Bajo la protección del influyente teórico y crítico de cine André Bazin, se inició en el medio a través de la crítica en prestigiosas publicaciones especializadas como Cahiers du Cinéma y Arts. Uno de sus más combativos artículos, «Una cierta tendencia del cine francés» (1954), levantó una gran polémica por lo que significaba de crítica hacia el estamento cinematográfico de su país. A raíz de él, se planteó el salto a la dirección cinematográfica con el propósito de abrir una nueva vía de expresión, más realista y libre de los defectos y concesiones que él denunciaba, como el culto a las estrellas. La citada Los cuatrocientos golpes supuso no sólo su debut detrás de la cámara en un largometraje, sino también uno de los primeros ejemplos acabados de la llamada nouvelle vague.
('Téléciné', múmero 160, 1970)
U Un día de 1942, impaciente como estaba por ver la película de Marcel Carné 'Les Visiteurs du soir', que echaban por fin en mi barrio, en el cine Pigalle, decidí faltar a la escuela. La película me gustó mucho, y esa misma tarde mi tía que estudiaba violín en el Conservatorio, pasó por casa para llevarme al cine. También ella había elegido 'Les Viseteurs du soir', y como por supuesto yo no iba a confesar que la había visto, tuve que volverla a ver disimulando para que no se diera cuenta. Fue exactamente aquel día cuando caí en la cuenta de hasta qué punto puede ser emocionante profundizar más y más íntimamente en una obra que se admira y llegar hasta hacerse la ilusión de que uno revive su creación. Experimentaba una gran necesidad de entrar dentro de las películas y lo conseguía acercándome más y más a la pantalla para así abstraerme del resto de la sala. Desdeñaba las películas históricas, las de guerra y los westerns porque resultaba más difícil identificarse con ellas. Por eliminación no me quedaban más que las policíacas y las de amor (...) Es comprensible pues, que me sedujera desde el principio la obra de Alfred Hitchcock, consagrada por entero al miedo, y después la de Jean Renoir, inclinada hacia la comprensión: "Lo terrible de este mundo es que todos tienen sus razones" ('La regla del juego'). La puerta estaba abierta y yo dispuesto a empaparme de las ideas y las imágenes de Jean Vigo, Jean Cocteau, Sacha Guitry, Orson Welles, Marcel Pagnol, Lubitsch, Charlie Chaplin, de todos aquellos que sin ser inmortales "dudan de la moral de los demás" ('Hiroshima mon amour'). El cine en este período de mi vida actuaba como una droga hasta el extremo de que el cine-club que fundé en 1947 llevaba el pretencioso pero revelador nombre de "Círculo cinémano". No era raro que viese la misma película cinco o seis veces en el mismo mes sin ser capaz luego de contar correctamente el argumento, porque, en un instante preciso, una música que subía de volumen, una persecución en la noche, el llanto de una actriz, me emborrachaban, me arrebataban y me arrastraban más allá de la película."
(Texto de 'Las películas de mi vida', 1976)
U El cine, su historia, su pasado y su presente, se aprende en la cinemateca. Sólo se aprende allí. Es un aprendizaje perpetuo. Formo parte de esas gentes que tienen necesidad de volver a ver sin parar las viejas películas, las mudas, las primeras habladas. Paso mi vida en la Cinemateca, salvo cuando estoy ocupado en mi propio rodaje. He venido a vivir a un piso de Trocadero porque está al lado de la Cinemateca.
('Las películas de mi vida', 1976)
U Yo no muestro nunca gentes que nadan, esquían o bailan, pues no sé ni nadar, ni bailar ni esquiar y no entiendo nada de deportes. Entonces, para elegir a mis personajes y procediendo por eliminación, trabajo con lo que queda: las historias de amor y las historias de niños. Un realizador se puede comparar a un capitán de un barco a la deriva. Hago mío ese slogan bien conocido: "Las mujeres y los niños primero".
('Tay Garnett, Portraits de cinéastes', 1981)
U Si nos remitimos a lo que la Nouvelle Vague significó al principio: hacer una primera película de contenido bastante personal antes de los treinta y cinco años, ¡pues bien!, ha mantenido todas sus promesas y ha suscitado otros movimientos semejantes en casi todos los paises del mundo, lo cual era inesperado. La Nouvelle Vague nació en 1959, y desde finales del 60 este<>
('Cahiers du Cinéma', número 190, 1967)
U Acabo de recordar un aspecto de la "política de autor" que había olvidado. Era un concepto crítico o esencialmente polémico. Para algunos críticos hay películas buenas y malas. Pero yo tengo la idea de que no hay films buenos y films malos; hay simplemente directores buenos y malos (...) Por aquélla época existía lo que se llamaba la tradición de la calidad francesa. Es decir, en aquella época se presentaba en todas las grandes exhibiciones y festivales un film que se describía inmediatamente como una película que representaba la tradición de la calidad francesa. Estos filmes solían ser el resultado de un trabajo en equipo (grandes equipos). A menudo los dirigía uno de aquellos directores que representaban la llamada tradición de la calidad francesa. Encargaban a alguien famoso los decorados, a un gran hombre la música, y año tras año obtenían los mayores éxitos, tanto comerciales como críticos, con perjuicio de los films de autor, films realizados por gente más formada, que preferían trabajar en una película que no se basase en una célebre novela, y que trabajaban de manera más personal e individual. Había por entonces cuatro o cinco directores franceses que trabajaban de manera más personal: Jacques Tati, Robert Bresson, Max Ophuls, Jacques Becker y Jean Renoir. "La política de autor" fue un toque de atención hacia el tipo de cine que podían hacer tales directores. Fue una llamada para ampliar los conceptos cinematográficos. Pero fundamentalmente, la idea era que el hombre que tiene las ideas es el mismo que hace la película.
(A. Sarris, 'Entrevistas con directores de cine', 1971)
U El cine para mí es un arte de la prosa. Definitivamente, se trata de filmar la belleza pero sin que se note, sin que se note para nada. La poesía me desespera. Y cuando alguien me envía poemas en las cartas, las arrojo directamente al cubo de la basura. Me gusta la prosa poética. Cocteau, Audiberti, Genet y Queneau, pero solamente la prosa. Me gusta el cine porque es prosaico, es un arte indirecto, inconfesado, esconde tanto como se muestra. Los cineastas que me gustan tienen todos en común un pudor que les hace parecerse, al menos en ese punto: Buñuel, que huye de hacer dos tomas; Welles, que acartona los planos bellos hasta que se vuelven ilegibles; Bergman y Godard, que trabajan a toda velocidad para quitarle importancia; Rohmer, que imita el documental; Hitchcock, tan emotivo que parece que sólo piensa en el dinero; Renoir, que finge remitirse al azar. Todos rechazan instintivamente la actitud poética. Para acabar con esto de la modernidad, no sé si soy reaccionario pero no comulgo con la tendencia crítica que afirma: "Después de esta película, nadie soportará ya el ver historias bien contadas, etc.". Aún gustándome películas tan nuevas como 'Dos o tres cosas que sé de ella', 'L'homme n'est pas un oiseau', 'La Barrière' y otros, yo creo que si 'El cuarto mandamiento', 'La carroza de oro' o 'Rio Rojo' llegaran ahora, en el 67, serían los mejores films del año. Por eso yo he decidido continuar con ese cine que consiste en contar una historia, o en simular contar una historia, que en el fondo es lo mismo.
('Cahiers du cinema', 190, mayo, 1967)
U ...También creo, y es algo que se puede comprobar observando la carrera de todos los grandes directores, que cuanto más se reflexiona sobre el cine, más tendencia tiene el cine a enlazar con la vieja planificación clásica que no ha dejado de dar pruebas de su vigencia desde Griffith. ('El cine según Hitchcock')
U Creo que el mayor desastre del cine actual -y ésta es una de las razones por las que he hecho el libro de Hitchcock- es la muerte, la desaparición progresiva de todos los directores que han hecho cine mudo, y su sustitución por una generación que ha aprendido su trabajo en la televisión, que es un sitio horrible para aprender a trabajar. Los directores que se han formado en la televisión no saben expresarse más que por los diálogos, y esto es un desastre para el cine. Estamos perdiendo a John Ford, Raoul Walsh, Hawks, Leo McCarey... Unos mueren, otros están en paro y esto es muy grave, porque se pierde con ellos el sentido del relato cinematográfico.
('Film Ideal', números 220-221)
U Hay un tipo de cine que practican ineptos y cínicos, un cine camelístico, orientado a halagar al público que sale de él sintiéndose mejor o más inteligente, por ejemplo, 'El puente sobre el rio Kwai o 'El baile de los malditos'. Y hay también un cine intimista y orgulloso que practican sin compromiso unos cuantos cineastas sinceros e inteligentes que prefieren inquietar que dar seguridades, despertar que adormecer. Al salir de 'Nuit de Brouillard' de Alain Resnais no se siente uno mejor, se siente peor. Al salir de 'Noches blancas' de Visconti o de 'Sed de mal' se siente uno menos inteligente al entrar pero satisfecho sin embargo de tanta poesía y tanto arte. Todos los cineastas que no son poetas se valen de la psicología para hacer creíbles los cambios, y el éxito comercial de las películas psicológicas parece darles la razón. "Todo arte grande es abstracto", dijo Renoir, y no se alcanza la abstracción por el camino de la psicología, al contrario: la abstracción desemboca tarde o temprano en la moral, en la única moral que nos preocupa, la que inventan y reinventan sin cesar los artistas.
('Las películas de mi vida')
U Mis cineastas preferidos son todos los directores-guionistas, porque la puesta en escena, ¿cuál es el punto justo?. Es el conjunto de decisiones tomadas durante la preparación, el rodaje y la finalización del film. Creo que todo lo que se le ofrece a un director, cosas del guión, de elipsis, de lugares, de actores, de colaboradores, ángulos, objetivos, tomas a hacer, ruidos, música... le ayudan a decidir, y lo que se llama puesta en escena es evidentemente la dirección común hacia la que tienden las mejores decisiones tomadas a lo largo de estos seis, nueve, doce o dieciséis meses de trabajo. Por eso, los directores "parciales", aquellos que no se ocupan más que de una etapa -aunque también "talentosa"-, me interesan menos que Bergman, Buñuel, Hitchcock, Welles... de quienes son totalmente sus films.
('Cahiers du cinema', 190, 1967)
(Set de 'El niño salvaje')
Truffaut y Hitchcock
F.T.: Descubrí el libro dos años después de que se publicara; lo encontré en una tienda de segunda mano. En realidad, lo que me gustó fue el título, así como la advertencia “se ruega la publicación”, que indicaba que era la primera novela de un hombre de 76 años. Fue algo que me intrigó mucho. El libro me entusiasmó y, más adelante, cuando se estrenó Naked Dawn de Ulmer, en mi critica de la película para Arts hablé acerca de Jules et Jim. Recibí una nota del autor en la que decía que estaba muy contento, porque no se había hablado mucho de su libro. Un día fui a verle a Orsay y le dije: “[...] Si algún día hago películas, mi sueño es realizar una película a partir de este libro”. Cuando rodé Los 400 golpes le envié una pequeña nota que decía: “Había pensado que mi primera película sería Jules et Jim, pero es una película muy difícil de realizar. Jules et Jim será mi segunda película, le enseñaré Los 400 golpes en cuanto esté acabada”. Pero en aquella época él ya era bastante viejo, tenía casi 80 años. En Los 400 golpes, Jeanne Moreau hizo una aparición junto a Jean-Claude Brialy, le regalé el libro y le entusiasmó. Me dijo: “Es lo que más me apetecería hacer, ¡cuando usted quiera!”. Así que cogí de Cahiers du cinéma algunas fotos de Jeanne Moreau en sus ultimas películas, se las envié a Roché, que me respondió: “Tengo que conocerla como sea, tráigamela...”, ¡y murió cinco días después de haberme enviado aquella carta!
P.B.: ¿Ha tenido usted la sensación de que lo que le interesaba en un principio, al leer el libro, ha seguido siendo el centro de interés de la película o que, por el contrario, su interés se ha desplazado hacia otros personajes u otros aspectos?
F.T.: Tuve algunas sorpresas. Para empezar, debo decirle que el libro es magnifico; es de una candidez y simplicidad extraordinarias, que se acerca al preciosismo. Sin duda, Jules et Jim es un himno a la vida. Muy a menudo los diálogos de la película están sacados del propio libro o fabricados con frases del mismo. Para la adaptación, utilicé el mismo principio que para Disparen sobre el pianista. No es un principio muy defendible pero me viene bien: no consiste en fundir íntimamente el libro con lo que queramos añadirle, sino en alternar brutalmente una escena extraída del libro con gran fidelidad -por lo tanto bastante “literaria”, bastante “escrita”- con una escena inventada muy realista, muy hablada. Se trata de dar la palabra al libro y de retomarla de vez en cuando. Puede parecer chocante pero da lugar a contrastes que me agradan.
P.B.: Se trata de un libro que contiene muchísimas cosas. ¿Lo toma usted de manera global, o entre los distintos elementos -una amistad, un amor, la evocación de una época- hay alguno con el que esté más vinculado y al que haya dado prioridad?
F.T.: No, pienso que lo que domina tanto en la película como en el libro son los personajes. Es ante todo una película de personajes. La historia es muy sencilla; estoy seguro de que si a uno no le gustan los personajes, no le gusta la película. De hecho, si los personajes carecen de interés, la película también. La época es algo totalmente secundario. Me embarqué en esto sin conocer las servidumbres de las películas de época. Estoy contento por tener este desconocimiento, de otro modo hubiese renunciado a hacer la película o la hubiese modernizado.
P.B.: En cuanto al trabajo de Jeanne Moreau, ¿está usted satisfecho con su protagonista?
F.T.: Jeanne Moreau dio realismo a algo que era bastante simbólico, un poco abstracto; la ventaja de actores así es que aportan de pronto una realidad enorme, tan grande que gracias a ellos uno no se arrepiente de haber partido de una idea abstracta. Es importante, realmente importante. Como de costumbre, desconfié mucho de no caer en algunas trampas, del estilo de los “personajes prestigiosos”. Tenía el deseo de hacer que fuera simpática y, al mismo tiempo, desconfiaba del aspecto de comedia americana, del personaje de “pesada exquisita”. Como siempre, allí había varias cosas que evitar. Finalmente, hay dos temas: el tema de la amistad entre ambos que trata de sobrevivir a dicha situación y el tema de la imposibilidad de vivir a tres. La idea de la película es que la pareja no es una noción satisfactoria, pero que en el fondo no hay otras soluciones, o que todas las demás soluciones están condenadas al fracaso. Es la continuación de La morte-saison des amours en versión pesimista. Uno siente que la relación no funcionará a tres.
P.B.: Supongo que el hecho de haber adaptado Disparen sobre el pianista y, a continuación, Jules et Jim significa que no reconoce una jerarquía entre aquellas películas en las que se es el único autor y aquellas de las cuales se toman algunos elementos. ¿Cree usted que esta distinción es totalmente estúpida?
F.T.: No, la verdad es que no tengo muchas ideas al respecto. No, porque el hombre que más admiro en el cine es Renoir. Creo que tiene un porcentaje de adaptaciones bastante importante en sus 35 ó 37 películas. Hoy por hoy, tiendo más bien a renegar de esta idea de “autor total” que he contribuido a crear como crítico. De todos modos, aunque uno no escriba una sola línea del guión, el que cuenta es el director, la película se asemeja a él, como una gráfica de temperaturas, como unas huellas dactilares: su película puede parecerse a él, mejor o peor, pero sólo se parecerá a él.
P.B.: ¿Considera que Los 400 golpes o Jules et Jim son suyas por igual?
F.T.: Francamente, sí. En ambos casos hay un montón de escrúpulos que me limitan tanto como me guían, pero no son los mismos. En Los 400 golpes éste es el problema: mis historias no interesan a nadie, me muero por hacer esto; Jules et Jim es un poco como si me dijera: ¡cuidado!, entre las manos tengo una obra maestra, desconocida sin duda, pero una obra maestra al fin y al cabo. No hay que traicionar a Roché. Es necesario que sus viejos amigos que vayan a ver la película reconozcan el libro. Es un estilo invisible, que no parece “gran cosa” a primera vista: la película debe ser igual, la imagen tampoco debe parecer “gran cosa”. Por ejemplo, a Georges Dalerue le gustaba tanto la película que quería componer una música muy ambiciosa. Le expliqué extensamente que su música tampoco debía parecer “gran cosa”, si fuéramos tan sólo una sola vez conscientes de la belleza de una imagen, la película fracasaría. Existía el mismo problema para la lectura del comentario que hacía Michel Subor de una manera muy neutra y rápida, sin entonaciones.
P.B.: ¿Y no tiene usted miedo de que esta acumulación de rechazos y neutralidades acabe dando lugar a una película neutra?F.T.: Eso es precisamente lo que debe ser la película; estoy seguro de que un sólo error de este tipo desequilibraría toda la película. Creo mucho en la modestia de las apariencias, incluso si debemos llamarla “falsa modestia”. Es muy importante hacer como si uno fuese una persona cualquiera, no debemos singularizarnos por cosas externas. En Los 400 golpes estaba muy contento con el título porque resultaba casi vulgar. Durante el rodaje, me dijeron que algunos periódicos regionales decían: “François Truffaut, tras haber insultado a todo el cine francés, rueda una película cuyo título no merece ser comentado”. Se imaginaban algo muy vulgar y una de las razones por las que realicé Disparen sobre el pianista fue que el título también me gustaba.
P.B.: ¿Cree usted que es una necesidad de la creación cinematográfica basar su trabajo en el efecto que se desea producir en el público?
F.T.: Sí, pero es más una cuestión de temperamento. Si uno está muy seguro de sí mismo, debe hacer lo que quiere, y después, es la gente quien, a su vez, entra en juego. Pero ése no es mi caso: yo no estoy tan seguro de mí mismo y, por otra parte, me da casi vergöenza hacer películas. Es difícil de explicar, no sé muy bien porqué, pero como una película requiere movilizar dinero, movilizar a gente, el único modo de dar un sentido a esta actividad, es contemplarla como un espectáculo, un espectáculo que debe triunfar. El otro día volví a ver Con la muerte en los talones y media hora antes del final oí a un tipo decir a su vecina: “Esta película no está mal”. Es una frase extraordinaria porque revela la mentalidad de los espectadores ocasionales, no cinéfilos. ¡Una película no es más que gelatina al fin y al cabo! Creo que uno entra en el cine por casualidad y que no debe haber varias categorías de espectadores. Que el espectador experimentado, el que ve 100 películas al año, el cinéfilo encuentre más cosas que el que va al cine una vez al año, es normal, pero la película debe presentarse externamente de la misma manera para los dos.
"Jules y Jim"
n “Jules et Jim” o el torbellino de la vida, según François Truffaut
Hace cuarenta años se estrenaba un film fundamental de la “nouvelle vague”.
Por Carlos Maldonado
Hacía dos años, cuando contaba apenas 21, había publicado su primera crítica de cine en una revista que llegaría a ser –todavía lo es– legendaria: Cahiers du Cinéma. El joven reseñador, cuya ferocidad se haría proverbial en la denuncia del deslavado rostro del cine francés de posguerra, hojeaba concentradamente los volúmenes del mesón de saldos en una librería de la plaza del Palais-Royale, en París, cuando un título llamó poderosamente su atención: Jules et Jim. La sonoridad de esas dos jotas, contaría más tarde, lo sedujo de inmediato. Salió de allí con el libro bajo el brazo tras enterarse, por la contratapa, de que era la primera novela de un viejo de 70 y tantos años.
Un par de meses después, François Truffaut, el crítico furibundo que había sido un niño abandonado y un pequeño delincuente antes de que el cine le salvara la vida, halló la manera de homenajear al autor que lo había fascinado en un artículo sobre un western que probablemente ya nadie recuerde. Escribió, entonces, que Jules y Jim era una de las más hermosas novelas del siglo XX, y que en ella, “gracias a una moral estética y nueva reconsiderada continuamente”, tres amigos –Jules, Jim y Catherine– “se quieren con ternura y casi sin tropiezos a lo largo de toda una vida”. En el libro, la amistad entrañable de Jules, austríaco, y Jim, francés, sobrevive a la Primera Guerra Mundial, al amor compartido por la misma mujer, al matrimonio de ésta con Jules, a la separación. La tragedia, sin embargo, acecha.
El veterano autor de la novela se llamaba Henri-Pierre Roché, había nacido en 1879, había boxeado con Max Ernst, presentado a Pablo Picasso y Gertrude Stein, era amigo de Marcel Duchamp. Y leyó la nota de Truffaut. Le escribió, a su vez, una carta y le hizo llegar su segundo libro, que también se ocupaba de un triángulo amoroso, esta vez protagonizado por dos mujeres: Dos inglesas y el continente (que el mismo Truffaut llevaría al cine en 1971). El intercambio de correspondencia se convirtió en amistad, y Truffaut concibió, en ese momento, el proyecto de lo que llegaría a ser una de las películas emblemáticas de la “Nueva Ola” francesa, que vino a modificar de raíz lo que se entendía, en aquellos tiempos, por séptimo arte.
Ese film, el tercero de Truffaut, que debutó triunfalmente en el largometraje con Los 400 golpes (1959) y luego puso en escena a Charles Aznavour en esa particular revisión del cine negro que es Disparen sobre el pianista (1960), cumple ahora 40 años. La semana pasada, en Roma, Jeanne Moreau, seductora como siempre aunque ya tiene la edad que el autor de la novela tenía cuando Truffaut lo descubrió, se dedicó a hilar recuerdos con motivo del reestreno de la película, que fue prohibida en Italia en su momento: “Eramos 22, una troupe pequeñita, y se rodaba en completa libertad, sin restricciones ni constricciones. Aun sin darnos cuenta, estábamos enamorados. El amor era el sentimiento dominante”.
Moreau fue, desde siempre, la elegida para el papel de Catherine. En el invierno de 1958-59, Truffaut rodaba Los 400 golpes en Montmartre y la bellísima Jeanne, a quien el director había admirado en el teatro, hizo una aparición fugaz en la película. Hablaron del proyecto, y ella se mostró tan interesada que Truffaut hizo llegar a Henri-Pierre Roché unas cuantas fotos de la actriz. El novelista, que ya había dado su bendición al hipotético film y se había ofrecido para escribir los diálogos –“concisos y aireados”– quedó encantado. Cuatro días después, murió dulcemente en su cama.
François Truffaut siempre sostuvo que la belleza de Jules et Jim, la novela, residía en que condensaba la mirada compasiva de un hombre mayor sobre la pasión, la alegría y el desgarro del amor. Cuando llegó la hora de decir “se rueda”, Henri-Pierre Roché ya no estaba ahí para ayudarle con los diálogos, pero Truffaut trató, por todos los medios, de mantenerse fiel a la precisión a veces gélida de la novela. Cada tanto, revisaba su ejemplar, cien veces leído, y rescataba alguna frase que incluiría, casi a la fuerza, en el doblaje final.
Para el papel de Jules eligió a Oskar Werner (a quien volvería a dirigir, esta vez junto a Julie Christie, en Fahrenheit 451), y en el de Jim puso a casi un perfecto desconocido, Henri Serre, alto, delgado y algo tímido, porque le recordaba a Henri-Pierre Roché. La película se rodó en París, Saint-Paul de Vence y los Alpes con un bajísimo presupuesto y se convirtió en un éxito sin precedentes y en la entrega más entrañable de una generación que incluyó a monstruos de tanta personalidad como Jean-Luc Godard (Sin aliento), Eric Rohmer (La rodilla de Clara), Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo), Louis Malle (Los amantes) y Claude Chabrol (El bello Sergio).
Llevados y traídos por la pasión y la ternura, Jules, Jim y Catherine se encuentran y desencuentran en las revueltas aguas que agita el torbellino de la vida, como reza la canción de Boris Bassiak que Jeanne Moreau entona admirablemente acompañada sólo de una guitarra en una de las escenas claves de la película. Truffaut, que alguna vez dijo que en su cine la máxima era la de los capitanes en alta mar ante el peligro de un naufragio –“las mujeres y los niños primero”–, fogueó en ella las armas que había velado como crítico y puesto a punto en Los 400 golpes. A partir del éxito de Jules et Jim produjo –hasta su temprana muerte, en octubre de 1984– prácticamente un largometraje al año, que su público esperaba como se aguarda el reencuentro con un amigo querido. Puso en ellos la misma pasión, trenzada con dulzura y dolor, que mantuvo a flote a los protagonistas de un triángulo que, hasta hoy, es imposible contemplar sin ver en él el temblor sutil de la verdad.
François Truffaut y Jeanne Moreau
François Truffaut y Jeanne Moreau
En una serie de películas dispersas a lo largo de veinte años, Truffaut construyó un personaje a la manera de su alter ego. Se trata de los filmes que narran las aventuras de Antoine Doinel, Los cuatrocientos golpes, Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal y El amor en fuga, interpretados todos por el actor Jean-Pierre Léaud durante diversas épocas de su vida. El mismo director lo aclaraba: "Antoine Doinel es todavía el mismo personaje, bastante cerca de mí sin ser yo, bastante cerca de Jean-Pierre Léaud sin serlo. El personaje de ficción Antoine Doinel es, pues, una mezcla de dos personajes reales, François Truffaut y Jean-Pierre Léaud".
Cuando se decidió a filmar un primer largometraje, Truffaut tuvo que recurrir -ante la falta de una idea original- a extractar episodios de su propia vida y la de Robert Lachenay e imbricarlos y compactarlos en la existencia de un solo ser, un joven tan falto de cariño y oportunidades como lo fue él en su propia infancia. Esto además era consecuente con los liberrimos postulados de su texto Una cierta tendencia del cine francés: nada de adaptaciones novelescas, nada de guiones estructurados, nada de imposturas.
Sin embargo, a la hora de concretar el guión, es necesaria la colaboración de Marcel Moussy -libretista de un programa de televisión- para que ponga las cosas en su sitio y evite abusos autoreflexivos y ajustes de cuentas con personajes reales. Así surgen Los cuatrocientos golpes, donde por primera vez vemos a Antoine, aún un colegial travieso e incomprendido por sus padres. Varias de las desventuras del personaje le ocurrieron al director: al abandonar definitivamente sus estudios, Truffaut debió solventarse vendiendo “catálogos” de listas de las películas en exhibición en la ciudad así como las fotos promocionales (stills) de las salas de cine, que robaba con Lachenay en las noches. En la película se describe además el robo de una maquina de escribir, episodio real con el que se pretendía cubrir las deudas de su malhadado cineclub, Le Cercle Cinémanie. Esas mismas deudas serán el motivo de su encarcelamiento en una estación de policía, como tan bien se describe en el filme, lo que convertirá a Antonie en un delincuente juvenil.
A Antoine volveremos a verlo unos años más tarde, ya independiente, en Antoine y Colette, un mediometraje que hace parte de un colectivo titulado El amor a los veinte años, realizado por encargo del productor Pierre Roustang. Antoine trabaja en una compañía productora de discos de vinilo y conoce -para enamorarse inmediatamente- a Colette en un concierto, pero la chica no se muestra interesada en él. Truffaut conoció en un campo de verano a Liliane Romano, su primer amor. En París la chica no quiso continuar con él a pesar de sus requiebros, tal como Colette en el filme.
El muy persistente Antoine decide arrendar un apartamento en un edificio al frente de la ventana del de los padres de la joven, como hiciera Truffaut unos años después al enamorarse perdidamente de Liliane Litvin, una joven aficionada a la cinemateca de quien llega a obsesionarse tanto que, desilusionado por su indiferencia, en una ocasión se produjo veinticinco cortes con una cuchilla en su brazo derecho. Antoine no llega a tanto, pero tampoco logra conquistar a Colette.
En parte por el fracaso con Liliana y en parte por la soledad, Truffaut decide enrolarse en el ejercito, donde tras desertar es retenido en la prisión de Coblenz hasta su liberación en 1952, luego de innumerables humillaciones a las que los militares lo sometieron. Una de esas descargas de insultos la utilizaría al inicio de Besos robados, cuando Antoine es dado de baja del ejercito.
En este momento la vida del personaje se separa de la Truffaut y empieza a moverse por sí solo: Antoine es portero de un hotel, detective privado encubierto como vendedor de zapatos y por último reparador de televisores. Meses antes de que Francia se convulsionara con los eventos de mayo del 68, Truffaut creaba un héroe que parecía anacrónico, de otra era, un romántico incapaz de adaptarse a la vida o conseguir un trabajo estable, pero que encuentra por fin un amor, encarnado en Christine (La joven actriz Claude Jade), una violinista con la que contraerá matrimonio, como nos lo revelará en Domicilio conyugal: ella da clases de violín, él tiñe flores para un florista. Debutan aquí como padres -su primogénito se llama Alphonse- pero Antoine no se ve todavía apersonado de su rol paternal.
A pesar de las diferencias laborales y personales, sigue habiendo mucho de Truffaut en este personaje, no sólo por su donjuanismo, sino por referencias incluso directas, como la que tiene a Antoine escribiendo una novela -"Amor y otros problemas"- en la que se "desquita" de sus padres y además separándose de su esposa como vemos en El amor en fuga. La esposa de Truffaut había solicitado y obtenido el divorcio en 1965, por lo que no era difícil suponer que a Antoine y a su cónyuge le iba a ocurrir algo similar. Cuando el filme empieza vemos a una pareja retozar y abrazarse en una habitación: se trata de Antoine y Sabine, su amante. Una citación entre Antoine y Christine en un juzgado da pie a una gran cantidad de flashbacks que cierran el círculo de la historia, incorporando fragmentos de todas las películas previas e incluyendo la aparición de Colette ya adulta. Toda la película es una confusión de parejas y una remembranza emotiva del existir de este personaje, lo que incluye saldar algunas cuentas con su familia, con ese pasado que tanto le dolía. Lo último que vemos de Antoine son los apasionados besos que le da a Sabine en una tienda de discos, mientras se intercalan imágenes suyas de un momento feliz de Los cuatrocientos golpes, cuando Antoine se escapa a un parque de diversiones y entra a una "licuadora" mecánica que al girar a gran velocidad lo adosa a sus paredes. En ese mismo aparato, que mezcla y desorienta, hay otras personas y a veces la cámara se confunde y no sabemos quién es quién. Si nos fijamos bien, veremos entre esas personas a un hombre joven. Ya lo adivinan. A un hombre joven llamado François Truffaut.
Truffaut y Léaud
Se presentaron unos sesenta muchachos e hice pruebas en 16 mm. con dos de ellos; les hacía preguntas bastante sencillas puesto que mi objetivo era encontrar un parecido más moral que físico con el niño que yo creía haber sido.
Antoine Doinel no es lo que se llama un personaje ejemplar, es astuto, tiene encanto y abusa de él, miente mucho y disimula más, solicita más amor que el que está dispuesto a dar; no es el hombre en general sino un hombre en particular. Añadiré únicamente que Jean-Pierre Léaud es el mejor actor de su generación y que sería injusto olvidar que Antoine Doinel es, para él, más que uno de los personajes que ha interpretado, uno de los dedos de sus manos, una de sus costumbres, uno de sus compañeros de niñez. ('Les adventures d'Antoine Doinel', 1970)
Francois Truffaut, Jean-Pierre Léaud y Henri Langlois, fundador y director de la Cinemateca Francesa
Sábado 2 de octubre de 2004 - Página 12 - Por Claudio D. Minghetti
Festival de Cannes, en 1959. François Truffaut, el joven crítico de la revista Cahiers du Cinema, es premiado con una palma por su trabajo como director de "Los 400 golpes". La crónica de aquel niño solo llamado Antoine Doinel pegó fuerte en la crítica, en el público y en la historia del cine. En realidad, el pequeño Antoine, querido, pero ignorado por su madre, maltratado por su padrastro, busca desesperadamente, encontrar una razón a su existencia, algo que justifique tanto gris y dolor de caminos que parecen no tener salida. En realidad, aquel chico tiene una fecha de nacimiento -1932, en Neuilly-sur-Seine, París- y también un adiós definitivo, en plena madurez intelectual -también en París, en 1984-, porque su verdadera identidad es la del mismo Truffaut, que por obra y gracia de esta obra sencilla, pero profunda como pocas, habría de convertirse en líder natural de la conocida como "nouvelle vague".
La saga de Antoine Doinel comenzará, precisamente, con "Los 400 golpes", que muestra cómo aquel chico falta a clase en complicidad con un amigo, transgresión que deberá pagar caro, aunque para él no importa el precio si pagándolo, incluso en un correccional de menores, alcanza la libertad.
Sin embargo, Truffaut parece preguntarse en el final sobre el destino que le depara a su golpeado Antoine, cuando lo pone de pie frente a un mar ilimitado que, sin embargo, puede convertirse también en una jaula dorada.
Tres años después, Doinel volverá como parte del colectivo "El amor a los veinte años" (1962), en el corto "Antoine y Colette", cuando ya adolescente conoce a una joven estudiante de música y, con el fin de enamorarla, se muda a un departamento vecino e incluso logra el padrinazgo de sus padres, aunque no consigue alcanzar su meta. La vuelta será a los veintipico, con "Besos robados" (1968), aquí rebautizada como "La hora del amor", acaba de salir de una prisión militar, por su rebeldía "bajo bandera", dispuesto a conseguir trabajo y también novia. Las dos temas son complicados de resolver, incluso cuando le toca elegir entre una joven violinista y una mujer casada, interpretadas por Claude Jade y la inquietante Delphine Seyrig.
Antoine intenta crecer en serio. Se casó con la violinista y consiguió un trabajo digno, pero, una vez que ella anuncia que está embarazada, ocurre algo inesperado. La aparición de una joven japonesa revoluciona su tranquilidad y lo embarca en una aventura fuera de la familia que estaba intentando formar. "Domicilio conyugal" (1970) reunió nuevamente a Léaud con Claude Jade.
Finalmente, a los 35, Antoine está al filo del divorcio, el primer divorcio por consentimiento mutuo que se da en París, que la prensa de la ciudad ubica en primer plano. Aquella tarde, en el Palacio de Justicia, se reencontrará con una vieja conocida, abogada, la primera de una lista de amantes, novias y rupturas, que le sirven para escribir una novela, la novela de su vida y la de sus mujeres. "El amor en fuga" (1979), con Léaud, Jade y Marie-France Pisier, devino el mejor cierre a la historia de este personaje, al que Truffaut hubiese vuelto en un futuro que no pudo alcanzar, una vuelta de tuerca que el gran cineasta francés, seguramente, tuvo en mente ese segundo que despierto, o dormido, todos los recuerdos, incluso los soñados, convergen en un mismo punto.
Francois Truffaut, Claude Jade y Jean-Pierre Léaud
U Yo he tenido una infancia penosa, pero menos trágica que ésta de Julien, menos desamparada, y recuerdo que estaba impaciente por llegar a adulto, me parecía que los adultos tienen todos los derechos, que pueden dirigir su vida como quieren... Quiero decir también que guardo un mal recuerdo de mi juventud, y que no me gusta la forma en que suele tratarse a los niños. Si no hubiera elegido este oficio sería instructor. (...) Siempre estamos influidos por las cosas de la infancia, porque nos devuelven a nuestros orígenes y a los orígenes de la vida. Todo lo que hace un niño en la pantalla parece que lo hace por primera vez y es precisamente eso lo que convierte tan valiosa la película dedicada a filmar jóvenes rostros en transformación... El niño inventa la vida, se golpea, pero desarrolla al mismo tiempo todas las facultades de resistencia. Estas ideas generales han guiado la elección de episodios auténticos o imaginarios que constituyen la trama de 'La piel dura'. (...) La infancia es el mundo que mejor conozco. Me siento mejor con un niño que con un adulto. Las personas están demasiado impresionadas por un papel social para ser verdaderamente sinceras. No puedo tener una conversación con ellas más que cuando hablamos de cine. Con los niños, por el contrario, puedo hablar de todo.
('La piel dura', prólogo, 1975)
Francois Truffaut y Jean-Pierre Cargol, en "El niño salvaje"
n De niños perdidos y de hombres que no quieren crecer (Por Juan Carlos Gonzalez Arroyave)
Decía Luis Alberto Álvarez sobre Truffaut que "toda su obra es una búsqueda de la infancia perdida". La frase se comprende en toda su extensión cuando apreciamos la manera en que Truffaut ha modelado a Antoine. Su alter ego, aunque ya adulto, sigue siendo un niño. Truffaut caricaturiza el personaje, lo hace infiel y enamoradizo y le da un empleo probando modelos pequeños de barcos en un estanque, como si estuviera jugando. Curiosamente, el mismo empleo lo comparten dos protagonistas de sendas películas, Bertrand en El hombre que amaba a las mujeres y Bernard en La mujer de al lado. No es casual, no puede serlo. El director ve a sus personajes como seres sin infancia -como él- que deben en su adultez recuperar el tiempo perdido y por eso lo que le ofrecen a sus parejas es un amor infantil, inmaduro y provisional, proclive a la infidelidad. ¿Justificaba así sus propios deslices afectivos? Quizá, pero es posible que él lo viera -y no pretendemos defenderlo- como una oportunidad de recuperar el tiempo y las oportunidades perdidas.
Pero sin necesidad de sublimar épocas ya idas, la verdad es que uno de los factores comunes que interconecta su cine es la presencia permanente de la infancia. Niños son Les mistons, inolvidables son los pequeños espectadores que asisten alelados a la función de títeres de Los cuatrocientos golpes, un niño -Fido- es el hermano de Charlie en Dispárenle al pianista, arrojándole leche al automóvil de unos gansters; un bebe porta un librito en el mundo futurista de Fahrenheit 451; Jules y Catherine tienen una hija en Jules y Jim, así como Antoine y Christine en Domicilio Conyugal, mientras un niño sordomudo acompaña asombrado a Julien en El cuarto verde... los ejemplos podrían extenderse fácilmente por toda su obra.
Dos películas rindieron homenaje explícito a los niños, desde ángulos muy distintos pero complementarios. En una el propósito es didáctico, en la otra es testimonial. En 1970 llega El niño salvaje, un filme de época que es una variación del tema del niño abandonado a su suerte, deprivado de afecto y calor humano. Bien lo dijo Truffaut, quién coprotagonizó el filme como actor: "Es una película que responde, diez años más tarde, a Los cuatrocientos golpes. Tenemos en la pantalla, como habíamos dicho antes, alguien que carece de algo esencial, pero esta vez hay personas que van a tratar de ayudarle". Truffaut interpreta al Dr. Itard, encargado de readaptar a la sociedad a Victor, un niño absolutamente montaraz encontrado en un bosque. La historia surge a partir de un libro de Lucien Malson, Les Enfants sauvages: mythe et réalité que analizaba 52 casos de niños abandonados, que crecieron solos; el argumento fue escrito en el verano de 1968 por Truffaut y Jean Gruault, para una película que sería la primera que Nestor Almendros fotografiaría para este director. Hay aquí una enorme confianza en el proceso educativo, en la posibilidad de redimirse gracias a la cultura, como le ocurrió a Truffaut con su mentor Bazin y a aquel con Léaud.
El naturalismo de esta cinta contrasta con el ambiente cien por ciento escolarizado de Dinero de bolsillo, una mirada testimonial y de primera mano sobre la infancia, hecha por completo desde el punto de vista de un bullicioso grupo de escolares en la ciudad de Thiers. En este caso los terribles profesores de Antoine han sido reemplazados por seres humanos, con vida propia, con sentimientos, con cariño hacia sus alumnos. "Lo que contaba era conseguir risas, no a expensas de los niños sino con ellos, incluso no a expensas de los adultos sino con ellos, en la búsqueda de un delicado balance entre gravedad y ligereza". Pero más que generar risas, es una profunda ternura la que invade a esta película, donde niños de todas la edades -desde la infancia hasta el borde de la adolescencia- tienen parte importante. Uno de ellos, Julien es maltratado por sus familiares, lo que lleva a un discurso final de uno de los profesores, que se antoja una declaración dictada directamente por Truffaut respecto a la responsabilidad que tienen los adultos sobre los niños y que, si lo vemos bien, podría expandirse a la responsabilidad del director de cine frente a la infancia, como él mismo lo expresó: "Finalmente, al contrario de lo que leo con frecuencia allá o acá, las películas no pueden hacerse con niños para comprenderlos mejor. Los niños deben ser filmados sólo porque los amamos".
La última escena de su involuntaria última película, Confidencialmente tuya, son los pies de los niños del coro de una iglesia pateando el filtro del lente de una cámara fotográfica. Hay picardía y una alegría profunda en ese juego. Son las ganas contagiosas de vivir que transmiten los niños. Las mismas del cine que Truffaut hizo siempre.
Jean-Pierre Léaud en "Los cuatrocientos golpes"
n Declaración de amor perpetuo a los libros y al cine (Por Juan Carlos Gonzalez Arroyave)
En Los cuatrocientos golpes, Antoine erige un altar a Balzac que por poco provoca un incendio en la casa de sus padres. Su amor por el escritor lo lleva a querer copiarle el estilo para una tarea escolar. Pero el profesor no ve en el homenaje sino una vulgar copia y lo amonesta con severidad. Años más tarde en La piel suave, sería Balzac el tema de una de las conferencias que Pierre Lachenay da y que le sirve para conocer a su futura amante.
Los créditos de Las dos inglesas y el continente aparecen sobre el lomo y el texto de la novela que le da origen. En el fondo, toda esta película se refiere a la vida escrita, a los diarios, a los recuerdos recogidos, a las cartas donde se atoran y se alivian sentimientos. Sus personajes parecen vivir a un ritmo literario, como si supieran su génesis y como si anticiparan que su vida va a ser recogida en palabras al final del filme. Pero es otra la película en la que Truffaut depositó todo su amor a los libros.
Fahrenheit 451 nos habla de una sociedad totalitaria del futuro donde los libros están prohibidos y deben ser quemados, como nos lo anticipan los créditos de la película, pronunciados y no escritos. Pero la resistencia civil se organiza de una manera curiosa: los rebeldes, imposibilitados de conservar un libro, se transforman en uno. Cada cual se aprende un libro de memoria y lo repiten sin cesar, son gente-libro creando una nueva tradición oral que les permite escapar al régimen y vivir enamorados –así como Truffaut- de los libros.
Pero si con los libros es evidente, es más obvio todavía que todas las películas de Truffaut, mordiéndose la cola, hablan de cine. Sus personajes van a cine, leen de cine, discuten de cine, son cine. En el mundo de sus películas hay una calle llamada Jean Vigo, una marquesina que anuncia a John Ford, un sueño de un bombero que se asemeja al del protagonista de Vértigo, un ejemplar de Cahiers a punto de ser quemado en una pira literaria futurista y hasta es posible que Jacques Tati -como el señor Hulot- haga una aparición en Domicilio Conyugal. El arte que transformó su vida es el tema último de toda su filmografía. La noche americana resumió toda esa pasión en una sola cinta y lo que obtenemos es la vivencia agradecida de un hombre, una autentica profesión de fe en un arte.
Ferrand, el director de cine que Truffaut interpreta en ese filme no está dirigiendo una película, está haciendo un diario de su propio existir. El proyecto ficticio a filmar se llama Je vous présente Pamela y es una mirada nostálgica pero contundente a las bambalinas de un rodaje, a la tras escena no siempre feliz en la que transcurren los días que dura la realización de una película. Lo curioso es que el supuesto filme a realizar no es una obra "de autor" sino una película comercial de pocas campanillas, pues el propósito de Truffaut era básicamente anecdótico, no técnico: "No voy a revelar toda la verdad acerca del arte de filmar, sino algunas cosas reales que ocurrieron en mis películas anteriores o en las de otros". El resultado es una historia de amor... al cine.
Presentada fuera de competencia en el Festival de Cannes, se estrenó en París a fines de mayo de 1973, para complacencia de público y crítica. El tres de abril del año siguiente, en el Music Center de Los Angeles, el actor Yul Brynner le entregaría el Oscar a la mejor película extranjera por La noche americana.
Truffaut pensaba que el cine era mejor que la vida. ¿Queda alguna duda?
Francois Truffaut e Isabelle Adjani, en el rodaje de "El diario de Adela H."
n André Bazin o la búsqueda del padre (Por Juan Carlos Gonzalez Arroyave)
Uno de los problemas de Le Cercle Cinémanie, era que sus presentaciones coincidían en día y hora con las funciones del cine club del Trabajo y la Cultura, presentado por un critico y profesor llamado André Bazin, a quien Truffaut se decidió a visitar para convencerlo de que fuera él quien modificara el horario de la función. Ese inolvidable martes 30 de noviembre de 1948, Truffaut a sus dieciséis años conoció a Bazin, critico de Le parisien libéré y ya una celebridad a sus treinta años. Para Truffaut esas oficinas se convertirían en una nueva escuela de cine y a la vez en el lugar donde conocería a Alain Resnais, Chris Marker y Alexandre Astruc. Pero fue más, fue también un hogar.
Días después su padrasto se encargará de cubrir sus deudas, con la promesa de François de conseguir un trabajo estable y abandonar el cineclub, compromiso que consignó por escrito. Pero Le Cercle Cinémanie ya tenía otras tres funciones comprometidas y François continuó tozudamente su labor. Ante eso, Roland Truffaut lo deja a la custodia de la policía, luego de explicarles el incumplimiento de la palabra que el joven había empeñado. Durmió en una pequeña celda de la estación policial y de allí pasó a los cuarteles de la policía y después al centro de observación de menores de París en Villejuif. Se convertía en un delincuente juvenil, gracias al cine de sus amores. Sufrió vejaciones, humillaciones, golpes e insultos y un tratamiento para la sífilis, enfermedad adquirida a través de sus andanzas callejeras. La sicóloga del lugar contactó a André Bazin para solicitarle asistir al muchacho y este prometió darle un empleo en Trabajo y cultura. Truffaut salió en libertad condicional en marzo de 1949 para ser internado en una casa de religiosos en Versalles, de la que fue expulsado seis meses después por su mala conducta.
Andre Bazin lo contrató como su secretario personal y en marzo de 1950, a los dieciocho años, consiguió la emancipación legal de sus padres y por fin, su independencia. Bazin lo involucró en la sociedad fílmica Objectif 49, un lugar de elite donde intelectuales, escritores y críticos se reunían en torno a películas de estreno. La sociedad se convirtió en el foro de la nueva critica y en el lugar donde los realizadores -Welles, Rossellini, Wyler, Sturges- iban a presentar sus obras. Más tarde se unieron al grupo Jean Luc Godard, Suzanne Schiffman y Jean–Marie Straub, y se dedicaron todos a ver cine a conciencia, a no perderse sesión de cineclub alguno. Los jueves visitaban el Ciné-club du Quartier Latin, coordinado por Eric Rohmer, en ese entonces de treinta años. En el boletín de ese cineclub daría Truffaut sus primeros pasos como crítico en la primavera de 1950. Él mismo recordaba que el primer artículo fue sobre La regla de juego, a propósito del hallazgo de la versión original del filme. "Para aquellos que consideran La regla del juego como la película más grande en la historia del cine, la exhibición integra de la obra maestra de Renoir en el Ciné-club du Quartier Latin fue un suceso", es la frase inaugural de una vocación que lo acompañaría hasta su muerte.
n FILMOGRAFÍA:
Jean Cocteau, Francois Truffaut, Jean-Pierre Léaud, Albert Rémy y Edward G. Robinson, en Cannes
"Los 400 golpes"
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