n Director, guionista y teórico del cine, se dedicó también a la dirección teatral. Ha sido reconocido no sólo como uno de los máximos representantes del cine ruso, sino también como uno de los mejores directores de la historia del cine, por cineastas, críticos e historiadores. Su cine se caracteriza por la exploración de temas metafísicos en el marco de una estructura narrativa no convencional, por la exploración formal-temporal del plano, y por lo sublime de las imágenes: encuadres sumamente cuidados según estrictos criterios plásticos (disposición de los objetos en el espacio, puntos de fuga, entrecruzamiento de líneas, etc), especial importancia de la fotografía como elemento dramático, lentos movimientos de cámara; en fin, todo aquello que contribuye a la reflexividad de la imagen (del plano).
Su interés principal estaba dado por la dimensión metafísica del hombre, por las preguntas que giran en torno de su existencia. Frente a la decadencia espiritual y filosófica de la sociedad moderna, la preponderancia de lo tecnológico y de los valores materiales, Tarkovski opone la reflexión y la contemplación. Construyó una ética y un sistema de creación, desaprobando el desorden y el trabajo azaroso del artista; su artista era responsable y tenía una función social, con el hombre. Su exploración del lenguaje cinematográfico, dio como resultado su libro “Esculpir en el tiempo”.
Nacido en la localidad de Zavrazhe, Ivánono, Unión Soviética (ahora Rusia). Su padre fue el reconocido poeta Arseni Tarkovski. En su juventud, estudió música, pintura, escultura, y aprendió lenguas orientales en Moscú antes de interesarse por el cine; también trabajó como geólogo por un tiempo en Siberia. Mientras estudiaba violín, se inscribió en la aclamada Escuela de Cine VGIK (Instituto Estatal de Cinematografía de todas las Rusias), bajo la enseñanza de Mijaíl Romm; realizó cortometrajes y conoció a quienes serían sus mejores amigos y compañeros de clase, Sergéi Parajanov y Mijaíl Vartanov.
Tarkovski pronto fue el centro de atención de todo el mundo con su primer largometraje, La infancia de Iván (1962), que obtuvo el León de Oro del Festival de Cine de Venecia, Italia (ex-aequo con Cronaca familiare de Valerio Zurlini). Sin embargo, pronto cayó bajo la estricta vigilancia de las autoridades rusas, que temían que sus posteriores filmes no siguiesen los lineamientos del Partido Comunista de la Unión Soviética. Se le recortó el presupuesto para filmar El idiota de Fiódor Dostoievski y se le negó enteramente el rodaje de una película dedicada al Evangelio de Lucas. Como resultado de esa vigilancia, el siguiente film de Tarkovski, Andréi Rubliev (1966), fue prohibido hasta 1971.
A pesar de que no tenía control sobre el destino final de sus filmes, Andréi Tarkovski siguió filmando. Solaris (1972), fue pronto aclamada en el Este y considerada por muchos como la respuesta soviética a la película 2001: Una odisea del espacio, del director estadounidense Stanley Kubrick. De acuerdo a su libro póstumo "Esculpir en el tiempo" y a su propio testimonio dentro del documental Tempo di viaggio, Andréi Tarkovski consideraba Solaris como su película menos lograda porque no había conseguido escapar de las reglas del género de ficción científica.
En 1975, Tarkovski tuvo problemas con las autoridades, lo que por poco le costó la cárcel, a raíz de su película Zerkalo (El espejo), una densa y autobiográfica película con una radical e innovadora estructura narrativa.
Su siguiente película, también de ficción científica, Stalker (1979), tuvo que ser filmada de nuevo, con una dramática reducción económica en la producción, después de que un accidente en el laboratorio destruyese totalmente la primera versión filmada. Nostalgia (1983), filmada en Italia, fue su última película realizada bajo la estricta vigilancia de la Unión Soviética, ya que poco después de su filmación Tarkovski huyó con su esposa a Suecia.
Su última película, Sacrificio (1986), filmada con la ayuda de los colaboradores habituales del cineasta sueco Ingmar Bergman, ganó cuatro premios en el Festival de Cine de Cannes, un hecho sin precedentes en la historia del cine ruso.
Murió, a los 54 años de edad, a causa de cáncer pulmonar, completamente alejado de su tierra natal y meses después de la filmación de Sacrificio, el 29 de diciembre de 1986, en París. Andréi Tarkovski fue enterrado en un cementerio para inmigrantes rusos en Francia en el pueblo de Sainte-Genevieve-des-Bois, en Isla de Francia. Su amigo [Sergei Parayanov] filmó en 1992 la película La última primavera, que retrata la amistad entre él y Tarkovski.
n FILMOGRAFÍA
Ubiitsy (Убийцы)(1958) — Primera película como estudiante, basada en un cuento corto de Ernest Hemingway.
Kontsentrat (1958) — Segunda película de estudiante.
Segodnya uvolneniya ne budet (Сегодня увольнения не будет) (1959) — Tercera película de estudiante.
Katok i skripka (1960) (Каток и скрипка) (La aplanadora y el violín) — Película de graduación en la escuela de cine.
La infancia de Iván (Ivanovo detstvo) (Иваново детство) (1962)
Andréi Rubliov (Андрей Рублёв) (1966) — Biografía del pintor medieval Andréi Rubliov.
Solaris (Solyaris) (Солярис) — (Basada en la obra de Stanisław Lem) (1972).
El espejo (Zerkalo) (Зеркало) (1975).
Stalker (Cталкер) (también conocida como La Zona en algunos países de habla hispana; con guión de Arkadi y Borís Strugatski), a partir de su relato Pícnic a la vera del camino (1979).
Borís Godunov , filmación de su puesta en escena de la ópera de Mussorgsky dirigida por Claudio Abbado (1982)
Tempo di viaggio (1983) — Televisión.
Nostalgia (Nostalgya) (Ностальгия) (1983).
Sacrificio (Offret) (1986).
n TARKOVSKI: ESCULPIR EN EL TIEMPO (En: "Las teorías de los cineastas. La concepción del cine de los grandes directores"). Por Jacques Aumont
El cine, arte del tiempo: formulación equívoca o sobredeterminada, y por lo demás muy común. El mérito teórico de Andrei Tarkovski (1932-1986) estriba en haber tratado de constituir esa fórmula cliché en verdadero problema teórico. Para Tarkovski, el “arte del tiempo” se establece como mínimo en tres niveles distintos:
El tiempo empírico: La experiencia temporal del espectador
“Normalmente, el hombre va al cine por el tiempo perdido”[1]: Tarkovski ve al “hombre ordinario del cine” preocupado por vivir una experiencia temporal única en su género. “¿Acaso no es como si, al comprar una entrada para acceder a la sala, el espectador buscara llenar las lagunas de su propia experiencia, atrapar un tiempo perdido?” El tiempo perdido, o, lo que es lo mismo, el pasado y su rastro en la memoria (Tarkovski ha leído a Proust); así pues, el tiempo recuperado por el espectador es a ala vez ese tiempo pasado que se precipita en el olvido y el tiempo “negligido”, el que no parece esencial mientras pasa pero posteriormente revela su importancia. “Recuperar” el tiempo durante la proyección cinematográfica equivale a establecer una simultánea relación con la memoria y con la experiencia del tiempo: con el tiempo pasado y con el tiempo que pasa. El tiempo pasado, añade Tarkovski, es determinante para el tiempo que está pasando: no ha sentido del tiempo presente si no es en referencia a un tiempo ya transcurrido; de manera que, en cierto sentido, “el pasado es más real que el presente”. Es este, evidentemente, el límite ideológico de su filosofía, rebatida por las tesis comúnmente aceptadas de psicólogos y fisiólogos, quienes ven el presente como una mezcla de memoria (presencia del pasado estratificado) y anticipación (presencia del futuro). Es curioso que esta última dimensión nunca aparezca en Tarkovski, a diferencia, por ejemplo, de Merleau-Ponty: “Cada presente reafirma la presencia de todo el pasado expulsado por él y anticipa la de todo el futuro”[2].
Así deben entenderse las formulaciones que van un paso más allá para afirmar que el tiempo es la dimensión fundamental no sólo de la experiencia sino de la vida, e incluso del espíritu. “El tiempo es un estado, la llama en la que vive la salamandra del alma humana.” Frase sorprendente, ya que el tiempo, en todas sus definiciones, se asocia al cambio y no al estado. Se pone de manifiesto aquí, pues, una tesis sobre la existencia humana: el tiempo es condición y modo de dicha existencia, y el hombre no existe fuera del tiempo (aunque a menudo parezca que para Tarkovski la esencia del hombre sea inmortal); ese tiempo es, además, una acumulación indefinida de “pasado”, de memorias que determinan el presente. Tan esencial es el tiempo para el hombre que vamos al cine para tener una experiencia de orden temporal. Dicha experiencia, sin embargo, jamás es pensada en términos fenomenológicos ni “experienciales”, como en la fórmula de Jean Louis Schefer: “El cine es la única experiencia donde el tiempo me es dado como una percepción”. A Tarkovski le interesan poco los detalles concretos de la percepción, la comprensión y la experiencia del tiempo por parte del espectador durante la proyección: le interesa el modo en que un tiempo, abstracto aunque vivido, el tiempo inscrito en la película y que remite al tiempo vivido del artista, encuentra e influye en otro tiempo, el tiempo vivido y eventualmente pensado por el espectador. El cine es una cuestión de tiempo porque vivimos en el tiempo, o, mejor aún, porque vivimos de tiempo; esta fórmula, sin embargo, describe más una relación de la especie humana con una esencia del tiempo que el modo en que los individuos pasan el tiempo.
El tiempo sellado: el tiempo es la naturaleza del plano
Si el espectador trata con el tiempo, el cine es una forma de sellar tiempo en forma de acontecimientos. En ello estriba su superioridad sobre las demás artes; trata directamente con el tiempo verdadero, el tiempo de la vida, al que las demás artes acceden sólo indirectamente. Las observaciones de Tarkovski sobre la captación, fijación y reproducción del acontecimiento por parte del cine evocan de cerca una célebre idea de André Bazin: “La película no se limita a conservarnos el objeto detenido en su instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos en una época remota (…). Por ver primera, la imagen de las cosas es también su duración: algo así como la momificación del cambio.”[3]
Tarkovski agrega algo más que un matiz, la idea de un registro automático, casi pasivo. En su diario cita esta frase de Boris Pasternak de 1922: “Las corrientes modernas imaginaron el arte como un chorro de agua, y en realidad es como una esponja”.[4]Del mismo modo, el cine tiene la capacidad intrínseca de captar el tiempo, de “tomar lo que quiera de la vida”, sin apenas esfuerzo. El cine es el arte (y la técnica) de la captación pasiva del tiempo de los acontecimientos, igual que la esponja absorbe el agua; la sustancia de lo cinematográfico es el tiempo cronológico y, quizás, el tiempo sin más. De ahí la fórmula lapidaria, compendio del núcleo de su concepción: “la imagen es cinematográfica si vive en el tiempo y si el tiempo vive en ella desde el primer plano rodado”. Vivir en el tiempo, dar vida al tiempo: queda por aclarar el sentido de esa “vida”.
El tiempo esculpido: la tarea del cineasta
Si el tiempo es la dimensión esencial del psiquismo humano y, a la vez, el constituyente fundamental de la imagen cinematográfica, e, el arte del cine debe ser el arte de tratar el tiempo, de recogerlo y re-formarlo, respetando al máximo, eso sí, el tiempo real, el tiempo “vivo”. El cine reproduce el tiempo “según las formas de la propia vida, según sus leyes temporales”. Este primer precepto del arte cinematográfico corresponde a una tentación, que Tarkovski comparte con muchos otros cineastas: la de la crónica (véase, en Pasolini, el fantasma de la “película ininterrumpida”). La crónica es para él un ideal a todas luces positivo, siempre y cuando se mantenga en una cierta pureza y no se vuelva formalista; no es necesario, por ejemplo, darle la forma ostensible de la cámara al hombro y el reportaje, que llama inútilmente la atención sobre las condiciones de filmación. La expresión cinematográfica del tiempo sólo es plenamente cinematográfica (conforme a la naturaleza del tiempo fílmico y del tiempo humano) cuando se ofrece como registro del acontecimiento, y no cuando la filmación se antepone a todo lo demás. Dialéctica tarkovskiana: el tiempo registrado por el plano debe ser a la vez real y “vivo”, pero sin singularizarlo, particularizarlo, en exceso; debe mantener una vertiente general, y remitir tanto al mundo como al acontecimiento filmado y su temporalidad, y a la vez dar forma al tiempo fílmico.
Punto éste de tangencia entre Tarkovski y Bresson, a quien cita varias veces con admiración. Su concepción de una interpretación del actor “espontánea e “involuntaria” para que suceda algo delante de la cámara se parece mucho al concepto bressoniano de “encuentro”; además, Tarkovski propone la idea en términos de muy próximos a Bresson y a partir de una misma situación imaginaria (El fugaz e inesperado encuentro con un desconocido que se cruza con nosotros por la calle). La diferencia -esencial- estriba en que, para Bresson, el sentido del acontecimiento está allá, opaco, en el acontecimiento mismo: lo que veo es un efecto, debo encontrar o imaginar una causa, eficiente o final, un “porqué” o un “para qué”. Para Tarkovski, en cambio, el acontecimiento no tiene necesariamente sentido: todo está en el afecto que produce sobre quien lo presencia. Para Bresson, la garantía de la obra es el encuentro operado y, en última instancia, lo real, mientras que, para Tarkovski, la obra viene garantizada por su foco creador, el propio artista y su aparato afectivo: de ahí que Bresson parezca tan coherente en sus películas y teorías, mientras que el cine de Tarkovski a menudo parece alejado de sus declaraciones de principio.
Tal es el valor subyacente a las célebres metáforas con que Tarkovski resume su concepción del arte cinematográfico: esculpir el tiempo, crear un ritmo. Esas metáforas, respectivamente originadas en las artes plásticas y la música, no son fáciles de emparejar; por otra parte, las observaciones de Tarkovski sobre el ritmo son contradictorias, oscilan entre una definición formal y abstracta y una definición ligada a lo dramático. Asimismo, la indicación más diáfana es -como pasa a menudo con él- una indicación negativa: el ritmo no debe ser construido mediante el montaje. En primer lugar, a causa de una oposición global al montaje, según la cual la película se construye en el rodaje y el buen montaje no es sino la expresión correcta, casi obligada, de sus virtualidades. Segundo, a causa de una oposición más concreta a toda consideración de una métrica de la película: “El ritmo de la una película surge más bien en analogía con el tiempo que transcurre dentro del plano. Dicho de otro modo, el ritmo cinematográfico está determinado no por la duración de los planos montados, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos”.[5]
A partir de aquí, se entiende un poco más el significado de “esculpir el tiempo”: se trata de tomar verdaderamente el tiempo, el transcurrir diferencial, “rítmico”, del tiempo en los planos (siempre largos en su cine) como materia de la intervención del cineasta. El montaje es un trabajo manual, como la escultura, pero lo que se modela no es arcilla sino el flujo temporal de los planos, registrados con arreglo a la realidad de los acontecimientos y al sentimiento que éstos suscitan en el cineasta. El cineasta sólo podrá sellar el tiempo en los planos y montar la película si ha sabido captar el tiempo verdadero, el tiempo humano, el tiempo de los afectos. Por eso Tarkovski se muestra tan severo con la célebre batalla en el hielo de “Alexander Nevski” (Alexandr Nevski, 1938), de Eisenstein; pese a la relativa rapidez del montaje, dice, da una impresión de pesadez, porque “en Eisenstein no hay una probabilidad temporal en cada una de las tomas”[6]. El ritmo de una película no puede proceder del montaje sino de los planos, porque ellos contienen el tiempo. El trabajo del director consiste en darle a la película su ritmo mediante el montaje, pero partiendo del núcleo rítmico presente en cada plano. El escultor se limita a actualizar una virtualidad contenida en la piedra, siguiendo indicaciones dictadas por el propio material en toda su materialidad; del mismo modo, el cineasta esculpe el tiempo actualizando las virtualidades rítmicas contenidas en su material: los acontecimientos fijados desde un punto de vista afectivo. El artista tarkovskiano, como ya dijera Miguel Ángel a propósito de la escultura en mármol, es un artista de la Idea, y su idea siempre tiene que ver con el Tiempo.
¿Qué es el tiempo? Tarkovski no responde a la pregunta en mayor medida que los demás cineastas, pero dice lo siguiente, que vale como respuesta: no tenemos derecho a fabricar imágenes del tiempo. El tiempo ya está en el mundo; el cine puede, a lo sumo, esforzarse por extraerlo. El tiempo no es subjetivo; el montaje, y en general las imágenes fabricadas del tiempo, son los que subjetivizan al tiempo. (De ahí el estatuto paradójico del artista: su memoria, su experiencia, su pasado se expresan en la película, pero de manera hasta cierto punto anónima, y para nosotros, no para él).
[1] A. Tarkovski, “Le temps scéllé”, pág. 60 (trad. Cast.: Esculpir en el tiempo, Madrid, Rialp, 1991).
[2] M. Merleau-Ponty, “Phénoménologie de la perception”, Gallimard, 1945, pág. 481.
[3] A. Bazin, “Ontologie de l'image photographique” (1945), “Qu'est-ce que le cinéma?”, Cerf, 1975, pág. 14 (trad. Cast.: “Ontología de la imagen fotográfica”, en “Qué es el cine”, Madrid, Rialp, 1990).
[4] A. Tarkovski, “Journal”, 22 de marzo de 1986.
[5] A. Tarkovski, “Le temps scéllé”, pág. 111.
[6] Ibid., pág. 114.
n EL CINE Y EL PODER TRANSFORMADOR DE LA BELLEZA. UNA CONVICCIÓN ESENCIAL DE ANDREI TARKOVSKI.
[Extractos del texto de la conferencia pronunciada por Rafael Llano en la universidad de Zaragoza (España), el 10 de noviembre de 2003, con ocasión de las jornadas de presentación de su libro Andréi Tarkovski. Vida y obra (Filmoteca de Valencia, 2003)].
Un crítico de cine, llamado Callisto Cosullich, observó, a la muerte de Tarkovski, cómo le habían bastado al realizador ruso siete largometrajes para conquistar un lugar muy elevado en la historia del cine. Siete podrían parecen pocos títulos para alcanzar tal preeminencia, observaba este crítico italiano, pero es que con cada uno de esos filmes Tarkovski habían conseguido momentos de revelación cinematográfica genuina, hitos artísticos que los jurados de las competiciones internacionales reconocían otorgándole los máximos galardones, que eran luego corroborados por el público en todo el mundo, pues década tras década las salas de cine se han llenado para ver las películas de Tarkovski.
Ese lugar sublime en la historia del cine lo consiguió Andréi porque estaba convencido de la absoluta idoneidad de la materia cinematográfica para crear obras de arte capaces de influir en la sociedad, en la opinión de las gentes, en su modo de orientar la vida. Esto es lo que, desde hacía siglos en la civilización occidental, venían haciendo otras artes como la música o la literatura. Ellas habían hecho el mundo mejor, más habitable para los hombres, según Tarkovski; sin la música o la literatura habría habido más destrucción, más masacres todavía, mayor desprecio a los hombres. Pues bien, el cine tenía que contribuir, en la mente de Tarkovski, a esa mejora del mundo por medio de la cultura y de la creatividad. Era, según Andréi, cuestión de creer en el gran potencial del cine y de ponerse a trabajar sin admitir ninguna concesión a éxito que no fuera el de la brillantez de los resultados artísticos.
Realizador de convicciones estéticas tan propias e irrenunciables como su modo original de situarse tras la cámara, Tarkovski dio forma teórica a esas convicciones desde el comienzo de su carrera. Lo que sería el núcleo de sus ideas estéticas —su concepción del cine como «Tiempo impreso»—, apareció en un artículo publicado con ese mismo título en el número correspondiente a abril de 1967, en la revista de cine Isskustvo kino. A ese primer ensayo siguieron otros: «La imagen cinematográfica», «El director y su público», etc. Unos aparecían en forma de entrevistas, realizadas y editadas por Olga Súrkova; otros, como comentarios del mismo Tarkovski. Textos de procedencia heteróclita, en fin, que fueron reunidos y editados conjuntamente en ese magnífico libro de estética cinematográfica que se llama Esculpir en el tiempo (primera edición en Alemania, 1984).
El hecho de que un realizador de éxito internacional quisiera presentarse al mismo tiempo como un “teórico” o, al menos, como un “esteta” del cine, no deja de parecernos peculiar. En primer lugar, porque esas reflexiones sobre la naturaleza del cine habrían de demostrarse en conexión directa con el reconocimiento general que obtenía el realizador de sus películas, pues en otro caso quedaría patente su falsía o, cuando menos, su irrelevancia: ¿para qué teorizar sobre algo que el cineasta manifiestamente sabía hacer?
En no pocas ocasiones, además, la realización cinematográfica no sólo no se ha visto favorecida, sino más bien retardada por el exceso de reflexión teórica. Bastará aquí recordar el caso de Eisentein, a cuyas reflexiones sobre el montaje cinematográfico siguió un Octubre de cadencia, para mi gusto, mareante, en nada comparable con el clasicismo del Acorazado Potemkim; o sus ensayos sobre las relaciones entre música e imagen, que fueron seguidos por un Alexander Nevski rítmicamente muerto; o sus consideraciones sobre teatro e imagen, a las que siguieron unos filmes —los últimos—, que tienen más de puesta en escena operística que de ágil mise en scéne cinematográfica.
Todo esto es muy discutible, claro está, y no quiero ahondar en estos comentarios críticos de quien es, sin duda, un gran cineasta; solamente quiero servirme de ellos aquí como contrapunto de lo que considero la singularidad de Tarkovski como cineasta y como teórico del cine.
Podemos establecer el principio de que, ni entre los artistas en general ni entre los cineastas en particular, son precisas —ni, por tanto, frecuentes—, las reflexiones teóricas sobre la belleza, se entienda ésta como una cierta materia filosófica general, o se comprenda más particularmente como la materia de cada una de las especies de artes plásticas o literarias. «El azar hizo el arte», sentenció Aristóteles en el libro VI de la Ética a Nicómaco, y hay una profunda intuición en esa verdad a propósito de todos los quehaceres artísticos. Porque el hallazgo de algo bello —de esa gloria que derrama todo lo que percibimos como proporcionado y armónico en las diferencias cualitativas de la naturaleza—, es algo tan azaroso y casual que, a quien lo encuentra, le basta habitualmente el gozo magnífico de alumbrarlo y de darlo a conocer a todo el mundo.
Así lo entendía desde luego el creador por antonomasia del siglo XX, Pablo Ruiz Picasso, quien no gustaba siquiera de conceder entrevistas sobre su trabajo. A él sólo le importaba una cosa, que era producir belleza sobre los lienzos —crear—. Sin duda, a los que como él son capaces de engendran belleza en la materia, pensarla antes, como pensarla después, parece supererogatorio.
Cosa muy digna de atención, y signo de que para él era, sin embargo, una cuestión importante, es que una aproximación a esta problemática de la creación y de la reflexión sobre la creación fuera planteada por el joven Tarkovski en su película Andréi Rublev —poco más o menos, cuando aparecía en la revista de cine sus primeras reflexiones sobre la naturaleza de este arte—.
En ese filme enfrenta Tarkovski los caracteres de dos monjes pintores: el que da nombre a la película, Andréi Rublev, y el otro, llamado Kirill, compañero de celda y de viaje del primero, con quien acude a la ciudad de creciente significación para Rusia, que es Moscú.
Kirill es un hombre instruido, ha leído mucho, gusta de dar comienzo a conversaciones teóricas con otros pintores —en la película, lo hace con Teófanes el Griego, el día que se conocen en el kremlin moscovita—, y ensartar en ella muchas citas eruditas. Su pintura, sin embargo, no es de las mejores, al contrario.
Por su parte, Rublev es un hombre ciertamente instruido, pero respecto a sus convicciones, es más discreto que elocuente. Lo que piensa, nadie lo sabe; pero lo que pinta, todo el mundo lo conoce, porque es de lo mejor que puede admirarse en iglesias y conventos. Finalmente, cuando las amargas circunstancias históricas y biográficas fuerzan a Rublev a decir lo que de veras piensa acerca de la teoría, acerca de los cánones de la pintura, el monje estalla en una furibunda crítica que llega a escandalizar a un pintor laico, que es Teófanes.
Bastaría este ejemplo, tomado del guión de el segundo largometraje de Tarkovski, para confirmar la verdad del supuesto de este ensayo, a saber: que el realizador halló y mantuvo desde muy pronto en su carrera sus propias convicciones estéticas, como si él no quedara enteramente satisfecho con ser capaz de realizar magníficas películas, sino que quisiera también descollar por su capacidad de reflexión sobre el quehacer artístico al que consagraba su vida, sobre los objetivos del medio en el que trabajaba, etc.
Y así fue, porque ni la inserción de esa problemática en el guión de Andréi Rublev, ni la publicación de su ensayo en Iskustvo kino resultaron golondrina en invierno. Desde aquel momento Tarkovski empezaría a establecer, si no un sistema, al menos una retícula consistente de conceptos y parámetros teóricos que, al mismo tiempo, le sirvieran en muchas de las fases en que consiste la realización de un filme —en la concepción del guión, la dirección de actores, el rodaje, el montaje, la creación de la banda sonora, etc.—.
Digamos, en honor a la verdad, que cineastas estetas o, si se prefiere, cineastas teóricos y prácticos del cine, como las brujas en Galicia, “haberlos, haylos”. Se me ocurren sobre la marcha dos nombres franceses, que podrían competir a este respecto con Tarkovski: Godard y Bresson. Los dos han escrito sobre el cine que ellos hacen, por qué lo hacen así y por qué no están dispuestos a apearse de la burra sobre la que ya se han montado. Godard escribió mucho, Bresson poco. El cine del primero es coherente con su teoría, como lo es también el del segundo. Claro que todo esto —el teorizar, e incluso hacerlo de modo consistente— no añade por sí mismo nada al hecho artístico fundamental, que es la creación, como ya hemos observado a propósito de Picasso, de Kirill o de Eisenstein. En el caso de estos cineastas occidentales, tendríamos que evaluar cuánto han favorecido, o cuánto han entorpecido, a sus respectivas creaciones cinematográficas, las reflexiones teóricas. Pero no es de ellos de quienes ahora nos ocupamos.
De los antecedentes rusos de Tarkovski, ya hemos citado a Eisenstein como ejemplo de cineasta a este respecto dominado, para mal, por sus abundantes talentos para la teoría. Al mantener esta opinión, sigo asimismo la mente de Tarkovski, para quien Eisenstein nunca fue ejemplo de un artista logrado, precisamente por esto. Pero Eisenstein tenía una gran disculpa o, si se prefiere, una inevitable ocasión para convertirse en ese “hiperteorizador” que todos conocemos, porque durante más de treinta años fue profesor en la primera escuela de cine del mundo.
En efecto, si alguien —artista o no— se propone “enseñar” un arte, las probabilidades de construir una teoría se multiplican. La docencia más o menos práctica, o más o menos filosófica, de un arte, exige un cierto orden en las convicciones estéticas en quien quiere transmitirlas. A un profesor se le exige el diseño de un conjunto de reflexiones más o menos coherente, y más o menos transmisible, con objeto de que puedan ser aprendidas y, en el mejor de los casos, llevadas a la práctica por sus alumnos.
En nuestros días, esos textos nos llegado bajo la forma de “Apuntes de clase” de profesores de instituciones educativas, como Paul Klee en la Bauhaus, que fueron impresos en las primeras décadas del siglo XX. Precisamente en la época de entreguerras nacieron en Europa lo que se consideran los primeros rudimentos de la crítica y de los tratados sobre la naturaleza del cinematógrafo. Era entonces cuando el cine no se conformaba con comprenderse a sí mismo solamente como una atracción de barraca, más o menos evolucionada, sino que anhelaba ser aceptado como un medio de expresión artística. Bajo ese aspecto, sin embargo, el cine estaba en pañales y era conveniente —diría que casi imprescindible— que la nueva dimensión del cinematógrafo recibiera el apoyo de la teoría. Este fue el objetivo de Louis Delluc al crear en 1921, en París, la primera revista de crítica cinematográfica y los primeros cine-clubs, una tarea luego continuada, desde la reflexión más o menos sistemática, por Jean Epstein, Jean Vigo, etc.
Trasladémonos de escenario y volvamos de nuevo a la Escuela de Cine del VGIK, por las mismas fechas. Todo lo cuanto allí se estaba haciendo en el terreno estético, tenía por causa fundamental la necesidad pedagógica (dejamos al margen discutir aquí la motivación ideológica). El cine que deseaba la Revolución no es que estuviera inmaduro, como en Francia el cine artístico, sino que sencillamente estaba en mantillas. Por eso los profesores del recién creado VGIK se preocuparon en tan alto grado por la reflexión teórico-pedagógica: había que concebir primero, para poderlo enseñar después, el arte que se pusiera al servicio de la educación de las masas, sin la cual la Revolución resultaría inviable.
Pero cuando tratamos de Tarkovski y de la época en que él empezó a hacer cine en la URSS, no es posible ya hablar del lenguaje cinematográfico como lo hacían los pioneros soviéticos. El mismo Tarkovski ha reconocido que, al comenzar él su carrera en el cine, la gramática del lenguaje cinematográfico estaba perfectamente establecida y que, a ese respecto, no era preciso “teorizar” sobre su naturaleza, indagar sobre sus cualidades específicas en el mismo sentido que resultaba inevitable en la época de las vanguardias.
¿A qué, pues, convertirse, como lo hizo Tarkovski a poco de salir precisamente de aquella escuela de cine, en teorizador del arte y de la estética cinematográfica? A mediados de los años sesenta, ¿qué objetivos cabía confiar a la teoría del cine, si el lenguaje cinematográfico tenía ya poca o ninguna necesidad de ella? Más aún, si Tarkovski nunca fue nombrado profesor del VGIK, ¿qué necesidad tenía él de teorizar y de escribir sobre su oficio?
Sobre la función general del arte en la sociedad, y sobre la función revolucionaria que Tarkovski atribuía al cine en particular, bien que en un sentido distinto a cómo entendía esa palabra la estética soviética —el realismo socialista —, quiero hacer las siguientes reflexiones.
Andréi concebía el arte como una de las manifestaciones superiores del espíritu humano. Para él, arte, filosofía y religión ocuparían el podium de las actividades humanas. En esto coincidía con Hegel, aunque no pensaba, como lo hiciera el filósofo alemán, que estas tres actividades constituyen etapas de la evolución del espíritu humano (y de las que, por cierto, el arte sería la primera en desaparecer, para dejar paso a la religión y finalmente a la filosofía).
Para Tarkovski, arte, religión y filosofía son tres códigos de potencia similar para hablar de lo Absoluto, es decir, para tratar del cosmos y del misterio de la presencia del hombre en él. Para Andréi, existe una cierta equivalencia entre esos tres términos, porque todo artista, para empezar, ha de ser en cierto modo un filósofo: ha de ser capaz de plantear problemas de importancia para él y para sus contemporáneos, también cuando no conoce las respuestas a los problemas que plantea.
En tanto que filósofo, el artista ha de ser según Tarkovski un diseccionador de problemas propios del tiempo, de la sociedad en la que vive. Y como tal, el cineasta ha de saber provocar crisis en los espectadores, sus coetáneos, despertando o avivando en ellos la toma de conciencia de los problemas, de las cuestiones cruciales del tiempo y sociedad en las que vive. Puede tratarse de la vigencia de las cuestiones morales en la era de la técnica, como en Solaris; o del misterio de la transmisión de vida y de la cultura entre las generaciones de un pueblo, como en El espejo; o la obligación moral de responder personalmente, sin esconderse en el anonimato, al peligro inminente de una conflagración mundial, como en Sacrificio; o de la destrucción imparable del ecosistema del planeta Tierra, como en Nostalgia.
Por otra parte, el arte tiene en común con la religión el que ambas aspiran a la convivencia con lo Absoluto. Digo convivencia, y no comprensión, intelección o explicación, porque para Tarkovski arte y religión son actividades metarracionales en sentido estricto, es decir: no contrarias a la razón (irracionales), ni ajenas a la razón (arracionales), sino que superan a la razón, cuando ésta ha agotado todo lo que tenía que decir. En toda biografía, según Tarkovski, la progresión en sentido artístico o en sentido religioso, la hace el hombre sin ayuda de las certezas que le pueden proporcionar su capacidad de razonar, su capacidad de deducir.
Llega un momento en que, tanto en la creación artística como en el progreso de la conciencia religiosa, es la fe, y nada más que la fe, la que puede señalar el camino de ese progreso. Es verdad que, a propósito de la creación artística, algunos poetas ya habían hablado antes que Tarkovski de la necesidad de la fe para crear. El cineasta conocía y admiraba el ensayo de García Lorca sobre la metáfora, donde trata precisamente de este tema. Y junto a Lorca, podríamos citar también a Rilke o a Tsvietaieva, por mencionar sólo algunos ejemplos de otras nacionalidades.
Tarkovski, sin embargo, iba más lejos que ellos, porque para él la fe no era sólo la sabia que mantendría unidos los elementos individuales, las relaciones de metáfora por las que los elementos dispares quedan asociados en la imagen artística, sino que el todo del arte, la obra de arte entendida en su conjunto tanto como la actividad misma del artista en el proceso de creación, ha de estar construida sobre la base de una fe en sentido no poético, sino ético: la creación artística ha de proceder de una elección moral, que se sustenta sobre convicciones éticas metarracionales, de consecuencias incalculables.
La imagen más bella de esta idea de Tarkovski la encontramos probablemente en el detalle de la Adoración de los Magos, obra de Leonardo da Vinci, con que Andréi abre su última película, Sacrificio. Como el ofrecimiento de un objeto valioso que uno de los Reyes hace a Jesús Niño, así el arte es también un regalo que se realiza con generosidad (no hay regalo sin sacrificio) en la convicción, nunca estrictamente racional, ni mercantilista ni enteramente garantizada ni tampoco comprobable, de que ese regalo es la expresión del cariño, del afecto, de la veneración, por parte del que hace el regalo, y sello o icono del afecto y de la gratitud con que se espera o se cree ser correspondido.
Es bajo este aspecto moral como el arte está más emparentado con la religión, según Tarkovski. Como el hombre religioso tiene que someterse a la ascesis, al sacrificio de los propios intereses egoístas para entrar en comunicación con lo divino, así también el artista tiene que entregarse y perder su propia identidad y sacrificar el logro de sus intereses, si quiere que su obra se cargue de sentido, de relación con lo Absoluto y produzca por ello consecuencias duraderas sobre los espectadores.
Esta idea estaba apuntada en Andréi Rublev, donde cada uno de los pintores de iconos representaba una actitud moral distinta del pintor respecto al oficio que practica. Kirill, aunque monje obligado a combatirlas, no es capaz de dominar sus pasiones —su ira y su envidia, básicamente— y, a despecho de su formación intelectual, es incapaz de crear obras de arte de significación duradera.
Por su parte, el también intelectual Teófanes el Griego, que no es monje sino que vive con libertad en medio del mundo, es un pintor preocupado solamente por su éxito, y no le conciernen ni las cuestiones morales ni, sobre todo, las cuestiones políticas y sociales que afectan a la gente sencilla, al común de los hombres y mujeres rusos.
Sólo Rublev se ve sometido a un proceso de transformación moral, del que emergerá su gran poder creativo. Sacrifica sus intereses, haciéndose cargo de una mujer tonta, y renunciando al uso de la palabra; Rublev sacrifica asimismo la gloria mundana que podría ganar entre los príncipes y los jerarcas de la iglesia. Sólo cuando ha peregrinado por Rusia conociendo a sus gentes, palpando sus llagas y haciéndose consciente de sus necesidades, descubre el Rublev de Tarkovski por quién merece la pena realizar ese sacrificio que supone la creación de todo gran arte: sólo el pueblo ruso, sólo sus gentes ignorantes pero ansiosas de verdad, de unidad y de paz, son los destinatarios de esa obra magnífica, llena de serenidad y de gloria que es el icono de la Trinidad.
Este preocupación por los aspectos morales de la creación artística la volvemos a ver tratada por Tarkovski en Stalker, cuyos tres personajes —el guía que da nombre a la película, el escritor, y el científico— se reparten las actitudes morales características del intelectual no ya del siglo XV, como en Andréi Rublev, sino del hombre del siglo XX. El científico piensa que el trabajo intelectual está al margen de la moral: es un problema de fuerzas, que ganará el que pueda ejercer la mayor violencia. Cinismo es la única actitud moral que conoce el escritor de éxito, conducido también por el Stalker al interior de la Zona. Y fe, solamente fe en que la Zona nos puede hacer mejores, es lo que muestra ese guía inocente e incauto, que conduce a los desengañados a esa parte del mundo que no sabemos si existe realmente, o si es sólo producto de la imaginación compensatoria de este hombre marginado.
En fin, hemos dicho ya que Tarkovski aborda esta cuestión, abriendo y cerrando su última película con la pintura de Leonardo y el Erbarme dich de la Pasión según san Mateo, de J. S. Bach, como indicadores de ese don que todo artista debe hacer para que la obra de arte, y el espectador mediante ella, resulten beneficiados con el sacrificio personal del artista.
Pero las consideraciones precedentes no se quedan solamente en el ámbito del arte en general, sino que Tarkovski tiene —me atrevería a decir— la osadía de aplicarlas al cine. La relación con el Absoluto no la quiere establecer Tarkovski a través de la pintura ni de la música, sino a través del cine. Para él, ese invento de barracón de feria, que por unas pocas monedas ofrecía a los pequeños burgueses endomingados el espectáculo de una bella que se desnuda ante su ojo mirón, ese mismo invento estaba llamado, según Tarkovski, a plantear las cuestiones más profundas del siglo XX, como en el siglo anterior lo hiciera la novela y, siempre, la poesía.
Las reflexiones estéticas de Tarkovski están en buena parte destinadas a consolidar esa convicción suya de la capacidad absoluta del cinematógrafo como vehículo de comunicación y de expresión artística en el sentido más excelso de la palabra. Sobre estas reflexiones centraré la última y ya breve parte de esta conferencia.
Con esa especie de sabiduría biológica que le corresponde a las especies animales para adaptarse colectivamente a nuevos entornos y de ese modo sobrevivir, el género humano dio, según Tarkovski, con el invento del cine justo cuando tuvo necesidad de él. Para el cineasta ruso, en absoluto es casualidad que el cinematógrafo naciera en la época de la técnica y de la industria, en el época del acero y de la torre Eiffel. Las bases de la era industrial estaban ya asentadas cuando nació el cinematógrafo. Dostoyevski, que no conoció la nueva musa, pudo sin embargo conocer de primera mano la proletarización, tanto en sentido espiritual como en el sociológico, de los trabajadores industriales en lo que era entonces la capital de la civilización industrial, y dejar constancia de ellas en sus Notas de verano sobre unas impresiones de invierno.
El problema de las masas, el problema del género humano aglomerado por primera vez en su historia en torno a las grandes ciudades industriales era, según Tarkovski, la falta de tiempo. Una falta de tiempo que podría entenderse en el doble sentido en que el primer gran filósofo del tiempo, Agustín de Hipona, reconocía en esa condición de todo suceso material: tiempo en sentido objetivo y tiempo en sentido subjetivo.
El trabajador de la era industrial estaba sometido a las duras condiciones de un proceso en el que la actividad ininterrumpida y la mecanización eran elementos claves de la acumulación de riqueza. Entraba en la planta industrial, en la mina, en la acería al amanecer, y después de ocho, de diez o de doce horas de trabajo monótono y fatigante, el trabajador volvería a su hogar con la única idea de descansar, de reponerse de semejante tortura. De esta monotonía y de esta fatiga mecánica quedarían tejidos los días, las semanas, los años del trabajador proletario. Su única válvula de escape serían los entretenimientos dominicales, por necesidad de naturaleza tanto más violenta y desinhibidora, cuanto más fuerte hubiera sido la represión y el encorsetamiento durante las horas de trabajo.
Esa falta objetiva de tiempo, y las condiciones mecánicas de trabajo en las plantas fabriles y de vida artificial en las ciudades, condicionaría la ausencia en el trabajador moderno de un tiempo acumulado, esta vez ya en sentido subjetivo. O dicho de otro modo, según Tarkovski: su falta de experiencia. El hombre de la era industrial estaba llamado no sólo a vivir mecánicamente, sino a padecer, a consecuencia de esa falta objetiva de tiempo para cultivarse, una angustiante ignorancia en las cuestiones fundamentales de la vida.
El género humano tuvo, pues, que inventarse el cine para ganar el tiempo objetivo que el trabajo asalariado le quitaba; y sobre todo, para suplir la falta de contacto del hombre industrial con la naturaleza, su carencia de relaciones auténticas con otros hombres, su imposibilidad de acceder a los bienes superiores de la cultura, es decir: todo eso que, acumulado interiormente en el individuo, constituye su experiencia vital y que le protege y le sitúa tanto práctica como intelectualmente frente al mundo y en relación a sus semejantes.
El nuevo medio de expresión podría ofrecer espectáculos de pocas horas de duración (las nuevas condiciones de vida habían hecho imposible el disfrute de las larguísimas óperas, espectáculos de burgueses que dependen más de sus rentas que de su trabajo), pero que a cambio proporcionarían al espectador “experiencia” acumulada, y que la ofrecerían además no por medio del vehículo de la literatura, siempre intelectualmente exigente, sino por el medio artístico que acababa de nacer: las formas naturales de los objetos, animales y seres humanos que, después de ser grabadas, hechas facsimilares, por así decir, en la impresión fotográfica sobre celuloide, serían proyectadas sobre la pantalla como una segunda realidad y, al poco tiempo de ser observadas, devendrían para los espectadores psicológicamente indiscernibles de su original.
El cine había aparecido, pues, cuando la humanidad comprendió que no podía vivir sólo con esa experiencia del tiempo simple y mecánica que le ofrecían las nuevas condiciones de trabajo. O dicho de otro modo: había llegado la hora de que la historia de la cultura, la historia de las formas sapienciales que el género humano se inventa para adaptarse y sobrevivir en nuevas condiciones de vida, revelara por primera vez la belleza cinematográfica.
Podríamos definir la belleza cinematográfica, según la concibe Tarkovski, como la manifestación de la verdad del tiempo del hombre considerado en su totalidad, es decir: como un ser que es al mismo tiempo natural, social e inteligente; cuando, además, esa manifestación se hace sensible o perceptible por medio de una encarnación física, que es la fijación fotomecánica en celuloide de los movimientos que le corresponden al hombre en su relación con la naturaleza, en su trato con los otros hombres y en relación consigo mismo y con su conciencia; y que, precisamente por manifestarse sensiblemente como el transcurso verdadero, adecuado, del tiempo del hombre que se mueve en la naturaleza, entre los demás hombres o que se mueve o se detiene a sí mismo, produce en quien es consciente de esa adecuación, la exaltación y el entusiasmo que son características de la contemplación del arte, es decir; una exaltación que se distingue de todas las otras exaltaciones, singulares o colectivas, a las que puede verse sometido el ser humano, porque lo propio de toda emoción artística es que concluya en la pacificación completa, en la ausencia total de instintos de violencia en quien la haya contemplado.
Permítame concluir mi intervención desarrollando brevemente los elementos de esta definición.
La manifestación sensible de la vida del hombre es el movimiento. Quienes conozcan con algún detalle el mencionado libro de Esculpir en el tiempo, recordarán la impresión que un cortometraje de un cineasta independiente americano de los años sesenta, al que Tarkovski se refiere, le produjo: en un espacio natural vacío, un hombre ocupa el fondo de la imagen. La cámara se va acercando lentamente a él, sin que ese acercamiento parezca afectar al sujeto visualizado, que sigue tendido. La cámara prosigue su aproximación y al poco, al espectador le es permitido distinguir los rasgos del rostro, de las manos, de la posición de quien yace frente a la cámara. Cuando, en total silencio, ésta llega junto a él, el espectador hace un tremendo descubrimiento: aquel hombre está muerto.
Si por la inmovilidad, por la rigidez de un cuerpo, comprendemos la muerte de un individuo, por sus movimientos podemos comprender también sus acciones y su vida. La relación de un ser humano con los movimientos y las quietudes de la naturaleza que le rodea; con los movimientos y los reposos, las atracciones y repulsiones respecto de los otros individuos, con quienes vive o con quienes se encuentra; en fin, esas acciones suyas que son hablar y dialogar, mentir o decir la verdad, callar o cantar, todo eso lo ofrece el cine, representándolo sobre la pantalla con sus medios específicos, para que el espectador pueda comprender la vida frente a él. O mejor dicho: el cine pone a disposición del espectador los mismos elementos que la vida proporciona, en general y de modo habitual, a un observador cualquiera, para entender, o para finalmente no entender en absoluto, su propia vida y la vida de la gente que le rodea.
Todos los movimientos de la naturaleza y de los hombres pueden quedar registrados en el celuloide con que opera el cinematógrafo, que no por casualidad ha incorporado el prefijo de raíz griega kino, para señalar su naturaleza específica, que es la de registrar el movimiento. Y como el tiempo es, según la definición clásica de la Física de Aristóteles, la medida del movimiento, el hecho, el factum que el director de cine, como un nuevo demiurgo, tiene que saber componer, es el ritmo, es decir, la cantidad de movimiento adecuada que el artista admite y compone dentro de un encuadre, para expresar por medio de esa composición de tiempo la verdad de la vida, es decir: la verdad de la naturaleza en medio de la cual vive el hombre; la verdad de las relaciones del hombre con otros hombres; la verdad de la relación del hombre consigo mismo y con su conciencia.
Cuando el cineasta logra expresar esa verdad; cuando la muestra sensible, plásticamente, sobre la pantalla, entonces el espectador no puede dejar de emocionarse. Sucede aquí como con la amistad, que no basta que se dé entre dos personas como cariño mutuo, sino que debe se conocida por los dos, para que tenga el sentido humano de plenitud que le corresponde.
Lo mismo sucede con esa adecuación, con esa verdad sobre el tiempo de la vida humana que el realizador muestra sobre la pantalla: tan pronto como el espectador reconoce esa adecuación, se llena de una admiración, de una conformidad emocional —suprarracional— con aquello que percibe sensible, individual e irrepetiblemente, que se llena de gozo y se diviniza con el reconocimiento de la verdad de la temporalidad del mundo.
Nos encontramos, pues, en el dominio opuesto al de las verdades matemáticas o científicas, empíricas o filosóficas, en todo caso abstractas. Aquí no hay más que representación de la singularidad del mundo, de sus formas, de sus movimientos y ritmos, de la posición única de un hombre, de una mujer, en el mundo y en la sociedad; y sin embargo nos llena la certeza, nos llena la emoción del reconocimiento de una verdad, de una armonía superior a la singularidad de aquello que vemos. La sensibilidad demanda intensamente a la inteligencia respuestas y orientación, pero no las haya; comprendemos con todas nuestras fuerzas que estamos ante algo más grande que nuestra razón, algo frente a lo cual la supuesta facultad soberana de nuestro ser queda muda, inhábil para detener el hechizo que ejerce sobre nuestras facultades sensibles las formas visibles y audibles que vemos moverse en la pantalla.
Esa situación nos excita, nos estimula, hace que sintamos estar viviendo unos instantes distintos de todos los que componen nuestra existencia cotidiana. Descubrimos en nosotros fuentes de energía hasta entonces desconocidas: sentimientos de amor o de ternura, o al contrario, de temor, se despiertan en nuestro interior y nos retrotraen a nuestra infancia, o a momentos de convivencia personal intensa, de descubrimientos amorosos; o vislumbramos apenas el chispazo, la luz de una idea que nos aparece escondida, velada en ese material sensible, pero que nos asombra por su claridad, o nos atemoriza por sus posibles consecuencias.
Descubrimos que el arte, o más en concreto, que el cine puede entrar en la serie de los grandes acontecimientos de nuestra vida, como entran por sus vías, también misteriosas, el amor o la inspiración religiosa. No podemos creer que una película, repito, ¡una película!, puede señalar un antes y un después en nuestra vida, como el hecho del amor: pero descubrimos que eso sucede y, aunque no sepamos explicarlo, o precisamente por que no sabemos explicarlo, nos llenamos de mayor gozo.
Después de la revelación y del éxtasis, el arte nos deja necesariamente llenos de esperanza. El gozo del arte no pertenece al orden de lo corporal, sus efectos no son báquicos, como en «La Fiesta» de Andréi Rublev —no al menos aquel por el que Tarkovski se interesaba y aquel que sus películas nos ofrecen constantemente—. Son nuestras energías espirituales las que han sido avivadas, las que han sido llamadas a conciencia y, en ese sentido, puede decirse que ha sido despertado la mejor parte de nosotros mismos.
La exaltación artística no concluye con la violencia, al modo como la orgiástica del alcohol o los estupefacientes lo hacen muchas veces. Tampoco como la exaltación colectiva que, en nombre del fanatismo religioso o político, de la supremacía nacional o racial, acaba decretando la caza de brujas o el exterminio del previamente declarado enemigo y sujeto nefando.
La exaltación artística concluye con una gran pacificación de las ansiedades del alma, con la certeza de que podemos encontrar en nosotros mismos objetivos más nobles, energías más altas con que afrontar los problemas con que luchamos cada día, o suplir las carencias que nos abruman. Y con la certeza de que esas energías nos aproximan a las órbitas donde se mueven soberanos los eones divinos.
En esto radicaba la posible transformación que la belleza cinematográfica podría realizar, según Tarkovski, en el espíritu de cada uno de sus espectadores; y de esas esperanza en el poder del bien nos ha hablado cada una de las siete magníficas películas del realizador Andréi Tarkovski.
en 1962, por "La Infancia de Iván"
n ENTREVISTA EN EL ABC, MADRID, 01.07.2002
Por Pedro Manuel Villora
La revolución pendiente, según Tarkovski
Marina Tarkovskaia, hermana del director de La infancia de Iván y Andréi Rubliov, e hija del poeta Arseni Tarkovski, está en España para participar del encuentro «El cine de Andréi Tarkovski: Icono de la Revolución Pendiente», en el primer día de cursos de verano de la Complutense en El Escorial, y desvela a ABC las claves que Andréi compartía con su padre, el gran poeta Arseni Tarkovski, que aún permanece inédito en España
Para iniciar una conversación que necesariamente ha de girar en torno a su padre y su hermano, Marina Tarkovskaia abre un pequeño cuaderno donde ha recogido algunos pensamientos de Andréi Tarkovski:
«¿Qué es el arte? ¿Es el bien o es el mal? ¿Es Dios o es el diablo? ¿Es la fuerza del hombre o es su debilidad? Es la garantía de la humanidad que se muestra unida en una imagen de armonía social; quizá ésa sea su función. Se parece un poco a una declaración de amor, como la confesión de la dependencia de los unos respecto de los otros. Es una confesión, una actuación, que refleja el sentido de la vida, el amor y el sacrificio». Marina Tarkovskaia lee también una cita de Marcel Proust hablando de Ruskin: «Incluso después de su muerte sigue dándonos su luz, como las estrellas apagadas cuya luz sigue llegando a nosotros».
Pedro Manuel Villora: Usted misma, con su dedicación a las obras de su hermano y su padre, permite que la luz de su familia, como las estrellas, llegue a nosotros. ¿Cómo se ve usted respecto de su familia?
Marina Tarkovski: Hasta la muerte de mi hermano y de mi padre, viví un poco aparte; llevaba la vida común de una mujer soviética. Era una vida bastante difícil, porque, aparte de mi trabajo cotidiano, debía llevar la casa, educar a los niños, cuidar de los enfermos: mi abuela, mi madre, mi padre... Digamos que yo me encargaba de los trabajos sucios de la familia Tarkovski. Ellos vivían, creaban su obra... Nos veíamos a menudo y hablábamos, pero cada uno de nosotros tenía su camino. Cuando Andréi falleció en 1986 empecé a recoger todos los recuerdos sobre él, porque para mí fue una tristeza muy grande, aunque ya teníamos la Perestroika, vivíamos en un país tan horroroso que yo no tenía la posibilidad de salir al extranjero para cuidar de mi hermano enfermo. Mandé un telegrama a Gorbachov, pero aun así me dijeron que no se me podía dejar viajar. Todo era muy difícil, y sólo el trabajo me permitía sobrevivir. Era un trabajo muy importante y casi excesivo para mí, porque no sabía ni escribir a máquina; lo hacía en casa, con dos dedos, pero antes había explicado a mi familia: «Puedo preparar para vosotros cacerolas de comida o escribir un libro sobre Andréi». Y todos dijeron que era mejor que escribiera el libro. El resultado fue Acerca de Andréi Tarkovski.
PMV: ¿Y la dedicación a su padre?
MT: De sus tres herederos, me tocó a mí preparar para varias editoriales la edición de sus poemas. Lo extraordinario es que, después de la muerte de mi padre, en 1989, el interés por él creció enormemente, y cada editorial más o menos importante o respetada quería publicar los poemas de Arseni Tarkovski. Algunas veces tengo dudas yo misma y pienso si hará falta tal cantidad de publicaciones de Arseni, pero ahora tenemos una economía de mercado, como el resto del mundo y, si los libros se venden bien, es lógico que estén en las estanterías.
PMV: Desconozco la poesía de su padre. ¿Podría hablarme de ella?
MT: Desde pequeños, Andréi y yo la conocíamos, aunque bajo el régimen soviético no se podían publicar sus poemas, porque él no elogiaba al Partido Comunista ni a Stalin. Su primer libro debía ser publicado después de la guerra; se había preparado en 1945 pero, cuando ya estaba listo para la impresión, hubo una decisión contraria del Partido Comunista y la editorial prefirió no editar el libro para no atraer sobre el autor y sobre ellos mismos la ira de los dirigentes del Partido. El primer libro fue publicado en 1962, cuando tenía 55 años. Se llamaba Antes de que caiga la nieve. Lo curioso es que ese mismo año Andréi ganó en Venecia con La infancia de Iván. Empecé a sumergirme de manera más profunda en su poesía más tarde, cuando comprendí que era un gran poeta.
PMV: ¿Cuáles son los temas poéticos que aborda su padre?
MT: Los mismos que en las películas de Andréi. Los mundos creativos de los dos están entrecruzados todo el tiempo. No es una sorpresa si la poesía de mi padre está incluida en las películas de mi hermano.
PMV: En tres de ellas: El espejo, Stalker y Nostalgia.
MT: Sí. El tema es el conocimiento de sí mismo. Mi padre tiene poemas muy bellos que hablan de patriotas y de patriotismo, pero no en el sentido social y propagandístico que se dio en la Unión Soviética al patriotismo, sino que él se siente ruso, parte de una tradición cultural. Es un continuador de la línea tradicional de la poesía rusa, del Siglo de Oro y de Plata de nuestra poesía. Cronológicamente era un poeta soviético. La paradoja consiste en el hecho de que nunca fue un poeta soviético.
PMV: Dice que los temas de ambos coinciden. ¿Se sintió su hermano muy cercano a su padre durante su niñez, aprendiendo de él?
MT: Mi padre se divorció de mi madre cuando éramos muy pequeños. Él era un hombre apasionado que no tenía ninguna voluntad para luchar contra sus fuertes pasiones, aunque nos quería mucho a nuestra madre y a nosotros, y realmente nos vimos muy frecuentemente. Más tarde escribió a Andréi en una de sus cartas: «No debes ser como una hoja en el viento. No te tires cabeza abajo en el pozo sin fin de las pasiones». Pero eso es exactamente lo que él hizo. Cuando empezó la guerra, papá se fue al frente como voluntario. Para Andréi, ese tiempo fue muy fácil. Mi madre era lo cotidiano; a ella le había tocado la parte más dura de nuestra educación. Por eso los encuentros con el padre eran como una fiesta para Andréi.
PMV: La película El espejo está protagonizada por su madre Maria Ivanovna. ¿Era actriz?
MT: No. Estudiaba cursos de literatura junto a nuestro padre y hubiera podido ser una escritora de gran talento, pero al casarse consideró que nuestro padre tenía más talento que ella, así que prefirió destruir casi todo lo que había escrito y no volvió escribir. Su talento se ve en sus cartas. Escribía cartas muy bellas. También empezó un diario cuando iba a nacer Andréi y fue a ver a su padrastro, que era médico y vivía cerca del Volga, para dar a luz con él porque así lo pedía su madre. Era una locura ir tan lejos para dar a luz, pero era un médico fantástico, que la ayudó. En ese pequeño diario hay muchas cosas que encuentro fascinantes. Escribe sobre Andréi, y hace muchas descripciones de la Naturaleza. Ese amor de Andréi hacia la Naturaleza que vemos en sus películas viene de nuestra madre. Cada verano ella hacía todo lo posible para sacarnos de la ciudad y llevarnos al campo. No teníamos mucho dinero, pero ella alquilaba una habitación en un pueblecito pequeño porque lo importante para ella era que nosotros pudiésemos sentir la Naturaleza.
PMV: ¿Por qué acepta intervenir en El espejo? ¿Tenía alguna experiencia como actriz?
MT: No tenía ninguna experiencia, y además era una persona muy tímida, muy encerrada en sí misma, que no aceptaba en su mundo a muchas personas. Fue siempre así, toda su vida, y en este caso además no quería darse a ver, enseñarse, porque ya no era joven. Lo hizo sólo por amor a Andréi y cuando venía tras el rodaje decía cada día que tenía dolores de corazón y que le era muy agradable regresar a casa porque le era muy difícil estar con gente desconocida.
PMV: Acaba de publicar tina ampliación del libro sobre su hermano. ¿Qué nuevos datos ha incluido en esta edición?
MT: Se han añadido recuerdos más personales de diferentes personas. Hay una mujer que lo conocía desde su infancia, una amiga de nuestra familia. Están los recuerdos de una mujer que estuvo en 1953 con él en una expedición en Siberia; ella me escribió una carta contándome el enamoramiento que vivieron allí, y fue un amor muy puro, muy conmovedor. Hay trabajos de mi marido, Alexandr Gordon, que estudió en la Escuela de Cine (VGIK) con él. Hay recuerdos del doctor Schnartzenberg, de la Clínica Teosófica de Öschelbron, donde Andréi se trató el cáncer. Y, finalmente, hay una obra radiofónica de Erland Josephson, el actor sueco que actuó en Nostalgia y Sacrificio.
PMV: ¿Una obra sobre Tarkovski?
MT: No se habla directamente de él, pero aparece el director ruso de una película sueca y otros personajes. Es una obra bastante complicada por su escritura desde el punto de vista del sueco. Trata de los problemas del feminismo, porque la actriz que actúa en la obra se enamora del ruso, pero ella sabe cómo tratan los rusos a las mujeres: las mujeres tienen que disolverse en la vida del hombre, y a las feministas no les gusta esa idea de disolución, sino que quieren conservar su personalidad. Entre otras cosas interesantes está la oposición entre el ruso y todo el grupo sueco, que no están acostumbrados a su manera de trabajar, no le comprenden y protestan. Pero, al fin y al cabo, les influye hasta tal punto que les provoca un cambio interior, sobre todo en el protagonista.
PMV: Veo que trata del rodaje de Sacrificio. ¿Cuál es él legado que nos ha dejado su hermano?
MT: Nos ha dejado un legado de profeta, y, como todos los profetas, no será ni seguido ni entendido por nosotros. Pero, siendo profeta, se dirigía a cada uno de nosotros, uno por uno, suplicando que nos conozcamos, que sepamos quiénes somos. Nos preguntaba: «¿Quién eres? ¿Para qué has venido a este mundo?» Y, como muestro en las citas que leí al comienzo, él consideraba que el hombre nacía para amar y para el sacrificio.
PMV: Veo que trata del rodaje de Sacrificio. ¿Cuál es él legado que nos ha dejado su hermano?
MT: Nos ha dejado un legado de profeta, y, como todos los profetas, (....), él consideraba que el hombre nacía para amar y para el sacrificio.
en el rodaje de "El sacrificio"
n ENTREVISTA EN “EL MERCURIO”, SANTIAGO DE CHILE, 24.09.2001. Por Jorge Peña
(...) El Mercurio: ¿Cuál es el principal legado que deja Andrei Tarkovski al cine y al arte contemporáneos?
Marina Tarkovsky: Me gustaría responder con las palabras del director de cine polaco K. Zanussi: "Andrei hizo en el cine algo que parece imposible, a saber, supo dar forma material a lo invisible, a algo que no está al alcance de nuestros sentidos: llegó a reflejar la imagen del Espíritu en la mecánica fotografía cinematográfica". El misterio de Tarkovski consiste en que siempre intentó reflexionar filosóficamente sobre los problemas crucíales de la existencia humana. Por eso sus películas siguen atrayendo a los que buscan el sentido de la vida y de la libertad interior. El carácter de Andrei se curtió en la lucha contra la burocracia del Comité Estatal de Cine (Goskinó), y esta lucha lo volvió más violento, a veces intolerante, brusco. Pero al mismo tiempo siguía siendo confiado y cariñoso, muy apegado a las personas más queridas, al padre, a los hijos, a la madre.
EM: Tarkovski tuvo una relación muy atormentada con su patria y una conexión muy especial con su público, ¿cómo es valorado hoy en Rusia?
MT: El público esperaba con impaciencia cada nueva película de Andrei, sentía su carácter profetice. Después de cada estreno, recibía muchísimas cartas en las que los espectadores le daban las gracias. Por otra parte, en aquella época, en la que el sistema soviético se hizo especialmente severo porque se daba cuenta de la propia fragilidad, cada guión y cada película hechos por Tarkovski debieron pasar a través de una criba ideológica muy seria. En este sentido, no estoy de acuerdo con Tonino Guerra, que en una entrevista reciente con un periódico moscovita dijo: "La censura del dinero es la más terrible, mucho peor que la política. Por ello no es de extrañar que en los tiempos soviéticos más duros pudieran haber trabajado en vuestro país artistas de la talla de Tarkovski. La censura totalitaria dejaba pasar momentos puramente estéticos, poéticos, porque normalmente ni siquiera se daba cuenta de ellos". Los ideólogos soviéticos desde los jefes de Mosfilm hasta la Sección Ideológica del Comité Central del Partido Comunista se daban cuenta muy bien de la fuerza del arte cinematográfico. Y comprendían perfectamente que las películas de Tarkovski eran subversivas para empezar porque hacían pensar, formulando preguntas que no coincidían en absoluto con las fórmulas comunistas: "¿Qué es el ser humano? ¿Para qué vive? ¿En qué consisten los valores principales de la vida humana?" Y es que una persona que piensa libremente que es capaz de reflexionar, viene a ser el enemigo principal de la demagogia comunista. Por ello, cada película de Tarkovski hecha en la URSS le costó al artista varios años de una lucha intensísima, que absorbía sus fuerzas y hacía menguar su salud. Incluso, conseguida la financiación y obtenido el permiso de proyectar sus películas ante el público, de las obras de Tarkovski se sacaban poquísimas copias que se podían ver sólo en los pequeños cines periféricos de Moscú. Hoy, Andrei Tarkovski es un auténtico clásico del arte cinematográfico ruso. Sobre él se escriben libros, se hacen filmes.
EM: Su padre, Arseni Tarkovsky, marcó mucho a su hermano.
MT: Nuestro padre fue una persona extraordinaria un gran poeta. Empezó a escribir poesía desde la infancia. Tenía 10 años cuando comenzó la revolución de 1917. Los horrores de la guerra civil llegaron hasta Yelisavetgrad, su ciudad natal en Ucrania. Muy joven mi padre se marchó a Moscú, allí inició sus estudios en los Cursos Superiores de Literatura y conoció a nuestra madre, María Vishniakova. Su matrimonio duró poco tiempo, pero durante toda su vida nuestros padres conservaron relaciones muy cordiales. La poesía de Arseni Tarkovski era ajena a la realidad soviética o revolucionaria. Nunca dedicó sus versos al partido bolchevique ni a sus jefes. Quería, igual que más tarde lo haría su hijo, comprender el sentido de la vida, meditó sobre el destino del ser humano, su vida interior, su relación con el universo. Andrei consideraba a su padre un gran poeta. Por ello en sus filmes se pueden oír varios fragmentos de sus poesías.
Quería, igual que más tarde lo haría su hijo, comprender el sentido de la vida, meditó sobre el destino del ser humano, su vida interior, su relación con el universo. Andrei consideraba a su padre un gran poeta. Por ello en sus filmes se pueden oír varios fragmentos de sus poesías.
Quería, igual que más tarde lo haría su hijo, comprender el sentido de la vida, meditó sobre el destino del ser humano, su vida interior, su relación con el universo. Andrei consideraba a su padre un gran poeta. Por ello en sus filmes se pueden oír varios fragmentos de sus poesías.
n Sobre Andrei Tarkovski. Por Víctor Erice
Extractos del Prólogo a R. Llano, A. T. Vida y obra, 2003
Veinte años después de su muerte, al evocar la figura de Andréi Tarkovski, una pregunta me asalta: ¿qué queda en el cine contemporáneo -en la memoria de los espectadores, en la consideración de críticos y profesionales, en el interés de las nuevas generaciones- de todo aquello que sus siete largometrajes, paso a paso, con tanta intensidad, construyeron? La respuesta, probablemente, encierra más de un sentido, al que no es ajena la más reciente evolución política y social del mundo, y muy particularmente la del país al cual el cineasta perteneció. Más allá del carácter de dicha evolución (que ha producido, por un lado, la quiebra completa del llamado socialismo real; y por otro, la globalización que ha arrastrado consigo toda clase de mercados y soberanías nacionales), el paso de los días no ha hecho otra cosa que agudizar los síntomas de la enfermedad moral de nuestra civilización, la misma que Tarkovski denunció: de ahí la esencial vigencia de su obra.
Tarkovski continúa siendo un ejemplo del cineasta de culto por excelencia, cuyo recuerdo permanece fundamentalmente a través de sus películas, pero también gracias al esfuerzo de una minoría de fieles seguidores extendida por el mundo entero, entregados a la tarea de mantener vivo su legado. Este libro -Andréi Tarkovski: el cine, icono de la revolución pendiente- de Rafael Llano, constituye una prueba elocuente de dicho empeño, que adquiere además un especial valor por el hecho de publicarse en España, donde los filmes de Tarkovski no lograron en general el reconocimiento que merecieron en otros países europeos (Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, etc.).
[...]
Andréi Tarkovski sostuvo siempre una mirada crítica radical, a menudo intransigente, sobre el cine en particular y la cultura de su época en general. El cinematógrafo no fue para él, en primer término, una profesión, sino ante todo una vocación y una forma de arte. Como tal lo vivió hasta el fin de sus días, con un acento de sinceridad y exigencia absolutas, haciendo de él una causa con resonancias religiosas. Habló del oficio de dirigir películas como de un acto de dignidad; del arte como una forma de plegaria. En un mundo tan desacralizado como el actual, se comprende que su figura haya fascinado e irritado a partes iguales.
Perteneciente a la generación de cineastas soviéticos que rodaron sus primeras obras al amparo de la reforma política suscitada, en febrero de 1956, por el XX Congreso de Partido Comunista de la urss, las películas que logró hacer, producidas entre 1960 y 1984, surgieron de forma intermitente, en medio de largos periodos de obligado silencio, siendo estrenadas algunas de ellas lejos de la fecha de su realización. Todas permanecieron al margen no sólo de los cánones del realismo socialista, sino también de la vanguardia soviética de los años 20 del siglo pasado, en la que el cine desempeñó un papel protagonista, y que posteriormente sería aniquilada por la burocracia estalinista.
En la hora del deshielo ideológico y cultural, Tarkovski se distanció de sus compañeros de generación para llevar a cabo una reivindicación de la cultura anterior a la Revolución de 1917, encarnada sobre todo por la gran literatura del xix. Su elección tenía un sentido evidente si recordamos que fueron los escritores de ese periodo (Pushkin, Gógol, Dostoievski, Tolstói...), los que primero proporcionaron a la cultura rusa una dimensión universal, y que sus obras, en sus más célebres ejemplos, encontraron de forma heterodoxa una honda raíz espiritual en la ética cristiana.
Pese a encarnar en los comienzos de su carrera la modernización del cine soviético, Tarkovski apareció pronto como el heredero de esa tradición decimonónica. Más que una ruptura abierta con el presente, lo que en principio su elección pretendía era reestablecer unos lazos con el pasado, demostrando que la continuidad de la historia y la cultura rusa, al margen del eterno debate entre lo viejo y lo nuevo, nunca había dejado realmente de existir. Se comprenden los problemas que esta tentativa le ocasionó, su forcejeo con una burocracia estatal que, a partir de determinado momento, puso entre paréntesis su trabajo, sometiéndole a muy duras pruebas. Salvo excepciones, las películas que realizó en la urss, clasificadas muchas de ellas por la Administración en la "categoría C" (sólo unas pocas copias, para un pequeño número de proyecciones casi confidenciales), fueron acusadas de formalismo -de elitismo también- por los celosos guardianes del discurso oficial. Un juicio -todo hay que decirlo- apenas distinto del que, con frecuencia, la sociedad capitalista les reservó.
No es extraño que, tanto en su vida como en su obra, Tarkovski haya dado vueltas una y otra vez a las distintas formas del exilio. El que vivió en Europa a partir de 1983 estuvo presidido por la gran nostalgia de su tierra natal, a la que se sumaba la dificultad para adoptar los modos de un cineasta cosmopolita -como los logrados, por ejemplo, por su compañero y amigo Andréi Konchalovski-, y que procedía de su falta de creencia en un arte internacional desligado de sus raíces originales. Esta es la razón que puede explicar tanto su resistencia a asumir el papel de disidente -él negaba que realmente lo fuera- como su reiterada confesión de ser, ante todo, un artista deseoso de servir a su país.
La personalidad de Tarkovski no podía ser asimilada fácilmente a ninguna filosofía doctrinaria ni encerrado dentro de los estrechos límites de una ideología. En este sentido, se sintió tan alejado del comunismo soviético como de la sociedad de Mercado occidental: a ambos acusó de una falta grave de espiritualidad, de un culto al materialismo más ramplón.
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Los pobres y los enfermos, los niños y los locos -expresión todos ellos del hombre débil- fueron sus únicos héroes [de las películas de A. T.]. Reverso del héroe positivo, exponentes del naufragio de la idea del hombre nuevo acuñada por la Revolución, todos ellos, en mayor o menor grado, son conscientes de vivir en un mundo que hace del individuo un huérfano real o simbólico. A los modelos ideales del realismo socialista -verdaderos atletas del espíritu-, Tarkovski opuso siempre las cicatrices que llevaba en su cuerpo Iván. Para él constituían, sin duda, una muestra del horror de la guerra y, a la vez, los signos de un martirio, estigmas de la santidad.
Demiurgo hasta el fin, de la mirada cinematográfica de Tarkovski se desprendía una sola visión posible, la que se corresponde con un acto de fe. Su paradigma ideal es la mirada de la hija paralítica del stalker que, actuando sobre la materia como si fuera el viento del espíritu, hace vibrar los objetos a su alrededor. Se trata de una especie de milagro -sólo los inocentes son capaces de hacerlos-, un acontecimiento en todo caso fuera de lo normal, que trata de suscitar una catarsis en el espectador y que está presente en esos finales tan extraordinarios, que tantas ansias interpretativas suscitan en la inteligencia de espectador, en los que desembocan sus películas.
Planteados como alegorías de un posible renacimiento moral, casi todos ellos pasan por la mediación de las figuras de un loco o de un niño. En Nostalgia, durante cerca de siete minutos, ejecutando así la ceremonia inventada por el pobre Doménico, Gorchakov atraviesa la antigua piscina de aguas termales de Santa Catalina, protegiendo del aire la llama de una vela: un acto postrero que le llevará a la muerte, y quizá también a la redención. En Sacrificio, ante la amenaza de una guerra nuclear, y a cambio de la salvación de los suyos, en un acto que será interpretado por todo el mundo como puro desvarío, el profesor Alexander cumplirá la promesa de renunciar a lo que más quiere, quemar su casa y no volver a hablar nunca más. Ésta es la condición para que no sólo pueda hacerse realidad de nuevo la leyenda del viejo monje que regaba cada día un árbol muerto, alimentando la esperanza de ver renovadas sus raíces, sino también para que el hijo de Alexander -un niño- recupere por fin la voz, pronunciando las últimas palabras de la película: "En el principio era el Verbo. ¿Por qué, papá?".
Abandonado en medio de las ruinas de su inteligencia, el destino del personaje adulto tarkovskiano por excelencia conduce a la locura o a la infancia. Se trata de una experiencia límite -via crucis del alma para unos, simple autocastración para otros-, que trae consigo la renuncia al mundo y la asunción del silencio. Al igual que sus hermanos dostoievskianos, dichos personajes son en su mayoría seres marginados e incluso ridículos. Incomprendidos por la sociedad, también por familiares y amigos, hacen de su extrema fragilidad la fuente de su salvación. Mártires que no tienen conciencia de serlo, realizan así, de forma metafórica, su sueño y su deliriro, en la esperanza de hallar la plenitud espiritual gracias a la abolición de la Historia.
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Cineasta visionario, en cuyo estilo se percibe la dificultad, el esfuerzo de filmar: un rasgo que quizá se deriva de esa pugna -no siempre resuelta, en términos cinematográficos- entre pensamiento y acción, enunciado y expresión, presente en sus creaciones. A la postre, el problema para Tarkovski fue cómo hacer compatibles la exaltación del individuo y la idea de comunidad. Sus protagonistas, condenados a la soledad o la locura, no pueden llevar a cabo síntesis alguna; sus vidas son, sobre todo, el testimonio de un fracaso. De ahí que, en Tarkovski, la tradición comunitaria y la práctica social aparezcan dramáticamente separadas, y que sus personajes no puedan conciliar los dos principios más que abandonando la realidad, buscando amparo en el mito o recluyéndose en el silencio.
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El completo deterioro de las relaciones con las autoridades de su país, el aislamiento y las difíciles vicisitudes del exilio, fueron empujando a Tarkovski hacia una creciente abstracción en su obra. Los argumentos de sus últimos filmes tienen lugar en una zona situada entre la vida y la ensoñación -que llega a adquirir el carácter de una pesadilla- y en las cuales el signo de la enfermedad se va haciendo cada vez más presente. Se trata de escenarios recorridos por un aire teatral (en Sacrificio se percibe la huella de Chéjov) y donde la ficción, a veces de marcado carácter alegórico, gira alrededor de una progresiva recuperación de algunos de los arquetipos de la Santa Rusia, congregados alrededor de la dacha patriarcal.
Una sociedad no es únicamente la leyenda de los ideales que figuran inscritos en sus monumentos representativos o en sus textos constitucionales; una sociedad vale lo que valen en ella las relaciones del hombre con el hombre, la vitalidad de su comunidad. En este sentido, toda discusión seria sobre el comunismo debe plantear el problema en el terreno de las relaciones más que en el de los principios.
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La consumada ruptura de la tradición abre hoy una época en la cual no parece existir socialmente un vínculo entre lo viejo y lo nuevo. Sólo el arte aparece como posibilidad de establecer un lazo capaz de unir a la humanidad con su pasado. Pero el hombre contemporáneo, desposeído de la tradición y la experiencia del tiempo cíclico -no cifrado- inherente a ella, se expropia y se anega en el tiempo lineal que corresponde a la Historia.
Giorgio Agamben, comentando las Tesis sobre la filosofía de la Historia de Walter Benjamin, ha confrontado el cuadro de Paul Klee titulado Angelus Novus, con el Ángel de la Melancolía, grabado por Durero. Si el primero representó para Benjamin al ángel de la Historia, el segundo es para Agamben la encarnación del ángel del Arte. «El ángel de la Historia -ha escrito Agamben-, cuyas alas se han enredado en la tempestad del progreso, y el ángel de la estética, que fija las ruinas del pasado en una dimensión intemporal, son inseparables. Y hasta que el hombre no encuentre otra forma de conciliar individual y colectivamente el conflicto entre lo viejo y lo nuevo, apropiándose así de su propia historicidad, parece poco probable que se produzca una superación de la estética que no se limite a llevar su desgarro hasta el límite»
La relación -y contradicción- entre Arte e Historia que estas palabras de Agamben definen, ¿no se corresponde acaso con el tema esencial que late en el fondo de la obra cinematográfica de Andréi Tarkovski?
l "Mi primer descubrimiento de Tarkovki fue como un milagro.De repente me hallaba junto a la puerta de acceso a un recinto en el que yo siempre había querido entrar, pero cuya llave jamás me había sido dada, y en el que Tarkovski se movía libre y confiadamente.Me sentí animado, estimulado: alguien había expresado aquello que yo siempre quise decir, sin saber cómo.Tarkovski es para mí el más importante. Ha creado un lenguaje nuevo, que se corresponde con la esencia del cine, porque presenta la vida como reflexión, la vida como un sueño". Ingmar Bergman
n DISCUSIÓN SOBRE LA CRÍTICA DE “LA INFANCIA DE IVÁN”. Por Jean-Paul Sartre
El filósofo francés, que al tiempo que La infancia de Iván se estrenaba en Italia, vivía en Roma, envió una carta a la redacción del diario l’Unitá, haciendo un comentario a una crítica aparecido en el diario comunista sobre la película de Tarkovski, porque entendía que los críticos de la izquierda italiana no hacían justicia al, según él, admirable filme de Tarkovski. El director de este diario, Alicata, decidió hacer pública la carta de Sartre, y la publicó en l’Unitá el 9 de octubre de 1963.
Mi querido Alicata:
Le he dicho en varias ocasiones toda la estima que tengo por sus colaboradores que se ocupan de literatura, de artes plásticas o de cine. Encuentro que en ellos coexisten el rigor y la libertad, lo cual hace que puedan, en general, ir al fondo de los problemas y, al mismo tiempo, captar la obra en lo que tiene de singular y de concreto. Puedo hacer los mismos elogios a Il Paese y a Paese Sera: ningún esquematismo de izquierdas, ni nadie que sea esquemático.
Es la razón por la cual querría expresarle una queja. ¿Por qué hacen, por primera vez, que yo sepa, que la acusación de esquematismo pueda ser lanzada contra los artículos que Unitá y los otros periódicos de izquierda han consagrado a La infancia de Iván, una de las películas más bellas que he visto durante el curso de estos últimos años? El jurado del León de Oro le ha atribuido la más alta recompensa; pero esto se convierte en una extraña patente de «occidentalismo» y contribuye a hacer de Tarkovski un pequeño burgués sospechoso si, al mismo tiempo, la izquierda italiana le mira con malos ojos. En verdad, tales juicios desconfiados abandonan, sin justificación real, a nuestras clases medias, una película profundamente rusa y revolucionaria, que expresa de modo típico la sensibilidad de las jóvenes generaciones soviéticas. Por mi parte, la vi en Moscú, en proyección privada, luego en público, en medio de los jóvenes, y he comprendido lo que representaba para aquellos niños de veinte años, herederos de la revolución, que no la ponían en duda un instante, y se proponían orgullosamente el continuarla: en su aprobación, se lo aseguro, no había nada que se pudiera definir como una reacción de «pequeños burgueses». No hay que decir que un crítico es libre de hacer todas las reservas acerca de una obra que debe juzgar. ¿Pero es justo el mostrar tanta desconfianza respecto a una película que ha sido —y es siempre— objeto de apasionadas discusiones en la URSS? ¿Es justo el criticar sin tener en cuenta esas discusiones, ni su profundo significado, como si La infancia de Iván sólo fuera un ejemplo de la producción corriente en la URSS? Le conozco lo suficiente, mi querido Alicata, para saber que usted no comparte la visión simplista de sus críticos. Y como la estima que siento por ellos es realmente sincera, le pido que les haga conocer esta carta que —por lo menos— tendrá quizá la oportunidad de reanudar la discusión antes de que sea demasiado tarde.
Se ha hablado de tradicionalismo y, al mismo tiempo, de que esos criterios formalistas están superados también. Es cierto que en Fellini, en Antonioni, el simbolismo tiende a ocultarse. Pero con el solo resultado de que es todavía más manifiesto. Y el neorrealismo italiano tampoco lo evitaba. Habría que hablar aquí de la función simbólica de cualquier obra, incluso la más realista. No tenemos tiempo de ello. Por otra parte, es más bien la naturaleza de su simbolismo la que se ha querido reprochar a Tarkovski: ¡sus símbolos serían expresionistas o suprarrealistas! Esto es lo que no puedo aceptar. Primero, porque aquí se halla de nuevo la acusación que un cierto académico hace, incluso en la URSS, contra el joven director de escena. Para ciertos críticos de allí, y para los mejores críticos de aquí, parecería que Tarkovski hubiera asimilado apresuradamente los procedimientos superados en Occidente y que los aplica sin discernimiento. Se le reprochan los sueños de Iván: «¡Sueños! En Occidente nosotros hace mucho que hemos dejado de utilizar los sueños. ¡Tarkovski está atrasado!; eso era bueno entre las dos guerras!» He aquí lo que escriben las plumas autorizadas.
Pero Tarkovski tiene veintiocho años (él me lo ha dicho, y no treinta como escriben ciertos periódicos), y hay que estar seguros de ello, conoce muy mal el cine occidental. Su cultura es necesaria y esencialmente soviética. No se gana nada, y se pierde todo, queriendo derivar de los procedimientos burgueses un «tratamiento» que se desprende de la misma película y de la materia tratada. Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más inocente y conmovedora victima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante, vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo. Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas. Para ellos, no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar. Su encarnizamiento heroico era, ante todo, odio y fuga ante una angustia insoportable. Si se batían, huían del horror en el combate; si la noche los desarmaba, si volvían, en el suelo, a la ternura de su edad, el horror renacía, revivía el recuerdo que querían olvidar. Así le ocurre a Iván. Y pienso que hay que celebrar a Tarkovski por haber mostrado tan bien cómo, para este niño tendido hacia el suicidio, no hay diferencia entre el día y la noche. En todo caso, no vive con nosotros. Acciones y alucinaciones están en estrecha correspondencia. Véase las relaciones que conserva con los adultos; vive en medio de las tropas: los oficiales —buenas gentes, valientes, pero «normales», que no han sufrido una infancia trágica— le acogen, se ocupan de él, le quieren, quieren a toda costa «normalizarlo», enviarlo a retaguardia, a la escuela. Aparentemente, el niño podría, como en la novela de Shólojov, hallar entre ellos un padre que reemplazase al que ha perdido. Demasiado tarde: ya no necesita padres; más profundo aún que esta privación es el horror indecible de la matanza vista que le reduce a la soledad. Los oficiales terminan por considerar al niño con una mezcla de ternura, de estupor y ven en él ese monstruo perfecto, tan bello y casi odioso, que el enemigo ha radicalizado, que se afirma mediante impulsos asesinos (por ejemplo, el cuchillo), y que no puede cortar los lazos de la guerra y de la muerte; que tiene ahora necesidad de ese universo siniestro para vivir; que se ha liberado del miedo en mitad de la batalla y que, en la retaguardia, será vencido por la angustia. La pequeña víctima sabe lo que necesita: la guerra —que lo ha creado—, la sangre, la venganza. No obstante, los dos oficiales lo aman; en cuanto a él, todo cuanto puede decirse, es que no los odia. El amor es, para él, un camino cerrado para siempre. Sus pesadillas, sus alucinaciones, no son en nada gratuitas. No se trata de trozos de bravura, ni siquiera de sondeos en la «subjetividad» del niño; son perfectamente objetivas, se continúa viendo a Iván desde el exterior, igual que en las escenas «realistas»; la verdad es que para este niño el mundo entero es una alucinación, y que este mismo niño, monstruo y mártir, es, en este universo, una alucinación para los otros. Por esta razón, la primera secuencia nos introduce hábilmente en el mundo verdadero y falso del niño y de la guerra, describiéndonos todo a partir de la carrera real del niño a través de los bosques, hasta la falsa muerte de su madre (ha muerto realmente, pero el acontecimiento —que no conoceremos nunca, porque está enterrado demasiado profundamente— era distinto; no vuelve nunca a la superficie, sino a través de descripciones que le quitan un poco de su horrible desnudez). ¿Locura? ¿Realidad? Lo uno y lo otro: en la guerra, todos los soldados son locos; ese niño monstruo es un testimonio objetivo de su locura, porque es el más loco. No se trata, pues, ni de expresionismo ni de simbolismo, sino de un modo de narrar exigido por el mismo tema, que el joven poeta Vosnessenky llamó «suprarrealismo socialista».
Habría sido necesario penetrar más profundamente en las intenciones del autor para comprender el sentido mismo del tema: la guerra mata, incluso a los que sobreviven. Y en un sentido más profundo aún: la historia, en un solo y único movimiento, reclama sus héroes, los crea y los destruye al hacerlos incapaces de vivir sin sufrir en la sociedad que han contribuido a forjar.
Se ha celebrado el Uomo da bruciare al mismo tiempo que se miraba con desconfianza La infancia de Iván. Se han hecho elogios a los autores de la primera película, por otra parte muy honorable, porque habían introducido de nuevo la complejidad en el héroe positivo. Es verdad: le han dado defectos: por ejemplo, la mitomanía. Han indicado al mismo tiempo la abnegación del personaje a la causa que defiende y su auténtico egocentrismo. Pero, por mi parte, no encuentro en esto nada nuevo. En definitiva, las mejores producciones del realismo socialista han presentado siempre, a pesar de todo, héroes complejos, matizados, han exaltado su mérito, teniendo cuidado de subrayar algunas de sus debilidades. En verdad, el problema no es dosificar los vicios y las virtudes del héroe, sino el discutir el propio heroísmo.
No para rechazarlo, sino para comprenderlo. De ese heroísmo, La infancia de Iván saca a la luz a la vez la necesidad y la ambigüedad. El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él. Proyectado a su pesar en la guerra, la guerra no lo ha hecho enteramente. Pero si asusta a los soldados que lo rodean, es porque no podrá vivir nunca en la paz. La violencia que hay en él, nacida de la angustia y del horror, le sostiene, le ayuda a vivir y le impulsa a pedir misiones peligrosas de exploración. Pero ¿qué va a ser de él después de la guerra? Si sobrevive, la lava incandescente que hay en él no se enfriará jamás. ¿No hay aquí, en el sentido más estricto del término, una importante crítica del héroe positivo? Se le muestra como es, doloroso y magnífico, se hace ver las fuentes trágicas o fúnebres de su fuerza, se revela que ese producto de la guerra, perfectamente adaptado a la sociedad guerrera, está por eso mismo condenado a convertirse en asocial en el universo de la paz. Así, la historia hace a los hombres: los elige, los cabalga y los hace morir bajo ella. En medio de los hombres de la paz, que aceptan morir por la paz y hacen la guerra por la paz, ese niño marcial y loco hace la guerra por la guerra. Precisamente por eso, vive, en medio de los soldados que lo aman, en una soledad insoportable.
De todos modos, es un niño. Esta alma desolada conserva la ternura de la infancia, pero no puede experimentarla y, menos aún, expresarla. O bien, si se abandona a ella en sus sueños, si se pone a soñar en la dulce distracción de los trabajos cotidianos, se puede estar seguro de que esos sueños se metamorfosean inevitablemente en pesadillas. Las imágenes de la dicha más elemental acaban por asustarnos: conocemos el fin. Y, sin embargo, esta ternura reprimida, rota, vive en cada instante; Tarkovski se ha cuidado de rodear de ella a Iván: es el mundo, el mundo a pesar de la guerra e incluso, a veces, a causa de la guerra (pienso en esos cielos admirables atravesados por bolas de fuego). En realidad, el lirismo de la película, su cielo surcado, sus aguas tranquilas, sus bosques innumerables, son la vida misma de Iván, el amor y las raíces que se le han negado, lo que él era, lo que es aún, sin poder jamás acordarse de ello, lo que los otros ven en él, en torno de él, lo que él no puede ver. No conozco nada tan conmovedor como esta larga secuencia: la travesía del río, larga, lenta, desgarradora; a pesar de su angustia y de su incertidumbre (¿era justo hacer correr todos estos riesgos a un niño?), los oficiales que lo acompañan están penetrados de esta dulzura desolada, terrible. Pero el niño, obseso por la muerte, no advierte nada, salta a tierra, desaparece; va hacia el enemigo. La barca vuelve hacia la otra orilla; el silencio reina en medio del río; el cañón se calla. Uno de los militares dice al otro: «Ese silencio, es la guerra...»
En aquel mismo instante el silencio estalla: gritos, aullidos, es la paz. Locos de alegría, los soldados soviéticos han invadido la cancillería de Berlín, suben corriendo las escaleras. Uno de los oficiales —¿el otro está muerto?— ha hallado en un cuartucho varios libritos: el Tercer Reich era burocrático; por cada ahorcado una foto, un nombre en una lista. El joven oficial ve en uno de ellos la foto de Iván. Ahorcado a los doce años. En medio de la alegría de una nación, que ha pagado duramente el derecho de proseguir la construcción del socialismo, hay —entre otros tantos— ese agujero negro, un pinchazo irremediable: la muerte de un niño en medio del odio y de la desesperación. Nada, ni siquiera el comunismo futuro, redimirá eso. Nada: aquí se nos muestra, sin intermediarios, la alegría colectiva y ese modesto desastre personal. No hay siquiera una madre para confundir en sí misma dolor y orgullo: una pérdida árida. La sociedad de los hombres progresa hacia sus fines, los vivos realizarán sus metas con sus propias fuerzas, y no obstante, ese pequeño muerto, minúscula brizna de paja barrida por la historia, queda como una pregunta sin respuesta, que no compromete nada, pero que hace ver todo a una luz nueva: la historia es trágica. Hegel lo dijo. Y Marx también, añadiendo que progresaba siempre por sus lados peores. Pero nosotros no lo decimos casi nunca, en estos últimos tiempos, insistimos sobre el progreso, olvidando las pérdidas que nada puede compensar. La infancia de Iván nos recuerda todo eso del modo más insinuante, más dulce, más explosivo. Un niño muere. Y es casi un happy end, desde el momento en que no podía sobrevivir. En un cierto sentido, pienso que el autor, ese joven, ha querido hablar de él y de su generación. No es que estén muertos, todo lo contrario, esos jóvenes pioneros orgullosos y duros, pero su infancia ha sido rota por la guerra y sus consecuencias. Casi querría decir: he aquí Los cuatrocientos golpes soviéticos, pero para destacar mejor las diferencias. Un niño destrozado por sus padres; he aquí la tragicomedia burguesa. Millares de niños destrozados, vivos, por la guerra, he ahí una de las tragedias soviéticas.
En ese sentido, la película nos parece específicamente rusa. La técnica es ciertamente rusa, aun siendo en sí original. Nosotros, en Occidente, sabemos apreciar el ritmo rápido y elíptico de Godard, la lentitud protoplásmica de Antonioni. Pero la novedad es ver estas velocidades en un director de escena que no se inspira en ninguno de esos dos autores, pero que ha querido vivir el tiempo de la guerra en su insoportable lentitud y, en la misma película, saltar de una época a la otra con la rapidez elíptica de la historia (pienso en particular en el admirable contraste entre esas dos secuencias: el río, el Reichtag), sin desarrollar la intriga, abandonando los personajes en un cierto momento de su vida, para hallarlos de nuevo en otro, o en el de su muerte. Pero no es la oposición de los ritmos la que da a la película su carácter específico desde el punto de vista social. Esos momentos de desesperación que destruyen una persona, los hemos conocido —menos numerosos— en la misma época. (Recuerdo a un niño judío de la edad de Iván que, al saber en 1945 la muerte de su padre y de su madre en la cámara de gas y su incineración, roció de gasolina su colchón, se acostó sobre él, le pegó fuego y se dejó quemar vivo.) Pero nosotros, nosotros no hemos tenido ni el mérito ni la oportunidad de poder lanzarnos a una construcción grandiosa. Con frecuencia, hemos conocido el mal. Pero nunca el mal radical en el seno del bien, en el momento en que entra en lucha con el propio bien. Eso es lo que nos sorprende aquí: naturalmente, ningún soviético puede decirse responsable de la muerte de Iván; los únicos culpables son los nazis. Pero el problema no está ahí: venga de donde venga, el mal, cuando atraviesa el bien con sus innumerables alfilerazos, revela la trágica verdad del hombre y del progreso histórico. ¿Y dónde podría decirse eso mejor que en la URSS, el único gran país donde la palabra progreso tiene un sentido? Y naturalmente no hay lugar para sacar de ello no sé qué pesimismo. Igual que un optimismo fácil. Sino sólo la voluntad de combatir sin perder jamás de vista el precio que hay que pagar. Sé que conoce mejor que yo, mi querido Alicata, el dolor, el sudor y con frecuencia la sangre que cuesta el menor cambio que quiere introducirse en la sociedad; estoy seguro de que apreciará igual que yo esa película acerca de las pérdidas áridas de la historia. Y la estima que siento por los críticos de Unitá me persuade para que le pida que les muestre esta carta. Me sentiría dichoso si estas pocas observaciones pudieran darles la ocasión de responderme y de abrir de nuevo la discusión acerca de Iván. No es el León de Oro lo que debería ser la verdadera recompensa de Tarkovski, sino el interés, aunque fuese polémico, suscitado por su película entre los que luchan juntos por la liberación del hombre y contra la guerra.
Con toda mi amistad.
J.-P. S.
Nota sobre la traducción: Esta versión española apareció en: Jean-Paul Sartre, Problemas del marxismo, Losada, Buenos Aires, 1964, traducción de J. Martínez Aunan; y nosotros la hemos tomado de Revista de Occidente nº 175 (diciembre de 1995), pp. 21-30).
"El espejo"
n Sobre “Nostalghia”. Carlos Tejeda
«¿Cómo iba a imaginar durante el rodaje de Nostalghia que aquel estado de tristeza aplastante y sin salida, que marca toda la película, podría alguna vez ser el destino de mi propia vida? ¿Como iba a imaginar que yo mismo, hasta el final de mis días, tendría que sufrir esa misma grave enfermedad?»[1]. Palabras en el exilio. El que decidió llevar a cabo Andrei Tarkovski un año despues de acabar la película hastiado por el continuo maltrato de las autoridades soviéticas. Un film premonitorio, aunque el motivo que lleva al poeta Andrei Gorchakov (Oleg Jankovski) lejos de su patria es una investigación sobre su compatriota Pavel Sosnovski[2], un compositor del siglo XVIII que, atormentado por la nostalgia, abandonó una exitosa carrera en Italia para volver a Rusia, a su antigua condición de siervo. Y pocos años despues al suicidio.
Antes del comienzo del rodaje, Tarkovski sufre un nuevo revés. No puede contar con su actor habitual y uno de sus amigos más íntimos para quien el cineasta escribió el papel de Gorchakov. Anatoli Solonitsyn, el mismo que había encarnado a Andrei Rublev, al doctor Sartorius de Solaris (1972), al hombre que conversa con la madre al comienzo de El espejo (Zerkalo, 1974) y al Escritor de Stalker (1979), cae gravemente enfermo. Hay testimonios que sostienen que entre el director y Solonitsyn había una conexión mágica. Pero el intérprete fallece el 11 de junio de 1982 del mismo mal que se llevaría al realizador cuatro años después. Por ello debe buscar un sustituto. Y piensa en Alexander Kaidanovski, el que dio vida al Stalker, pero las autoridades le deniegan el visado. Al final escoge a Oleg Jankovski, quien ya había trabajado bajo sus órdenes en El espejo, interpretando al padre que está en el frente.
Sea como fuere, y al igual que el músico, Gorchakov padece los mismos síntomas de melancolía que le hacen deambular casi como un espectro, absorto en sus pensamientos en los que aparece su familia, su dacha, su paisaje. Algo que amplifican las atmósferas brumosas y sombrías por las que transita. Ni siquiera parece percatarse de la sensualidad que emana Eugenia (Domiziana Giordano), la traductora que le acompaña durante su periplo y que, además, no disimula su interés por él. Y digo periplo pues, al igual que los demás títulos del cineasta, Nostalghia es el relato de un itinerario en el que subyace ese aspecto iniciático y de aprendizaje, rasgos, por otra parte, característicos de las Bildungsroman. Pero al contrario que en éstas, los seres tarkovskianos son individuos maduros inmersos en una profunda crisis interior que detiene su actividad. De hecho, Tarkovski nunca les muestra en sus quehaceres profesionales. Es por eso que emprenden, más que un viaje, un errar en busca de alguna certeza. Estado de crisis que para el director es un signo de salud. «En mi opinión, no supone otra cosa que un intento de volver a encontrar el propio yo, de conseguir una nueva fe»[3].
El sentimiento ruso por la tierra añorada, dicen, es demasiado intenso. Da igual que la Madonna del Parto pintada por Piero della Francesca se parezca a su esposa. Gorchakov se niega a entrar en el templo que la alberga. Y Eugenia, que sí lo hace, es incapaz de arrodillarse. Como el Escritor de Stalker -personaje con el que Gorchakov guarda un gran parecido en su aspecto e indumentaria- que, ante el miedo a lo que oculte su conciencia, rehúsa en el último instante a hacer su petición ante el cuarto de los deseos. Porque, como cualquier ser humano, desconoce qué íntimos anhelos se ocultan en su profundo interior. Sin embargo, el motivo de la traductora es bien diferente, pues tan solo es una mujer sin fe. Y Gorchakov, simplemente, se siente extraño por el hecho de hallarse en una tierra ajena. Pero en Nostalghia, como en Stalker, también hay una Zona: las ruinas que recorre el protagonista. Y una habitación de los deseos: la piscina de aguas termales de Bagno Vignoni, esa que el poeta deberá atravesar con una vela encendida.
La indiferencia de Gorchakov irrita a la voluble Eugenia tras sus vanos intentos por seducirle. Hasta tal punto que, tras reprocharle su incompetencia emocional, se despide y regresa a Roma. Tan solo son dos espíritus con intenciones diferentes: ella es una mujer que busca el amor. Sin más. Y él, en el fondo, un sentido a su existencia tambaleada por su incapacidad para superar su estado emocional.
Pero el poeta hallará su verdadera conexión con Domenico (Erland Josephson), un outsider tachado de loco por el entorno que le rodea tras encerrar a su familia durante siete años para protegerles del fin del mundo. Personaje que además representa lo opuesto a Eugenia. Si la traductora es más bien una persona mundana, Domenico es un ermitaño que defiende el sentido espiritual frente a una sociedad materialista, esa misma a la que pertenece ella. Reivindicaciones que, al no ser compatibles con sus congéneres, acrecientan su condición de lunático. Algo que ya Tarkovski enfatiza en su primera aparición: después de rodear el estanque, donde unos otoñales bañistas se hallan entregados a diálogos banales, Domenico le espeta a su perro: «¿Sabes por qué están dentro del agua?. Quieren vivir eternamente».
La atracción de Gorchakov por la personalidad de Domenico nace desde el primer encuentro. Algo que el poeta parece confirmar cuando le expresa a la traductora: «No sabemos que es la locura. Son perturbadores, incómodos, y nosotros no queremos entenderles. Están muy solos, pero seguro que están más cerca de la verdad». Al fin y al cabo, los dos hombres, a su manera, son dos seres inadaptados. Por ello el poeta se apresura a ir hasta la sórdida vivienda del orate. Al entrar en la casa, Gorchakov tiene una visión: en el umbral hay un paisaje en miniatura, el mismo en donde se encuentra su dacha, el mismo que siempre está presente en sus pensamientos. Un presagio de la secuencia final, con la campiña rusa arropada por la tierra italiana. Y Domenico, a modo de maestro de ceremonias, se convertirá en un casual intermediario espiritual para el poeta.
El loco le encomienda una insólita misión: debe atravesar el estanque de Bagno Vignoni, aquel en el que dicen se bañaba Santa Catalina, portando una vela encendida. Él no puede hacerlo, pues cada vez que se introduce en la piscina siempre hay alguien que le saca de ella. «Hay que tener ideas grandes» afirma después. Y confiesa que su actitud con su familia fue egoísta, porque a quien en realidad hay que salvar es a la humanidad entera. Por eso ha ideado una acción paralela a la del poeta, de mayor alcance, en Roma. Dos maniobras de aparente ingenuidad que, en el fondo, encubren un acto supremo. Y también el aliciente que ayudará, sino a superar, al menos a reconducir la aflicción de Gorchakov. Aunque ambos intuyan que con ello no va a cambiar el curso de la historia. Pero eso no importa, lo esencial es el propio acto en sí.
Con otro pensamiento, el cineasta muestra la identificación, cada vez más creciente, del poeta hacia el loco: el literato pasea por una calle desierta en la que halla un armario abandonado. Una de sus puertas tiene un espejo. Gorchakov se mira en él y su reflejo es el rostro de Domenico. Después, y ya en la vida real, Eugenia se pone en contacto con Gorchakov para decirle que ha encontrado el amor aunque, por la escasa convicción de su tono de voz, suena más bien a revancha. Además, la traductora le avisa de que el demente lleva tres días dando discursos en Roma. «La moderna cultura de masas -una civilización de prótesis- pensada para el “consumidor”, mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual»[4]. Reflexión del cineasta que bien puede resumir la soflama de Domenico encaramado en una estatua ecuestre, la de Marco Aurelio en la Piazza del Campidoglio, ante un reducido grupo de impasibles oyentes. «¿Qué clase de mundo es este si un loco os tiene que decir que debéis avergonzaros?», exclamará antes de consumar su inmolación. Pero la voz del lunático es también el grito de rebeldía del propio Tarkovski quien, como Domenico, sufrió el rechazo, aunque por otros motivos. Así mismo, el personaje del orate prefigura el del Alexander de Sacrificio (Offret, 1986) su siguiente y último film. Seres que, encarnados por el mismo actor, Erland Josephson[5], renuncian a sus bienes materiales porque se dan cuenta de que no los necesitan para alcanzar su plenitud existencial.
Gochakov aplazará su regreso a Rusia para cumplir el encargo de Domenico. Un largo plano secuencia recoge sus tres intentos consiguiendo, en el último de ellos, atravesar la piscina sin que se apague la vela. Es entonces cuando da su último aliento. Después, la imagen del poeta reclinado a la orilla de una charca. Y a su lado un pastor alemán, el perro que aparecía en sus pensamientos, junto con su familia; el mismo que acompañaba a Domenico. Pero también para muchos pueblos primitivos símbolo de fidelidad, además de guardián y guía. Detrás, su añorado paisaje con la dacha, de apariencia similar a la de El espejo, esa en la que el cineasta pasó su infancia. Y todo ello al amparo de las ruinas del monasterio de San Gálgano. Una suerte de unión onírica entre la tierra rusa y la italiana. Quizá una metáfora del espíritu ruso, el de un pueblo sometido a lo largo de los siglos, en un entorno de entera libertad.
Lluvia en el interior de los aposentos de Domenico, símbolo de purificación y también imagen física de la comunicación entre lo espiritual y lo terrenal según numerosas culturas antiguas; el fuego, con el que se prende Domenico o el de la llama de la vela, asociado a la vida y a la salud; las ruinas que recorre el poeta, pedazos de una civilización universal y extraña, «son a la vez como mausoleos de la futilidad de las ambiciones humanas, signos del fatídico camino en el que se ha perdido la humanidad»[6]. O el libro de poemas de Arseni Tarkovski, padre del director, que lee la traductora. Tan solo algunos de los numerosos ingredientes que enfatizan el carácter poético de sus imágenes.
Tarkovski negó en diversas ocasiones el simbolismo en sus películas. O puede que sólo le incomodase esa propensión, tanto de la crítica como del público, a reducir el componente poético a un mero signo, ya que otras reflexiones suyas invitan a lo contrario: «La imagen artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por otra, lo mayor por lo menor. Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para poder hablar del infinito, el artista presenta lo finito. Un sustitutivo. Lo infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen»[7], o «Las grandes obras maestras de arte, por su naturaleza, son ambivalentes y ofrecen ocasiones para interpretaciones de lo más diversas»[8]. O bien: «Y a mi, por cierto, me produce alegría una película que efectivamente deja abierta la posibilidad de diversas interpretaciones»[9]. Si bien, tampoco hay que olvidar que en la figura de un artista subyace esa aura de misterio que él mismo, consciente o inconscientemente, contribuye a alimentar.
Sea como fuere, Gorchakov no se reunirá con su familia porque debe atravesar el estanque con la vela encendida, quizá único camino posible para hallar su paz interior. Pero también es, en cierta manera, una metáfora del propio acto de la creación artística que «exige del artista una “verdadera entrega de si mismo”, en el sentido más trágico de la palabra»[10]. Y es ahí donde se halla otro de los valores de la obra de Tarkovski, en su “sacrificio”, que también significa esa “entrega”, por plantear al espectador el enigma de la existencia, o al menos, «enfrentarlo a este interrogante»[11]. Aunque, al contrario que sus personajes, una entrega realizada a través del dolor que implica toda creación.
NOTAS
[1] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Ediciones Rialp, Madrid 1991, p. 226.
[2] Pavel Sosnovski es, en realidad, Maksym Sozontovych Berezovsky (1745-1777) compositor, cantante de ópera y violinista que en 1769 viajó a Bolonia, en donde se formó con Giovanni Battista Martini. Es autor, entre otras obras, de la ópera Demofonte estrenada en 1733.
[3] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 218
[4] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 66.
[5] Erland Josephson (Estocolmo, 1923) fue, junto con Max von Sydow y Gunnar Björnstrand uno de los actores habituales de Ingmar Bergman: En el umbral de la vida (Nära livet, 1957), El rostro (Ansiket, 1958), La hora del lobo (Vargtimmen, 1966), Pasión (En passion, 1968), Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), Escenas de un matrimonio (Scener ur ett Äktenskap, 1973), Cara a cara al desnudo (Ansikte mot ansikte, 1975), Sonata de otoño (Höstsonaten/Herbstsonate, 1977), Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982), Después del ensayo (Efter repetitionen, 1983), En presencia de un clown (Larmar och gör sig till, 1997) o Saraband (2003). También trabajó en otros títulos como Hanussen (István Szabó, 1988), Prospero’s books (Peter Greenaway, 1991), La mirada de Ulises (To vlemma tou Odyssea, Theo Angelopoulos, 1995) o Infiel (Trolösa, Liv Ullman, 2000).
[6] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 227.
[7] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 62.
[8] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 133.
[9] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 196.
[10] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 63.
[11] TARKOVSKI, Andrei. Esculpir en el tiempo. Op. cit, p. 60.
"Stalker"
"Stalker"
"Nostalghia"
n A PASO DE LOBO. EN TORNO A ANDREI TARKOVSKI. Por Clara Janés
Era avanzada primavera. Estábamos en la terraza encauzando los nuevos brotes de la Parra Virgen y cuando el sol inició su mutación crepuscular, nos sentamos para hacer una pausa. Aquella luz y aquella súbita quietud enmarcaron la música de Bach que nos acompañaba. Nos miramos reconociendo algo y Adriana dijo: "Atmósfera Tarkovski". Era la calidad de la transparencia, el difuminarse de los límites, un sentir equivalente a las imágenes invertidas vistas en el agua desde el globo de Andrei Rublev, el cielo y la nube elevándose en lo más hondo, el vuelo cruzando la corriente, el árbol hallando en el abandono del descenso lo erguido de la elevación, la inmensidad que de pronto se hacía abarcable, la armonía.
"No hay que ir a ver mis películas: lo que hay que hacer es vivirlas conmigo - pero ¿quién es capaz de ello?", escribió Tarkovski en su diario. Había estratos, orientaciones previas a la confluencia: durante años sólo la música de Bach, durante meses los dibujos de Leonardo como mano sosegada que conduce al sueño: una rama de mora, unas bellotas, las flores de Estrellas de Belén, un caballo, las proporciones del caballo, el hombre vitrubiano, la teoría de las sombras, los estudios para el vuelo mediante instrumentos, el ala fija... Pero en aquella atmósfera las cosas cobraban carácter de aparición, de epifanía. Se trataba de algo casi invisible, casi inexpresable, que abolía toda pregunta.
"El hombre existe desde hace mucho y sin embargo duda aún de lo esencial: que su existencia tenga un sentido. ¡He aquí lo más sorprendente!", escribía Tarkovski el 20 de septiembre de 1978. Y otro día citaba a Andrei Biely: "El arte es una necesidad religiosa del espíritu". Años antes había anotado esta reflexión: "En sí misma la creación es una negación de la muerte". Y: "Si queréis saber en qué consiste mi vocación, diría: alcanzar el absoluto, esforzándome en elevar siempre más el grado de maestría de mi arte. La dignidad del artesano. El nivel de la calidad. Perdida por todos, porque se había vuelto inútil, y sustituido por la apariencia, la ilusión de la calidad". En otra ocasión salíamos del cine -habíamos visto El espejo-, y Adriana me explicaba: "Se trata del niño no amado que, por este motivo, de mayor no puede amar. Fíjate en la mirada de la madre. Para ella sólo existe ella misma, de ahí el espejo y su deseo de tener una niña". Pocos días después íbamos con Jeaninne [J. Mestre, actriz] a ver Stalker. "Es la mejor", observó Jeaninne. El tempo lento, comprendí aquel día, era necesario -luego leí su frase: "El tiempo es un medio de comunicación"-; y también que los personajes que entran en Zona representan la ciencia, el arte y la bondad. "La conclusión es la inmortalidad. El hombre es una energía, esta energía puede separarse del cuerpo, pero sigue existiendo. Sólo un hombre como Stalker, en armonía consigo mismo y con el universo, puede llegar a dominarla, mientras escapa a los demás: por ello es peligroso y quieren matarlo. Por ello tiene una hija mutante, sin piernas, porque no las necesita: de momento mueve los vasos con los ojos, luego volará", subrayó Adriana.
"Sí, el espacio, el tiempo, la casualidad, son formas de la conciencia, y la esencia de la vida está más allá de estas formas", escribió el cineasta el 29 de marzo de 1982. Jeaninne observaba siempre en él su inmensa capacidad. Yo, en el sueño, cruzaba Zona. Así anoté el 18 de septiembre del 94: "Estaba de viaje sola. Iba por habitaciones pequeñas conectadas con otras por cristales, escaleras, puertas, sin ninguna intimidad. Antes de llegar al avión tenía que pasar por un lugar extraño, medio encharcado, que contenía distintos paisajes, piedra rojiza, rocas, precipicios, espacios perdidizos, angustiosos... era una prueba laberíntica que yo vencía. Al salir me daba cuenta de que era Zona. Poco después estaba con una mujer allí mismo, dispuesta a entrar de nuevo, pero ella no quería aventurarse: "¿no te das cuenta de que todo son trucos? Esto es el tinte con que tiñen el agua del color de la sangre -decía señalando unas manchas terrosas junto al agua-. Todo es cartón piedra. ¿Para qué pasar angustia por una ficción? Yo no lo haré". "Pero el miedo es real, la angustia vencida es real, la victoria es real", le contestaba. Al poco la mujer había desaparecido y yo, en un bar, hablaba con un hombre. Éste, súbitamente, se levantaba y me decía: "Ve tú, yo no entraré". Otro día soñaba estar recorriendo un hermoso laberinto, andando siempre sobre telas persas mojadas -las zonas encharcadas de Zona- y de pronto, presa de una gran angustia, por la certeza de que Tarkovski estaba fuera y se iba a marchar, emprendía una carrera velocísima. Cuando lograba salir, sólo veía unas personas silenciosas y un coche en cuyo interior estaban dos chicos muy serios: Tiapus y Senka [hijos de Tarkovski], tal como aparecen en la foto de su entierro.
"Me siento tan solo... Y este sentimiento se hace tanto más aterrador cuando uno se empieza a dar cuenta de que la soledad es la muerte", escribió el 22 de octubre de 1979. Pero meses antes anotaba: "[...] creer, hacia y contra todo - creer. Nosotros estamos crucificados en una sola dimensión; en cuanto al universo, él es multidimensional. Nosotros lo sentimos y sufrimos al no poder conocer la verdad. Pero conocer no es necesario. Lo que es necesario es amar". Luego fue en el campo. Paseaba con Jeaninne y llegamos a un espacio de rocas inmensas con manchas de musgo seco y otras llenas de florecillas rosadas: un lugar virgen, intocado, en el cual el cielo, los árboles y la piedra formaban una unidad a la vez desolada y alentadora. "Tarkovski", dije. Y ella, saltando sobre las lajas para evitar las flores: "No quiero pisar Tarkovski...". Tenía razón: hay que ir a paso de lobo (1).
"Todo en esta vida es atroz, excepto el don de la libre voluntad". "Soy, creo, un obseso de la libertad. [...] La libertad es el poder respetar en sí mismo y en los otros el sentimiento de la dignidad". Son frases del 22 de junio del 80 y del 4 de junio del 81, respectivamente. Asimismo apuntó: "Sólo el amor es capaz de resistir a esta destrucción universal... El amor... y la belleza. Yo creo firmemente que sólo el amor puede salvar al mundo. Sin él irá a su perdición. Todo va ya a ella".
He vuelto al lugar de las lajas, de nuevo este año iluminan la piedra las diminutas flores. Y ya se va acercando el momento de ocuparse de la Parra Virgen. Hace unos meses fue una vez más la música de Bach. Oía la Pasión según san Mateo porque había mucho trabajo entre el ramaje, las semillas, el renovar la tierra... De pronto la voz de los coros me hizo poner en pie: tenía ante los ojos los títulos de crédito de Sacrificio: solemnidad y sutileza, dolor y triunfo unidos. El fuego había acabado con el mundo antiguo. Nadie sabía la verdadera causa. "Un hombre ha recibido la posibilidad de ser feliz. Tiene miedo de aprovecharla porque cree que la felicidad es imposible y sólo un loco puede ser feliz. Las circunstancias, sin embargo, convencen a nuestro héroe, y se decide a usar la posibilidad recibida y a ser feliz. Y enloquece. Entra en comunicación con el mundo de los locos, que no son sólo locos; gozan también del don de estar en comunicación con el mundo mediante lazos que el hombre normal no posee" (15 de febrero de 1972). "Nuestro conocimiento es como el sudor o los excrementos, es decir, funciones que acompañan la existencia y que no tienen nada que ver con la verdad. La única función de nuestra conciencia es la creación de ficciones. El verdadero conocimiento nace del corazón y del alma" (10 de julio de 1981). No por azar la imagen es determinada imagen en Tarkovski, la luz, determinada luz, y determinadas son la música y los temas. Todo halla su origen en esa captación sabia, en esa inteligencia clara, que le hizo escribir también: "Admito la fe, pero no creo en el conocimiento". Y: "La fe es el conocimiento por el amor".
Publicado originalmente en la revista Rey Lagarto, Año VII, nº 24 -1995 (IV).
NOTA
(1) La palabra stalker, explica Tarkovski, deriva del verbo inglés to stalk, que los franceses traducen por marcher à pas de loup. Por resultar para mí muy gráfica, adopto esta imagen.
"El sacrificio"
n CÓMO ME DIRIGIÓ TARKOVSKI EN “NOSTALGHIA” Y “EL SACRIFICIO”. Por Erland Josephson.
Conferencia en los Cursos de Verano de la universidad Complutense, San Lorenzo de El Escorial (Madrid), 3 de julio de 2002
Mi primer encuentro con Andréi Tarkovski fue como espectador. Las primeras películas suyas que vi, hace ya muchos años, fueron Andréi Rublev y El espejo. Ambas me resultaron enigmáticas y difíciles, aunque enormemente convincentes, abrumadoras.
Luego vi Stalker, que me pareció asimismo difícil, porque empleaba un idioma que resultaba un nuevo medio cinematográfico, con unos planos muy largos, inusualmente largos. Frente a ellos, yo estaba esperando a que se produjera un corte y me decía: "Ya, ya es hora de que se produzca un corte"; yo estaba acostumbrado al lenguaje tradicional europeo y quería inconscientemente reordenar la película de Tarkovski conforme a estas categorías para mí más conocidas. Fue así como Stalker me llevó muy lejos, aunque con dificultad.
Vi también en aquella ocasión que a los actores de Stalker se les pedía algo, algo asimismo inusual. No sabía exactamente de qué se trataba; no era solamente algo técnico, la capacidad, por ejemplo, de actuar en esas secuencias tan largas. No sabía lo que era, pero cuando vi la película por segunda vez, comprendí que era una de las obras más importantes del cine contemporáneo. Se ha dicho que la obra de Tarkovski es uno de los logros artísticos más destacados en todos los sentidos, y yo ya entonces estuve de acuerdo.
Por eso fue un gran honor cuando Tarkvski me pidió que trabajara en Nostalghia. El primer día, cuando nos conocimos, nos correspondía hacer unas pruebas fotográficas. En ellas, habitualmente, el actor se coloca contra el fondo de una pared neutra para, a continuación, mirar a un lado y otro mientras es fotografiado. Cuando llegamos a hacer la prueba, Tarkovski pensó que hacerlo así iba a resultar muy aburrido, así que sobre la marcha creó el guión de una pequeña historia, muy sencilla, para que nosotros la interpretáramos. Mandó iluminar el set y nos dio unas breves instrucciones de cómo interpretar. Tarkovski transformó así aquella simple prueba fotográfica en algo más que un mero test del maquilllaje y el vestuario que necesitarían los actores.
Me pregunto si se conservará en algún archivo aquel guión, o si la historia que creó allí, sobre la marcha, se habrá perdido. Porque se trataba de una historia muy bella, que tal vez pudiera desarrollarse.
Quiero añadir que luego, cuando empezamos a rodar, surgieron algunas dificultades. Procedían éstas de que Tarkovski quería evitar todo exceso de expresividad en la interpretación, rehuía cualquier cosa que pudiera forzar al público a interpretar lo expresado por los actores. El público, según él, tenía que tener su propio papel en la recepción de lo que nosotros, los actores, comunicamos.
Algo de esto era lo que yo ya había visto en Stalker, pues en esas tomas tan largas, el objetivo no estaba cerca de los actores, no se interesaba por ellos individualmente sino en tanto que partes del paisaje, de la imagen, como si fueran un elemento integrante de ella y existieran para ella de una manera muy real, muy positiva.
Una de las primeras escenas que interpreté -quizá la primera- en Nostalghia fue la del personaje italiano encima de una bicicleta estática, de ésas que se utilizan para fortalecer las piernas. El personaje está frente a su casa y allí llegan, guardando un poco las distancias, los actores principales. Pues bien, cuando la cámara está situada lejos del actor, éste tiende a levantar la voz, a hacer gestos más exagerados, etc.: hace, en definitiva, un mayor esfuerzo para llegar al público, para salvar la distancia que le separa de él. En esta ocasión que comentamos, yo hice muchos gestos, tratando de resultar tan claro como fuera posible. Pero Tarkovski me interrumpió: "No, Erland, no actúes tanto", y a continuación cogió un megáfono, para decirme: "Esto es un primer plano, Erland, esto es un primer plano". Me quería dar a entender que para interpretar esta escena tendría que utilizar otra técnica, la de las tomas cercanas, precisamente allí, cuando la cámara estaba tan lejos.
Lo que me pedía no era fácil. Gracias a la formación que hemos recibido y a nuestro trabajo posterior hemos llegado a automatizar estas técnicas, de manera que cambiamos nuestros gestos de manera instintiva según veamos dónde está situada la cámara. Es difícil contener la expresividad, porque uno tiene la sensación de que hay que convencer a los que están allá lejos, al fondo, y se piensa que no lo vamos a conseguir, si no les hacemos ver claramente lo que uno piensa, lo que uno dice, etc. Por eso, de algún modo, les obligamos a reaccionar de una manera determinada frente a nuestra interpretación. Pero lo que Tarkovski quería era justo lo contrario, que el público tuviera la máxima libertad de interpretar y dar significado a lo que nosotros les ofrecíamos.
Recuerdo otra escena que me planteó una dificultades similares, una en la que tenía que transportar una vela a lo largo de una piscina. Con mi forma convencional de interpretar, utilicé el lenguaje que había aprendido, pero también en esta ocasión Tarkovski quería de mí algo diferente. Me interrumpió y me dijo: "Cuando vemos a una persona, no siempre podemos saber si está triste o alegre; en cada instante se refleja lo que siente y esto basta: tu interpretación tiene que transmitir esa sensación al público".
Yo le miré sorprendido y le pregunté: "Bueno, ¿qué puedo hacer? Las personas de mi entorno me están fallando, y yo tengo que sentirme triste, ¿no?". Andréi me dijo que eso era algo demasiado afectado, que la interpretación tenía que quedar más abierta.
Volvimos a hacer muchas tomas de la misma escena, y Andréi me comentó: "Bueno, piensa en otra cosa, deja que tu rostro sea más neutral". Yo recordé a mi madre, conté hasta cien, pensé en mil cosas mientras repetíamos la escena trece o catorce veces más. A mí me parecía que no reflejaba tristeza, ni sorpresa ni nada. Después de veinte tomas o así, Andréi me dijo: "Bueno, ya está bien". "¿Seguro?, le dije yo. "Sí, vale", contestó él. Luego, no incluyó esa escena en el montaje definitivo.
Eso -el no expresar nada- parece muy sencillo, pero es extraordinariamente difícil. Es muy díficil para el actor no tratar de comunicar algo, porque nosotros queremos enriquecer el papel con nuestras propias experiencias en las acciones, al comienzo, al final, en todo momento. Queremos transmitir la mayor información posible sobre el caracter que interpretamos, pero con Tarkovski se trataba de otra cosa: que el público pudiera por sí mismo, sin nuestra ayuda, adivinar muchas cosas sobre el personaje. Se trataba de que el público mismo pudiera crear algo solo, sin ser forzado a ello por los intérpretes. Y esto creo que es muy importante. Es evidente que no todos los directores tienen que emplear este método, pero la experiencia con Tarkovski fue muy enriquecedora para mí, en este asepcto. Y muchísimo más difícil que trabajos anteriores.
Luego ha habido muchos directores que han hecho tomas tan largas como las de Tarkovski, pero nunca con tanta densidad como las suyas. Porque cada una de esas secuencias suyas, que podían durar siete u ocho minutos, era como una obra de arte completa, terminada. Podía considerarse una especie de pequeña novela, con su principio, su punto álgido y su final. Y Tarkovski no intervenía en la escena, no hacía tomas de apoyo, lo que implica un gran coraje. Hacer todas esas tomas tan largas, minuto tras minuto, sin tener la posibilidad de cortar durante la toma, es muy arriesgado. Para los actores eso era muy estimulante, muy excitante, porque sabíamos que no tendríamos más que una única oportunidad. Al no dividirse una escena en diversas tomas, para facilitar las cosas, no tendríamos otra oportunidad de hacerlo bien. Y eso era algo completamente nuevo, un desafío.
Además, Andréi tenía una característica personal maravillosa. Él tomaba todo lo que ocurría como un signo de algo que alguien -otro- había decidido, pero que él iba a aceptar y a realizar. Tonino Guerra, por ejemplo, había escrito un poema y la siguiente anotación en el guión: "La escena ocurre en una pequeña plaza, en la que hay una estatua con jinete". Al abordar esta escena, pensamos: "Bueno, esto tendrá que ser rodado en Roma". Ya en esa ciudad, buscamos y buscamos, pero no encontrábamos el lugar preciso. Andréi dijo: "Pues la rodaremos en el Capitolio".
En esa escena, el personaje italiano, Domenico, está rodeado de personas excluidas -pobres, "sin techo", etc.-, que forman una especie de tropa alrededor de él. Yo iba a situarme en el Capitolio, con Roma a mis pies; le dije a Tarkovski: "Si yo me monto encima de un caballo con Roma a mis pies, va a ser tan pretencioso que el personaje de Domenico tendría que hacer una tontería". Tarkovski me miró y contestó: "Bien, de acuerdo, que resulte ridículo".
En lugar de renunciar a la escena porque no encontraban el lugar adecuado, simplemente cambió el sentido de la escena y se adaptó a lo que había, a lo que dictaba la atmósfera que había encontrado, y con la que no había contado. Él aceptaba esos signos, los veía como algo positivo y llegaba a cambiar el rodaje para adecuarse a la realidad. Había recibido una especie de impulso de esa situación imposible y lo había resuelto creando otra situación completamente distinta, basándose en su arte.
Habitualmente, Tarkovski estaba muy abierto a las sorpresas, a lo inesperado. En esto se distinguía ampliamente de Bergman, por ejemplo, que acude al rodaje con una planificación muy determinada, muy dura y estricta, porque realmente teme las improvisaciones. En la preproducción ya lo ha detallado todo. Bergman puede admitir algunos pequeños cambios en el guión, desde luego, pero siempre de una manera específica, con orden. En Escenas de un matrimonio, por ejemplo, me preguntaron si habíamos improvisado los diálogos, y nada más lejos de la realidad: en esa película no se pronuncia una palabra que no estuviera en el guión, porque Bergman controla mucho lo que hace. Tarkovski, por el contrario, aceptaba bien las improvisaciones. Hay pocos directores tan flexibles y a la vez tan decididos como él.
También era característica peculiar suya un sentido muy desarrollado para lo especial, lo azaroso: para hacer que lo causal no lo pareciera y viceversa. Había, por ejemplo, una escena prevista en la que una masa de gente desciende por un puente, hay un incendio, los coches están volcados, etc. Tarkovski había salido por la mañana a reconocer la localización prevista para esa escena y al volver, comentó: "Esta bien, pero no es exactamente el lugar indicado para una catástrofe". Algún día después, comentó: "Ya he encontrado el lugar para la escena, pero no es un puente".
Tarkovski había encontrado un túnel en el centro de Estocolmo, que acababa en un callejón, con unas escalinatas laterales, en donde fue rodada efectivamente la escena. Se trata de una secuencia brillante, pero horrenda, la filmación de una auténtica catástrofe. Al final del trabajo, todo el mundo, incluido Andréi, estaba muy satisfecho.
Seis meses después, el primer ministro sueco, Olof Palme, fue asesinado junto a ese callejón: el asesino había disparado justo desde el lugar donde Tarkovski había colocado la cámara para rodar esa secuencia. A mí me dejó de piedra, me perecía un misterio que debía comentar con Andréi. "¿Cómo lo pudiste saber, cómo lo adivinaste? -le pregunté-; ¿tuviste algún presentimiento?". "No", me contestó él, "pero me pareció evidente que aquel era un lugar adecuado para una catástrofe". Lo dijo con toda naturalidad, porque lo veía así, lo sentía así.
Vuelvo al modo de expresarse que tenía Andréi, tan contenido, tan poco exhuberante. Cuando tenía que corregirme porque estaba actuando de un modo demasiado expresivo, gesticulado en exceso, etc., me hablaba en italiano y me decía: "Troppo geniale, troppo geniale": demasiado genial, no seas tan brillante todo el rato.
Yo sé que este modo de proceder suyo irritaba a algunos actores, pues nosotros, a veces, pensamos que somos muy importantes y que nos merecemos muchos primeros planos. Los actores velamos habitualmente por aquello con que podemos lucirnos y eso son precisamente los primeros planos. Pero Andréi no nos los proporcionaba. A mí, esos planos tan largos que empleaba habitualmente no me causaban ningún problema; pero para otros actores resultaban completamente extraños y quizá no sólo extraños, sino también técnicamente erróneos y, por eso, en ocasiones, trataban de cambiar de técnica. Yo entonces pensaba: "He visto las películas de Tarkovski y sé lo que significan, sé cuál es el resultado, hay que dajarle actuar tal como él es. No es necesario cambiar lo más profundo, lo más importante de un director".
Había otros aspectos mágicos en la personalidad de Tarkovski, aunque no me gusta emplear esa palabra cuando hablo de él, porque Tarkvski trataba, pienso yo, de desmitificar ese efecto, de anular la magia. Él, por ejemplo, decía que no le gustaban los mensajes cifrados, los símbolos. Cuando alguien le preguntaba por el significado de algo, él se irritaba e insistía en que no significaba nada, que simplemente estaba contando algo.
En cierta rueda de prensa que hubo en Roma, por ejemplo, con un montón de periodistas delante, alguien le preguntó qué significaba toda esa agua que aparece en su película. Tarkovski contestó que a él simplemente le gustaba el agua. Y esa fue toda la explicación. Seguramente habría otras explicaciones, pero él no quería obligar al público a saber cuál era ese significado. Utilizaba los mensajes, los símbolos, desde luego, pero no quería obligar al público a aceptarlos.
Yo me acostumbré a este modo de proceder y llegó a agradarme el no preguntar a Andréi lo que significaban las cosas. No tratábamos nada como un símbolo, sino como parte de la realidad, de los hechos. Pero una vez no me pude contener y le pregunté: "Pero Andréi, ¿por qué es tan importante llevar esta vela a través del agua? ¿Qué significa? ¿Tiene algún sentido real imporante?". Yo sabía que a él no le gustaría esa pregunta, pero me dijo: "Mira, yo tengo un amigo, un buen amigo; y cada vez que entra en su despacho, ve un libro sobre su mesa un poco torcido y lo endereza. Esa es su manera de mantener en marcha el mundo. Pequeños detalles como ése son los que hacen que el mundo siga adelante".
Cuando vemos sus películas y recordamos las experiencias tan fuertes que han supuesto para nosotros, uno tiene la sensación -la misma que teníamos cuando rodábamos- que la cámara era algo muy vivo en las manos de Andréi. Igual que con Ingmar Bergman, hay una atracción casi erótica en ese aparato, que atrae al director, con la que éste llega a establecer una relación apasionada, fascinante. Tengo la imagen de Andréi corriendo por el paisaje en busca del encuadre, aunque a veces era al revés, la cámara era la que encontraba para él el set adecuado.
Había durante los rodajes acontecimientos muy especiales. A Andréi le gustaba mucho la humedad, la bruma... Había elegido trabajar en Suecia por diversas razones, pero una de ellas fue la belleza de la luz sueca, esa luz que sabe tratar tan bien Sven Nykvist. Estando ya en la isla de Gotland, en el Báltico, nos levantábamos todos los días a las cuatro de la mañana para poder ver cómo llegaba la bruma matinal, al amanecer. Es un fenómenos natural muy característico de aquella latitud, y muy heremoso. Pero esa calima que estábamos esperando no llegaba, hasta que, después de cuatro o cinco días, vimos cómo se aproximaba y llamamos a Tarkovski: "¡Andréi, Andréi!". Él no se despegó de la cámara, quería observar la realidad a través de su cámara. Después de unos minutos, retirándose del objetivo, dijo: "No, es demasiado hermoso". Y apagó el equipo.
Yo sentí mucha curiosidad no sólo por él, por Andréi, sino también por mi propia reacción, porque ese gesto suyo me había conmovido. Presentí una especie de respeto por parte suya hacia aquello, como si no debiese competir con Dios. Pero nunca le pregunté por qué había actuado así.
Retomando el tema de su poder sobre los actores, hay que decir que, con el tiempo, llegamos a tener una mayor compenetación, un gran entendimiento mutuo. Se puede decir que hubo un momento en que su actitud como director cambió. Su modo de tratarnos se hizo especial, a veces nos trataba con ternura, quería juguetear con nosotros, había humor y a veces jugaba con el agua -hacía una especie de pequeñas acequias con el barro, para contener el agua-. Eran acciones de niño, y eso nos ayudaba a tener una cierta ligeraza en las tomas, un sentimiento de levedad en situaciones interpretativas que podíamos haber sentido como un enorme desafío. Eso nos hizo comprender que se trataba de un genio.
Él estaba viviendo en Suecia tiempos difíciles, y se quejaba con razón, por ejemplo, cuando hablaba de su relación con los sindicatos de nuetro país, pues si tienen sus aspectos buenos, es verdad que a veces son muy duros. Él estaba haciendo tomas en el paisaje sueco, con la niebla, hora tras hora a la intemperie, etc., pero cuando llegaba la hora convenida, el sindicato obligaba a interrumpir el trabajo y a levantar el campamento.
Y luego él tenía una enorme disciplina, que exigía a todos, lo que en ocasiones daba lugar también a pequeñas confrontaciones. Pero con el tiempo se creaba una relación especial, una suerte de unión que llegó a ser muy intensa.
En Sacrificio, por ejemplo, había una casa que se incendiaría. Cuando llegamos a esa escena, Andréi nos dijo que había soñado con ella durante dos años. Se trataba de una secuencia enormemente compleja, pero estaba muy bien preparada. Yo tenía que correr por el centro, había otras personas corriendo por ahí, otra -María- llegaría montada en biclicleta, etc. Empezó la toma; la casa ardía demasiado rápidamente y, aunque teníamos dos cámaras, una de ellas falló y se detuvo en mitad de la toma. Como Andréi se deprimió tanto -tantísimo- con el fracaso de la escena, pensamos que habría que rehacer de algún modo todo el set, para volverlo a tomar. Todos estábamos de acuerdo en que él tenía que poder expresar esta visión. Y decidimos quedarnos una semana más en Gotland, para que Andréi pudiera tener su incendio.
Y la segunda vez fue un milagro, todo salió a la perfección. El impacto que produce una coordinacion tan compleja como la que entonces tuvimos que hacer, y que funcionó al milímetro, es muy grande. En cierta ocasión, el director de fotografía de esta película, Sven Nykvist, que estaba en Tokyo, se encontró allí con Kurosawa. "¿Cómo lo habéis hecho?", le preguntó el director japonés, que estaba emocionado, abrumado por ese escena. De hecho, todos nosotros, cuando concluimos nuestro trabajo en ella y vimos que habíamos logrado ese resultado tan fantástico, interpretamos una especie de escena de amor entre todos, de alegría, porque verdaderamente nos podíamos alegrar de que el milagro hubiera ocurrido y que nosotros hubiésemos podido participar en él. Sentimos una alegría muy real, muy auténtica.
Con relación a nosotros, Tarkovski prescindía además de toda manipulación. Muchos directores manipulan a sus actores, y a veces es difícil no hacerlo, porque nosotros somos mortales -nos gusta que nos halaguen, etc.-. Tarkovski conocía lo delicado que es este tema, porque si el actor se enfada y no funciona bien no hay tomas, no hay nada. Él empleaba una especie de código, que le permitía hacer una crítica muy sensible, muy enmascarada: era una alabanza que encubría un pequeño "pero". Nunca, sin embargo, he conocido a ningún director que no haya manipulado a los actores, a excepción de Tarkovski. Era siempre totalmente honesto con nosotros. Un director no debe mostrar que está descontento, o no es fácil hacerlo; pero cuando él lo estaba, lo mostraba. Y se sabía que era así, porque era franco.
Al mismo tiempo, mostraba sus sentimientos positivos. Se alegraba cuando pensaba que había conseguido lo que quería, y cuando había trabajado bien con los actores.
Cuidaba también el lenguaje. Él tenía una manera propia de expresarse, y no me estoy refiriendo solamente a la comprensión de las palabras, sino a la entonación, a los gestos, etc. Gracias a ellos, aunque no teníamos un lenguaje común en que pudiéramos entendernos (lo hacíamos a través de un intérprete), sí había cosas que llegamos a entender directamente el uno del otro por el tono, el lenguaje corporal, etc.
Después de cierto tiempo de comunicarnos a través del intérprete, para las cosas fundamentales, o con algunas pocas palabras en italiano, que los dos hablábamos, Andréi empezó a dirigirse a mí en ruso, idioma del que yo no entiendo una palabra; y yo a mi vez le constestaba en sueco, respecto del cual él estaba en la misma situación que yo con su dioma. Pero la cosa funcionó, porque nos entendíamos muy bien. Por supuesto, no pudimos tener conversaciones filosóficas, profundas, pero sí hablar de los movimientos, de las expresiones, etc. Porque, cuando uno habla con alguien en un idioma común, no presta atención habitualmente al lenguaje corporal. Pero si hablamos idiomas diferentes, realmente vemos los gestos, los ojos, el más mínimo gesto significativo, y resulta hasta divertido y nos anima muchísimo comprobar hasta qué punto nos podemos comprender como personas a través de estos aspectos. Y con Andréi, esto era muy fácil, llegamos a entendernos muy bien.
Otro punto de unión entre nosotros fue la manera tan sencilla que Andréi tenía de referirse a los grandes temas. En Suecia, nos resultar difícil hablar de las cosas importantes, trascendentes. No sabemos tratar del más allá, de la muerte, del amor, de la vida, etc., de manera sencilla, sin escepticismo. Es como si no encontráramos las palabras exactas para expresarlos. Un sueco no dice claramente: "Yo creo en Dios", sino: "Yo creo que a lo mejor creo en Dios". Hay una gran reticencia a utilizar las grandes palabras. Pero Andréi tenía una relación muy especial con esos temas. Utilizaba palabras muy sencillas para referirse a las cuestiones trascendentes, no complicaba las cosas cuando hablaba de ellas, sino que profundizaba a través de la sencillez. Cuando decía, por ejemplo: "La vida es muy misteriosa", lo expresaba de tal modo que uno llegaba a comprender ese frase de un modo distinto, con un significado más profundo, y la aceptaba en todo su contenido.
Esa sencillez suya llegó a afectarnos, porque nos demostraba que es posible tratar seriamente de los temas trascendentes. Fue una experiencia importante para mí, y para otros del equipo también, porque nos obligó a tratar de seguir siendo tan sencillos como fuera posible, para comprender mejor las cosas.
Muchas gracias.
Entrevista en El país, 2.07.2002, por Elsa Fernández-Santos (extractos):
"Tarkovski no era un hombre misterioso, pero sí era un hombre en contacto con un misterio’, afirma Josephson. ‘Si el cine de Bergman es un reto a los sueños del hombre, al inconsciente. Tarkovski retaba a la eternidad. Tenía una personalidad muy rica y complicada, pero era abierto y amable y jamás manipulaba a los actores. Lo más que me llegaba a decir si no le gustaba un plano era una tímida queja. Sólo decía: 'Qué extraña es la vida, Erland', y yo sabía que algo fallaba. Era muy inspirador trabajar con él (...)
Eramos personas muy distintas, pero nos entendimos muy bien. El era muy religioso y yo no lo soy, y él nació en un país socialista, y yo no. Él creía muy firmemente en los secretos del hombre y creía que el cine no debía mostrar esos secretos. La mayoría de los directores con los que he trabajado quieren decir todo lo posible de los personajes, darles mucha información a los espectadores, pero Andréi creía que los espectadores tenían que adivinar la mayoría de las cosas. Andréi hablaba del alma y por eso sus películas son tan hipnóticas, pueden ser largas y aburridas, pero están llenas de un misterio indescriptible. Tarkovski me buscó para trabajar con él cuando yo rodaba otra película en Roma. Creo que lo hizo porque tengo un sentido especial para expresar experiencias religiosas. En Italia me dijeron una vez que los actores suecos parecemos más profbndos que los demás, pero eso sólo es porque somos lentos en los gestos y eso nos hace parecer más espirituales".
Fotografía de Tarkovski
Fotografía de Tarkovski
n MI EXPERIENCIA EN “EL ESPEJO” Y “HAMLET”. Por Margarita Terékhova
La actriz rusa Margarita Terékhova ha trabajado en los siguientes filmes: Hola, soy yo (1966), Cabalgando sobre las olas (1967), Estación bielorusa (1971), Un monólogo (1973), El cuarto (1973), El espejo, de Andréi Tarkovski (1974); Pájaro azul (1976), Tren de día (filme para la TV, 1976), ¿Quién irá a Truskavets? (1977), Confidencia (1978), Un perro sobre la paja (filme para la TV, 1978), Niños como niños (1978), Vamos a casarnos (1983), entre otras.
Pero su mayor ocupación ha sido siempre el teatro. Ha trabajado durante en el Teatro. Es una gran admiradora de Federico García-Lorca, y responsable de una puesta en escena de Así que pasen cinco años, que se estrenó en Moscú con ocasión del centenario del nacimiento del poeta y dramaturgo español.
Los recuerdos de la actriz sobre Andréi Tarkovski fueron incluidos en Acerca de Andréi Tarkovski (M oscú, 1988), y ampliados en la segunda edición del mismo título (Moscú, 2002).
La entrevista que transcribimos a continuación fue realizada por R. Llano en el Teatro Imeni Mossoveta el 5 de noviembre de 2000.
Para Andréi, como para ningún otro realizador en la Unión Soviética, el cine era su vida y su vida era el cine.
Vivía rodeado de maldad, a exepción únicamente de algunos actores, que sí le querían bien. Andréi sobrevivía gracias únicamente a su vida en el cine, a su genialidad.
En su día, las autoridades soviéticas quisieron que Andréi Rublev desapareciera. Podían conseguirlo si se lo proponían, pues lo hacían también con las personas. Pero la película no desapareció gracias a las muchachas empleadas en el archivo de Mosfilm, que guardaron las bovinas en una lata distinta. No fue posible encontrar Andréi Rublev y esto la salvó de la destrucción.
Terékhova pasó el casting de Solaris, pero Tarkovski no trabajó con ellas hasta su siguiente largometraje, El espejo.
Ella recuerda que, cuando Andréi llegaba por fin al set para rodar, dejando atrás todos los problemas de financiación que había tenido que resolver, era verdaderamente como un dios, dueño absoluto de su creación. Incluso Regberg, a quien todo el mundo reconocía como el mejor cámara soviético de aquel tiempo, cuando alguien le planteaba una duda, solía responder: "Como diga el padre, como diga el padre".
Tarkovski dominaba la situación, sin lugar a duda. Pero no estaba encerrado en sí mismo, buscaba permanentemente comunicarse con el cámara, con los actores, etc. La atmósfera de creatividad compartida que conseguía era maravillosa.
Algunas tomas se preparaban durante más de cuarenta y ocho horas. Pero cuando estaba decidido, se rodaba una sola vez, porque había que economizar. Algunas secuencias de interiores se pudieron tomar dos veces, pero los exteriores lo fueron habitualmente una sola vez. En alguna ocasión, después de algunos días de rodaje, Regberg se quejó: "Puede que me haya temblado la mano", decía. Pero Tarkovski estaba muy seguro. Por eso duró tan poco el rodaje de El espejo.
Cuando los actores estaban en el set, él ya no decía nada, hasta un punto incluso exagerado, casi ridículo. En el sueño del niño, por ejemplo, en el que aparece la madre detrás de la puerta de la carbonera, Tarkokvski no había contado en absoluto con que apareciera un perro. El que figura en la película fue introducido por los actores; era un chucho que estaba por allí y al que habiamos cogido cariño. Cuando Regberg lo vio aparecer, se rió y empezaron a tembarlar las manos.
Tarkovski no exigía nada a los actores, él solamente los elegía. Lo que le interesaba era la esencia de la persona, su constitución psico-física. Por eso muchos de sus actores reaparecen en cada película.
Se enamoraba un poco de todas sus protagonistas, de las actrices. Yo era un caso especial, por haber interpretado a la madre y a la mujer abandonada. En cierta ocasión, Andréi me dijo: "Tú tienes que estar en algún lado, cerca de mí".
El milagro de Tarkovski era su modo de hacer cine, su actitud respecto al trabajo. Lo ilustra por ejemplo cómo planteó la escena en que yo tenía que sacrificar un gallo. Inicialmente no había ningún gallo, sino que la actriz llegaría a casa del médico para vender sus pendientes y luego se retiraría. Pero yo no estaba de acuerdo con este final, me parecía insuficiente. ¿Podría ser solamente la envidia lo que moviera a esa mujer a retirarse, después de haber visto ella, que venía acompañada por su hijo descalzo, aquel niño bonito, el hijo de la dueña, entre sábanas de encaje? No, aquello era imposible. Tarkovski reflexionó sobre este comentario y decidió que había que incluir la matanza del gallo.
Tarkovski hizo traer varios gallos, con intención de degollar alguno frente a la cámara, pero yo me planté: "No estoy dispuesta a matar ningún animal". Andréi se quedó perplejo. "¿Cómo que no? ¿Por qué no quieres matar el gallo?". "Porque devolvería". "Muy interesante, muy interesante -comentó Tarkovski-, vamos a filmarlo".
El director mandó iluminar el set y todo el mundo se dispuso a hacer la toma. A mí me temblaban las piernas. Sin ser ya dueña de mí misma, le dije a Andréi delante de todo el mundo: "Ya has hecho Andréi Rublev, no hace falta que hagas más".
Tarkovski mandó apagar las luces y me pidió que le siguiera a una habitación aparte, donde podríamos hablar a solas. "Que sepas que estoy filmando mi mejor película", me espetó, contestando así indirectamente a mi comentario sobre Andréi Rublev. Yo le estaba preguntando algunas cosas, cuando sin saber cómo ni por qué entró en aquella habitación Andréi Konchalovski. Imposible explicar qué hacía allí, pero lo cierto es que allí estaba, hablando sin parar, moviéndose de un lado a otro. "Este armario -dijo, por ejemplo- ya lo he filmado yo en Tío Vania". Andréi guardaba silencio, mirando fijamente ante sí, esperando a que Konchalovski se fuera. Cuando lo hubo hecho, Tarkovski dio por acabado el rodaje del día y decidió no someterme a nuevas pruebas. Se inventó cómo filmar la escena, prescindiendo de la matanza: la dueña de la casa envuelta en las plumas del ave que flotan en el aire y un rostro de la actriz después de haber cometido el crimen (el único fotograma de la película incluido en la Enciclopedia italiana del cine, por cierto).
Después de ver El espejo, los otros cineastas, colegas de Andréi, le dijeron que estaba enfermo, que en adelante sus amigos tendrían que velar por su salud; o simplemente que no era ningún filósofo para tener tales pretensiones en el cine, como las que mostraba en su última película.
Él tuvo que aguantarlo todo durante cuatro meses. La escena de la levitación, por ejemplo, conquistó las más duras críticas, pues para muchos resultaba inaceptable. Tarkovski se vio obligado a incluir la voz en off de su padre, diciendo: "Masha, ¿qué te pasa?". Pero luego defendió la organicidad de los elementos de su nueva película de tal manera que acabaron aceptando la primera variante. Tarkovski logró confundirles; su genio, su fuerza creativa los venció.
Para una mejor comprensión de la nueva película, decidió asimismo incluir algunas nuevas escenas documentales, que eran menos numerosas en la primera versión. Sabía además de antemano de qué escenas podría prescindir, llegado el caso. Así ocurrió con aquella en que él mismo aparece tumbado en la cama, con un pájaro en la mano. Algunos le preguntaron: "Pero ¿es que quieres entrar en la eternidad?". Él se hizo el remolón pero finalmente acortó aquella escena, sacrificándola a la opinión de sus colegas: su rostro ya no aparecería en pantalla, sólo se verían sus manos.
Ellos, de todos modos, querían hacer con El espejo como hicieron con Andréi Rublev. Reunieron a los mejores cineastas de la época y publicaron sus opiniones en la revista Iskustvo Kino.
Que, en definitiva, sus colegas sostuvieran que El espejo era una mala película, le dolió muchísimo a Tarkovski. Pero a él sólo podía pararle la muerte.
Para mí, El espejo es el anuncio, el primer día de un nuevo cine, que aún no ha empezado. Regberg murió el verano pasado [por 2000]. Pero cinco años atrás, fui a pedirle que trabajara conmigo en una adaptación cinematográfica de Chejov, que yo quería dirigir. Regberg llevaba mucho tiempo sin trabajar, aunque estaba en plena forma. "¿Y qué más da que no haya hecho más cine desde El espejo?", me comentó él. "No ha habido más cine desde entonces".
***
Para la puesta en escena de su Hamlet, Tarkovski quiso que hubiera muy pocos ensayos, porque lo que más temía era que los actores resultáramos falsos. Cuando, después del primer ensayo, dijo que a los diez días sería el estreno, los actores casi nos rebelamos, nos parecía que todo estaba inmaduro. Él sobre todo trabajaba en las escenas que más le interesaban, sobre ellas volvía una y otra vez: no todas le importaban lo mismo. Quiso, por ejemplo, que Gertrudis fuera una de las actrices de la pantomima y que tomara el veneno conscientemente. Y cuando Hamlet muere, detrás de él aparecen muchos cadáveres, cambia la luz en la escena, como si fuera otra vida, y todos empiezan a levantarse, a resucitar...
El trabajaba sobre todo para los espectadores, sus reacciones le importaba más que niniguna otra cosa. De hecho, su Hamlet resultó muy popular, cosa que los críticos, por cierto, no podían explicarse, de dónde procedía semejante aceptación. Tarkovski mantuvo la obra en cartel hasta que vio que no la podía controlar.
***
A Tarkovski no se le podía sacar de Rusia, porque estaba enraizado en su tierra, él mismo era una raíz rusa. Por eso, cuando marchó a Occidente, pensé que allí podría encontrar de todo, menos actores rusos. ¿Hallaría intérpretes para su nueva película? Cuando vi Sacrificio, comprendí que Andréi los había encontrado, porque todos en esa película actúan de una manera genial. Fletwood está maravillosa, con esa mirada fría, helada de la dueña de la casa de Tarkovski.
***
Días antes de morir, Andréi dijo: "Por fin sé cómo hay que filmar, cómo hay que hacer cine". Pero ya no había nadie junto a él que pudiera comprender su pensamiento.
Moscú, 5 de noviembre de 2002-11-07
Fotografía de Tarkovski
Grande Tarkovsky, muy grande...
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