones podemos ocuparnos.

PRIMERA PARTE: L’AMOUR COMO DIVERSIÓN

1. ¡BENDITA DIFERENCIA!

Hasta cumplir los cuatro años no establecí diferencia alguna entre los sexos. Iba a escribir ‘entre los dos sexos’, pero ahora se dan tantos matices, que si alguien dice ‘los dos sexos’ se expone a que los amigos le consideren un caduco anacrónico y se pregunten en qué caverna habrá vivido uno en las últimas décadas.
Mi primera visión de un ignoto mundo de ensueños tuvo lugar con ocasión de la visita que hizo a mi madre mi única tía, mujer adinerada y de sugestivos encantos. Estaba casada con un famoso actor de vodevil, y, aunque todavía era joven, había viajado mucho, perdiéndose en más de una ocasión. Tenía el cabello rojo y los tacones altos, y unas formas ondulantes que se acentuaban donde deben acentuarse las formas. (Lamento que mi extremada juventud me impidiera concertar con ella una cita).
Su presencia llenó la casa de una exótica fragancia evocadora de insólitas tentaciones, que más adelante identificaría con el aroma característico que se percibe en todos los burdeles.
Naturalmente, en aquellos momentos, desconocía enteramente lo que excitaba mis pituitarias, por lo que, en mi candor, lo califiqué de mágico efluvio. Sin embargo, fuera lo que fuera, resultaba inquietante, y, desde luego, se apartaba mucho de cuanto había olfateado hasta entonces.
En nuestro cochambroso piso, yo estaba acostumbrado a los olores de cuatro hermanos reñidos con la higiene, combinados con los de las cotidianas coles hervidas y los procedentes de las emanaciones de la estufa de petróleo. Pero, en aquel instante, allí estaba yo aspirando el penetrante perfume de todas las eras: una fragancia que hacía temblar a los más robustos de frenética apetencia y que hacía que los débiles lloraran de desesperación.
Mi tía era una mujer muy guapa y al mirarme esbozó una sonrisa de admiración. Luego, se volvió hacia mi madre y le dijo:
- ¿Sabes, Minnie, que Julius tiene los ojos pardos más hermosos que he visto en mi vida?
Hasta entonces, jamás había concedido yo la menor atención a mis ojos. Bueno, sabía que era miope, pero nunca se me había ocurrido pensar que mis ojos tuvieran algo de extraordinario. Consciente, pues, de mis recién descubiertos encantos, alcé desmesuradamente las cejas y miré fijamente a mi tía. Ella no volvió a mirarme, pero yo continué con los ojos clavados en ella, con la esperanza de conseguir un nuevo elogio.
Todo fue en vano; estaba muy ocupada chismorreando con mi madre y, al parecer, se había olvidado por completo de mí. Seguí moviéndome, de aquí para allá, por delante de ella, con la esperanza de que hiciera algún nuevo comentario sobre mis hermosos ojos pardos.
Al cabo de un rato empezaron a dolerme los ojos a causa del continuado esfuerzo, y aquel perfume tan penetrante empezó a marearme. Me veía incapaz de atraer sobre mí su atención, y, en cambio, ansiaba otra frase elogiosa sobre mis bonitos ojos, así que me puse a toser. Pero no con una tos ligera y discreta, sino con una tos profunda y cavernosa que hubiera hecho palidecer de envidia a la propia Dama de las Camelias. Tanto tosí que se me levantó un espantoso dolor de cabeza, sin que, por otra parte, lograra despertar en ella la menor muestra de interés.
Al fin hube de darme por vencido y bajo la aflicción de mis muchas dolencias, salí de la estancia, aturdido y febril, aunque enteramente feliz ante el primer piropo que recibí de labios de una mujer... a pesar de que éste fuera sólo un comentario casual de mi tía.
Hubo de pasar mucho tiempo antes de que un día, mirándome al espejo, descubriera que tengo los ojos grises.

2. BANDADA DE PICHONES; DESBANDADA DE AMANTES...

Hace ya muchos años, cuando era joven y célibe, me volvía loco por las chicas. Esto no constituye una rareza, especialmente en un muchacho señalado por el destino como maníaco sexual en potencia.
La verdad es que, cuando a un hombre joven no le gustan las chicas, lo más probable es que algún psicoanalista acabe por decirle (después de cuatro años, a treinta y cinco dólares la sesión) que está enamorado de su padre o de su madre... o del vecino de enfrente.
Nunca he comprendido la sugestión que puede entrañar algún aspecto de este triángulo para un hombre joven (ni aun para un viejo), y, por otra parte, todos sabemos que la sociedad desaprueba cualquier tipo de anormalidad sexual.
Así es que aconsejo a los adolescentes que empiecen a perseguir a las chicas el mismo día en que empiecen a vestirse por sí mismos, y que desdeñen cualquier veleidad que no haría más que llevarles a la ruina física y moral, perjudicándoles incluso en su carrera política, ocasionalmente.
Afortunadamente, yo sólo me interesaba por las chicas y por mí mismo, y, por si esto fuera poco, andaba de bolos con una compañía de vodevil en la que figuraban ocho muchachas excepcionalmente atractivas.
Dado que sólo éramos cuatro hermanos, teóricamente tocábamos a dos chicas por hermano (no hace falta ser un lince para sacar las cuentas). A mí no me interesaba más que una, de modo que quedaban siete chicas para tres hermanos.
Al decir que sólo me interesaba una chica, no significo que me interesase de un modo permanente. Todo mi interés se limitaba a llevármela a mi habitación.
Ella era un auténtico bombón: pelirroja, sinuosa, y encantadora, cuando, como de costumbre, me dedicaba su adorable sonrisa.
Cierta noche, después de la representación, estábamos sentados en la cafetería del hotel.
Casualmente, como si fuera una ocurrencia, cuando en realidad la acción estaba planeada desde hacía varias semanas, me volví hacia ella y le dije:
- Gloria, ¿te apetece subir a mi habitación a beber unas copas de champán? Es nacional, pero apenas se nota la diferencia.
- Champán nacional -murmuró-. ¡Con lo que a mí me gusta! Aunque no lo creas,  precisamente ayer leí un artículo en el “Tribune” de Minneápolis, en el que un experto afirmaba que, en la mayoría de los casos, el champán nacional es superior al de importación.
Aún no había dicho que subiría a mi cuarto, pero su súbito entusiasmo por el champán nacional me inclinaba a la convicción de que no tardaría en cubrir de caricias a aquel encanto de criatura. Me relamía ante la perspectiva. Desde luego, cualquiera hubiera dicho que tenía ya ganada la partida. Pero, desgraciadamente, esto estaba muy lejos de ser cierto. La principal dificultad consistía en lograr que llegara a mi habitación.
Hacer que pasara ante el conserje, era sencillo. Lo más difícil era sortear a los detectives del hotel. Aquellas sabandijas rondaban por todas partes, desde el ocaso hasta el alba, fisgando por las cerraduras y escuchando a través de las puertas, al acecho de ruidos sospechosos.
Los de la farándula éramos siempre sospechosos y si un polizonte del hotel oía una voz femenina en la habitación de un hombre, no tardaba en aporrear la puerta gritando:
- ¡Haga salir de ahí a esa mujer, antes de que sea peor!
Yo tenía una bonita habitación, con un balcón sobre la bahía. Para evitar sospechas, dije a Gloria que tomara el ascensor hasta el piso nueve, donde dormía con otra chica, y que subiera luego a pie hasta el piso siguiente, donde yo estaba.
Por mi parte, para despistar, tomé la escalera de servicio, cubriendo materialmente al galope los diez pisos.
El pensamiento puesto en Gloria y sus gloriosas formas, fue el motor que me prestó el aliento para tamaña proeza libido-deportiva.
Había dado a la chica mi llave duplicada, de modo que, por fin, nos reunimos en mi alcoba palpitante de emoción (por lo menos yo). ¡Qué triunfo! ¡Qué panorama se ofrecía ante mí! ¡Me sentía cual Napoleón cruzando los Alpes o como Mac Arthur caminando sobre las aguas!
Hacía un calor horroroso y, después de cerrar bien la puerta y pasar el pestillo, corrí a abrir el balcón, haciendo gala de un estilo digno de Rodolfo Valentino, aunque parece ser que éste vivía siempre en tiendas de campaña sobre las arenas del desierto (que nunca estaba tan desierto). La cosa marchaba como sobre ruedas.
El champán era increíblemente bueno, sobre todo si se tiene en cuenta que su vejez no alcanzaba las dos semanas. Mientras nos acomodábamos en el sofá entre lúbricas miradas, acertó a penetrar por el balcón una pareja de pichones.
Me pareció entonces un toque de efecto muy oportuno. Ellos se arrullaban y nosotros también.
Aparte de mis zapatos y el puro que me estaba fumando, apenas había diferencia entre las dos parejas. Mientras Gloria y yo iniciábamos un movimiento de aproximación, entró otra pareja de palomas. Y luego, otra.
Al principio, se posaron sobre la balaustrada del balcón, arrullándose y dándose el pico.
Como experto aficionado a los pájaros, comprendía muy bien que sus murmullos apuntaban a objetivos idénticos a los míos. Al cabo de un rato, la balaustrada estaba cubierta de palomas, y, poco después, las más audaces recorrían con sus vuelos el ámbito de mi habitación, en busca de un rincón tranquilo donde anidar.
Todo el mundo sabe que la práctica del amor constituye una experiencia aleccionadora, pero la afluencia de palomas era ya tal, que hacía imposible la realización de práctica alguna.
El dormitorio entero se había convertido en un palomar y nuestra supervivencia clamaba imperiosamente. Dejé de hablar a Gloria y empecé a dirigirme a los pichones, con voz suave y persuasiva, en su propio idioma.
No sirvió de nada, en vista de lo cual solté unos cuantos alaridos.
Debieron de tomarme por un pajarraco antipático, pero, sin prestarme mayor atención, prosiguieron en sus naturales actividades.
Comprendí entonces que si no expulsaba a aquellos avechuchos de mi dormitorio, iban a resultar estériles mis esfuerzos y mi botella de champán.
Así, pues, volviéndome hacia Gloria, le dije:
- Palomita mía, ¿por qué no pasas un momento al cuarto de baño?
Mi sugerencia sorprendió a la chica, que se mostró ofendida, hasta cierto punto, con razón. Nuestras relaciones no habían llegado aún a esa intimidad que nos permite indicar a nuestra amante que vaya al cuarto de baño.
- ¡Oye, monín! -me contestó-. ¡Soy bastante crecidita para saber cuando tengo que ir al lavabo... y ahora no es el momento!
- En bien de los dos -repliqué- te ruego que pases un momento al lavabo.
- Pero ¿qué diablos te propones al pretender que me meta en el cuarto de baño?
En aquel momento, una paloma en vuelo rasante me rozó una oreja. La eché un viaje, pero marré el golpe.
- Oye, amor mío, te quiero mucho -alegué desesperadamente-, pero ya puedes ver que así no vamos a ninguna parte. Las palomas nos han invadido la habitación y tengo que recurrir a los detectives del hotel. Estoy seguro de que no es la primera vez que sucede esto y de que ellos tendrán prevista la solución del problema.
Gloria gruñó suspicaz, pero, empuñando la botella de champán con gesto altivo, hizo mutis por la puerta del lavabo con toda majestad.
A los cinco minutos, acudieron los pies-planos, que, sin decir palabra, cerraron el balcón, se quitaron las chaquetas y empezaron a ahuyentar a los plumíferos y sus consortes.
Los seguí con la mirada mientras corrían y saltaban pasillo adelante. Parecían dos pajarracos de mal agüero persiguiendo a sus presas. No llegué a saber cómo se las compondrían para expulsar a los pichones del hotel. Tal vez no llegaron a hacerlo. Acaso pasaron a la cocina, para incorporarse al menú del día siguiente.
En cualquier caso, lo que yo quería entonces era ver desaparecer a los detectives y ver aparecer a Gloria.
Di unos golpecitos en la puerta y murmuré:
- ¡Abre cariñito! ¡Ya puedes salir!
Apareció demudada y dijo, en un suspiro:
- Estoy malísima... me voy a mi cuarto. Será la última vez que huela siquiera el champán nacional.
Y aquélla fue la última vez que tuve junto a mí a Gloria, salvo en el escenario, entre otras siete chicas y tres hermanos. “Sic transit Gloria!”

3. CITA CON UNA DESCONOCIDA... ...O MÁS VALE ESTAR SOLO...

Me hallaba en Nueva York, solo, apuesto y elegante, y cargado de malas intenciones... que son las buenas. Pero llevaba mucho tiempo ausente de Manhattan y en mi librito de notas no figuraban más teléfonos que los de algunas viejas glorias.
Con todo, después de hojear sus amarillentas páginas, decidí llamar a uno de aquellos números. El primero que elegí correspondía a un primor de muchacha que respondía por Madeleine.
La recordaba vagamente: diecinueve años, 36-24-36, y de piel suave y tierna como la del melocotón. (La verdad es que jamás vi a mujer alguna con piel de melocotón, pero como la imagen es más bien suculenta, no veo por qué he de desecharla.) Marqué el número emocionado, impaciente por oír la cantarina voz que en otros tiempos me recordaba las campanillas de los aleros japoneses. (He de confesar que lo único que me ha movido ha hacer esta comparación es que hace pocos días que he visto una reposición de “Treinta segundos sobre Tokio”. Pero, no hablemos de la guerra. Es un tema desagradable y además ha sido ya bastante manoseado).
No tardaron mucho en responder... pero, ¡qué decepción... adiós mis campanillas del Japón! La voz que hirió mi oído despedía un tufo a vino espantoso. Sin saber cuál sería su apariencia, me figuré que su propietario había de ser una especie de gorila, de espaldas cuadradas, dedicado al camionaje de verduras del mercado central.
De cualquier modo, estaba demasiado atónito para preguntarle por la linda Madeleine. Porque de esto sí que estaba seguro: no era Madeleine. Y si se trataba de ella, no creo que hubiera gozado mucho en su compañía.
Probé otros cuatro números. Dos de las chicas a quienes llamé, es triste decirlo, pero habían dejado ya de serlo. Se daba el curioso fenómeno de que se habían hecho mayores, y tenían maridos y niños, y pañales mojados y bragas impermeables (no me refiero a ellas, claro, sino a los niños).
En el tanteo de los chascos llevaba, por el momento, tres seguros contra dos probables.
Le llegó entonces el turno a Prudencia. Recordaba la memorable noche que pasé con ella en un taxi y de qué forma traicionó a su nombre con su comportamiento. Se puso al teléfono su madre, que no paró de hablar en quince minutos, sin saber aún ni quién era yo. Me contó que su hija había salido en gira artística con una compañía de variedades.
- Tendría usted que verla -me dijo-. Aunque me esté mal decirlo, mi niña es lo mejor del espectáculo. Claro que en tierra de ciegos...
La coletilla no resultaba, en verdad, muy estimulante. Pero la buena señora no me dio tiempo para meditar y siguió con su cháchara:
- En cualquier caso -me dijo- si quiere ponerse en contacto con ella, me sé de memoria su ruta. De Waterloo, iba a Dubuque, Cedar Rapids, Grand Forks, Fargo, Upper Sandusky, East Liverpool y, para terminar, tres días en San Diego. Todo un viaje -añadió con orgullo-. Van en dos autocares, uno para el elenco y otro para el vestuario y la decoración. ¿Conoce la escena en que aparecen como doncellas del Ejército de Salvación? Bueno, el caso es que figura que son doncellas, ya sabe...
- ¿De veras? -comenté-. Ignoraba este detalle...
- Sí, -me interrumpió-, en la escena salen doce chicas, pero, aunque me esté mal decirlo, Prudencia, mi hija, era la única que aparentaba conservar la virginidad.
Recordé entonces a Prudencia en la noche del taxi y resumí que si ella era virgen, Juana de Arco debió ser recaudadora de contribuciones.
La bruja seguía emitiendo desarticuladas insensateces, sin aparentes intenciones de acabar, así que, suavemente, colgué el aparato.
Llamé entonces a Celia, el último número que figuraba en mi menguada lista. Llevaba invertidos cincuenta centavos en llamadas telefónicas.
Me acordaba muy bien de Celia. Menuda, con lentes de contacto, caderas pronunciadas y busto suficiente para las más ansiosas exigencias. Era muy mona, pero, desgraciadamente, se las daba de intelectual. Vivía en Greenwich Village y nunca iba a parte alguna, ni siquiera al cuarto de baño, sin llevar consigo un grueso volumen, encuadernado en piel, de las obras completas de Shakespeare. No sentía demasiado entusiasmo por esta última tentativa, pero cualquiera que se hubiera hallado como yo, solo en el cuarto de un hotel, contemplando cómo la lluvia batía en la ventana, mientras de la calle llegaban los bocinazos de los taxis, que me hacían pensar en felices parejas que corrían a encerrarse en sus respectivos nidos... cualquiera, digo, hubiera sentido también la urgencia de abandonar aquel departamento del Chrysler Building, para ir a caer en los acogedores brazos de Celia.
Pero aquella última llamada no dio más resultado que una monótona serie de zumbidos. Celia no debía de estar en casa, y si estaba, probablemente hacía algo en lo que no quería ser interrumpida.
Solitario y sin esperanzas, decidí ir a cenar al Colony. Me vestí rápidamente y, en mi prisa, se me cayeron los lentes, los pisé y los dejé hechos polvo. Por suerte, llevaba las gafas de sol, con las que apenas veo más que un ciego.
En cambio, el maitre pareció reconocerme, pues, al momento me aposentó en una mesa próxima a la cocina. Al igual que ocurre en todos los buenos restaurantes, el servicio del Colony era lento y deficiente, de modo que cuando me trajeron el consomé, me había leído el menú cuarenta y seis veces. Aún hoy soy capaz de repetirlo de memoria, palabra por palabra, con los correspondientes precios. (Filete de lenguado con salsa de crema... 4,25 dólares. ¡Auténtico! ¡Cuando por dólar y medio puede comprarse toda una ponchera llena de doradas y comida para mantenerlas un año entero...!)
Aburrido, de estar allí sentado, no me percaté de lo poco amena que me resultaba mi propia compañía. Me sé de memoria cuanto suelo decir de vez en cuando, y no estaba de humor para oírlo una vez más.
En el transcurso del pescado, para distraer mi pensamiento de los precios, traté de flirtear con una atractiva joven que se sentaba de cara a mí a ocho mesas de distancia. La miré insistentemente, haciendo gala de mi expresividad: sardónico, complaciente, enigmático, interesado...
Estaba justamente demostrando esta actitud, cuando una espina acertó a atravesarse en mi garganta. El mozo del comedor, tan robusto como obsequioso, me estuvo golpeando en la espalda durante cinco minutos, hasta que, por fin, la espina cayó buche abajo, con destino previsto.
- Basta de comida -dije-. Tráigame la cuenta.
Mientras iniciaba la retirada, eché una última mirada a la adorable criatura que estuvo a punto de ocasionar mi prematura defunción. Casualmente, pasaba entonces ante su mesa y apenado comprobé que todos mis esfuerzos habían sido en vano.
El objeto de mis atenciones resultaba ser una anciana dama semioculta tras un espeso bigote. Creo que es poco aconsejable flirtear llevando gafas de sol.
A pesar de haber ingerido varias pastillas de un acreditado somnífero, dormí a pierna suelta toda la noche.
Y no soñé en fabulosos palacios, sino en una chica, artista de variedades, que leía fragmentos de Shakespeare a un mozo de comedor del restaurante Colony, mientras una venerable anciana de recio bigote danzaba por las calles de Greenwich Village con un conductor de camión al que llamaba tiernamente Madeleine.
A la mañana siguiente, el destino vino en mi socorro. Un antiguo actor, fracasado estrepitosamente en el teatro, se había enterado por la prensa de que estaba en la ciudad y me llamó para darme la bienvenida. Comentó luego que se hallaba en la cúspide del éxito como industrial de la moda y me preguntó si podía hacer algo en mi favor.
Aquéllas eran las palabras más deliciosas que podía yo oír, del lado de acá del Paraíso. Hacía años que no veía a aquel tunante, pero, si no recordaba mal, era fino de paladar en materia de hembras. Y ahora que se dedicaba a vestir mujeres, había de conocer a las más suculentas modelos de Nueva York. ¿Que si podía hacer algo en mi favor? ¡Vaya pregunta! ¡Nunca olvidaría aquellas palabras!
Me preguntó qué hacía en la gran ciudad y, sinceramente, le respondí:
- Nada.
Bueno, tuve que aclararle que comía y dormía, pero que no había llegado hasta Nueva York para comer y dormir. Por lo menos, no solo. Para ello, me hubiera ido a Chillicothe, en Ohio, y seguro que lo hubiera hecho mejor.
Lo que yo andaba buscando era compañía: una muchacha atractiva y discreta, que estuviera pendiente de mis menores palabras y mis mayores deseos. No creo que captara el sentido exacto de mis palabras, pero su instinto no le engañó.
- Dicho de otro modo, -dijo-, que quieres una tía.
Acepté sin reservas el parentesco propuesto y mi amigo prosiguió:
- ¡Haberlo dicho antes! ¡Sé de una que te dejará maravillado! ¡Es contundente! ¡No tiene desperdicio! Claro que no es demasiado inteligente, pero si lo que quieres es conversación, podría presentarte a un profesor de la Universidad de Columbia, persona muy erudita, de unos cincuenta años.
- ¡Vamos, bribón! -le interrumpí-. ¡Déjate de rodeos y de bromas pesadas y ve al grano. ¿Cómo y cuándo puedo ir al encuentro de ese encanto de nena?
- Ahora estará trabajando. ¿Te parecería bien recogerla esta noche a las siete en el vestíbulo del Plaza?
- ¡Estupendo! -y añadí-. Pero, a lo mejor, hay más de una chica en ese vestíbulo. ¿Cómo la conoceré? ¿Llevará una flor prendida en la oreja?
- ¡No te preocupes, Groucho! -dijo riendo-. ¡Seguro que la reconocerás! ¡Será la más apetecible que puedas ver!
Bueno, aquello era suficiente para mí. Después de desayunar fui a que me arreglaran los lentes, y tras de almorzar, me sometí a masaje, afeitado, corte de pelo, manicura y una hora de sol artificial.
Me habían aconsejado que no estuviera bajo la lámpara más de quince minutos, pero yo quería asegurarme una apariencia atlética y heroicamente resistí sus efectos durante una hora. Cuando me sacaron de allí, me desmayé.
Llamé a la reventa y encargué dos butacas para ver ‘La muerte de un viajante’, pasillo central. No había visto la obra. Sabía que no era muy divertida, pero mi padre fue un viajante sin fortuna y sentía curiosidad por ver si el protagonista de la ficción era tan desgraciado como mi viejo.
Cuando llegué al Plaza sin medios de identificación, pensé que lo mejor sería obrar con cautela. Vi una serie de chicas guapas que entraban y salían, pero, desgraciadamente, iban casi todas acompañadas. Miré hacia arriba y allí, de pronto, advertí una criatura exquisita que se agitaba frenéticamente, haciéndome señas de que subiera al entresuelo.
Al acercarme observé que estaba acompañada por un joven bajito vestido con exagerada elegancia, y que lucía más joyas que las que suele llevar el promedio de las mujeres. Se me hace difícil describir su tocado por falta de práctica en la materia. Llevaba un traje de lamé de oro, sandalias doradas por las que asomaban las uñas esmaltadas en granate y coronando su cabeza de cabello rojo-llama, un tinglado de hilos dorados de notable volumen. Viendo aquello, pensé para mi coleto. ‘Con esa estructura conectada a una emisora podría hablar hasta con Moscú y le diría a Kruschev lo que pienso de él’.
Después de examinarla detenidamente, empezaba a sentirme inquieto acerca de aquella aventura emprendida a ciegas. Además, me sentía molesto por la presencia de su singular compañero. Me preguntaba quién podía ser aquella especie de enanito. ¿Sería su padre? ¿Su madre? ¿Su hermano? ¿Tal vez su amante? Mientras me hallaba en estas meditaciones, ella misma resolvió el enigma.
- Te presento a Cecil de Vere, mi compañero de baile, -dijo inesperadamente.
Me incliné cortésmente. Pero, bueno, ¿es que íbamos a pasar toda la noche juntos los tres?
- ¿Compañero de baile? -repetí.
Ella debió advertir la apenada expresión de mi rostro.
- Perdona, pero ¿no eres tú la modelo que me recomendó Sam Barnie para salir esta noche?
Se echó a reír y dando una amistosa palmadita a su compañero, me explicó:
- Cecil y yo hemos estado bailando esta tarde en un concurso que celebraban en El Morocco. ¡Hemos ganado el primer premio! ¡Una botella de champán de dos litros! Aquello me pareció muy bien. Bravo, champán para todos.
- ¿Dónde está? -pregunté.
- ¡Ah! -rió-, la hemos vendido para repartirnos el dinero. Es lo que siempre hacemos con los premios que ganamos. La semana pasada ganamos un fox-terrier, primer premio de twist.
- ¿De veras? ¿Tan bien bailaba el perro?
- ¡No, tonto! -y me propinó un cariñoso sopapo que me hizo perder el equilibrio-. “Nosotros” bailamos el twist. Los perros no practican danza moderna.
- Comprendido -dije-. Pero ahora despide a ese lechuguino y nos iremos a cenar -añadí en voz baja.
Se volvió hacia aquel proyecto de hombre y sin más circunloquios le dijo:
- Hasta mañana, Cecil. Nos veremos en El Morocco. ¡Bay bay!
Cecil se inclinó, me tendió una mano flácida y se escabulló.
- Luego iremos al teatro -dije a mi hurí cuando nos quedamos solos-. ¿Prefieres que cenemos en algún sitio determinado?
- Eres un encanto -sonrió-. Estoy en tus manos.
Sin poderlo evitar, comenté interiormente: ‘Ahora, no, pero, más tarde, ya veremos’. Y me hizo tanta gracia mi propio ingenio que por poco se me caen las gafas otra vez.
Ya en la calle, paré un taxi.
-Llévenos a Moore’s Chop House.
El Moore’s es un famoso restaurante del centro de la zona de los teatros, y lo elegí porque, desde allí, llegaríamos en seguida a nuestro espectáculo. Pero, lo que había olvidado es que el restaurante en cuestión es seguramente el más iluminado de todos los neoyorquinos.
Mi pareja era una chica muy alta y con su antena dorada debía pasar del metro noventa. Yo mido un metro setenta, de modo que debíamos formar una extraña pareja mientras nos acercábamos a nuestra mesa.
¡Habrá quien presuma de ser blanco de todas las miradas! En cuanto entramos en el local se produjo un silencio estremecedor. La gente dejó de comer y de beber, y concentró toda su atención en el insólito aspecto que presentábamos. Me había olvidado ya de su llamativa apariencia. Su tocado hubiera causado sensación en una revista musical, pero resultaba fuera de lugar en aquella sala, llena de luz y de gente elegante.
Si me hubiera dejado arrastrar por mis impulsos, me habría deslizado bajo la mesa y hubiese cenado allí.
Pedí unos cocktails y traté de iniciar una conversación. Pensé que, así, tal vez me olvidaría de mi triste situación.
- ¿No has estado nunca en el Campo del Polo? - aventuré.
- No -respondió, sacudiendo la antena.
No sentía el menor interés por el polo. Parece ser que había salido mucho con un internacional de este deporte, pero que acabaron por disgustarse por la preferencia que éste demostraba por los caballos.
- Le previne -aclaró-. Cierto día le dije: Foxhall, si crees que la compañía de un asqueroso caballo es mejor que la mía, puedes irte ahora mismo al diablo. Supongo que debí herir sus sentimientos, porque desde entonces no he vuelto a saber nada de él.
- Es probable que siguiera tu consejo y se halle ahora en el infierno.
-Y mientras lo decía, ponderaba lo desventajoso de mi propia situación.
Traté luego de explicarle que en el Campo del Polo acostumbran a jugar a beisbol y me respondió que nunca había presenciado un partido, pero que siempre le había parecido que el beisbol era una estupidez. Visto el éxito, probé de tocar otro tema.
- ¿Dónde vives?
- En Seattle.
- Eso está algo lejos, ¿no?
- Oh, no, yo paso allí siempre los fines de semana.
- Ha de resultar algo caro para las posibilidades de una modelo -comenté casualmente.
- En mi caso, no -sonrió-, porque yo tengo en Seattle un amigo que me paga el viaje en avión.
No me cabía ya duda de que Sam Barnie me había hecho objeto de una broma de mal gusto. ¿Quién hubiera sido capaz de suscribirse a tal abono semanal? Por fortuna, en aquellos instantes llegaba la comida y se interrumpió la conversación.
Cuando al terminar nos levantamos para salir, un sobrecogedor silencio cayó de nuevo sobre el restaurante. Lo mismo que antes, todo el mundo se volvió para contemplar la salida de la giganta y el enanito. Por un momento, temí que se produjera una ovación.
Entramos en el teatro unos cinco minutos antes de que se alzara el telón. Mientras avanzábamos por el pasillo central, cesaban charlas y movimientos, quedando tras de nosotros una estela de silencio y de calma, como los que sólo presagian las peores tempestades. Todas las miradas confluían sobre nuestra desgraciada pareja. Seguro que durante la representación no se prestaba tanta atención al escenario. Ella parecía una fragata con todo el trapo al viento, y, siguiéndola, iba yo, cubierto de vergüenza, mirando al suelo y realizando desesperados esfuerzos por no pisar sus ropas.
Cuando nos sentamos, su estatura se hizo más evidente a causa del aderezo hertziano de su cabeza. Estoy seguro de que desde las cinco filas posteriores no se tenía más que una visión fragmentaria de la escena.
En beneficio de quienes no conocen “La muerte de un viajante”, aclararé que es una de las obras más dramáticas de nuestros tiempos. Es la historia de un viajante viejo, solitario y fracasado, vencido por la vida y las circunstancias, cuyas emociones giran en torno de la autodestrucción y el homicidio.
Al levantarse el telón, cesaron los murmullos y las toses que preceden siempre a un primer acto, y todo quedó nuevamente silencioso y tenso. De repente, horrorizado, advertí que el hermoso pontón que se sentaba a mi derecha prorrumpía en una sonora carcajada que atrajo la atención de todos los espectadores. Traté de hundirme en mi asiento, pero no podía encogerme más sin sentarme en el suelo; al menor movimiento hubiera caído en el foso de la orquesta. Le di un codazo en los riñones y la amonesté con acritud:
- ¡Chica, cállate! Esto es un drama y molestas a la gente con tu risa.
- ¿Un drama? -exclamó a grito pelado-. ¡Pero si es una comedia la mar de divertida!
- Bueno, a ti te divertirá -murmuré- pero estás molestando a los demás espectadores.
Soltó otra estrepitosa carcajada, mientras decía:
- ¡Tú, Groucho, siempre con tus bromas! Pensarás lo que quieras, pero sé lo que es el sentido del humor.
Me hubiera esfumado dejándola allí, pero me daba pena aquella lunática, y, además, me creía en el deber de librar a la concurrencia de sus imbecilidades.
- Oye -le dije-, estoy muy mareado y empiezo a sentir náuseas. Nunca he vomitado en un teatro y lamentaría hacerlo aquí sobre esta alfombra casi nueva. Será mejor que salga a la calle.
En aquellos momentos llegó el acomodador, que, al reconocerme, me dijo:
- Perdone, míster Marx, ¿se ha puesto enferma la señorita? ¿Tal vez un ataque de histerismo? Si quiere, les acompañaré a la dirección y avisaré a un médico.
- Oh, no, no vale la pena -le tranquilicé- se trata de algo muy íntimo, pero, dado que es usted el acomodador, creo que puedo confiar en usted. Lo que pasa es que lleva la faja demasiado ceñida y le oprime el ciático.
El dolor la hace chillar y parece que se ría.
- Ya -contestó.
Pero luego añadió que el administrador le mandaba para advertirnos de que estábamos molestando a la gente. Era suficiente. La tomé por el brazo y le dije:
- Vamos, estoy muy malo. Ya te llevaré al teatro otro día.
Se levantó de mala gana y hube de arrastrarla materialmente pasillo arriba.
Estoy seguro de que, cuando descubrió Colón América, no sintió la alegría que sentí yo, cuando al salir del teatro, vi un taxi vacío parado en la esquina.
- ¡Eureka! -exclamé.
- ¿Qué quiere decir Eureka? -indagó ella.
- Nada -respondí-. Es el nombre del chófer, Moe Eureka. Le había tenido a mi servicio.
Entretanto había abierto el coche, haciéndola entrar en él de un empujón, que aplastó la antena contra el techo. Cerré dando un portazo y di diez dólares al chófer mientras le pedía:
- Eureka, lleve a la señorita donde más le plazca.
Después de todo, aquel solitario departamento de mi hotel resultaba una halagüeña perspectiva. Envié un beso al taxi, que se alejaba rápidamente, y eché a andar, calle abajo, en sentido contrario, camino del limbo.

4. MI MEJOR AMIGO ES EL PERRO

Un hombre de mi posición (horizontal, en estos momentos) suele oír extrañas cosas sobre sí mismo. Por ejemplo, hace unos años circuló el rumor de que me emborrachaba bebiendo champán en un zapato de Sofía Loren.
Tal insensatez no era más que un chisme calumnioso e infamante. No me importa admitir que traté de beber el espumoso vino en uno de sus zapatos, pero el caso es que ella no quiso quitárselo del pie, de modo que, aprovechando que no miraba, me lo bebí en su monedero de charol. Por cierto que estuve a punto de ahogarme con su lápiz de labios, que me tragué, sin querer, con el champán.
Ahora andan diciendo que no soy amigo de los perros. ¡Que no me gustan los perros!, ¡de veras! Y si en el mundo tengo un amigo, éste es Zsa-Zsa, mi perra danesa. Si no la llevé conmigo en mi último viaje a Nueva York, fue sólo porque no había plaza para ella en el avión. Por lo demás, en Nueva York me siento solo sin mi perro. Tanto es así, que cuando en el hotel veo a una chica guapa con un perro, se me humedecen los ojos y acabo por invitarlos a tomar un trago en el bar.
En los ocho años que llevamos juntos, Zsa-Zsa y yo nunca hemos discutido. Bueno, alguna que otra vez me ha mordido, pero, entonces, le he devuelto el mordisco. ¡Hay que enseñarle quién manda en casa! En vestir a Zsa-Zsa, nunca he gastado más que en cualquier otra chica, y ni siquiera una vez me ha pedido un collar nuevo, sólo porque el perro de enfrente ha estrenado uno.
Tampoco se ha lamentado nunca en un cabaret porque no bailo el twist, cuando Fred Astaire, que tampoco es un niño, sacude sus huesos alegremente. También puedo afirmar que jamás me ha dicho:
- ¿Por qué no tomas lecciones de baile, querido? Ahora, ya nadie baila la polka.
Pero, no quisiera que se me interpretara mal. Con esto no quiero decir que los perros puedan sustituir al bello sexo que florece en nuestro país. Esto es algo que cada uno ha de decidir por sí mismo. Personalmente, no veo por qué uno no puede tener un perro y una mujer. Pero si hay alguien que no puede mantener más que a uno de los dos, le sugiero que elija el perro. Por ejemplo, si el perro nos ve jugando con otro chucho, no corre al abogado a decirle que su matrimonio ha naufragado y que exige seiscientos huesos mensuales en concepto de alimento, más el coche bueno y la casita de cuarenta mil dólares sin su hipoteca de veinte mil.
Una vez solamente me decepcionó un perro. Fue cuando me llevé a casa a Alonso, un enorme San Bernardo que trabajaba en los estudios.  Estaba trabajando en una película, ganando doce dólares de jornal, y parecía sentirse solitario. Hubiera preferido llevarme a un perro de los que ganan mil quinientos dólares semanales, como Lassie, por ejemplo. Pero estos perros suelen ir con gente mucho más fina que los amigotes que yo tengo. De todos modos, Alonso era un animal muy inteligente y supongo que su costumbre de salir corriendo con nuestro coñac era propia de su raza, aunque muchos de mis amigos bípedos han hecho lo mismo en más de una ocasión. Me fastidió un poco que Alonso se negara a tomar su pitanza en casa; dijo que prefería ir a comer a la tasca de la esquina. No es que la comida de casa no fuera buena. No quisiera que la gente pensara tal cosa, como alguno ha llegado a sugerir. Hubo una señora que me dijo:
- No da usted a su perro una alimentación adecuada.
Casualmente, estaba presente Alonso y creo que fue aquello lo que le decidió a comer fuera de casa. Como es natural, el gesto de Alonso hirió mis sentimientos, pero cerré el pico. Al fin y al cabo, él ganaba doce dólares diarios, es decir ocho más que yo, en aquellos momentos. Después de tenerlo conmigo una semana, recibí la sorpresa más morrocotuda de mi vida. El sábado por la noche, en el preciso momento en que marcaba en la etiqueta el nivel de la botella de coñac, un hombrecillo asomó la cabeza por entre las mandíbulas de Alonso y me exigió que le pagara su salario: ¡doce dólares diarios! Desde luego, ya debí sospechar algo el día que mi amiguita llegó a casa con un gato, y Alonso, en vez de abalanzarse sobre éste, como hubiera hecho otro perro, se arrojó sobre la chica.
Es muy posible que este incidente diera origen al absurdo rumor de que no me gustan los perros.  La gente dejó de invitarme a sus reuniones (aquella misma gente que durante años jamás me había invitado). Las señoras me retiraron el saludo e incluso el barbero me dio un tajo en la mejilla. Me dolió mucho. Y sin embargo, yo me daba por satisfecho con conservar la confianza de mi perro.
Mi desmesurada afición por los perros, no significa, naturalmente, que no sienta cariño por otros animales domésticos. Durante toda mi vida, tuve siempre en casa animales de una u otra especie, cuando menos un pariente lejano o una rata. (La verdad es que no existe una diferencia notable entre ambos).
En cierta ocasión, siendo niño, me regalaron una pareja de conejillos de India, a los que, con alguna dificultad, acabé por querer como hermanos. Pues bien, los dos conejillos se instalaron en nuestra bodega y un día aciago descubrí que el suelo de la cueva se hallaba materialmente cubierto de diminutas criaturas. Entonces no tenía un corazón tan grande como ahora y sólo era capaz de amar un máximo de treinta o cuarenta conejillos. Me quedé perplejo. ¿Hay alguien que sepa lo que es permanecer perplejo toda una tarde ante noventa y seis conejillos de India?
- Véndelos -sugirió mi hermano Harpo.
- Si es esto cuanto tienes que decir -repliqué- no es preciso que te molestes en volver a hablar.
A partir de entonces, Harpo ha permanecido silencioso, cosa que me ha complacido como nadie pueda figurarse.
Otro de mis hermanos, Gummo, bajó a la bodega y me dijo también:
- Véndelos.
Viendo el poco entusiasmo que en mis hermanos despertaban los minúsculos roedores, acepté sus sugerencias y fui a una cercana tienda de bichos, donde ofrecí mis noventa y seis conejillos por veinte miserables dólares. El tendero se rascó la cabeza y echó a andar de una punta a otra de la tienda, aprovechando para dar de puntapiés a dos conejillos que halló en su camino.
- Te voy a hacer una proposición -dijo-. Te vendo cien conejillos de India a cambio de nada, te regalo además una cacatúa y, por si te parece poco, te doy tres dólares en metálico.
Pero, dejémonos de disgresiones y volvamos al meollo de la historia. En materia de animales domésticos, no hay ninguno que se pueda comparar con una sencilla corista carente de pedigree. Al igual que el gato de Angora, la corista permanece fiel a cualquier hombre que la alimente. Sin embargo, desgraciadamente, la semejanza entre uno y otra no pasa de ahí, puesto que mientras el gato de Angora queda satisfecho con un platillo de leche, la corista no ceja hasta que la llevan a cenar al “Pavillon” o al “Club 21”, donde dos personas pueden comer bien por unos sesenta y ocho dólares, sin dar propina al camarero. Definitivamente, la corista no es el animal más adecuado para un hombre modesto; sin embargo, espero llegar a tener una, un día u otro.

5. LAS HORMONAS Y YO

En Medicina, las modas cambian casi tan de prisa como en el vestido femenino. La panacea que hoy se prescribe se convierte mañana en el tóxico que se proscribe.
Los más renombrados cardiólogos tienen aterrorizados a sus parientes con la amenaza del colesterol. El obeso de nuestros tiempos se debate entre su glotonería y sus ansias de supervivencia, bajo la advertencia de que, si no elimina sus grasas, avanza derecho hacia el sarcófago. Los alimentos que hoy día se recomiendan son tan apetecibles como una dieta de papel secante. Los huevos son poco menos que venenosos, y los opulentos que antes desdeñaban la margarina, se relamen ahora al comerla, como si fuera un costoso manjar.
La otra noche tomé la típica cena exenta de colesterol: calabaza hervida, leche descremada y gelatina. Estoy seguro de que, comer así, no prolongará mi vida, pero también creo que la existencia me parecerá mucho más larga.
Recuerdo la época en que se operaba de las amígdalas a todos los niños, siempre que sus padres tuvieran dinero. Yo era amigo de un chico que tenía un defecto en el paladar.
Su madre le llevó al médico. Aquella eminencia ignoraba cómo remediar la cosa, pero necesitaba hacer dinero a toda costa para asistir a unos cursillos y le extirpó las amígdalas. La madre quedó tan agradecida, que le permitió que la operara del apéndice.
Pocos meses después, se fugó con ella, que también financió esta operación. Pero ésta es otra historia.
Hace algunos años, el testosterón acaparó la atención universal. Consistía en un suero mágico, obtenido en Viena, de cierta parte del caballo. No quiero discutir públicamente de qué parte se trataba; me limitaré a afirmar que, de no ser por dicha parte, hoy en día no habría potros. En teoría, quien tomaba doce dosis de este suero a lo largo de tres meses, conseguía el vigor y la vitalidad de un garañón de cuatro años. Para un hombre de baja presión arterial y ocasionales tendencias suicidas, aquello suponía el hallazgo de la legendaria fuente de la juventud y todo lo que ésta implicaba.
Una hora después de enterarme de tan prometedora novedad, me hallaba en casa del médico recibiendo la primera inyección. Cada mañana, al levantarme, escudriñaba el espejo con la esperanza de descubrir mi perdida juventud. Vi muchas cosas en aquel espejo. Un rostro decrépito con indicios de degeneración, unas mejillas flácidas y el hueco que dejaron al caer quince o veinte dientes. Pero lo que no vi por parte alguna fue nada que se pareciera a lo que yo esperaba.
Después del duodécimo jeringazo mágico, llegué a la triste conclusión de que también aquello era una trampa y un engaño, que el médico era un redomado granuja y que la feliz visión que había soñado no era más que un espejismo sexual al que nunca llegaría, de no ser ciertas esas majaderías que cuentan sobre la reencarnación.
Unos meses después, yendo hacia la casa de caridad, tropecé con aquel charlatán (él iba camino del banco), que, hasta el momento, me había soplado doscientos cuarenta dólares de mi alma, para incorporarlos a su patrimonio.
- ¡Groucho! -exclamó, retrocediendo un paso para examinarme mejor-. ¡No, no puede ser Groucho! ¿De veras es usted la ruina de hombre que vino a verme hace tres meses? ¡Pero si parece que tenga veintitantos años! ¿Está seguro de que no es Tony Curtis?
- ¡Claro que estoy seguro! -rugí-. Soy Groucho Marx y si no se convence, correré a casa a buscar mi título de conductor para demostrárselo.
Sonrió con hipocresía, pero continuó obstinadamente:
- Supongo que el tratamiento de testosterón resultaría efectivo; de otro modo hubiera vuelto a visitarme. Está usted como nuevo. ¿Qué tal se encuentra? -preguntó mientras estrujaba mi dinero en su bolsillo.
- Lleno de achaques -respondí.
- Mmmm... -gruñó, mientras se acariciaba la oreja izquierda en actitud meditativa-. ¿Quiere decir que las inyecciones no surtieron efecto?
- El mismo que unas sopas de ajo.
- Pero, veamos -insistió-. ¿No ha sentido ninguna mejora con el tratamiento?
- Bueno, sí -admití-. Ayer estuve en las carreras de caballos e hice la milla en dos minutos y diez segundos.

(Fragmento de “Memorias de un amante sarnosos”, de Groucho Marx, editado por Tusquets)

Fotograma de "Una noche en Casablanca"


"Una tarde en el circo"

Chico, Harpo, Groucho y Zeppo Marx

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