n “SUEÑOS SOÑADOS: Fresas salvajes” (Fragmentos de la primera parte del libro "Imágenes"). Por Ingmar Bergman
En las fotos del libro estamos bien peinados y nos sonreímos mutuamente con cortesía. Estamos, los cuatro, intensamente ocupados en un proyecto que se iba a llamar Bergman sobre Bergman (en español: Conversaciones con Ingmar Bergman, Anagrama, 1975). La idea era que tres jóvenes periodistas, preparados hasta los dientes, me preguntasen sobre mis películas. Era el año 1968 y acababa de terminar La vergüenza. Cuando hoy ojeo el libro lo encuentro falto de sinceridad. ¿Falto de sinceridad? Desde luego. Los jóvenes interlocutores eran portadores de la única opinión política verdadera. Sabían además que yo estaba pasado de moda, arrollado por la nueva, la joven estética. A pesar de ello nunca pude quejarme de su cortesía o atención. Lo que no entendí durante las sesiones fue que estaban reconstruyendo cuidadosamente un dinosaurio con la alegre ayuda del mismísimo Monstruo. Parezco poco sincero, continuamente en guardia y bastante tímido. Hasta las preguntas modestamente provocativas las contesto de manera acomodaticia. Me esfuerzo en dar las respuestas que puedan despertar simpatía. Suplico una comprensión que no me iba a llegar de ninguna manera (...)
En todo caso, después de La vergüenza, del 68, siguieron muchos años y muchas películas. Y un día decidí dejar la cámara. Fue en el 83. Podía contemplar el conjunto de una producción terminada, y me di cuenta de que hablaba, de buena gana, de lo pasado. Los oyentes parecían interesados, no sólo por cortesía o para intentar buscare los puntos flacos: mi retirada era una garantía de que era inofensivo.
De cuando en cuando mi amigo Lasse Bergström y yo hablábamos de un nuevo Bergman sobre Bergman –pero más sincero, más objetivo-. Bergström preguntaría y yo hablaría, era el único parecido formal con el precedente. Nos animábamos mutuamente y de pronto nos encontramos en plena faena (...)
Por alguna razón en la que no había pensado antes, siempre he evitado volver a ver mis películas. Las veces en que me he visto obligado a hacerlo o he tenido la simple curiosidad, sin excepciones y cualquiera que fueses la película, me he sentido sobreexcitado, con ganas de mear, con ganas de cagar, inquieto, a punto de llorar, enfadado, asustado, desgraciado, nostálgico, sentimental, etcétera. A causa de este tumulto inoportuno he evitado mis películas. (...)
Ahora iba a ser necesario volver a ver las películas y pensé que ahora es hace mucho tiempo. Ahora ya puedo aceptar el desafío emocional. Algunas obras podía eliminarlas inmediatamente. Esas las vería Lasse Bergström solo. Es crítico de cine y está curtido, sin llegar a estar encallecido.
Ver cuarenta años de producción durante un año se fue haciendo inesperadamente fatigoso, a veces insoportable. Me di cuenta, firme y brutalmente, de que había concebido la mayoría de las películas en las entrañas del alma, corazón, cerebro, nervios, órganos genitales y sobre todo en las tripas. Un deseo que no tiene nombre alguno las sacó a la luz. Un placer que se puede llamar “la alegría del artesano” las ha materializado en el mundo de los sentidos. (...)
Tenía que volver a las películas y entrar en sus parajes. Fue un jodido paseo.
Fresas salvajes es un buen ejemplo. Lasse Bergström y yo vimos la película una tarde de vera en el cine de mi casa en Farö. Era una hermosa copia y me quedé impresionado del rostro de Victor Sjöström, sus ojos, la boca, la delicada nuca con el fino pelo, la voz vacilante, indagadora. Sí, fue emocionante. Al día siguiente hablamos de la película varias horas, hablé de Victor Sjöström, de nuestras dificultades y fallos, pero también de nuestros momentos de entendimiento y triunfo. (...)
Cuando más tarde leímos la transcripción de nuestra conversación grabada, nos dimos cuenta de que no había dicho una palabra sensata sobre el origen de la película (...)
Tras una reflexión más profunda y adentrarme en el oscuro espacio de Fresas salvajes, encuentro un caos negativo de relaciones humanas. La separación de mi tercera esposa aún me dolía violentamente. Fue una experiencia extraña, amar a una persona con la que uno no podía vivir. La placentera y creativa convivencia con Bibi Andersson había empezado a romperse, no recuerdo la razón. Sostenía una amarga lucha con mis padres. Ni quería ni podía hablar con mi padre. Mi madre y yo buscábamos una y otra vez una reconciliación temporal, pero había demasiados cadávares en los armarios, demasiados malentendidos infectados. (...)
Imagino que uno de los impulsos más fuertes que yacen bajo la realización de Fresas salvajes estaba justamente ahí. Me retrataba a mí mismo en la figura de mi padre y buscaba explicaciones a las amargas peleas con mi madre. (...) Más tarde el diario de mi madre ha confirmado mi idea: mi madre se sentía violentamente ambivalente ante su miserable hijo moribundo. (...)
A través de la historia fluye un solo tema, mil veces variado: carencias, pobreza, vacío, la falta de perdón. No sé ahora, y no sabía entonces, cómo suplicaba a mis padres a través de Fresas salvajes: “Mírenme, entiéndanme y –si es posible- perdónenme”. (...)
Hoy en día estoy convencido de que el rechazo, el olvido, tienen que ver con Victor Sjöström. Cuando hicimos la película, la diferencia de edad era grande. Hoy yo tengo, prácticamente, la que él tenía entonces.
Desde el principio la presencia del artista Sjöstrom empequeñeció todo lo demás. Él había hecho la película más importante de la historia. La vi por primera vez cuando tenía quince años. Ahora la veo por lo menos una vez cada verano, solo o con personas más jóvenes. Veo claramente cómo El carro de la muerte, hasta en detalles particulares, ha influido en mi vida profesional. Pero eso es harina de otro costal.
Victor Sjöstrom era un narrador magnífico, divertido y seductor –sobre todo si había una dama joven y guapa presente. Estábamos sentados al pie de la fuente de la historia del cine, tanto del sueco como del norteamericano. Es una leche que no se usasen magnetófonos por aquel entonces.
Todas estas exterioridades son de fácil acceso. Lo que no había comprendido hasta ahora es que Victor Sjöström me había arrebatado mi texto y lo había convertido en algo de su propiedad, había aportado sus experiencias: su propio sufrimiento, misantropía, marginación, brutalidad, tristeza, miedo, aspereza, aburrimiento. Había ocupado mi alma en la forma de mi padre e hizo de todo su propiedad –¡no me quedó ni una miga! Lo hizo con la autoridad y la pasión de la gran personalidad. Yo no tenía nada que añadir, ni un comentario racional o irracional. ¡Fresas salvajes ya no era mi película, era la película de Victor Sjöström!
Probablemente sea significativo el hecho de que cuando escribí el guión no pensé que la interpretase Sjöström en ningún momento. Fue idea del director de Svsnsk Filmindustri, Carl Anders Dymling. Creo que dudé bastante.
En la historia del cine hay cinco o seis films cuya crítica suele hacerse con estas únicas palabras: «¡Es el mejor film!» Porque no hay elogio mejor. En efecto, ¿para qué hablar más ampliamente de Tabou, de Viaggio in Italia o de la Carrosse d'Or? Como la estrella de mar que se abre y se cierra, éstos son films que logran mostrar y esconder a un tiempo el secreto de un mundo del cual son a la vez sus únicos depositarios y sus fascinantes reflejos. La verdad es su verdad. La llevan en lo más profundo de sí mismos y sin embargo la pantalla se desgarra en cada plano para sembrarla a los cuatro vientos. Decir de ellos: «es el mejor film», es decirlo todo. ¿Por qué? Porque es así. Y sólo el cine puede permitirse utilizar sin falsa vergüenza ese razonamiento infantil. ¿Por qué? Porque es el cine. Y el cine se basta a sí mismo. Para ponderar los méritos de Welles, de Ophuls, de Dreyer, de Hawks, de Cukor e incluso de Vadim basta decir: ¡es cine! Y cuando los nombres de grandes artistas del pasado aparecen, por comparación, en nuestra pluma, no queremos decir nada distinto de esto. ¿Cabe imaginar, por el contrario, una crítica que elogiara la última obra de Faulkner diciendo: es lectura, o de, Stravínski o Paul Klee: es música, es pintura? Y aún menos de Shakespeare, Mozart o Rafael. Tampoco es imaginable que a un editor, a Bernard Grasset, por ejemplo, se le ocurra lanzar a un joven poeta bajo el lema: ¡esto es poesía! Incluso cuando Jean Vilar hace una chapucería con Le Cid, no se atreve a poner en los carteles: ¡esto es teatro! Mientras que «¡esto es cine!» más que en santo y seña se convierte en grito de guerra tanto para el vendedor de films como para el aficionado. En pocas palabras entre los distintos privilegios de que goza el cine el menor no es el erigirse en razón de ser su propia existencia y, por ese mismo hecho hacer de la ética su estética. Cuatro o seis films dije, +1, ya que Sommarlek es el mejor film.
Los grandes autores son probablemente aquellos cuyos nombres nos vienen a los labios cuando resulta imposible explicar de otro modo las sensaciones y múltiples sentimientos que nos asaltan en ciertas circunstancias excepcionales, ante un paisaje sorprendente, por ejemplo, o un suceso inesperado: Beethoven, bajo las estrellas, en lo alto de un acantilado azotado por las olas; Balzac cuando, visto desde Montmartre, diríase que París nos pertenece; pero en lo sucesivo, si el pasado juega al escondite con el presente en el rostro de aquella o aquel que amamos; si la muerte, cuando humillados y ofendidos logramos por fin formularle la pregunta suprema, nos responde con una ironía completamente valeryana que hay que tratar de vivir, en lo sucesivo; en fin, si las palabras verano prodigioso, pasadas vacaciones o eterno espejismo nos brotan de los labios es porque automáticamente hemos pronunciado el nombre de quien una segunda retrospectiva en la Cinemateca francesa acaba de consagrar, para aquellos que sólo habían visto algunos de sus diecinueve films, como el autor más original del cine europeo: Ingmar Bergman.
¿Original? El séptimo sello o Noche de circo, pase; desde luego Sonrisas de una noche de verano; pero Monika, Secretos de mujeres, son cuando mucho el producto de un Maupassant de segunda, y en cuanto a la técnica: encuadres a la Germaine Dulac, efectos a la Man Ray, reflejos en el agua a la Kirsanoff y escenas retrospectivas en tal abundancia como ya no es posible aceptar; algo pasado de moda, en suma; no, el cine es otra cosa -exclaman nuestros técnicos patentados- ante todo, un oficio.
Pues bien: ¡no! El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Siempre estamos solos: lo mismo en el estudio que ante la página en blanco. Y para Bergman ser solitario es formular preguntas. Y hacer films es responder a ellas. Imposible ser más clásicamente romántico.
Es verdad que de todos los cineastas contemporáneos él es sin duda el único que no reniega abiertamente de los procedimientos apreciados por los vanguardistas de los años treinta, tal y como se prolongan todavía hoy en los festivales de cine experimental o de aficionados. Pero para el director de La sed se trata más bien de audacia, ya que ese baratillo lo destina Bergman, con perfecto conocimiento de causa, a otros films. Esos planos de lagos, de bosques, de hierba, de nubes, esos ángulos falsamente insólitos, esos contraluces demasiado rebuscados dejan de ser, en la estética bergmaniana, juegos abstractos de cámara o proezas fotográficas para integrarse, por el contrario, a la psicología de los personajes en el instante preciso en que se trata, para Bergman, de exponer un sentimiento no menos preciso; por ejemplo, el placer de Monika mientras atraviesa en barco un Estocolmo que empieza a despertarse, luego de su hastío al haber hecho el camino inverso en un Estocolmo que se adormece.
La eternidad en apoyo de lo instantáneo
En el instante preciso. En efecto, Ingmar Bergman es el cineasta del instante. Todos sus films surgen de una reflexión de los personajes sobre el instante presente, reflexión profundizada por una especie de descuartizamiento de la duración, un poco a la manera de Proust, pero con mucha mayor fuerza, como si se multiplicara a Proust por Joyce y Rousseau, y se convierte finalmente en una gigantesca y desmesurada meditación a partir de lo instantáneo. Un film de Ingmar Bergman es, si se quiere, un veinticuatroavo de segundo que se transforma y prolonga durante hora y media. Es el mundo en el espacio que medía entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos de corazón, la alegría de vivir entre dos aplausos.
De ahí la importancia primordial del flashback en estas escandinavas reflexiones de muchachas que se pasean a solas. En Sommarlek basta con que Maj Britt Nilsson lance una mirada a su espejo, para que parta, como Orfeo o Lanzarote, en busca del paraíso perdido o del tiempo recobrado. Utilizado casi sistemáticamente por Bergman en la mayoría de sus obras, el retorno al pasado deja de ser uno de esos poor tricks de que hablaba Orson Welles para convertirse, si no en el tema mismo del film, al menos en su condición sine qua non. Por si fuera poco, esta figura de estilo, incluso cuando es empleada como tal, tendrá en lo sucesivo la incomparable ventaja de dar una considerable consistencia al guión, ya que constituye a la vez su ritmo interno y su armazón dramática. Basta con haber visto uno cualquiera de los films de Bergman para darse cuenta de que cada retorno al pasado se inicia y acaba «en situación», en doble situación, habría que decir, porque lo más importante es que ese cambio de secuencia, como en lo mejor de Hitchcock, corresponde siempre a la emoción interior del héroe o, en otras palabras, provoca la reactualización de la acción, lo cual es patrimonio de los más grandes. Hemos tomado por facilidad lo que no es más que exceso de rigor. Ingmar Bergman, a quien «los del ofício» describen como autodidacta, da aquí una lección a nuestros mejores guionistas. Veremos que no es la primera vez que lo hace.
Siempre adelante
Cuando surgió Vadím, todos lo aplaudimos porque estaba al día, mientras que la mayoría de sus colegas tenían por lo menos una guerra de retraso. Cuando vimos las muecas poéticas de Giulietta Massina, aplaudimos también a Federico Fellini, cuya frescura barroca tenía el aroma de la renovación. Pero este renacimiento del cine moderno ya había sido llevado a su apogeo, cinco años atrás, por el hijo de un pastor protestante sueco. ¿En qué pensábamos entonces cuando apareció Monika en las pantallas parisinas? Todo lo que reprochábamos no hacer a los cineastas franceses, Ingmar Bergman lo había hecho ya. Monika ya era Et Dieu... créa la femme, sólo que logrado a la perfección. Y el último plano de Noches de Cabiria, cuando Gulietta Massina mira obstinadamente hacia la cámara, ¿acaso puede olvidarse que estaba ya, también, en la penúltima bobina de Monika? Esa repentina conspiración entre actor y director que tanto entusiasma a André Bazin ya la habíamos visto, no hay que olvidarlo, mil veces más fuerte y poética, cuando Harriet Anderson, con los risueños ojos empañados por el desconcierto fijos en el objetivo, nos hace testigos de su repugnancia al verse obligada a optar por el infierno en contra del cielo.
No todo el que quiere puede ser orfebre. Ni el que aventaja a los demás es aquel que lo proclama más alto. Un autor verdaderamente original será aquel cuyos guiones no estén necesariamente vinculados a un nombre. Porque Bergman prueba que es nuevo lo que es acertado y es acertado lo que es profundo. Y la profunda novedad de Sommarlek, de Monika, de La sed, del Séptimo sello es, ante todo, la admirable justeza del tono. Desde luego que para Bergman -en eso estamos de acuerdo- un gato es un gato. Pero lo es también para muchos otros, y eso no significa nada. Lo importante es que, dotado de una elegancia moral a toda prueba, Bergman puede adaptarse a cualquier verdad, incluso a la más escabrosa. Es profundo aquello que es imprevisible, y cada nuevo film de este autor desconcierta a menudo a los más cálidos partidarios del precedente. Esperamos una comedia y lo que obtenemos es un misterio medieval. Con frecuencia la única nota común a todos es esa libertad de situaciones que aplaudiría Feydeau, del mismo modo que Montherlant podría aplaudir la verdad de unos diálogos en los que Giraudoux aplaudiría -paradoja suprema- el pudor. De más está decir que esta soberana soltura en la elaboración del manuscrito se ve redoblada, desde el momento en que empiezan a zumbar las cámaras por una maestría absoluta en la dirección de actores. En ese terreno Ingmar Bergman es el igual de un Cukor o de un Renoir. Es un hecho que la mayoría de sus intérpretes, que por otra parte son a menudo miembros de su compañía teatral, son en general actores notables. Pienso sobre todo en Maj Britt Nilsson, cuyo voluntarioso mentón y cuyos gestos de desprecio no dejan de recordar a Ingrid Bergman. Pero hay que haber visto a Birger Malmsten como un jovencito soñador en Sommarlek, y volverlo a ver, irreconocible, como un acicalado burgués en La sed; hay que haber visto a Gunnar Björnstrand y Harriet Andersson en el primer episodio de Sueños de mujeres y volverlos a encontrar, con otras miradas, otros tics y un diferente ritmo corporal en Sonrisas de una noche de verano, para darse cuenta del prodigioso trabajo de modelado de que es capaz Bergman a partir de ese «ganado» de que hablaba Hitchcock.
Bergman contra Visconti
0 guión contra dirección. ¿Estamos seguros? Podemos oponer un Alex Joffé a un René Clément, por ejemplo, porque se trata sólo de talento. Pero cuando el talento roza de tan cerca el genio como para producir Sommarlek, ¿resultan acaso útiles las disertaciones exhaustivas tratando de establecer quién es en último término superior al otro entre el autor completo y el puro director de cine? Tal vez así, después de todo, porque se trata de analizar dos concepciones del cine una de las cuales tal vez tenga más valor que la otra.
Grosso modo, hay dos tipos de cineastas: los que van por la calle con la cabeza baja y los que van con la cabeza alta. Los primeros, para ver lo que ocurre a su alrededor, están obligados a alzar frecuente y repentinamente la cabeza moviéndola a derecha e izquierda para abarcar, gracias a una sucesión de miradas, el campo que se ofrece a su vista. Ellos ven. Los segundos no ven nada, sino que miran, fijando su atención en el punto preciso que les interesa. Cuando ruedan un film, el encuadre de los primeros es aireado, fluido, (Rossellini) y el de los segundos ajustado al milímetro (Hitchcock). En los primeros se encuentra un tipo de desglose tal vez disparatado pero extraordinariamente sensible a la tentación del azar (Welles), y en los segundos, movimientos de cámara no sólo de una inaudita precisión en el trabajo en estudio, sino dueños de su propio valor abstracto de movimiento en el espacio (Lang). Bergman pertenecería más bien al primer grupo, el del cine libre, y Visconti al segundo, el del cine riguroso.
Por mi parte, prefiero Monika a Senso, y la política de autor a la de director. A quien dude de que Bergman, más que ningún otro cineasta europeo, con excepción de Renoir, es el más típico representante de la primera corriente, La cárcel puede darle, si no la prueba concluyente de ello, al menos su símbolo más evidente. Ya se sabe cuál es el tema: un director de cine recibe de su profesor de matemáticas un guión sobre el diablo. Pero no es a él a quien ocurren numerosas desventuras diabólicas, sino a su guionista, a quien ha pedido una continuación.
Como hombre de teatro que es, Bergman acepta montar en escena las obras de los demás. Pero en tanto que hombre de cine, prefiere permanecer solo a bordo. Al contrario de un Bresson o de un Visconti que transfiguran un punto de partida, que sólo excepcionalmente les es propio, Bergman crea ex nihilo aventuras y personajes. Nadie puede negar que El séptimo sello está menos hábilmente dirigido que Las noches blancas, que sus encuadres son menos precisos y sus ángulos menos rigurosos pero, y en esto reside el punto principal de la distinción, para un hombre de un talento tan grande como el de Visconti hacer un film muy bueno es, a fin de cuentas, un asunto de muy buen gusto. Está seguro de no equivocarse, y en cierto modo la tarea le resulta fácil. Es fácil escoger las cortinas más bonitas, los muebles más perfectos, hacer los únicos movimientos de cámara posibles si de antemano se sabe que uno está dotado para ello. En el caso de un artista, conocerse demasiado bien es ceder un poco a la facilidad.
Lo que es difícil, en cambio, es internarse en terrenos desconocidos, reconocer el peligro, arrostrar los riesgos y sentir miedo. ¡Qué sublime instante, en Las noches blancas, cuando cae la nieve en gruesos copos alrededor de la barca de Maria Schell y Marcello Mastroíanní! Pero lo que esto tiene de sublime es nada comparado al viejo director de orquesta que, echado sobre la hierba, en Hacia la felicidad, mira a Stig Olin, quien a su vez mira amorosamente a Maj Britt Nilsson tendida en su chaise-longue, y piensa: «¡Cómo poder describir un espectáculo tan bello!» Admiro Noches blancas, pero Sommarlek es un film que amo.
Me enteré de que había muerto Bergman en Oviedo, una pequeña y encantadora ciudad del norte de España en la que estoy rodando una película. Cuando estaba en pleno rodaje, me dieron el recado telefónico de un amigo mutuo. Bergman me dijo una vez que no quería morir en un día soleado; como no estaba allí, no sé si logró tener ese tiempo gris que tanto gusta a todos los directores; así lo espero.
Lo he dicho en alguna ocasión, hablando con gente que tiene una visión romántica del artista y considera sagrada la creación: al final, el arte no salva a la persona. Por muy sublimes que sean las obras que uno ha creado (y Bergman nos proporcionó un menú de asombrosas obras maestras del cine), no le protegen de la fatídica llamada a la puerta que interrumpía al caballero y sus amigos al final de El séptimo sello. Y así es como, en un veraniego día de julio, Bergman, el gran poeta cinematográfico de la mortalidad, no pudo prolongar su inevitable jaque mate; y con él falleció el mayor cineasta de todos los que yo he conocido.
Alguna vez he dicho, en broma, que el arte es el catolicismo del intelectual, es decir, una voluntad de creer en el más allá. Yo creo que, más que vivir en el corazón y la mente del público, preferiría seguir viviendo en mi apartamento. Y es evidente que las películas de Bergman seguirán vivas, en museos, televisiones y DVD, pero, conociéndole, ésa es poca compensación, y estoy seguro de que le habría encantado cambiar cada uno de sus filmes por un año más de vida. De esa forma habría podido disfrutar, aproximadamente, de 60 años más para seguir haciendo películas; una producción extraordinaria. No tengo la menor duda de que a eso habría dedicado el tiempo extra, a hacer lo que más le gustaba de todo: crear películas.
Bergman disfrutaba con el proceso. Le importaba poco lo que pensaran de sus películas. Le gustaba que le apreciasen, pero, como me dijo una vez, "Si una película que he hecho no gusta, me preocupa... durante unos 30 segundos". No le interesaban los resultados de taquilla; productores y distribuidores le llamaban para contarle cómo había ido en el primer fin de semana, pero las cifras le entraban por un oído y le salían por otro. Decía: "A mitad de semana, sus absurdos pronósticos optimistas se quedaban en nada". Gozaba del aplauso de la crítica, pero nunca lo necesitó, y, aunque quería que a los espectadores les gustaran sus obras, no siempre las hacía comprensibles.
No obstante, las que más costaba comprender merecían la pena. Por ejemplo, cuando uno entiende que las dos mujeres en El silencio no son, en realidad, más que dos aspectos enfrentados de una misma, el filme, que hasta entonces es un enigma, se abre de manera fascinante. También resulta útil refrescar los conocimientos de filosofía danesa antes de ver El séptimo sello o El rostro, pero sus dotes de narrador eran tan asombrosas que podía cautivar, fascinar al público con un material difícil. He oído decir a gente que salía de alguna de sus películas: "No entiendo exactamente lo que he visto, pero me ha tenido en ascuas hasta el último plano".
Bergman tenía raíces teatrales y era un gran director de escena, pero su obra cinematográfica no estaba embebida sólo de teatro; se inspiraba en la pintura, la música, la literatura y la filosofía. Su obra examina las más hondas preocupaciones de la humanidad y produce, muchas veces, profundos poemas en celuloide. La mortalidad, el amor, el arte, el silencio de Dios, la dificultad de las relaciones humanas, la agonía de la duda religiosa, el fracaso de un matrimonio, la incapacidad de comunicarse de las personas.
Y, sin embargo, era un hombre cálido, divertido, bromista, inseguro de su inmenso talento, enamorado de las mujeres. Conocerle no era entrar de pronto en el templo creativo de un genio temible, intimidante, sombrío y melancólico, que entonase con acento sueco complejos análisis sobre el terrible destino del hombre en un universo deprimente. Era más bien así: "Woody, tengo un sueño estúpido en el que aparezco en el plató para rodar una película y no tengo ni idea de dónde poner la cámara; lo que pasa es que sé que se me da bastante bien y llevo muchos años haciéndolo. ¿Alguna vez tienes tú este tipo de sueños angustiosos?". O: "¿Crees que puede ser interesante hacer una película en la que la cámara nunca se mueva ni un centímetro y los actores entren y salgan del encuadre? ¿O la gente se reiría de mí?".
¿Qué contesta uno por teléfono a un genio? A mí no me pareció una buena idea, pero, en sus manos, supongo que habría acabado siendo una cosa especial. Al fin y al cabo, el vocabulario que inventó para investigar las profundidades psicológicas de los actores también debía de parecer absurdo para quienes aprendían a hacer cine de manera ortodoxa. En la escuela de cine (estudié cine en la Universidad de Nueva York en los años cincuenta, pero me echaron enseguida), daban siempre la máxima importancia al movimiento. El cine son imágenes en movimiento, decían, y la cámara tiene que moverse. Y los profesores tenían razón. Pero Bergman colocaba la cámara sobre el rostro de Liv Ullmann o el de Bibi Andersson, la dejaba allí sin moverla, y pasaba el tiempo, y ocurría algo maravilloso y exclusivamente propio de su talento. El espectador se veía atrapado por el personaje y, en vez de aburrirse, salía entusiasmado.
A pesar de sus manías y sus obsesiones filosóficas y religiosas, Bergman era un hilador de historias nato, que no podía evitar ser entretenido incluso cuando, en su cabeza, estaba dramatizando las ideas de Nietzsche o Kierkegaard. Yo tenía largas conversaciones telefónicas con él. Me llamaba desde la isla en la que vivía. Nunca acepté sus invitaciones porque me preocupaba el viaje en avión, no me apetecía volar en avioneta hasta un puntito cerca de Rusia en el que la comida iba a consistir probablemente en yogur. Siempre hablábamos de cine y, por supuesto, yo dejaba que hablase sobre todo él, porque me parecía un privilegio oír sus ideas. Veía cine a diario y nunca se cansaba de ver películas. De todo tipo, mudas y sonoras. Antes de dormirse veía alguna película que no le hiciera pensar para relajarse; a veces, una de James Bond.
Como todos los grandes estilistas del cine, como Fellini, Antonioni y Buñuel, por ejemplo, Bergman tuvo sus detractores. Pero, aparte de algún desliz ocasional, las obras de todos estos artistas han encontrado ecos profundos en millones de personas de todo el mundo. Y la gente que más sabe de cine, los que lo hacen -directores, guionistas, actores, directores de fotografía, montadores- son quizá los que más veneran la obra de Bergman.
Como le he elogiado con tanto entusiasmo durante tantos años, tras su muerte muchos periódicos y revistas me han llamado para pedirme un comentario o una entrevista. Como si yo tuviera algo de valor que añadir a la triste noticia, aparte de volver a ensalzar su genialidad. ¿Qué influencia tuvo en mí?, me preguntan. No puede haberme influido, respondo, él era un genio y yo no lo soy, y el genio no puede aprenderse ni su magia puede transmitirse.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. The New York Times.
Dijo que el teatro era su mujer y el cine, su amante. Con esta metáfora .apropiada en más de un sentido- Ingmar Bergman definió su relación con esas artes. En cualquier caso, siempre estuvo marcada por la exploración de sentimientos que experimentó en la infancia, nunca lo abandonaron, y él llevó al examen riguroso de patrones morales para juzgar el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la existencia o no de Dios en cada ser humano, y a la conclusión de que tal vez el Diablo rige el mundo. Hijo de pastor luterano, no fue ésa la única influencia que modeló sus inquietudes: también el arte religioso y las imágenes rudimentarias que, en ediciones rústicas de iglesia, ilustraban historias y parábolas bíblicas. Lo fascinaban y encendieron su interés sostenido por la representación visual de ideas.
Al filo de los 70 de edad, el escritor Ingmar Bergman publica en 1987 La linterna mágica -.una autobiografía- seis años después de anunciar que Fanny y Alexander sería su último film. Ya había incursionado en la ficción escrita con Cuatro historias, todas basadas en otras tantas películas cuyos diálogos utilizó. Pese a su fama internacional de cineasta completo, autor y director de sus guiones, la crítica sueca insistía en cuestionar su escritura. La linterna cambió esos vientos. En este su primer libro de creación literaria propiamente dicha, descubre una niñez infeliz en un hogar de padres mal avenidos. Erik Bergman, un clérigo joven y ambicioso de origen humilde, casa en 1912 con Karin Akerblom, hija de un hogar acomodado. El padre cambia su misión en una parroquia de provincia por un cargo prestigioso en Estocolmo; la madre vive atrapada en un matrimonio sin amor. Ingmar, el menor de dos hijos varones, crece como un náufrago sin quietud acosado por una culpa sin nombre. Su hermano, luego fundador del partido nazi de Suecia, intenta el suicidio varias veces. Su hermana es obligada a abortar por ser soltera. "No sabíamos que mamá .dice el autobiógrafo- había tenido una aventura amorosa apasionada, ni que papá sufría depresiones graves... Mamá quiso irse y papá amenazó con matarse. Se reconciliaron y decidieron seguir juntos 'por el bien de los hijos', como se dijo entonces. Los hijos notamos poco y nada." Pero el infierno matrimonial era otro habitante de la casa.
El dramaturgo inglés John Osborne -.que por entonces preparaba la autobiografía en que destruye implacablemente a sus padres- saludó con entusiasmo la aparición de La linterna mágica. Y no sólo eso: alentó a Ingmar Bergman a que escribiera ficciones que retrataran a sus progenitores sin velos ni piedad. El sueco le hizo caso: construyó una trilogía novelada cuya fuente principal fueron los diarios secretos de la madre, que descubrió luego de su muerte en 1966, y los álbumes de fotografías que registraban el paso de más de un siglo por la familia. El primer volumen, el más extenso, titulado Las mejores intenciones, escruta el difícil noviazgo de sus padres y los primeros años del matrimonio, no menos difíciles, y concluye poco antes del nacimiento del autor en 1918. En Hijo de domingo, el segundo, el más cercano a una narración convencional, la acción transcurre en una casa veraniega, se sitúa en 1926 y es vista con los ojos del niño de 8 años que Ingmar Bergman era entonces. Confesiones privadas, el tercero, publicado en 1996, es el más sombrío: relata la aventura adúltera de Anna-Karin con Tomas, músico y estudiante de teología varios años menor que ella, en cinco "conversaciones" que se extienden de 1925 a 1934 y un epílogo-prólogo fechado en 1904.
Se ha motejado a Ingmar Bergman de misógino, a su compatriota dramaturgo Strindberg también, y pareciera que en los dos casos se trata de una acusación infundada. Bergman mira con ojos compasivos a las mujeres de sus films. Y Confesiones privadas cuenta la triste historia de una mujer aislada, sola del marido al que termina odiando, sola de los padres que sehabían opuesto al matrimonio y ahora le recuerdan sus "indeclinables responsabilidades familiares", sola de un amante que la abandona abruptamente agobiado por la culpa. Esa mujer era la madre de Bergman. En la cuarta conversación de la novela se narra vívidamente el episodio doloroso del viaje secreto de Anna y Tomas a Noruega, única ocasión en que pasan una noche juntos. La versión del hijo tiene más piedad que misoginia, y no se sabe qué es peor. En los años '70, Bergman filmó para sí en 8 milímetros los rostros de su madre en fotos que van desde la niña de la década de 1890 hasta la anciana de la foto final del pasaporte tomada el año de su fallecimiento. Las interrogaciones obsesivas no siempre encuentran respuesta.
Bergman nunca se caracterizó por su sentido del humor, pero en Confesiones privadas despliega una frialdad de visión que, como la del último Beckett, encierra un humor arisco que radica justamente en la negativa a reírse de la adversidad. Trampas del sentimiento suelen ser
El protagonista de “Escenas de la vida conyugal” y “El sacrificio” explica las semejanzas y diferencias entre dos grandes directores del cine, para quienes se convirtió en un intérprete imprescindible.
Erland Josephson (Estocolmo, Suecia, 1923) e Ingmar Bergman son amigos desde la adolescencia. “Yo tenía 16 años cuando él, con 21, llegó a nuestra compañía de la escuela”, cuenta el actor. “Estaba lleno de fantasía y temperamento. Las mujeres estaban locas por él. Me quedé fascinado.” Juntos han escrito obras de teatro y las han dirigido, han compartido poder (Josephson sustituyó a Bergman al frente del Dramaten, una de las instituciones teatrales más importantes de Europa) y han sido director y actor en innumerables películas, entre ellas Fanny y Alexander, En presencia de un clown, Gritos y susurros y Escenas de la vida conyugal. “También nos hemos dejado de ver muchas veces, pero los conflictos son buenos para la amistad”, dice el notable intérprete.“Después de tantos años, Ingmar conoce todos mis límites como actor y yo conozco todos sus anhelos como director. Para mí, sus complejidades no son tan complejas. El tiene mucho sentido del humor.” La afirmación provoca un abierto asombro y él añade socarrón: “Le aseguro que se ríe mucho de sí mismo, y juntos nos reímos mucho también. Hace años escribimos una comedia y no paramos de reírnos, luego la llevamos a escena y también nos reímos muchísimo. Al público no le hizo ninguna gracia, fue un fracaso absoluto. Pero nosotros nos divertimos.”
Josephson está sentado en la biblioteca de la Embajada de Suecia. Un maravilloso espacio abierto a un viejo patio del barrio madrileño de Chamberí. Fuerte y alto, con el pelo blanco y una voz profunda y grave, impartirá en los cursos de verano de El Escorial (Madrid) una conferencia sobre otro de los grandes de la historia del cine con los que ha trabajado: el ruso Andrei Tarkovski, al que, además, la Filmoteca Española dedica un ciclo este mes de julio.
“Tarkovski no era un hombre misterioso, pero sí era un hombre en contacto con un misterio”, afirma Josephson. “Si el cine de Bergman es un reto a los sueños del hombre, al inconsciente, Tarkovski retaba a la eternidad. Tenía una personalidad muy rica y complicada, pero era abierto y amable y jamás manipulaba a los actores. Lo más que me llegaba a decir si no le gustaba un plano era una tímida queja. Sólo decía: ‘Qué extraña es la vida, Erland’, y yo sabía que algo fallaba. Era muy inspirador trabajar con él.”Para Tarkovski, Josephson interpretó Nostalgia en 1983 y El sacrificio, testamento cinematográfico del ruso, en 1986. “Eramos personas muy distintas, pero nos entendimos muy bien. El era muy religioso y yo no lo soy, y él nació en un país socialista, y yo no. El creía muy firmemente en los secretos del hombre y creía que el cine no debía mostrar esos secretos. La mayoría de los directores con los que he trabajado quieren decir todo lo posible de los personajes, darles mucha información a los espectadores, pero Andrei creía que los espectadores tenían que adivinar la mayoría de las cosas. Andrei hablaba del alma y por eso sus películas son tan hipnóticas, pueden ser largas y aburridas, pero están llenas de un misterio indescriptible. Tarkovski me buscó para trabajar con él cuando yo rodaba otra película en Roma. Creo que lo hizo porque tengo un sentido especial para expresar todo tipo de experiencias religiosas. En Italia me dijeron una vez que los actores suecos parecemos más profundos que los demás. Pero eso, pienso, sólo es porque somos lentos en los gestos y eso nos hace parecer más espirituales.”
Conversación de Juan Cruz con el director sueco en 1989, que será publicada en su próximo libro 'Toda la vida preguntando'
(Artículo tomado de El País, 30/07/2007)
Esta con Ingmar Bergman es una de las entrevistas más hermosas y más desgraciadas de mi vida como periodista. La conseguí con dificultad, la hice con desesperanza, terminó como una fiesta, y fue publicada con reticencia. Ahora aparece entera, pero mi redactor jefe de entonces no tuvo en cuenta la importancia implícita que tenía la conversación y la dejó a la mitad, o menos. Yo mismo he hecho barbaridades similares; Jesús Ceberio, mi director durante años en el periódico El País, suele recordar cómo le recorté una entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez cuando éste obtuvo el premio Nobel de Literatura; en las redacciones se hacen estas cosas, y sólo el tiempo recupera la memoria del desafuero como una bofetada en el rostro del periodista que sufrió el recorte a un trabajo que le costó sudor o insistencia. Lo que me hizo aquel redactor jefe con aquella entrevista a Ingmar Bergman no es más grave que lo que le hice a Ceberio con el texto de la conversación que sostuvo en México con el autor de Cien años de soledad. Ahora le dedico este libro a Ceberio, y ni así le apagaré la ofensa.
Aquella entrevista a Bergman fue hecha a principios de diciembre de 1989, en Estocolmo, en un momento bastante difícil de mi vida personal; estaba en Suecia con mi hija Eva, para asistir a las ceremonias en las que se iba a coronar como premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela, y yo iba allí como enviado especial del diario El País. Un amigo, el periodista de origen húngaro Gabi Gleishman, un tipo simpático y extremadamente eficaz, muy amigo de Knut Ahnlund, el académico que había trabajado para que Cela ganara ese galardón, se había empeñado en que yo tuviera una entrevista con Bergman. El dramaturgo y cineasta más importante de Suecia ?y durante años también del mundo, por la profundidad de su obra y también por su revolucionaria manera de contar en imágenes la soledad y el desamor?no daba entrevistas, eso era notorio, y conseguir una era algo así como un éxito periodístico que sería valorado en cualquier redacción? Gabi quería que yo fuera feliz, también como periodista, y procuró ese encuentro con el ahínco que ponía en todas las cosas que hacía. Así que finalmente la logró, me avisó antes de volar a Estocolmo, y yo fui preparado para la eventualidad de que se confirmara. Finalmente iba a ser el 9 de diciembre, por la mañana, en el Dramaten. Me levanté temprano; la ciudad estaba nevada y gris, mi hija dormía en mi habitación, y yo la miré envidiando el sopor tranquilo que animaba su sueño, y deseando, al tiempo, que se produjera una llamada de última hora señalando que el señor Bergman no podría recibirme? Estaba entonces en medio de una enorme depresión, acelerada, además, por la tensión que había en aquella misión que protagonizaba el premio de Cela y cuya crónica también figura en este libro.
Pero había que ir, y me fui en taxi al Dramaten, junto con Luis Magán, el fotógrafo que me acompañaba en ese viaje y que fue quien luego nos retrató juntos a Gabi y a mí, felices y sonrientes, con Ingmar Bergman.
Cuando llegamos ya nos esperaba Bergman, vestido de verde, apoyado en el quicio de la puerta; entonces me dio la impresión de que tenía la apariencia de un leñador austriaco; sonreía con una felicidad muy diáfana, y nos invitó a sentarnos en torno a una mesa de caoba en cuyo centro había tan solo un frutero del que sobresalían una manilla de plátanos y unas manzanas.
Tardamos muy poco en ponernos ante el magnetófono. En un momento determinado de la conversación él acercó su vista a mis ojos, y descubrió en ellos una especie de arco -arco senil, parece que se llama técnicamente-, y expresó su asombro por esas características que le parecían insólitas, o nunca vistas por él. Eso le llevó a bromear con la posibilidad de que mis ojos me sirvieran no sólo para acrecentar mi atractivo sino para convertirme en una estrella de cine.
Así que ya habíamos llegado, en el curso de la conversación, a una cierta intimidad afable que él acrecentó con risas y fiestas que se prolongaron hasta el final, cuando le pidió a Magán su cámara y se puso a hacernos fotografías.
Fue un encuentro muy hermoso, muy emocionante; él estaba entonces en un momento difícil de su carrera; ya lo había hecho casi todo, decía, y estaba buscando cómo quedarse en silencio.
Por la noche, después de horas de trabajo en torno a las festividades de Cela, Gabi nos invitó a su casa, con Luis Magán, y allá fuimos. Al recibirnos, nuestro anfitrión me dijo, alborozado:
-Fíjate, ha llamado Bergman y ha dicho que le encantó encontrarte. Pero me dijo que antes de que se hiciera la hora de la entrevista había estado a punto de llamar para cancelar la entrevista. Estaba muy deprimido.
Desde el mismo clima había ido yo. La coincidencia del ánimo siempre se ha quedado grabada en mi memoria como uno de los factores que hace el encuentro con Bergman uno de los más felices de mi vida como periodista.
Lástima que el redactor jefe no se sintiera seducido por completo y dejara la entrevista en casi nada. Claro que eso mismo le hice yo a Ceberio.
Ahora al menos podemos leer entera aquella conversación con Bergman.
Juan Cruz: ¿Es usted muy reacio a que le entrevisten?
Ingmar Bergman: Sí, es una cuestión de principios. Cuando trabajé haciendo películas tenía que hacer muchas entrevistas y me presionaban para que participara más, ¿pero ahora? Ahora quiero proteger mi privacidad y eso significa que se acabaron las entrevistas. Es muy difícil ver a alguien durante una hora. Te puedes encontrar con alguien que no te gusta y tienes que sentarte con ese alguien durante una hora. Lo que sale de allí son simples opiniones y malos entendidos. Si son míos, no hay problema pero si vienen de otra persona sí.
JC: Lo que acaba de decir no solo es una declaración a los periodistas sino una llamada al silencio. Como espectador español, siempre tuve la sensación de que algún día usted iba a decir: "Ya no voy a hablar más".
IB: Sí. Esto (la entrevista) es puro accidente. Ahora estoy alejado del mundo de las películas y soy un campesino. Solo quiero sentarme en mi mesa a escribir y leer.
JC: Esta mañana estaba releyendo el comienzo de su biografía y mi hija, que está conmigo, estaba durmiendo. Todo estaba en silencio. Leía en un silencio absoluto y pensaba que al escribir sus memorias debió encontrarse con el silencio. Me conmovió mucho su biografía por razones personales. Usted es tan apasionado que más que hablar de sí mismo, parece que habla de los demás.
IB: Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez. Y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago o hacía es porque soy un niño y les hablo como un niño.
JC: ¿Se siente usted conmovido al verse a sí mismo en esa postura? ¿Comparte usted sus emociones?
IB: Su pregunta es muy ingeniosa e inteligente pero he de decirle que me gusta cuando la gente ve y lee algo que he hecho, siempre que se me escuche con el corazón y con las emociones. En teoría, no tiene mucho que ver con el intelecto. Todo lo que he hecho en mi vida ha sido emocional y lo emocional se lo he entregado a mis películas. Pueden crear emociones para la gente que las ve y recibe. Pero no son mis emociones. A veces, incluso pueden llegar a ser negativas. Lo que detesto es la indiferencia. Cuando conozco a alguien que es indiferente me hace sentirme muy infeliz.
JC: Usted es un hombre de palabras y de silencio. ¿Cómo lleva usted eso de usar a otras personas y emplear una técnica, como es la de hacer películas, para poder expresar lo que quiere?
IB: No soy un hombre de palabras. Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He trabajado durante 50 años y nunca me he fiado de las palabras. Durante mi niñez comprendí que mis padres decían ciertas cosas cuando querían decir lo contrario. Yo se lo notaba en las caras, en los gestos, en las voces. No comprendía lo que decían pero lo sentía. Toda mi vida he pensado que los grandes escritores usan las palabras como un abrigo para sus emociones y a veces las palabras pueden ser muy enigmáticas. Estoy pensando en Ibsen o en Shakespeare. He luchado para comprenderles toda mi vida y cada vez que los leo el significado de sus textos cambia. Ser músico es mucho más simple. Las notas son un instrumento que refleja perfectamente las emociones humanas. Pero cuando tenemos que interpretar palabras, es muy, muy difícil. Ese es el primer obstáculo: las palabras. Luego tienes a los actores y a los técnicos. Tienes que ser muy cuidadoso a la hora de elegir a los actores y a tu equipo porque lo importante es saber entenderse sin palabras. Por eso siempre he trabajado con las mismas personas. Creo que he hecho más de 50 películas y sólo he tenido a tres operadores de cámara.
Cuando estábamos trabajando en Munich, el equipo alemán se sorprendió. Se preguntaban qué hacían todos estos escandinavos trabajando sin hablarse. No teníamos que hablar. Con los actores es diferente. Me llevó mucho tiempo encontrar a actores que fuesen capaces de hablar conmigo sin palabras. Necesitaba a gente que me entendiera emocionalmente.
Es como un niño o un perro que no entienden las palabras pero saben cÓmo suenan. No pueden decir nada pero lo entienden perfectamente. Es muy interesante. Poco a poco, encontré a la gente con la que quería trabajar.
JC: Esto me recuerda a una anécdota de Samuel Beckett. Él y su amigo, Patrick Whalberg, jugaban al billar todos los días en París. Jugaban durante cinco horas sin decirse nada. Y cuando acababan de jugar, cada uno se iba a su casa sin decir nada.
IB: (IB se ríe) Es como la relación que tengo con Sven Nykvist. Hemos trabajado juntos durante más de 30 años y tan solo hemos salido a cenar juntos unas 3 o 4 veces en todo ese tiempo. Le quiero como a un hermano, como a un amigo, pero de nuestras vidas privadas no tenemos nada que compartir. No nos interesa. Por eso entiendo tan bien esa anécdota.
JC: Lewis Carroll dijo que quería ver la luz de la vela cuando ésta se apagaba, y cuando se apagaba ni siquiera había vela. ¿Puede existir un mundo sin palabras?
IB: Eso sería imposible. Creo que estamos cerca y me da miedo. La Edad Media era una época de imágenes y pocas palabras y creo que estamos cerca de una gran catástrofe si seguimos viviendo en un mundo sin palabras. Ingrid y yo tenemos hijos. Ella tiene 4 y yo 8 así que juntos tenemos 12 hijos. Son mayores y ellos ahora tienen hijos y nos damos cuenta que el lenguaje de nuestros nietos no es tan puro como el de mi generación. Creo que es algo espantoso y hemos de volver al mundo de las palabras porque el mundo ha de vivir hacia fuera no hacia dentro. Aunque a veces nos alejemos de ellas, de las palabras.
JC: Pero usted es un buen escritor.
IB: Yo no me siento escritor. Para nada. Me siento un hombre de teatro, de películas. A pesar de haber escrito toda mi vida porque escribí todos mis guiones e incluso he escrito guiones para otros, el hacer películas y hacer teatro me resulta más preciso que escribir porque tiene que ver con mis emociones y yo al público no podría dárselas directamente.
Incluso cuando hablo mi propio idioma, siento que no puedo expresarme. Siempre es una tortura cuando escribo porque nunca encuentro las palabras adecuadas.
Me gustaría haber sido músico. Violinista o pianista. Porque ellos ven una nota y la pueden recrear. También hubiese querido ser director de orquesta. Miran la partitura y la pueden aprender de memoria y la pueden llevar consigo a todas partes. Puedes alcanzar cierta precisión.
JC: En España hemos visto sus películas y hemos leído sus obras y en general nos parece que son españolas. Usted, que tiene la fuerza de Unamuno, ¿cómo se siente? ¿Universal? ¿Sueco? ¿Español? ¿Cómo es posible que yo pueda ver una de sus películas y piense?: ¡Esto es tan español!
IB: Pues no lo sé. Pero me recuerda a cuando estábamos haciendo Escenas de la vida conyugal. No tenía otra cosa que hacer así que empecé a escribir diálogos sobre la convivencia, sobre el matrimonio? Y comenzamos a improvisar. No teníamos equipo ni nada. Lo hicimos en mi casa, que está en una isla. Construimos un establo y filmamos 6 horas de una serie de televisión. No se por qué, pero una vez montado hicimos un pase privado y mi mujer, al verlo, se giró hacia mí con un gesto de dolor y me dijo: "No podemos enseñar esto. Es privado. Tenemos que bajar el tono y dejarlo estar. No sólo por mí sino por tus amigos y sus esposas". Entonces me entró miedo porque sabía que tenía razón.
Nos dieron mucho dinero y lo redujimos a tres horas. A todos les pareció que era suyo. No era una serie de televisión sueca, ni noruega, ni española ni americana? Sino todo a la vez. Fue una gran alegría. Porque, en cierto modo, todos somos iguales. Creo que tiene que ver con el hecho de que somos muy provincianos, no internacionales. Y justamente porque somos provincianos, de pronto nos volvimos internacionales. Lo peor es intentar ser internacional.
JC: ¿Disfrutó haciendo películas?
IB: A veces era una obligación pero siempre ha sido una obsesión. En cierto modo, hacer películas es muy erótico. No sé muy bien por qué. No porque te acuestes con las actrices, tiene que ver con otra cosa. Creo que es porque hay un entendimiento emocional al completo. Estamos rodeados de personas que están vinculadas a nosotros. El operador de cámara, el director, los actores. El operador de cámara por ejemplo, tenía una forma de agarrarse a la cámara que parecía que estaba abrazando a una mujer. No soy yo, en esos momentos, no era yo. Yo era ellos y estaban dentro de mí. Hacer películas es como un tener un romance.
JC: ¿Donde se encuentra más cómodo o más consigo mismo?
IB: Es difícil pero diría que haciendo películas. Los métodos son mucho mas neuróticos que en el teatro porque cuando haces una película tienes a 50 técnicos y 4 o 5 actores. En el teatro tienes 50 artistas y la mitad de los técnicos que en una película. Cuando haces una película trabajas ocho horas al día para conseguir tres minutos buenos de material. En el cine no puedes arriesgarte a mostrar ni un minuto malo. En el teatro es más bien un proceso. Si no sale bien, intentamos mejorarlo y cada día sale mejor. Pero el cine es distinto. Y tengo que tener cuidado que los demás no se den cuenta de lo neurótico que es. De lo estresante que es.
JC: Esta búsqueda de la perfección es como buscar una aguja en un pajar.
IB: Es cierto, pero la perfección ha de llegar cuando jugamos nuestros juegos. Es muy importante porque si pensamos que no necesitamos esta perfección, no nos tomaríamos nuestros juegos en serio y entonces todo sería en vano.
JC: La gente se pregunta: ¿quién es ese hombre de silencios, de palabras y de imágenes, que un día dijo: "Quiero decirle adiós a todo esto"?
IB: Decirle adiós al cine fue muy simple porque ya no sentía las manos. A un coche antiguo, a un Hertz o un Jaguar, le puedes meter dos motores nuevos y basta. Pero si está muy mal a la par que antiguo, eso es otra cosa. Y así me sentí yo al dejar el cine. En la última película que rodé, empecé a temblar. Esa película se llamó Fanny y Alexander y el rodaje duró siete meses. Era una serie de televisión y trabajamos todos los días durante siete meses, sin parar. Al final del día tenía que tener mis tres minutos y había tantos actores y actrices. Me dije a mi mismo: si quieres vivir más tiempo, tienes que prepararte para la vejez. En cierto modo, fue una despedida maravillosa. Trabajamos juntos, nos reímos juntos, lloramos juntos... Cuando estaba en la Universidad estudié Historia de la Literatura y yo debía tener 19 o 20 años. Había una chica guapísima en clase. La chica más guapa que te puedes imaginar. Todos estábamos enamorados de ella. Yo sobre todo, y yo no era precisamente un chico guapo ni mucho menos. Tenía talento pero aun así nos rechazó a todos y no comprendimos por qué. Después de unos años, me la encontré y le dije: Todos estábamos enamorados de ti. ¿Por qué no te acostaste con nosotros? Ella me dijo: Verás, dos años antes de la universidad, estaba en Persia y conocí a un jeque árabe y fue el amante más maravilloso que había conocido hasta entonces. ¿Qué debía hacer? No quería arruinar las memorias de ese hombre. Es exactamente lo que me pasó con Fanny y Alexander. Me lo pasé de miedo con un jeque árabe así que, ¿por qué continuar? (se ríe).
JC: ¿Tomó esa decisión antes de comenzar a rodar?
IB: Sí, empezó antes, algunos años antes. Eso en cuanto al cine. El teatro es distinto. Acabo de hacer La Casa de Muñecas y en 1991 produciré una ópera, de un joven compositor con mucho talento llamado Daniel Borsch. Este año quería producir otra obra pero dada mi recuperación no pude.
JC: ¿Tuvo alguna vez alguna experiencia con la ópera?
IB: Sí, algo pero no mucho.
JC: Teniendo una personalidad tan fuerte, ¿como puede leer las palabras de otros? Por ejemplo, ¿es usted Ibsen cuando lee a Ibsen?
IB: Soy como un director de orquesta. Miro las palabras como si fueran notas e intento comprender su significado. Ahora vuelvo a obras que leí hace tiempo y tienen otro significado. Cada vez que he hecho El misántropo, de Molière, he sacado significados diferentes. Hay una obra de Ibsen, que es muy enigmática y poco a poco comprendí que era una de los historias de amor más apasionadas de la historia del drama pero lo raro es que eso nunca aparece, a lo largo de dos horas, jamás lo menciona. Ibsen me llegó tarde porque yo siempre estaba entretenido con Stringberg. Quiero que mis experiencias, mi comprensión y entendimiento y talento para traducir palabras se conviertan en emociones para ofrecérselas a actores y juntos dárselo al público. Es un mundo muy, muy apasionante. Es muy parecido al trabajo de un director de orquesta.
JC: Le voy a hacer una pregunta muy periodística ¿Es usted espectador?
IB: Soy un espectador empedernido. Me apasiona ir al cine. Pero voy a mi propio cine. En la isla en la que vivo somos unos 400 habitantes. He construido siete casas allí y yo vivo en una de ellas aunque tengo un apartamento en Estocolmo. Pero siento que la isla es más mi casa. He vivido allí casi 20 años.
Decirle adiós al teatro, después de la opera, será distinto. En el teatro tienes que ser muy fiel a pesar de que el teatro no está obligado a mantener ninguna fidelidad contigo. Pero lo voy a hacer. Hay tantos libros que aún no he leído. Y tantas películas que quiero ver y volver a ver.
Rehabilité un viejo establo que tenía 150 años y lo convertí en una sala de cine maravillosa. Tiene 25 butacas. Todos los días voy a este cine y tengo la suerte de tener allí a un colaborador que se encarga de proyectar las películas. En la isla hay una filmoteca increíble con más de 1.500 películas y tengo permiso para llevarme las que quiera. Así que hago una lista de unos 50 películas que quiero ver y ellos lo tienen todo. Es maravilloso. Voy todos los días a las 3 de la tarde. Me encanta porque así puedo controlarlo todo. Además es una sala de cine increíble y técnicamente perfecta.
JC: ¿Qué ha visto últimamente?
IB: Este verano he visto películas suecas y francesas de principio de siglo.
JC: ¿Le gustan las películas que se están haciendo en Europa?
IB: Me gustan mucho, sí. Pero también me gustan los westerns. Y las películas malas. Todo me resulta interesante. Hasta las películas malas de los años 30. Aprendes mucho sobre cómo se pensaba en esa época, la decoración y la forma de vestir?
JC: ¿Ha visto usted películas españolas?
IB: Sí, por supuesto. Hay una en particular que me gustó mucho. Se llamaba La Muerte de un Ciclista, de Bardem. Creo que fue su mejor película. A Saura también le conozco.
JC: Hay un director de cine español que me recuerda mucho a usted, a sus obsesiones. Se llama Víctor Erice.
IB: No nos llegan muchas películas españolas y a ese director le desconozco pero me gusta mucho Saura.
JC: Creo que le imita, la forma que tiene él de vestir, la manera en la que hablar ¿Cree usted que ha creado una nueva manera de ser en el cine?
IB: Siempre me sorprende cuando me dicen esas cosas. Hábleme de más directores españoles.
JC: Berlanga.
IB: Saura es el que está casado con la hija de Chaplin, ¿no?
JC: Sí, estaba casado.
IB: No sé mucho del cine español, pero comparado con el italiano, no se hacen tantas películas allá. ¿También tendrá que ver con la cuestión política?
JC: Sí, y el cine español es bastante provinciano. Desde 1982 se están empezando a hacer otro tipo de película, como las de Almodóvar. ¿Ha visto usted Mujeres al borde de un ataque de nervios?
IB: Oh, me encantó. La vi este verano. Qué película más maravillosa. También conocí a Rossy de Palma, que tiene una cara fantástica. Espero que continúe con su carrera. La película me pareció tan estridente y tan acogedora al mismo tiempo. Una película de las emociones humanas y la desesperación.
JC: Acabo de ver una película llamada Bagdad Café, ¿la ha visto?
IB: Sí, es una película muy buena pero, ¿sabe qué? Creo que ahora le toca el turno a las películas rusas. Veremos muchas películas rusas. Por lo aislados que han estado tienen su propia manera de contar historias. Yo he visto mucho cine ruso y son películas muy fuertes, muy creativas. También se están haciendo buenas películas en Polonia, Hungría, películas de Europa del Este. Me gusta mucho el esfuerzo europeo por hacer películas. Creo que es muy importante que el cine europeo se defienda del americano, aunque esto tiene mucho que ver con las distribuidoras, y hay tantas decisiones políticas por medio, pero tienen que darle una oportunidad al cine que se hace en Europa. Es horrible depender solo de películas americanas. En la televisión sueca ponen trailers de películas americanas todos los días. Las distribuidoras tienen mucho poder, pero ni siquiera intentan promocionar las películas que se hacen aquí. Estoy muy involucrado en este movimiento. Creo que puedo ayudar. De momento soy parte del jurado y ayudo en la selección de películas. También soy miembro del consejo. Tienen mucha suerte en España porque tienen a un ministro de Cultura muy bueno [que entonces era Jorge Semprún].
Me acuerdo de Lluis Pasqual. Hizo una obra teatral fantástica, El Público, el drama de Lorca. E intentamos traerle hasta aquí para que hiciera un remake de aquella producción pero desafortunadamente no podía. Los buenos directores, sobre todo los genios, tendrían que estar administrando sus sueños y ambiciones en lugar de estar sentados con políticos porque luego no les queda mucho tiempo para hacer películas y eso es peligroso.
JC: Él también dirigió Comedia sin título. Es una persona maravillosa. Tiene mi edad y mi estatura. Pero siempre está sudando y pensando.
IB: Oh, pobrecito.
JC: Usted dijo que está siendo influenciado todo el tiempo. ¿Como le influye vivir con alguien? ¿Le influyen más las dificultades o las alegrías de estar con alguien? ¿La comunicación o el silencio?
IB: Es tan difícil de explicar esto en ingles. Creo que lo más importante de vivir con alguien es...
Pasa como lo que ocurrió con Casa de muñecas. Vino un crítico danés muy famoso con su hermano, que había sido escritor, y le preguntó qué debía escribir sobre la obra. Y su hermano le dijo: el comentario más sincero que se ha dicho de Casa de muñecas es que se trata de una pasión sin amistad. Y creo que en la convivencia debería ser así.
JC: Eso es muy sabio.
IB: Lo más importante es que la gente sea vista pero que no se vean los roles que interpretan. Durante toda la vida existe una sociedad que espera que interpretes cierto rol. Si te quitas la máscara estás desnudo. Un viejo sacerdote me dijo una vez que el amor debe hacerte sentir maduro y niño pequeño, pero no podías ser las dos cosas a la vez. Un día te toca ser el niño y al siguiente te toca hacer de adulto maduro y esto es así. Tienes que ser la persona que eres.
JC: Su trabajo no solo ha sido una búsqueda de la perfección sino de la felicidad. Para usted, ¿qué quiere decir esta palabra?
IB: Nada. No significa nada. Lo que he intentado hacer durante mi vida es crear cosas y darles vida. La vida creativa esta llena de destrucción y está constantemente amenazada. Hay tantas tentaciones, tantas veces que dejas algo que has querido hacer, hay tantos compromisos... No sé lo que es la felicidad. ¿Sabe usted lo que es la felicidad?
JC: Es un instante.
IB: La felicidad está bien para alejarse de uno mismo de vez en cuando. Cuando te olvidas totalmente de ti mismo y estás de pronto metido en algo que es mucho más grande que tú, ya sea estar enamorado o aferrarte a una religión...
JC: Pero incluso la perfección no nos hace felices.
IB: No puedes dejar que la perfección sepa el alcance de su peligro. Si no, la perfección es algo que intentas pero en el momento en el que lo alcanzas y lo tienes, se muere. En la imperfección existe la perfección.
JC: ¿A que hora del día es Ingmar Bergman un niño?
IB: Creo que es bueno estar en contacto con el niño que llevas dentro todos los días, en pequeñas proporciones. Poder enfadarte y caminar por la orilla del mar y gritar. Eso es bueno. Y si ves una gaviota mirarte mientras gritas, es maravilloso. De pronto conoces tus proporciones. Ahora tengo 71 años y he hecho muchas cosas pero no he podido hacer todas las que me gustan así que he decidido ponerme a ello. Empezaré leyendo. Quiero leer libros.
JC: Ha sido un placer. Creo que usted es un poeta y me siento muy orgulloso de haber estado con usted.
IB: Muchas gracias. Al principio estaba algo nervioso pero me lo he pasado bien.
Pernilla Alwin y Bertil Guve en "Fanny y Alexander"
BF: Ud. ha hecho notar con frecuencia que los cuentos de Chejov son unos argumentos cinematográficos casi perfectos. ¿Puede precisarlo un poco más?
IB: Sí. Leyendo un cuento de Chejov no hay manera de evitar el percibir lo increíblemente sugestivo que es desde el punto de vista visual. Hay una atmósfera formulada siempre con toda claridad y precisión y la caracterización de los personajes se nos ofrece en rasgos perfectamente limpios y definidos. Y en cuanto al diálogo, pues hay mucho diálogo en sus cuentos, no hay sino que mantener los lados derecho e izquierdo como en un guión. Chejov es, en otras palabras, fácil de traducir al lenguaje cinematográfico, lo que no es muy frecuente. La razón está en el hecho de que Chejov es un dramaturgo, piensa siempre de una manera escénica, incluso dentro de su producción novelística.
BF: Cuando dirigió La gaviota en el Teatro dramático, durante el mes de febrero, me enteré de que Ud. hizo que toda la compañía fuese a ver la película La dama del perrito (1959, Josif Heifitz). ¿Qué perseguía con ello?
IB: Durante los ensayos se habló bastante de la sensualidad de Chejov. No me refiero, por supuesto, a sensibilidad erótica de ninguna especie, sino a la sensualidad que abarca y afecta todos los sentidos. En La dama del perrito, precisamente, uno experimenta el olor, y la luz, y el calor, y el frío y la sugestión de los roces entre los personajes y hasta el peculiar aroma de una habitación... En realidad, no hay nada que falte en esta película. Uno vive con todos los sentidos. Chejov ha inspirado tanto al director que éste, a su vez, ha llegado a recrear toda la atmósfera del original. Podemos convenir, por ejemplo, en que pocas películas habrá que sugieran la idea del color con tanta intensidad como ésta, a pesar de estar realizada en blanco y negro. Uno siente en color. Acuérdese del principio: los días cálidos llenos de sol y de viento, la pereza, el aburrimiento, la sorda y latente presión del otoño colgando todavía en el aire...
BF: Pero Heifitz se ha permitido muchas libertadas con respecto al original, porque en él no hay muchos de los personajes y de los detalles que aparecen en la película.
IB: De acuerdo, sí. Pero estos personajes y esos detalles se encuentran en otras obras de Chejov. No hay nada en la película que no sea de Chejov, no hay nada que se creen libremente. En realidad, la película es tan enormemente fiel a Chejov, que yo en contadas ocasiones he visto una película-apenas después de Diario de un cura de campaña, de Bresson-que fuese tan fiel al original. Y mientras la película de Bresson lo era de una forma aburrida, mal digerida, La dama del perrito lo es de una forma brillante y fiel al mismo tiempo. A pesar de que usa todo el tiempo medios convencionales de expresión con la cámara, se siente siempre nueva. Y ha logrado algo que, a mi juicio, constituye el punto máximo del arte cinematográfico, esto es, que el espectador no reflexione ni un instante sobre el hecho de que está sentado en un cine viendo una película; uno no tiene más remedio que dejarse arrastrar en una sucesión de hechos dirigidos directamente al sentimiento.
BF: Entonces, enfrentando la "nouvelle vague" con películas como La dama del perrito...
IB: No quiero enfrentar nada, pero no puedo dejar de sentir el vacío de las películas francesas. Lo esencial para mí es y seguirá siendo el tema. La temática es esencial en todo arte, y a la temática tiene que sujetarse la forma. No puede ser al contrario. No es la forma la que ha de dominar el tema, sino el tema el que ha de imponer la forma. Por eso es por lo que La dama del perrito se recibe como una bendición, como un vaso de agua fresca, después de haber estado obligados a beber mal Pernod durante mucho tiempo. Lo que yo creo es, sencillamente, que las películas francesas actúan con el envenenamiento del sensacionalismo. Y, a pesar de ello, cualquier profesional ve lo simple que son sus artimañas.
BF: En otra palabras, lo que a Ud. le atrae de películas como Don quijote (1957, Don Kishot), Pasaron las grullas (1958, Mihail Kalatozov) y La dama del perrito es la concentración en lo esencialmente humano, el tema del individuo en relación con sus semejantes.
IB: Eso es. Cualquier película que "quiera algo" me parece mucho más significativa que esas películas que no dicen nada, que no quieren nada. ¿En qué queda su astucia formal, su futilidad temática, frente a La dama del perrito que, a pesar de utilizar medios convencionales, se siente tan brillantemente inconvencional y bienhechora? No tiene más que pensar en ese coraje de atreverse a ser lento, casi inmóvil, para poder dar después a la película esa enorme intensidad en cuanto se acelera. Y otra cosa que me maravilla es la total ausencia de sentimentalismo, tan frecuente en las representaciones de Chejov que se hacen en el extranjero. Sentimiento hay y en gran medida, pero lo que es sentimentalismo, ni una gota. Y otro tanto habría que decir de la estupenda manera que la película tiene de equilibrar lo cómico y lo trágico, que siempre existe en Chejov. En fin...Yo podría ver esa película miles de veces. (*)
(*) Fuente: Originalmente publicado en la revista sueca "Tidskriften Chaplin" y, luego, reproducida en la revista española "Nuestro cine", n 2, agosto de 1961, pp-13-14.
Cuatro mujeres vestidas de blanco en una habitación roja. Se movían y se hablaban al oído, y eran extremadamente misteriosas. Justo entonces yo estaba ocupado en otras cosas pero, como volvía con tanta intensidad, comprendí que querían algo.
Esto también lo señalo en el prólogo del guión publicado de Gritos y Susurros:
“La escena que acabo de describir me ha perseguido un año entero. Al principio, naturalmente, no sabía cómo se llamaban las mujeres ni por qué se movían bajo una luz matinal gris en una habitación empapelada en rojo. Había rechazado esta imagen una y otra vez y me había negado a colocarla como base de una película (o lo que sea). Pero la imagen se ha obstinado y, de mala gana, la he identificado: tres mujeres a que esperan que muera la cuarta. Se turnan para velarla.” Ingmar Bergman (De “Imágenes”)
Pese a que son las películas las que le dieron fama mundial y lo convirtieron en alguien inmensamente admirado y tomado como ejemplo, es en verdad en el teatro donde se encuentra su corazón. El cine es “puterío y carnicería”. El teatro es “el principio y el fin y, en realidad, es todo”.
Su última puesta en escena fue la de El Aparecido, de Ibsen, en el Dramaten, durante el 2002. (...) “Para mí el teatro siempre fue la columna vertebral. Investigar el teatro moderno y los grandes clásicos ha sido infinitamente enriquecedor y estimulante. La convivencia, o la simbiosis, con los actores ha sido lo central en la práctica de mi oficio.
Cuando estoy aquí, en Fårö, lo que más extraño es el teatro y los actores. Nunca creí que mi nostalgia de los intérpretes fuera a ser tan grande.”
Si a Bergman lo hacen elegir la puesta que más amó, él responderá que fue Cuento de Invierno, de Shakespeare. Sin esfuerzo enlazó a Shakespeare con los arándanos del teatro Dramaten en un jubiloso juego navideño, una historia sobre la fuerza luctuosa de los celos y del amor como milagro. Y con un humor absurdo de un tipo que pocas veces se había visto en Bergman...
BS: El tema básico de la obra es hondamente dramático. Un esposo tan furiosamente celoso que lo amenaza la muerte.
IB: Sí, la obra es hondamente trágica y atrapante. En esa pieza hay de todo, fue por cierto una de las últimas de Shakespeare. Para mí Shakespeare fue una misión tardía. Siempre pensé que las representaciones de Alf Sjöberg habían sido tan penetrantes, tan arrolladoramente superiores que jamás podría acercarme – dice Bergman con un casi imperceptible suspiro-. El tiempo que le dediqué a Cuento de Invierno fue un período extraordinariamente feliz. Era divertido tejer, sin dejar señales, los giros trágicos con los farsescos. La obra está escrita para una fiesta navideña, de modo que sonaba natural meter allí a (el escritor, poeta, pensador sueco del siglo XIX) Carl Jonas Love Almquist y sus juegos del pabellón de caza…Una fiesta navideña tan grandiosa…
BS: El Cuento de Invierno se transformó en una especie de Fanny y Alexander teatral. Habías dejado de hacer cine mucho antes y Fanny y Alexander fue tu última película, en 1982.
IB: Con Fanny y Alexander aramos durante siete meses y fue una actividad muy entretenida: tuve un conjunto maravilloso, fantásticos colaboradores. Con todo, fue una filmación increíblemente extensa y pesada y, en el fondo, compleja. Por eso, cuando estrenamos y todo fue muy bien, me dije: punto final, por más fantástico y sanguíneo que sea el trabajo fílmico. Y, mirá, nunca me arrepentí de esa decisión. No extrañé el trabajo en cine ni un solo día. Nunca.
Pero Bergman no abandonó las imágenes... Después de renunciar a las películas hizo ocho producciones televisivas propias. Marquesa de Sade, de Mishima, fue primero obra de teatro y más tarde una nueva, costosa y al mismo tiempo más densa y compacta versión para tv, con toda la escala de rojos del vestuario siglo XVIII de Charles Korolys adaptada a las cámaras...
BS: Marquesa de Sade (1989), sobre los meandros y perversiones del amor, estuvo entre tus apuestas más vehementes…
IB: Sí, pero fue algo completamente distinto: todo dependía de los actores. La pieza me había fascinado de manera inaudita y comprendí que no tenía sentido ponerla en escena si no contaba con los actores adecuados. Requería lo más difícil de todo, es decir, el aquietamiento máximo. Lo más habitual en cine es, por cierto, que cuanto más caliente se vuelve una situación más se mueve la cámara alrededor. Yo hago un culto de lo opuesto: cuanto más crece la violencia en una escena más inmóvil debe permanecer la cámara. Con Mishima se trata de pasiones incomprensiblemente violentas que nunca se desahogan, por lo tanto la actuación y el juego escénico deben mantenerse dentro de un marco muy estrecho. Para hacer eso se requieren actores con una fuerza capaz de dominar la situación y sus medios de expresión y simultáneamente capaces de superar irrefrenablemente sus propios límites.
En su ensayo Ver Bergman (1993), Leif Zern observa el hecho notable de que los investigadores teatrales raramente se interesan en los filmes de Bergman, mientras los investigadores cinematográficos se despreocupan de su actividad teatral. “La mitad de la acción se mantiene a la sombra”.
Ingmar Bergman es un solitario en esto de haber desplegado durante cuatro décadas un intenso intercambio recíproco entre teatro y cine y, paulatinamente, también televisión. Inclusive si otros directores han trabajado tanto en películas como en teatro, casi ninguno ha entrelazado tantas ideas fílmicas en teatro o expresiones teatrales en cine. Un año, por caso, escribe Pintura en madera, una obra en un acto para una escuela teatral en Malmö, que será el esbozo del gran material transformado en El séptimo sello, en 1956-57. Durante el período en que trabajó en el Teatro Municipal de Malmö, entre 1952 y 1958, Bergman hizo ocho películas, puso 22 piezas y dirigió 24 obras radiales. El nexo unificador eran los actores. Malmö fue el más transparente de los ejemplos de ese intercambio entre teatro y cine...
BS: En Malmö te juntaste con actores jóvenes, varios de los cuales, más tarde, fueron famosos y conocidos como “actores bergmanianos”: Bibi Andersson, Gunnel Lindblom, Harriet Andersson, Gertrud Frida, Ingrid Thulin, Allan Edwall, Gunnar Björnstrand, Torvo Pawlo, y Max von Sydow.
IB: Una vez que terminé Sonrisas de una noche de verano, en 1955, y se produjo mi irrupción internacional, pude hacer las películas que se me antojara. La única condición era que hiciera una por año. Eso me parecía muy divertido, pero me requirió una tarea doble: junté ese calificado conjunto de actores en el Municipal de Malmö y hacíamos películas en el verano. En invierno me dedicaba a escribir el guión y a planear cómo iba a usar a mis intérpretes. Durante la mitad fría del año filmaba escenas invernales, con hielo y nieve. Todos los años filmé escenas invernales, salvo el último.
Cuando, tiempo después, fue convocado para dirigir el Dramaten en Estocolmo, a principios de los ’60, Bergman fue un jefe de teatro moderno: democratizó la sala, incorporó ensayos abiertos y un consejo de selección de repertorio, encargado de elegir las piezas y también las asignaciones de papeles. Tuvo que empezar desde cero...
IB: No había repertorio planeado, ni había contratos; no existía ninguna organización. Eso era una pocilga, aunque desde fuera parecía estar en forma, merced a que tenían grandes actores, finos artistas y prominentes directores.
Aun después de haber concluido su período como jefe del Dramaten, él mantuvo allí una gran influencia. Intervino con su opinión en cada nueva designación de jefes del teatro.Tanto en la actividad teatral, como en la cinematográfica y televisiva siempre se ha asumido que Ingmar Bergman ha tenido enorme poder e influencia y sigue, en parte, teniéndolos. Nadie le dice que no a Bergman.
Si se lo escucha a él, la palabra influencia se deletrea como planeamiento y previsión.
IB: Se trata de la capacidad de –más bien de la compulsión a- estar bien preparado. Yo no puedo improvisar. Tengo que estar preparado hasta los dientes antes de iniciar un trabajo. Y los que trabajan conmigo han de estar también preparados, porque hemos repasado todo hasta los más mínimos detalles.
Soy, además, una persona con gran capacidad de catástrofe. Tengo un terror casi enfermizo de que todo se esté por ir al diablo. De modo que trato de preparar todo y prever todas las catástrofes imaginables. Soy un detallista insoportable.
BS: Eso es sabido...
IB: Sí. El hecho es que cuando uno convive con un caos constante y poco manejable, como es mi caso, tiene que imponerse una extraordinaria autodisciplina.
BS: Tenemos muchos artistas caóticos que, sin embargo, no hacen lo mismo que vos. ¿Tu caos es acaso más grande?
IB: No. También hay artistas que tienen necesidad de caos, Fellini por ejemplo. El creó un caos que lo estimuló violentamente. Si él presupuestaba una película por cierta suma, sus fieles productores ya sabían que iba a costar el doble o más.
BS: ¿Nunca tuvieron algún proyecto en común con Fellini?
IB: Sí. El, y yo y también Kurosawa íbamos a hacer juntos un film de episodios.Yo me encontraba en Roma y Fellini estaba terminando su Satiricón. Me quedé cuatro semanas allá para que nos encontráramos. Kurosawa iba a venir, pero se enfermó y el proyecto se quebró. Cada uno iba a hacer su propia historia de amor, historias muy parecidas, pero una iba a ser oriental, la otra nórdica y la tercera meridional. Era una idea divertida. Yo ya había escrito mi parte. Y los amigos de Fellini estaban escribiendo. La pasamos muy bien en Roma. Yo amaba en Fellini su forma de trabajar, diametralmente opuesta a la mía. Todavía filmaba en Cinecitta, donde estuve, viéndolo dirigir. Estuve en su casa festejando la Pascua, Giuletta Mesina era la anfitriona en su bellísima casa junto al mar. Y también fue muy agradable encontrar toda esa gente maravillosa. Fue un tiempo fantástico, pero también fue una pena, porque me hubiera encantado encontrarme con Kurosawa.
Ingmar Bergman consigue siempre los actores y los recursos que quiere; los directores que trabajan en el Dramaten y los directores de televisión gruñen sus protestas...
IB: Yo salgo con mucha anticipación y eso me permite elegir la gente que quiero, tanto cuando filmo como cuando dirijo teatro. Por ejemplo, cuando hicimos María Estuardo yo sabía que Lena Endre y Pernilla August estaban libres. Eso era un año y medio antes de ponerla en escena. Ellas dos fueron el punto de partida. Después pude, porque empiezo con tiempo, juntar otros manjares divinos. Hasta para los pequeños roles de figurantes conseguí jóvenes brillantes, como la perqueña Julia Dufvenius, por caso. Y cuando empiezo a bosquejar Saraband se me ocurre: Ella es justo la chica que voy a tener en ese film.
Pernilla August tuvo un papel minúsculo en aquella versión de Los sueños que hice en 1986: llegaba directo de la escuela de teatro. En ese momento pensé: ¡Hurra! Con ella tendremos una Nora dentro de un tiempito. Y cuatro años más tarde hicimos Casa de muñecas. Lo más divertido es que muchos años después ella hace a la señora Alving en Espectros, porque la señora Alving es una Nora que jamás dio un portazo.A Lena Endre la vi en Varuhuset (La gran tienda, una serie en 60 capítulos que emitió la televisión sueca a fines de los años ’80), soporte cada capítulo de ese horrible culebrón porque quería verla a ella. Mostraba todos los rasgos y peculiaridades de una gran actriz.
BS: Erland Josephson se transformó en una persona que hace un personaje llamado Bergman, aunque ustedes son tan distintos. El tiene una irradiación muy diferente…
IB: Completamente…
BS: En Escenas de un matrimonio, de1973, ¿los personajes de Johan y Marianne fueron una creación o también allí utilizaste un acontecimiento que te había provocado sufrimiento? Más allá de que allí empleaste los medios de la televisión y demostraste que es también una forma de arte.
IB: Ciertamente lo es. Pero Escenas fue la empresa más frívola y descuidada en la que me haya metido. No teníamos nada de dinero y éramos un pequeño grupo de producción. Todo había empezado como un proyecto más pequeño, pero tenía tal potencia dramática que necesitó cinco capítulos.
Hay una escena, no precisamente frívola, que Bergman relata en 3 veces Bergman (una serie de la televisión sueca que muestra al artista en su ambiente isleño en Fårö). El estaba en Estocolmo y allí se enamora de Gun (Hagberg), que está por volar a París. Bergman tenía una esposa (Ellen Lundstrom) y cuatro hijos esperando en Gotemburgo. Antes de viajar a París pasa por Gotemburgo; su mujer se alegra de que haya llegado de sorpresa. El le anuncia que se va a Francia y que estará fuera varios meses. “Todavía siento repugnancia al pensar que pude ser tan horriblemente desconsiderado”.
El episodio retorna en Infiel, guión que él escribió 20 años más tarde para Lena Endre con Liv Ullman como directora. Aunque algo diferente, un poco más perturbado, aún más ingrato...
IB: Cuando hicimos Escenas yo estaba casado con Ingrid y era muy buen amigo de Liv. Estaba convencido de que Erland y Liv daban muy bien juntos. Liv siempre parece alguien que ve todo por primera vez y Erland, como alguien que ya vio todo mil veces. Aprendí tanto de él. Tenemos un contacto interior y una amistad que no tiene que ver ni con el tiempo ni con el espacio. Cuando tengo una verdadera preocupación hablo con Erland y él piensa y uno reconoce miles de años de sabiduría.
BS: El año pasado, Erland Josephson consiguió sorprenderlo después de décadas de amistad.
IB: Quedé perplejo cuando hicimos Saraband. No imaginaba que él pudiera representar a un personaje tan genuinamente malvado. Segrega maldad por cada maldito poro. Lo conozco desde hace mucho y no sabía que podía sostener una maldad abismal como esa. Quedé verdaderamente sorprendido – se ríe Bergman.
BS: Pero el personaje lo habías inventado y escrito vos.
IB: Cierto, pero él se apropió del personaje de una manera que para mí fue una vivencia fuerte. Principalmente la interacción entre él y Börje Ahlstedt…
BS: Es tan ruin. Al mismo tiempo es atrapante cuando lo dejás totalmente desnudo y hablando de sus demonios. Esos demonios se han avergonzado, pero vos te regodeás en ellos.
IB: Me parece que los demonios están bien. Yo elijo mis demonios y sé lo que quieren.
Ingmar Bergman debutó como traductor con Espectros, cuando volcó al sueco el texto de Ibsen...
IB: Después de decirme que estaba contento escribiendo, se me presentó el problema que aparece en Espectros, emergió el incesto. Estaba ya escribiendo el diálogo velozmente y seguí con la inercia de esa velocidad; fue bastante veloz y en unos días estaba lista Saraband.
BS: Lo que es muy fuerte en la puesta televisiva de Saraband es la relación entre padres e hijos, que vos lográs tejer a través de tres generaciones. Allí te metés en un tema que de hecho no habías tratado de esa manera antes. Se describe la relación de un padre con su hijo y la relación de ese hijo con una hija. Y las dos relaciones son, bueno…problemáticas.
IB: Sí , yo tenía ese material durmiendo en cuadernos de trabajo desde hacía mucho tiempo, ¿sabés?. Y sabiendo que Saraband era lo último que iba a hacer me dije: ahora lo voy a usar. Además, como ya había tenido el coraje de violar a Ibsen, seguí adelante a pura velocidad.
Ese hijo de Saraband está profundamente enamorado de su mujer y tiene una honda simbiosis con ella. Cuando ella muere, su amor se extravía. La hija entonces, viéndolo tan desamparado, asume el -un tanto riesgoso- rol de la madre.
BS: Son dos aspectos de la relación padre-hijo. De un lado un padre que se ata equívoca y fuertemente a su hija; del otro, el abuelo que expulsa y desprecia a su propio hijo. Es una dualidad fascinante o un espejo negro.
IB: Precisamente. El viejo Johan se refleja en su hijo. Porque…yo creo es difícil meterse y dedicarse a aclarar eso…Vos decís que es un espejo oscuro y eso es lo que es. El abuelo, en algún punto, se desprecia a sí mismo terriblemente y vive con eso.
BS: Es un juego intrincado y, me parece, muy valiente ese de hablar sobre padres e hijos, especialmente porque habías evitado el tema a lo largo de toda tu carrera artística. Hay allí puntos de contacto con vos mismo…
IB: Dar un salto y encontrarse de pronto muy involucrado personalmente es algo que a uno suele sucederle en este oficio. Es una actividad en parte puterío, en parte carnicería. Uno toma lo suyo y lo usa.
BS: Supongo que estos días estarás escribiendo algo…
IB: No, no lo estoy haciendo. Voy a parodiar la frase de Olle Hedberg –“el erotismo lo vuelve a uno erótico”- diciendo que la creatividad lo vuelve a uno creativo. Y puesto que mi creatividad actual es igual a cero, el deseo de ser creativo se manda a mudar tranquila y silenciosamente. Tengo, eso sí, un cuaderno de trabajo donde sigo juntando material. Ya estoy en el cuaderno número dos. Hay tanto material…que no sé si me voy a sentar a escribir algo este año o el siguiente.
Es material para un guión de cine. La parte más entretenida es la de fantasear sin asumir obligaciones. Lo aburrido es lo que supone exigencia, esto es: sentarse y escribir. Yo siempre me puse lo que suele llamarse una deadline, una hora de cierre. Ahora no tengo ninguna deadline, salvo que yo mismo voy a morir, que mi vida va a cerrarse. La muerte nunca fue algo extraño para mí. Creo que fue (Tomas) Tranströmer el que escribiö que “hay un tipo silencioso que anda a mis espaldas y toma medidas para un traje”.
Con la muerte del realizador sueco Ingmar Bergman y la del italiano Michelangelo Antonioni, en una misma semana, se han apagado dos de las luces que mejor iluminaron los problemas y las cuestiones de nuestro tiempo
(Artículo tomado de ADN cultura, 18/08/07)
En una sola semana han muerto dos de los mayores creadores de la cinematografía mundial: el sueco Ingmar Bergman y el italiano Michelangelo Antonioni. Es como si nos quedásemos repentinamente ciegos, sin dos de las luces que mejor iluminaron los caminos de nuestro tiempo.
El cine ha mostrado gran preferencia por los terrenos genéricos que facilitan la comprensión. El western (John Ford). El musical (Gene Kelly). El de gángsters (James Cagney). La épica (Cecil B. de Mille). El de suspenso (Hitchcock). El de guerra (de Griffith a Kubrick). El melodrama (casi todo, casi todos). La comedia de costumbres (Lubitsch). Y el culto de la hermosura femenina (Garbo, Dietrich, Monroe, Gardner).
En el pasado medio siglo hubo directores -unos cuantos- que escapan a la clasificación genérica para crear obras autónomas, inclasificables sin la referencia de autor. Luis Buñuel, Orson Welles, Roberto Rosselini, Theo Angelopoulos y, desde luego, Bergman y Antonioni. El más teatral es el sueco. Bergman viene de Strindberg, subraya el diálogo y postula el valor del actor. Pero lo convierte todo en cine gracias al empleo magistral del rostro en primerísimo plano, negando la distancia escénica y mediante la paradoja del silencio. El hombre de teatro Bergman se convierte en el director de cine Bergman mediante largos silencios que, según el propio autor, no son otra cosa sino la espera de la palabra, es decir, la atención.
Lo contrario sucede con Antonioni, para quien el silencio es la mejor forma de la comunicación. Tipificado con facilidad como el cineasta de la incomunicación urbana moderna, me parece que Antonioni era algo muy distinto: un poeta de la comunicación interna, sin palabras, entre los seres humanos, las ciudades y la naturaleza. La audacia de El eclipse consiste en dedicarle los diez minutos finales de la película a la visión silente y fija de la ciudad de Roma. Los amantes no se encontraron, acaso porque no querían encontrarse. Ellos desaparecen. La ciudad queda, el tráfico circula, cae la noche, se anuncia el día... La fuerza de la ciudad se impone a las vidas privadas.
En La aventura, recibida con una rechifla en Cannes, Antonioni propone un misterio (¿dónde se encuentra la mujer desaparecida?) y no lo resuelve para que no deje de ser misterio. Para Antonioni, la mujer era la portadora del misterio. Ella guarda los secretos, nutre los sentimientos y es dueña de la luna. Si en Antonioni la mujer (Lucía Bosé, Jeanne Moreau, Monica Vitti) es la protagonista casi solitaria, en Bergman las mujeres forman parejas (Persona) o grupos (Gritos y susurros) a fin de penetrar, como ningún otro realizador, los secretos de la palabra y la muerte. En Gritos y susurros la palabra se somete a su negación: la agonía y la muerte. En Persona, la mujer muda acaba por contagiar de silencio a su hablantina enfermera y en El mago, El rito y El rostro, Bergman trasciende (o sacrifica) el silencio en la representación teatral, en la máscara.
Bergman era un luterano del norte, al que su padre castigaba a bastonazos y encerrándolo en un armario. Su trilogía Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio es la máxima representación cinematográfica de la religión protestante y su desolado conflicto: poseer la libertad y estar predestinado. El polo contrario es Buñuel, el ateo por la gracia de Dios, que es el más grande cineasta católico en rebeldía contra su propia fe. La sensualidad, el humor, la libertad surrealista del aragonés contrastan con la austeridad, la gravedad y el encarcelamiento teológico del escandinavo. Antonioni, en cambio, es la negación del facilismo italiano. Aristócrata de Ferrara, la ciudad de piedra heredera de la dinastía de los Este es el contrapunto perfecto de la vecina Ravenna, una ciudad industrial en descomposición, estéril, inhumana y vista por Monica Vitti, en El desierto rojo, con los colores de su imaginación neurótica. (Antonioni llegó a pintar las flores, los vasos y los muros con los colores de una mente enferma.) Fue su primera película en color y gracias a ella entendí que el blanco y negro desolado de El grito tenía su origen en una imaginación -la de Antonioni- que se reveló a sí misma "mirando un muro".
Acusados ambos de ser demasiado abstractos, lejanos e intelectuales, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni nos dejan, en realidad, la imagen más auténtica del tiempo que les tocó vivir, que es el nuestro. Sin ellos, estamos más ciegos pero más lúcidos.
El maestro sueco vuelve en su mejor forma y entrega un film de una austeridad y un rigor ejemplares, bello como una sonata de Bach.
Desde la monumental Fanny y Alexander (1982), Ingmar Bergman viene amenazando con su retiro definitivo del cine, una promesa que afortunadamente sólo cumplió a medias, en la medida en que continuó escribiendo guiones (que filmaron, con suerte dispar, Bille August y Liv Ullmann) y también dirigiendo para la televisión, un medio al cual el gran director sueco siempre le dedicó una particular atención, como quizá ningún otro cineasta de su estatura, salvo el italiano Roberto Rossellini. Después del ensayo (1984) y En presencia de un clown (1997) revelaron hasta qué punto el viejo maestro no sólo seguía en forma, sino que también era capaz de adaptarse a las nuevas herramientas y de lograr con ellas los mejores resultados. Ahora, a los 86 años, Bergman regresa con Saraband, un film producido para la televisión sueca que lo ratifica, una vez más, como un excepcional dramaturgo cinematográfico, fiel a sus temas y obsesiones de siempre, ajeno a toda frivolidad y dueño absoluto de un modo de expresión de una austeridad y un rigor ejemplares.
Anunciada primero para el Festival de Cannes del año pasado, luego para la Mostra de Venecia, Saraband nunca llegó a exhibirse en grandes festivales, aparentemente porque Bergman –con su exigencia habitual– no quedó satisfecho con el transfer a fílmico del original en video. Luego fue cediendo de a poco y fue autorizando algunas exhibiciones –en Bolonia, en Nueva York– con proyectores de video digital de alta definición. Aquí en Buenos Aires, se verá de un modo más silvestre, en DVD ampliado, en el Cosmos y el Malba.
El origen de Saraband hay que buscarlo unos treinta años atrás, en una de las primeras experiencias de Bergman para la televisión, Escenas de la vida conyugal (1973). Allí, el matrimonio integrado por Johan (Erland Josephson) y Marianne (Liv Ullmann) intentaba vanamente impedir la disolución de la pareja, condenada por la intransigencia, la soberbia y los recelos de ambos. Ahora en Saraband, Bergman, con su voluntad demiúrgica intacta, decide volver sobre ellos y provocar un reencuentro. Pero a no equivocarse. Bergman nunca fue un sentimental y tampoco está dispuesto a ceder ahora: el paso del tiempo no lo enternece, ni lo vuelve melancólico, ni le angustia particularmente. En todo caso, parece volver a la pregunta que lo ha obsesionado durante todos estos últimos años. Si en los ’60 –particularmente en la trilogía integrada por A través de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio–, Bergman parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, a partir de Escenas de la vida conyugal (como en el primer comienzo de su cine) no deja de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? ¿Un hijo puede amar a su padre?La forma de desarrollar estos cuestionamientos no podría ser más cartesiana. Saraband está estructurada como una pieza de cámara para cuatro personajes, dividida en un prólogo, diez escenas a la manera de dúos de distinta composición y un epílogo. En el comienzo y el final, Marianne habla directamente a cámara, intenta explicar por qué decidió visitar a Johan después de tanto tiempo y se anima a sacar algunas conclusiones. En la primera escena se produce el reencuentro, tenso ysuperficial al comienzo, más profundo a medida en que ambos vuelven a entrar en confianza. Pero a diferencia de Escenas de la vida conyugal, Johan y Marianne no hegemonizan la escena. Otra pareja viene a ocupar ese lugar: se trata de Henrik (Börje Ahlsted) y Karin (Julia Dufvenius). Son padre e hija. A su vez, Henrik es hijo del primer matrimonio de Johan. Y la relación entre ambos no podría ser peor.
El carácter fuerte, autoritario, intolerante de Johan, que los años no han hecho sino potenciar, contrastan con la debilidad de Henrik, que acumula una vida hecha de frustraciones. La losa que da la impresión de haber sellado definitivamente su tumba fue la muerte de su esposa, Anna (un nombre recurrente en la obra de Bergman). Esa mujer jamás aparece en el film, pero su sombra luminosa sigue planeando sobre todos los personajes. “¡Es incomprensible que Henrik tuviera el privilegio de amar a Anna!”, se enfurece Johan, con celos retroactivos. Por su parte, la joven Karin, estudiante avanzada de violonchelo, disfruta del privilegio del amor incondicional de su abuelo, que no tiene el menor prurito en prevenirla en contra de su propio padre. Mientras, Marianne –que en términos de amor sigue siendo una agnóstica– oficia fríamente de árbitro entre unos y otros, intentando comprender las pasiones que los agitan y que a ella parecen no rozarla, mal que le pese.
En música, una zarabanda es una danza lenta, solemne, que forma parte de las sonatas. Aquí, Bergman aprovecha una de las sonatas para violoncelo de Johann Sebastian Bach para resolver dramáticamente una de las escenas más intensas, complejas y conmovedoras de la película, el momento en el que Karin se enfrenta a Henrik y toma una decisión crucial, mientras ambos ensayan la pieza. Esa misma gravedad de la música de Bach es la que destila el film de Bergman: la misma severidad, la misma precisión, la misma belleza.
A los 89 años, falleció ayer el cineasta sueco que indagó como nadie en las profundidades de la condición humana
(31/07/07)
No sabremos si la muerte habrá tenido para él, como la imaginó más de una vez, el empolvado rostro de un payaso: aquel de mirada obscena y risa maliciosa que acosaba a Carl, el pobre tío inventor entre cuyos papeles encontró la inspiración para En presencia de un payaso (1997), o aquel otro, blanco y sin secretos, que conversaba mientras jugaba al ajedrez en El séptimo sello y había sido –como él mismo admitió– “el primer paso en la victoriosa lucha contra el miedo a la muerte”. La obra de Ingmar Bergman, al fin, conformó una única y dilatada película que era como un eco de su propia vida y sus propias angustias, un interminable interrogante sobre el sentido de la existencia, la muerte, el amor y la fe. Y también sobre la fascinación irresistible de la ficción, del arte como la tabla de salvación a la cual aferrarse como al espejismo que distrae y consuela y quizás hace posible elevarse cuando la muerte asedia y la única sensación que se percibe es la del hundimiento.
La ficción del cine o la del teatro –por donde empezó su trayectoria impar– eran su modo de combatir el caos, de organizar el desorden. En ese afán, este gran inquisidor del alma humana puso cada vez más sus propias experiencias bajo el microscopio en una progresiva profundización de los grandes temas existenciales. Así, hizo del cine un espacio para la meditación filosófica y echó luz sobre la tragedia de la condición humana. No extraña que él solo ocupe uno de los capítulos más trascendentales de la historia del arte contemporáneo: su obra impuso al mundo una nueva forma de aproximarse al fenómeno cinematográfico.
Sobre Ingmar Bergman se ha escrito todo, o casi todo. Se ha escudriñado en su biografía en busca de señales que explicaran el secreto de su genio; se lo interrogó –la mayor parte de las veces, en vano– esperando recibir, encerrados en los estrechos límites de las palabras, los sentimientos e intuiciones del mundo y de los hombres que él fue atrapando y traduciendo en imágenes durante casi toda una vida; se le destinaron los elogios más justos y los más ampulosos; sus películas, sus piezas teatrales, sus declaraciones periodísticas, sus puestas en escena, sus libros fueron desmenuzados hasta el descuartizamiento. Poco puede añadirse en estas pocas líneas de despedida.
Habrá que repetir que ninguno de los grandes temas de la existencia le fue ajeno: de la vulnerabilidad del ser humano y su incapacidad para alcanzar los propios objetivos a las inestabilidades de la relación amorosa, del desasosiego y el temor ante el silencio de Dios a la soledad del individuo y la hipocresía que suele contaminar la relación con el prójimo. Y habrá que recordar datos sustanciales de su biografía: su nacimiento en Upsala, en 1918; su condición de hijo de un severo pastor luterano cuyo rígido código moral no admitía contravención alguna; su descubrimiento de las marionetas, origen de su fascinación por el teatro y en general por todo el arte de la representación; el famoso episodio doméstico de la Navidad de 1928, cuando un canje de regalos con su hermano mayor Dag le puso en las manos por primera vez un proyector de cine; sus primeras experiencias de espectador. También las primeras manifestaciones de esos demonios interiores que colmaron su infancia de pesadillas y arranques irracionales y que serían el antecedente de tantos desarreglos físicos y psíquicos padecidos en la vida adulta.
De estos demonios, de aquella fascinación y de la férrea disciplina paterna, que lo llevó a la rebelión pero también marcó su modo de afrontar cada responsabilidad, se alimentó su obra, una única y extensa película que Bergman fue cincelando laboriosamente al tiempo que ganaba reconocimiento prácticamente unánime como gran artista -para muchos, el más grande- del cine contemporáneo.
El alquimista
Curiosa alquimia la que dio como resultado la sólida construcción bergmaniana. Los conflictos vividos en carne propia, la desesperada búsqueda de Dios, el miedo a la muerte, los duelos, los sinsabores afectivos le dieron el material para imaginar otras vidas más intensas que la real. La rigurosa disciplina que lo maltrató en la infancia le sirvió para controlar el tumulto interior y devolverlo transfigurado en emociones artísticas. Y el territorio donde pudo dar rienda suelta a su desolación, su escepticismo o su fe fue el de la fantasía, aquel mundo poético que había conocido llevado por las marionetas y que lo pondría después cara a cara con los films de Victor Sjöstrom y los dramas de August Strindberg.
Entró en el cine como guionista de Alf Sjöberg y Gustav Molander antes de debutar como director con Crisis (1945). A esa primera serie de films en los que desfilan, nada casualmente, padres y profesores autoritarios, castigos, soledades y humillaciones pertenecen Prisión , La sed , Hacia la felicidad , Juventud, divino tesoro . Aquí, Un verano con Mónica fue, en 1953, su primer gran éxito. Su nombre ya empezaba a ser tan familiar como las audacias del cine sueco. (Fue en una muestra realizada en 1952 en Punta del Este donde el cineasta ganó su primer reconocimiento internacional.)
Después, la crisis se tornó metafísica y se tradujo en obras admirables: El séptimo sello , La fuente de la doncella , Cuando huye el día , Detrás de un vidrio oscuro , El silencio .
Otro tema fue el artista, la máscara, la mentira - Noche de circo , El rito , Persona- ; otro más, el universo femenino - Secretos de mujeres , Tres almas desnudas , Gritos y susurros- . Imposible reseñar una obra tan vasta, tan compleja y tan rica como ésta, que va de la travesura escéptica de Sonrisas de una noche de verano a la sabia reconciliación con la vida de Fanny y Alexander y al formidable ciclo sobre la vida en pareja que cerró en su obra final: Saraband .
Esos títulos son la mejor prueba de la grandeza de su autor, un creador genial que hasta tuvo conciencia, autocrítica y valor para decidir el momento de su silencio. Son también testimonio de su triunfo final sobre la muerte y el olvido. Seguirán siéndolo.
(31/07/07)
Recluido en su isla de Farö, rodeado de sus libros y su cinemateca personal, Bergman pasó sus últimos años escribiendo con la misma vitalidad de siempre e incluso realizando un par de títulos para TV: Saraband, su última película, fue una delicada obra de cámara en la que retomó los interrogantes de Escenas de la vida conyugal.
Veinte años atrás, en su autobiografía, Linterna mágica, Ingmar Bergman amenazaba con un nuevo retiro, uno de los tantos que afortunadamente nunca cumplió. Decía: “Intuyo un ocaso que no tiene nada que ver con la muerte, sino con la extinción. A veces sueño que se me caen los dientes y escupo pedazos amarillos carcomidos. Me retiro antes que mis actores o mis colaboradores vislumbren al monstruo y los invada el asco o la compasión. He visto a demasiados colegas morir en la pista del circo como payasos cansados, aburridos de su propio aburrimiento, silbados o abucheados o cortésmente silenciados, apartados de los focos...”.
En la madrugada de ayer, Bergman dejó finalmente el circo de este mundo. Hace unos días, apenas, había cumplido 89 años: nacido el 14 de julio de 1918, en Upsala, ese “pequeño esqueleto con una nariz grande y roja” (como anotó con decepción la madre en su diario, pocos días después del parto) llegó a convertirse en un realizador esencial de la historia del cine, en una figura clave del teatro europeo de posguerra, en un visionario de la TV. Y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país durante décadas: desde hace más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener difusión internacional, Bergman se convirtió en sinónimo de Suecia, mal que les pese a August Strindberg, Greta Garbo o Ingrid Bergman.
Si hay algo que en la fatal partida de ajedrez con la muerte el realizador de El séptimo sello logró evitar fue esa decadencia, esa humillación a la que tanto le temía y que reaparecía una y otra vez en su obra, como una pesadilla recurrente. Recluido en su isla de Farö, rodeado de sus libros y películas (se dice que atesoraba una cinemateca personal con más de 400 copias en 35 mm), Bergman siguió escribiendo con el frenesí de siempre –guiones, piezas teatrales, memorias– y en la última década incluso se permitió dirigir dos films para la TV que pueden considerarse la summa de su pensamiento artístico, una conmovedora reflexión sobre sus eternas pasiones, el teatro, la música, el cine.
En Saraband (2003), pieza de cámara para dos personajes que queda como su largometraje final, Bergman, con su voluntad demiúrgica incólume, decidió volver sobre el matrimonio de Escenas de la vida conyugal –Erland Josephson y Liv Ullmann– y provocar un reencuentro. Pero nunca fue un sentimental y tampoco estaba dispuesto a ceder al final de su vida: el paso del tiempo nunca lo enterneció ni lo puso melancólico. En todo caso, lo hizo volver a la pregunta que lo había obsesionado durante estos últimos años. Si en los ’60 –particularmente en la trilogía de Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio– parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, a partir de Escenas... (como en el primer comienzo de su cine: Un verano con Mónica, Juventud divino tesoro), no deja de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? Otras preguntas cruciales se sumaban en Saraband, la película de un hombre tan sensible como intransigente, que se casó cinco veces y tuvo nueve descendientes: ¿Un hijo puede amar realmente a su padre? ¿De qué manera? ¿Por qué?
El caso de su anteúltimo film, En presencia de un clown, es distinto. Aquí continuaba la exploración de ese misterioso haz de luz plagado de fantasmas que descubrió en su infancia, cuando durante una Navidad le cambió a su hermano mayor un centenar de soldaditos de plomo por un proyector de juguete, con el que vio sin cesar la misma película de apenas un par de metros, en la que se veía fugazmente bailar a una niña. Aquella escena primaria fue evocada por Bergman en los momentos iniciales de su monumental Fanny y Alexander –un testamento cinematográfico que siempre se negó a ser tal– y esa misma linterna mágica volvió a estar en el centro de En presencia..., en el que Bergman recuerda una vez más a su tío Carl, que en los años ’20 salía por los pueblos de Suecia a exhibir sus propias películas y que, cuando el rudimentario proyector se averiaba, recogía la sábana raída que oficiaba de pantalla y continuaba la función con su troupe de actores, bajo la luz de unas velas.
Ya en Cuando huye el día (1957), uno de sus films mayores, el viejo profesor, en camino a la consagración académica y a la muerte, tenía la emocionante visión de sus padres jóvenes, sentados a orillas de un río. Es una imagen rescatada de los recuerdos familiares de Bergman, que hizo de su infancia su patria, una patria cruel –plagada sobre todo de pesadillas y terrores nocturnos, oscurecida por la sombra de ese severo pastor protestante que fue su padre– pero que siempre nutrió de imágenes y de materia dramática a casi toda su obra. Creador inagotable –46 largometrajes, más de 130 puestas teatrales, innumerables piezas propias para la escena, la radio y la TV– Bergman conjuró sus demonios interiores hasta convertirlos en materia de su arte. “Vivo continuamente dentro de mi sueño y hago visitas a la realidad”, escribió. Y desde esa tenue frontera entre ficción y realidad, entre el sueño y la vigilia que siempre dominó su obra –¿cómo olvidar La hora del lobo?–, se cuestionó no solamente a sí mismo y sus fantasmas, sino que también interpeló a Dios, con la furia del ateo que alguna vez fue creyente. (En Detrás de un vidrio oscuro Dios queda comparado a una enorme araña que acecha en el piso de arriba...)
En un artículo de la revista Cahiers du Cinéma, a raíz del estreno en Francia de Juventud divino tesoro (1950), un crítico llamado Jean-Luc Godard escribía: “El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Se está siempre solo, tanto sobre el plató como ante la página en blanco. Y para Bergman estar solo es hacerse preguntas. Y hacer films es contestarlas. Es imposible ser más clásicamente romántico”. Más tarde, el propio Bergman consideraría que Godard no estaba hablando tanto de Bergman como de sí mismo, pero aun así la frase resume de manera notable el método de trabajo del cineasta sueco, que siempre se interrogó en sus films no sólo sobre problemas de orden metafísico sino también sobre las más terrenas cuestiones de pareja, como lo demuestran incluso sus comedias Una lección de amor (1954), Confesión de pecadores (1955) y la aclamada Sonrisas de una noche de verano (1955), que le valió su tardío reconocimiento en el Festival de Cannes.
Formado junto al maestro Víctor Sjöstrom (a quien siempre consideró su verdadero padre: su padre artístico) en el marco del la rígida estructura de los estudios suecos, filmando desde 1945 una película tras otra, sin solución de continuidad, Bergman supo encontrar allí –y también en el Teatro Real de Estocolmo– la familia artística que integraron sus prodigiosos actores y actrices, una galería encabezada por Mai Zetterling, Gunnar Björnstrand, Eva Dahlbeck, Anita Björk, Harriet Andersson, Max Von Sydow, Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann y Erland Josephson (con quien compartía una amistad que se remontaba al colegio secundario). Todos ellos supieron de sus neurosis y de su mal carácter, de sus arranques de furia y de su inestabilidad emocional, pero comprendieron también que no había nadie como Bergman que pudiera extraer de sus rostros –el rostro es el elemento clave de su cine, el secreto factor de unidad de todos sus films– sus misterios más insondables. “Siento la necesidad acuciante de apuntar la cámara sobre los actores, lo más cerca posible, acurrucarlos contra la pared, extraerles hasta la última expresión, hacer estallar los límites que se han fijado”, confesaba, ratificando la idea que estaba detrás de obras maestras como Persona (1966) o Cara a cara (1976), construidas casi exclusivamente con primeros planos de sus actrices.
Aunque los abismos a los que se asoma en cumbres como Noche de circo (1953), Vergüenza (1968) o Gritos y susurros (1972) pudieran hacer pensar lo contrario, no siempre se sufre con Bergman. A pesar de sus momentos oscuros, Fanny y Alexander le permitió al director “dar forma a la alegría que a pesar de todo llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo”. Otro tanto sucedió con su luminosa versión de La flauta mágica (1974), la ópera de Mozart que él consideraba “una compañera de por vida”. Siempre dijo que el teatro, las bambalinas, eran su “verdadero hogar” y que allí fue feliz, aunque imaginaba que la Muerte lo acechaba obstinadamente, detrás de las cortinas de un escenario, disfrazada con la máscara cruel de un payaso: así transcurrieron sus últimos años, En presencia de un clown...
La TV, que a priori podría pensarse como su enemiga, lo tuvo sin embargo como su mejor aliado, como un pionero, como un “teleasta” avant la lettre: cuando nadie hablaba de video, ni de formas híbridas ni de telefilm, Bergman –con El rito, en plena efervescencia de mayo ‘68– ya filmaba para la TV. “Me gusta mucho trabajar para la TV, me doy cuenta de lo importante que es”, le confesaba al crítico francés Serge Daney. “En Suecia, vivimos muy alejados unos de otros, y el hecho de encender a la noche esta ventana mágica en la oscuridad es una comunicación enorme, fantástica.”
Y finalmente la música: todo su cine parece atravesado por la música, no tanto como recurso dramático-sonoro (siempre fue muy austero en este sentido: en todo caso prefería el silencio) sino más bien por su apelación a las formas musicales, a sus estructuras, a sus temas. No parece casualidad que el director de Sonata otoñal haya titulado a su película final Saraband. La zarabanda es una danza lenta, solemne, que forma parte de las sonatas. Aquí, Bergman aprovecha una de las sonatas para violoncelo de Bach para resolver dramáticamente una de las escenas más intensas, complejas y conmovedoras de la película. Esa misma gravedad de la música de Bach es la que destila el cine de Bergman: la misma severidad, la misma precisión, la misma belleza.
El autor reexamina la obra de Bergman y la articula con su texto autobiográfico Linterna mágica, en busca de claves acerca de la compleja relación entre la creación artística y la experiencia personal del creador.
“Como todos los directores, él también representaba el papel de director”, opinó alguna vez Ingmar Bergman a propósito de uno de sus maestros, Alf Sjöberg: la afirmación le incumbe. Al director le afecta la pesada duplicidad de ser a la vez quien establece una escena y también un protagonista que desempeña su papel. La constante preocupación de Bergman por esta escisión le posibilitó inflexiones acerca del creador y la obra, principalmente en su libro de memorias Linterna mágica, testimonio de una vida de éxitos y fracasos cuyo referente privilegiado es el máximo director de escena: Dios.
Aunque, ¿no es aplicable también a Dios la aseveración del comienzo?: “Como todos los directores, él también representa el papel de director”. Por más esquivo que resulte, Dios lleva la marca del representante obligado por la escisión, que para ser tal expulsó de sí al Demonio y tuvo que desdoblarse en los tres del catecismo para constituir familia. “Obra para la gloria de Dios” dijo Bergman; la gloria de Dios es esa obra, humana por excelencia, que retorna amenazadora o apaciguante sobre el sujeto para ocupar el lugar vacío de su imaginería, como las sombras que se encienden al proyectar una película. Bergman lo supo; recordando el proyector de cine que le regalaran cuando tenía diez años, escribió: “Esta maquinita destartalada fue mi primer equipo de prestidigitador. Y todavía hoy me digo, con pueril emoción, que soy realmente un mago, puesto que el cinematógrafo se basa sobre el engaño del ojo humano. He sacado en conclusión que, si veo un film que tiene una duración de una hora, durante veinte minutos estoy sentado en la oscuridad más completa: el vacío entre cada toma”.
Cuando, en Cuatro obras (ed. Sur, 1965), refirió su modo de realizar películas, afirmó: “Haciendo caso omiso de mis propias creencias y dudas, que carecen de importancia en este sentido, opino que el arte perdió su impulso creador básico en el instante en que fue separado del culto religioso. Se cortó el cordón umbilical y ahora vive su propia vida estéril, procreando y prostituyéndose. En tiempos pasados el artista permanecía en la sombra, desconocido, y su obra era para la gloria de Dios. Vivía y moría sin ser más o menos importante que otros artesanos; ‘valores eternos’, ‘inmortalidad’ y ‘obra maestra’ eran términos inaplicables en su caso. La habilidad para crear era un don. En un mundo semejante florecían la seguridad invulnerable y la humildad natural”.
No obstante, la vida se le enmaraña; en Linterna mágica, las escisiones siguen rumbos diversos. A veces resultan ostensibles, otras no se las puede discriminar pues los planos se mezclan; el ilusionista nos confunde, se le confunden al ilusionista, sobre todo porque –no podría ser de otro modo– hace obra tematizando el propio padecer. Planos que, al organizarse en torno del director y del protagonista de la escena, producen la escisión de profundas vivencias.
En uno de los primeros momentos significativos de la secuencia que Bergman dispone en el libro, relata lo que presenció al recibir el anuncio de la muerte de su madre. Fue a la casa de ella, encontró el cuerpo exánime y pasó un largo rato sentado a su lado. Impresiona el despojo con que la describe; antes que un hijo hay allí un director que organiza una puesta: “Yacía en su cama, vestida con un camisón de franela blanco y una mañanita azul. Tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia un lado y los labios entreabiertos. Estaba pálida, con ojeras, y el pelo, todavía oscuro, bien peinado –no, ya no tenía el pelo oscuro, sino entrecano, y los últimos años lo llevaba corto, pero la imagen del recuerdo me dice que su pelo era oscuro, tal vez con algunas canas–. Las manos descansaban en su pecho. En el dedo índice de la mano izquierda llevaba una tirita”. Sólo la vacilación entre el pelo oscuro y el cano vuelve ostensible su inquietud; lo demás permanece estático, no en la rigidez de lo muerto sino con la quietud de un latido en suspenso.
La vacilación es inquietud ante algo que escapa a la precisión del dato; lo negro, oscuro, y lo cano producen en claroscuro el contraste de vida y muerte. Lo demás son minucias para el director. Lo expresa mediante la negación de una certeza: “Pasé allí sentado varias horas. Las campanas de la iglesia de Hedvig Eleonora (la iglesia donde oficiaba el padre, pastor) tocaban a misa mayor, la luz vagaba por la habitación, se oía música en alguna parte. No creo que sintiera dolor, tampoco que pensara, ni siquiera creo que me observara o me hiciera mi propia puesta en escena –esa deformación profesional que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias–”. Es lamentable para él que así sucediera, pero de valor inapreciable para su condición de artista, ya que lo impulsó a generar una obra magna de la cinematografía. En El rostro (conocida en la Argentina como El mago), cuatro viajeros en un coche –la troupe de Vogler, un mago ilusionista– encuentran en la espesura de un bosque a un actor moribundo. Lo llevan. Tendido en el piso del coche, dialoga con ellos acerca de la verdad, la mentira, la ilusión, hasta que su muerte parece próxima. Vogler se inclina sobre el actor, quien, manteniéndose impasible (luego se sabrá que su agonía era mentida) dice: “Si desea registrar el momento exacto, mire con detenimiento, señor. Tendré mi cara abierta a su curiosidad. ¿Qué siento? Miedo y bienestar. Ahora la muerte ha llegado a mis manos, mis brazos, mis pies, mis entrañas. Trepa hacia arriba, hacia adentro. Obsérveme detenidamente. Ahora se detiene el corazón, ahora se apaga mi conciencia. No veo ni Dios ni ángeles. Ahora ya no puedo verlos más a ustedes. Estoy muerto. Ustedes se preguntan. Yo voy a decírselo. La muerte es...”.
Cuando, al promediar la película, este actor reaparezca, dirá de sí: “Me he tornado convincente. Nunca lo fui como actor”. Mientras Vogler, al disponer los elementos para su próxima actuación, manipula una linterna mágica (un proyector), el actor extiende una mano y ataja el haz de luz; al proyectarse la silueta en la pantalla dice: “La sombra de una sombra”. Si Dios es un director, hay en él un ilusionista que pretende hacer entrar la muerte en el claroscuro de una escena. Bergman hace explícita esta metáfora en El séptimo sello.
No intentaré la disquisición, tan gratuita como de mal gusto, sobre si Bergman hubiera sido Bergman de no sufrir “esa deformación profesional que me ha acompañado sin piedad toda la vida y que tantas veces ha robado o escindido mis más profundas vivencias”. Pero sí es dable reparar en que, al enunciarlo de este modo, el propio Bergman queda desdoblado en la persona –extraña para los espectadores de su obra– y el creador. Debemos distinguir al menos una tríada: por una parte el autor, en relación con la obra, y por otra parte la persona, cuya vida está signada por cierto padecimiento. El séptimo sello, por mencionar una de las obras mayores, no es el síntoma de un neurótico sino la obra de un genio. Que el señor Bergman haya padecido esto o aquello no equivale a que lo mismo suceda con la obra, aunque el padecer la empape. Si el creador lo fuera sólo por su trastorno, los laberintos borgeanos serían producciones obsesivas, Los hermanos Karamazov se debería a la epilepsia de Dostoievsky y Edipo rey habría resultado de la calentura de Sófocles con la mamá y la rivalidad con el padre. Y no porque los creadores carezcan de tales sufrimientos, al contrario; la cuestión radica en reconocer aquello que caratulamos de obsesivo, epiléptico o edípico, echando mano a una nosografía de bolsillo, como algo inherente a la condición humana.
Ya que comenzamos con la descripción de Bergman acerca de la madre, transcribiré un fragmento que la incluye en una de sus películas. Sabido es el conflicto de Bergman con su padre, un clérigo severo, autoritario, del que tanto deriva su reverencia como su rebelión ante Dios. Si algo tuvo impedido de chico –para decirlo del modo más sencillo– fue el contacto emotivo con sus padres. Pero, cuando el autor se expresa, hay una transformación. Leamos el final del guión de Cuando huye el día: “Un poco más lejos en la orilla se hallaba sentada mi madre. Lucía un llamativo vestido de verano y un sombrero de alas grandes que daba sombra a su rostro. Estaba leyendo un libro. Sara dejó caer mi mano y señaló a mis padres. Luego desapareció. Miré largo rato a la pareja que estaba del otro lado del agua. Traté de gritarles algo, pero ni una palabra salió de mi boca. Entonces mi padre irguió la cabeza y me vio. Alzó la mano y me saludó, riendo. Mi madre levantó los ojos del libro y ella también rió y saludó con la cabeza.
“En ese momento vi el viejo yate con su vela roja. Se deslizaba suavemente impulsado por la tenue brisa. En la proa estaba de pie el tío Aron, cantando alguna canción sentimental y vi a mis hermanos y hermanas y a mi tía Sara, que levantó en brazos al hijito de Sigbritt. Les grité, pero no me oyeron.
“Soñé que estaba junto al agua y gritaba hacia la bahía, pero la cálida brisa de verano se llevaba mis gritos sin dejarlos llegar a destino. Sin embargo, no estaba afligido por esto; me sentía, por el contrario, bastante contento”.
Contrastemos con el libro de memorias, donde menciona su inclinación infantil hacia la mentira: “Creo que yo fui (entre los hermanos) el que mejor parado salió gracias a que me convertí en un mentiroso. Creé un personaje que, exteriormente, tenía muy poco que ver con mi verdadero yo. Como no supe mantener la separación entre mi persona real y mi creación, los daños resultantes tuvieron consecuencias en mi vida, hasta bien entrada mi edad adulta, y en mi creatividad. En ocasiones he tenido que consolarme diciéndome que el que ha vivido en el engaño ama la verdad”. Vivir el engaño, amar la verdad: nuevo modo de formular la escisión; vida como engaño, vivencia enajenada, verdad en la obra, fruto del amor.
“Creé un personaje que, exteriormente, tenía muy poco que ver con mi verdadero yo”: pero el yo miente por definición; el problema es instrumentar la escisión de modo que el yo crea, ilusoriamente, saldar el abismo para ubicarse del otro lado, dejando un lugar vacante –que creemos el yo del sujeto– para que allí nos precipitemos. Esto se llama mentira, según Bergman, una estrategia a costa de que el sujeto robe de sí “las más profundas vivencias”.
El mentiroso
Bergman pagaría caro la mentira, él mismo cayó en su trampa. En 1976, el fisco descubrió que había evadido el pago de impuestos; más aún, que había producido un fraude con sus declaraciones. En un lamentable equívoco, lo llevaron detenido. En lo relativo al manejo económico, él firmaba lo que sus abogados ponían en sus manos. Pero la acusación había tocado un punto sensible: sin que fuera consciente de qué sucedía en su intimidad, Bergman se desmoronó. El Estado Sueco había descubierto su secreto: era un mentiroso. La crisis desencadenada puso de relieve la eficacia inconsciente de la acusación. Sin saberlo, los fiscales del Estado encarnaron la severa imago paterna y la técnica del desdoblamiento se volvió en su contra. Leamos lo que dice al respecto: “El lunes por la mañana se produce el colapso. Estoy en el salón del piso superior leyendo un libro y escuchando música. Ingrid se ha ido a ver al abogado. No siento nada, estoy sereno aunque algo apagado por los somníferos, que jamás utilizo en la vida normal.
“Cesa la música y la cinta se para con un ruidito. Calma total. Los tejados del otro lado de la calle están blancos y la nieve cae lentamente. Dejo de leer, de todas maneras me es difícil entender lo que leo. La luz en la habitación no tiene sombras y es intensa. Un reloj da alguna hora. Tal vez duerma, quizá sólo haya dado el corto paso de la realidad reconocida por los sentidos a la otra realidad. No sé, ahora me encuentro profundamente hundido en un vacío inmóvil, sin dolor y sin sensaciones. Cierro los ojos, creo que cierro los ojos, intuyo que hay alguien en la habitación, abro los ojos: en la implacable luz, a unos metros de mí, estoy yo mismo contemplándome. La vivencia es concreta e incontestable. Estoy allí en la alfombra amarilla contemplándome a mí que estoy sentado en el sillón. Estoy sentado en el sillón contemplándome a mí que estoy de pie en la alfombra amarilla. El yo que está sentado en el sillón es el que ahora domina las reacciones. Es el punto final, no hay regreso. Me oigo lamentarme en voz alta y quejumbrosa”.
El desdoblamiento espanta, a pesar de presentificar la misma escisión que había aparecido antes; el protagonista y el observador disponen la escena pero, atravesando su límite, ambos caen esta vez dentro de ella. Ocurre lo siniestro, en medio de un absoluto silencio y luz intensísima. La duplicación sin espejo tiene la fuerza, y con ella el espanto, de lo real. Ha cambiado el registro: del plano imaginario, donde la imagen presupone el espejo, se ha pasado a lo concreto de una presencia no mediatizada. El espejo desaparece pero el otro sigue ahí.
La luz que ciega tiene un lugar preponderante junto al silencio, produciendo el viraje hacia una claridad que, de tan acentuada, también extravía. Retomaré ahora la cita de cuando Bergman se encontró ante el cuerpo yacente de la madre, pues allí aparece algo similar. Luego de ocuparse con minuciosidad de la posición y el atuendo, vacilando sólo en el claroscuro de su pelo, agrega: “De súbito una intensa luz de temprana primavera llenó la habitación. El pequeño despertador hacía tictac apresuradamente en la mesilla de noche”. El impacto estético de la frase radica en el juego de contrastes, donde se extiende aquella vacilación entre el pelo oscuro-cano de la madre; ahora es luz intensa-(mesa de) noche, cese del tiempo y tictac apresurado, la muerte, la primavera temprana. En definitiva: luz intensa (vida)-oscuridad cerrada (muerte), elementos que hemos visto reaparecer en el momento del derrumbe: música que cesa, calma total, blancura de los tejados, luz intensa y sin sombras, vacío inmóvil, aquietamiento que anuncia el acontecimiento, desencadenado en medio de una luz implacable. ¿Tan implacable como la acusación del fisco? ¿Tanto como el padre? De tan intensa, ciega, los ojos se cierran, se abren y llega el punto final, de no regreso. ¿Como el de la madre al morir? Preguntas que dejaré en suspenso para captar la certidumbre del instante fatal. La escena imaginaria se cierra, se apaga, y emerge, cegadora, la luz sobrenatural.
Lo internaron en un sanatorio psiquiátrico y de a poco se fue restableciendo, aunque la duplicación se mantenía: “Un día de finales de febrero me encuentro en una habitación cómoda y silenciosa del hospital de Sophia. La ventana da al jardín. Puedo ver la casa rectoral amarilla, la casa de mi infancia, allí en lo alto de la colina. Cada mañana paseo una hora por el parque. A mi lado va la sombra de un niño de ocho años; es a la vez estimulante y escalofriante”.
El contraste se acentúa: en una luz intensísima se ve a sí mismo y alucina, en una sombra lo acompaña la visión de un niño, y oscila entre la fascinación y el horror. Permanece el amarillo, y ahora constatamos su procedencia: el amarillo de la casa de la infancia se había transformado, en aquel terrible momento, en el color de la alfombra, mudo testigo ubicado en medio de los dos Bergman. Antes, aludiendo al pelo de la madre muerta, había vacilado entro lo oscuro y lo blanco. Luz y sombras, vida y muerte, razón y locura. Poco después logrará organizarse merced a la escisión, esta vez partiendo el tiempo, lo cual le hará posible entretejer vida y escena: “Me lanzo al ataque contra los demonios con un método que me ha funcionado bien en crisis anteriores: divido el día y la noche en unidades de tiempo determinadas y lleno cada una de ellas con una actividad o un momento de descanso establecidos de antemano. Sólo cumpliendo implacablemente mi programa, día y noche, puedo defender mi cerebro de unos dolores tan violentos que llegan a ser interesantes. En pocas palabras, recobro la costumbre de planificar minuciosamente mi vida y ponerla en escena”. Esta partición tiene por objeto combatir los demonios, los dioses caídos de la mano de Dios. Hace recordar la fórmula de Borges: “La eternidad, cuya despedazada copia es el tiempo”, deudora de otra, de Platón, para quien el tiempo es “la imagen móvil de la eternidad”. La escena es un recorte de lo inmutable.
Todo esto realza, de modo tan dramático como elocuente, el desdoblamiento entre la mirada cargada de luz, que pone al descubierto la miseria humana, y el protagonista de la escena donde transcurre la trama. Importa el método por el que esa clarividencia deviene lugar ocupado por el director de escena, escindiendo al autor. Tengamos en cuenta que hemos leído el relato entregado por el director, que no hemos asistido a su locura sino a su obra, que, por más autobiográfica que parezca, es un libro escrito por el autor Ingmar Bergman.
* Psicoanalista.
1945 · Crisis (Kris) · Guión: Ingmar Bergman basado en la obra teatral de Leck Fischer
1950 · Juegos de verano (Sommarlek) · Guión: Ingmar Bergman y Herbert Grevenius
1970 · La carcoma (Beroringen) · Guión: Ingmar Bergman
1980 · De la vida de las marionetas (Aus dem leben der marionetten) · Guión: Ingmar Bergman
1985 · Los dos bienaventurados (De tva saliga) · Guión: Ulla Iaksson
1986 · Documento: Fanny y Alexander (Dokument Fanny och Alexander) · Guión: Ingmar Bergman
1986 · El rostro de Karin (Karins ansikte) · Guión: Ingmar Bergman
1992 · La marquesa de Sade (Markisinnan de Sade) · Guión: Ingmar Bergman
1993 · Las Bacantes (Backanterna) · Guión: Ingmar Bergman
1995 · El último grito (Sista skriket) · Guión: Ingmar Bergman
1997 · En presencia de un payaso (Larmar och gör sig till) · Guión: Ingmar Bergman
2000 · Creadores de imágenes (Bildmakarna) · Guión: Ingmar Bergman
2003 · Zarabanda (Saraband) · Guión: Ingmar Bergman
Gracias por tanta y tan buena información sobre el maestro!!!
ResponderEliminarAna