Rainer Werner Fassbinder
n FASSBINDER. UN CINEASTA IRREGULAR POR DERECHO PROPIO. Por Serge Daney
Artículo publicado originalmente en Libération el 11 de junio de 1982 y reeditado en Serge Daney, La Maison Cinéma et le Monde, vol. 2 (Les Années Libé I, 1981-1985), París, P.O.L., 2002, con el título «Rainer Werner Fassbinder, importante parce qu’inégal»
«Desde que empecé a pensar sobre mí mismo, me he considerado una vedette. Soy como soy desde que tenía siete años», declaraba Fassbinder el año pasado en la televisión. Entre los siete años (la edad de la razón) y los treinta y seis (Fassbinder nació en 1945 y murió ayer en Munich, aún no sabemos por qué) pasan casi treinta años bajo la mirada de los demás, en los que se convierte en un nombre, después en un cuerpo, luego en un personaje y finalmente en una leyenda. Consciente de ser una vedette, Fassbinder tuvo menos problemas que otros para encontrar escenarios en los que producirse, máquinas para domesticar, una troupe de actores que le siguiera. En Alemania se han ignorado sus películas durante mucho tiempo, como se ignoraba al puñado de airados que querían rehacer el cine alemán en los años sesenta. Se aceptó a Fassbinder cuando él mismo aceptó gestionar a gran escala el duelo de la historia alemana. No olvidemos que El matrimionio de Maria Braun, su primer éxito popular, es su trigésimo primera película.
Siempre medimos mal la amplitud de las actividades de Fassbinder. Despreció sin contemplaciones las diferencias entre géneros y formatos, y nunca (afortunadamente) se preocupó por especializarse. Es lo propio de los actores. Ahí radica su fuerza. Nosotros, en Francia, sólo conocemos unas pocas de sus películas (quince de un total de treinta y ocho) y casi nada de su teatro o de su televisión. Y encima hemos visto sus películas en un desorden que una y otra vez nos ha impedido situar la producción fassbinderiana en la historia de Alemania (la del boom, los marginales, los terroristas). La historia de la fama de Fassbinder en Francia es la historia de una persecución casi cómica. Cinéfilos, críticos, distribuidores corrían tras su retraso. En cuanto una imagen de Fassbinder empezaba a «prender», una película antigua, de repente exhumada, la relativizaba. En cuanto el último Fassbinder se estrenaba, descubríamos que había uno o dos más después. En resumen, nunca estuvimos, él y nosotros, sincronizados. Nos reconocimos, pero no nos seguimos. Nos encontramos, pero no nos conocimos. Cambiamos quince veces de opinión frente a su obra, aterrados por su proliferación ansiosa; enterrando al autor, lo redescubrimos; temiéndonos lo peor, descubrimos lo mejor. Fassbinder agotó a sus comentaristas, adelantó a todo el mundo. Incluso se adelantó a sí mismo, al final.
Desde hace veinte años ocurre pocas veces (muy pocas) que, por el vasto mundo, un cineasta pueda trabajar bastante o lo bastante rápido como para permitirse el lujo supremo, la recompensa a la que nadie más puede aspirar, lo que deberíamos decir como el supremo elogio de un cineasta: que es irregular. Que se ha ganado el derecho a la irregularidad. La capacidad de pifiar una película sin hipotecar su imagen o el futuro de su carrera. Siempre se ha dicho (con un aire complaciente o hipócritamente sentido) que Fassbinder era un cineasta verdaderamente muy irregular. ¡Y no habíamos visto todas! Desde luego que era sumamente irregular. Pero quizá Fassbinder ha muerto precisamente porque estaba demasiado solo en su irregularidad. Sobredosis de vida, de generosidad, de trabajo encarnizado, sobredosis de temor (¿no era él quien también decía «mientras las cosas estén como están, uno casi debe tener miedo de conocer a alguien a quien podría amar»?). A fuerza de adelantar a todos se convirtió demasiado rápido en un peso muerto, condenado a doblar en vueltas a los demás, vedette hasta la muerte.
Era normal que un fenómeno como Fassbinder apareciera en Alemania. Es cierto que no fue el único en trabajar obstinadamente en la ingrata tarea del «joven cine alemán»: restaurar una imagen de Alemania. Esta restauración adoptó todas las formas: irónica, enlutada, crítica, brechtiana, ambigua, nostálgica, manierista. No importa: era inevitable. No puede haber un pueblo sin imagen de sí mismo y de lo que él sabe que es su historia (incluso la más sucia). Pero el más prolífico, el más alemán (en el sentido en que, gracias a él, nosotros sabemos hoy por fin dos o tres cosas de la vida cotidiana en Alemania), el que se las ingenia para colocarse siempre en el corazón de las contradicciones, hasta el punto de identificarse peligrosamente en estos últimos años con el arriesgado papel de historiógrafo, es Fassbinder. Y si lo ha conseguido hasta ese punto es porque se ha beneficiado de la pócima mágica que (hoy en día) ha salvado al cine del «cine de calidad»: el amor de los actores, el deseo de vivir con ellos, a su través, las grandes ficciones melodramáticas del tiempo presente, el rechazo del star-system. Nunca se dirá bastante: la troupe lo es todo.
Y su cine, ¿de qué está hecho? Conocemos bastante bien sus temas: que el sexo es una transacción como cualquier otra, que el amor es una metáfora política, que los humildes quieren ir al cielo, que lo reprimido siempre vuelve, etc. Pero, ¿de qué materia está hecho? Yo diría que, en un primer momento, en la tradición de la fábula brechtiana, Fassbinder estudia el relato, consiguiendo conciliar el suspense (queremos saber qué le va a ocurrir a tal o cual personaje) y la moral (cada película ilustra un aforismo, entre Marx y La Fontaine). Poco a poco, a medida que el relato se hace más tradicional, la fábula menos simple y la turbación más grande, Fassbinder empieza a atacar la naturaleza misma de las imágenes y la de la imagen que simboliza todas las imágenes: la de la estrella. Sus películas se convierten en reflexiones sobre el estatuto de las imágenes, la génesis de su culto, la fabricación de ídolos, la ingenuidad conmovedora de la creencia. Es en la iluminación, en la puesta en escena, en la luz, donde radica lo esencial del trabajo de sus últimas películas, el paso del efecto foco (Lili Marlene) al efecto vídeo (Lola). Esta reflexión tenía, evidentemente, la naturaleza bífida de los reflejos, la ambigüedad alcanzaba su culminación y, ante la cámara, más que nunca, palpitaba el enigma de las «vedettes».
Artículo publicado originalmente en Libération el 11 de junio de 1982 y reeditado en Serge Daney, La Maison Cinéma et le Monde, vol. 2 (Les Années Libé I, 1981-1985), París, P.O.L., 2002, con el título «Rainer Werner Fassbinder, importante parce qu’inégal»
«Desde que empecé a pensar sobre mí mismo, me he considerado una vedette. Soy como soy desde que tenía siete años», declaraba Fassbinder el año pasado en la televisión. Entre los siete años (la edad de la razón) y los treinta y seis (Fassbinder nació en 1945 y murió ayer en Munich, aún no sabemos por qué) pasan casi treinta años bajo la mirada de los demás, en los que se convierte en un nombre, después en un cuerpo, luego en un personaje y finalmente en una leyenda. Consciente de ser una vedette, Fassbinder tuvo menos problemas que otros para encontrar escenarios en los que producirse, máquinas para domesticar, una troupe de actores que le siguiera. En Alemania se han ignorado sus películas durante mucho tiempo, como se ignoraba al puñado de airados que querían rehacer el cine alemán en los años sesenta. Se aceptó a Fassbinder cuando él mismo aceptó gestionar a gran escala el duelo de la historia alemana. No olvidemos que El matrimionio de Maria Braun, su primer éxito popular, es su trigésimo primera película.
Siempre medimos mal la amplitud de las actividades de Fassbinder. Despreció sin contemplaciones las diferencias entre géneros y formatos, y nunca (afortunadamente) se preocupó por especializarse. Es lo propio de los actores. Ahí radica su fuerza. Nosotros, en Francia, sólo conocemos unas pocas de sus películas (quince de un total de treinta y ocho) y casi nada de su teatro o de su televisión. Y encima hemos visto sus películas en un desorden que una y otra vez nos ha impedido situar la producción fassbinderiana en la historia de Alemania (la del boom, los marginales, los terroristas). La historia de la fama de Fassbinder en Francia es la historia de una persecución casi cómica. Cinéfilos, críticos, distribuidores corrían tras su retraso. En cuanto una imagen de Fassbinder empezaba a «prender», una película antigua, de repente exhumada, la relativizaba. En cuanto el último Fassbinder se estrenaba, descubríamos que había uno o dos más después. En resumen, nunca estuvimos, él y nosotros, sincronizados. Nos reconocimos, pero no nos seguimos. Nos encontramos, pero no nos conocimos. Cambiamos quince veces de opinión frente a su obra, aterrados por su proliferación ansiosa; enterrando al autor, lo redescubrimos; temiéndonos lo peor, descubrimos lo mejor. Fassbinder agotó a sus comentaristas, adelantó a todo el mundo. Incluso se adelantó a sí mismo, al final.
Desde hace veinte años ocurre pocas veces (muy pocas) que, por el vasto mundo, un cineasta pueda trabajar bastante o lo bastante rápido como para permitirse el lujo supremo, la recompensa a la que nadie más puede aspirar, lo que deberíamos decir como el supremo elogio de un cineasta: que es irregular. Que se ha ganado el derecho a la irregularidad. La capacidad de pifiar una película sin hipotecar su imagen o el futuro de su carrera. Siempre se ha dicho (con un aire complaciente o hipócritamente sentido) que Fassbinder era un cineasta verdaderamente muy irregular. ¡Y no habíamos visto todas! Desde luego que era sumamente irregular. Pero quizá Fassbinder ha muerto precisamente porque estaba demasiado solo en su irregularidad. Sobredosis de vida, de generosidad, de trabajo encarnizado, sobredosis de temor (¿no era él quien también decía «mientras las cosas estén como están, uno casi debe tener miedo de conocer a alguien a quien podría amar»?). A fuerza de adelantar a todos se convirtió demasiado rápido en un peso muerto, condenado a doblar en vueltas a los demás, vedette hasta la muerte.
Era normal que un fenómeno como Fassbinder apareciera en Alemania. Es cierto que no fue el único en trabajar obstinadamente en la ingrata tarea del «joven cine alemán»: restaurar una imagen de Alemania. Esta restauración adoptó todas las formas: irónica, enlutada, crítica, brechtiana, ambigua, nostálgica, manierista. No importa: era inevitable. No puede haber un pueblo sin imagen de sí mismo y de lo que él sabe que es su historia (incluso la más sucia). Pero el más prolífico, el más alemán (en el sentido en que, gracias a él, nosotros sabemos hoy por fin dos o tres cosas de la vida cotidiana en Alemania), el que se las ingenia para colocarse siempre en el corazón de las contradicciones, hasta el punto de identificarse peligrosamente en estos últimos años con el arriesgado papel de historiógrafo, es Fassbinder. Y si lo ha conseguido hasta ese punto es porque se ha beneficiado de la pócima mágica que (hoy en día) ha salvado al cine del «cine de calidad»: el amor de los actores, el deseo de vivir con ellos, a su través, las grandes ficciones melodramáticas del tiempo presente, el rechazo del star-system. Nunca se dirá bastante: la troupe lo es todo.
Y su cine, ¿de qué está hecho? Conocemos bastante bien sus temas: que el sexo es una transacción como cualquier otra, que el amor es una metáfora política, que los humildes quieren ir al cielo, que lo reprimido siempre vuelve, etc. Pero, ¿de qué materia está hecho? Yo diría que, en un primer momento, en la tradición de la fábula brechtiana, Fassbinder estudia el relato, consiguiendo conciliar el suspense (queremos saber qué le va a ocurrir a tal o cual personaje) y la moral (cada película ilustra un aforismo, entre Marx y La Fontaine). Poco a poco, a medida que el relato se hace más tradicional, la fábula menos simple y la turbación más grande, Fassbinder empieza a atacar la naturaleza misma de las imágenes y la de la imagen que simboliza todas las imágenes: la de la estrella. Sus películas se convierten en reflexiones sobre el estatuto de las imágenes, la génesis de su culto, la fabricación de ídolos, la ingenuidad conmovedora de la creencia. Es en la iluminación, en la puesta en escena, en la luz, donde radica lo esencial del trabajo de sus últimas películas, el paso del efecto foco (Lili Marlene) al efecto vídeo (Lola). Esta reflexión tenía, evidentemente, la naturaleza bífida de los reflejos, la ambigüedad alcanzaba su culminación y, ante la cámara, más que nunca, palpitaba el enigma de las «vedettes».
Rainer Werner Fassbinder
n ENTREVISTA RAINER W. FASSBINDER: “Ciertas instituciones son inhumanas”
Entrevista publicada en la revista Fotografamas, de abril de 1980, a raíz del estreno en Alemania de Lili Marleen.
Fassbinder vuelve a la carga. Después del rodaje de su mastodóntica serie televisiva Berlin Alexanderplatz, su última creación es Lili Marleen. En esta entrevista, Fassbinder ataca de frente, en temas que van de la pareja a la democracia “a la alemana”, del Holocausto a la sociedad anárquica.
Fotogramas (F): Nos habían dicho que sería difícil entrevistarle, que generalmente no se presta a entrevistas.
Rainer Werner Fassbinder (RWF): Y así es. Además, no le estoy concediendo una entrevista, simplemente estamos charlando.
F: ¿Qué tal si hablamos del número de películas que ha hecho, unas 40, cantidad considerable sobre todo teniendo en cuenta que solo tiene 35 años?
RWF: Pronto tendré 36... Puede que haya hecho muchas más de 40.
F: ¿De qué parte de Alemania es usted?
RWF: Crecí en Munich. Mi padre era de la parte del Rhin y mi madre del este de Prusia, de Danzig. Tuvo suerte de estar estudiando en Munich cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, por lo que permaneció en Munich, ya que no podía volver a Danzig. Luego conoció a mi padre. Se casaron en Munich siendo aún estudiantes.
F: ¿Cómo son sus relaciones con ellos?
RWF: Mis padres han estado divorciados desde 1951. Las relaciones con mi madre son bastante buenas, somos buenos amigos. A veces le doy algún papel en mis películas. A mi padre no le he visto en mucho tiempo....quizás haga diez años que no lo veo.
F: ¿A quién no le interesa esta relación de los dos?
RWF: Él a mí no me interesa lo suficiente como para hacer el esfuerzo de reencontrarlo y llegarlo a conocer.
F: ¿Cuándo empezó a hacer cine? A veces se tiene la impresión de que nació haciéndolo.
RWF: Más o menos. Mis primeros cortos los rodé en 1965-66, cuando aún estaba en la escuela de Arte Dramático en Munich.
F: ¿Originalmente quería ser actor o director?
RWF: No era mi intención ser director, pero quería tener algún aprendizaje.
F: ¿Era un actor con talento o cree que todo el mundo puede ser actor?
RWF: Creo que todo el mundo puede ser o puede convertirse en actor. Se trata de una mezcla de fantasía y la capacidad de expresar esta fantasía de una forma concreta, y yo creo que todo el mundo posee este talento. Uno puede aprenderlo, de la misma forma en que aprendemos latín o aritmética en la escuela. Yo pude haber sido actor. En realidad me habría gustado serlo.
F: Pero usted suele aparecer como actor en muchas de sus películas, ¿no es cierto?
RWF: Sí, sí. Me gusta, sobre todo cuando conozco a los demás actores bien y somos amigos.
F:¿Es más fácil el trabajo de actor en cine que en el teatro?
RWF: Yo no diría tal cosa. La técnica cuenta en el teatro: la voz, la respiración... pero eso es algo que se aprende.
F: Cuando elige a los actores para sus películas, ¿cuál es su criterio? ¿Los elige por la personalidad, porque dan el tipo o por el talento?
RWF: Es difícil generalizar. Depende de muchos factores. Me gusta trabajar con actores de teatro si tienen ese algo que hace de sus trabajos algo más que mera técnica. La mayoría de los actores no van más allá de la técnica que han aprendido, una vez que la han aprendido. Se apegan a ella y repiten lo mismo una y otra vez, aunque naturalmente hay excepciones. También me gusta trabajar a veces con lo que suele llamarse estrellas de cine, quienes a lo mejor no son capaces de subir a un escenario pero sí son capaces de proyectar lo que yo llamo “fantasía concentrada”.
F: Algunos le conocen en Alemania como “Fassbinder, el enemigo de todos”, quizá porque en sus filmes no deja títere con cabeza, ni personas ni instituciones.
RWF: No todo mi cine conlleva ese mensaje de que soy enemigo de todo y de todos. Lo que intento expresar en mi cine es que ciertas instituciones de la sociedad en que vivimos son inhumanas y esto a muchos no les gusta.
F:¿Cree que ésta ha sido siempre una constante o cree que vivimos en una época un tanto especial en este sentido?
RWF: Vivimos en una época en la que esto resulta aún más obvio. Por ejemplo, yo creo que el matrimonio es una de estas instituciones. Aunque yo, por el momento, no tengo nada mejor que ofrecer en su lugar, sin embargo sé que esta institución está destruyendo a mucha gente... esta confianza institucionalizada de una persona en otra...
F: A muchos, su película Effi Briest les pareció muy diferente del resto de su filmografía, un filme muy feminista.
RWF: Para aquellos que no se preocuparon por mirar detenidamente mis películas anteriores puede que lo fuera, pero yo creo que todas ellas tienen básicamente el mismo tema. Eso es lo que había dicho antes y después de Effi Briest. Quizás aquella película tenía un tono más triste, pero no era nada nuevo.
F: Usted habla del matrimonio y la familia. ¿Quizá porque conoce el caso de sus padres?
RWF: En el caso de mis padres habría que culpar sobre todo a las circunstancias. Tuvieron un hijo en 1945, justo después de finalizar la guerra, y fue muy difícil criarme. Eran tiempos difíciles. Mucha gente moría. Para empeorar la situación, nuestros parientes del Este necesitaban ayuda y vivíamos todos en una especie de gran comuna familiar, algo que normalmente podría ser muy bueno pero en aquel caso fue terrible, nada hermoso. Después de que todos nuestros familiares hubieran lentamente rehecho sus vidas y ya no vivían con nosotros, la relación entre mis padres quedó destruida. Así es como lo veo yo al menos. Si a uno de repente le dejan a solas con otra persona, no siempre resulta fácil. Quizá ambos fueron educados para vivir en una gran familia. Este es el caso de la nueva generación. Aspiramos a entrar en grandes comunas familiares en las cuales uno elige a sus familiares y amigos... sólo que al final descubrimos que ésta tampoco es la solución.
F: ¿Lo ha probado?
RWF: Sí, una y otra vez. Probé vivir en comunas con quizá siete u ocho personas, o tres o cuatro, pero siempre terminó de forma desastrosa. Después de todo soy incapaz de vivir en pareja, con solo otra persona. También eso lo he probado.
F: ¿En su vida de comuna hay tan sólo hombres?
RWF: Sí, todos somos hombres. Es más difícil cuando hay mujeres. Yo estuve casado una vez y no funcionó.
F: Pasando a otro tema. ¿Por qué cree que la serie Holocausto produjo tal impacto en Alemania? Parecía como si los alemanes estuvieran esperando esta información que les llegaba de América...
RWF: Puede que no esperásemos exactamente, pero por favor, piense... Se supone que Alemania es una democracia que sin embargo se las arregló para que durante 30 años se suprima lo que sucedió durante el Tercer Reich, hasta tal punto que los alemanes tuvieron que reaccionar con sorpresa, absolutamente atónitos, al saber que aquello que mostraba Holocausto era su herencia histórica. No entremos en si la serie era buena o mala. Sólo podemos preguntarnos qué clase de democracia es esta que deja que los alemanes borren su pasado, que puede pedirles a aquellos que lo vieron todo no contarle nada a sus hijos. En mi opinión, eso no es democracia sino la continuación de una sociedad autoritaria que se ha envuelto en una capa democrática. La gente pensaba que no podría ser verdad que sus padres o abuelos tuvieran nada que ver con aquello. Puedo entender, en parte, que la gente hasta cierto punto quiera ignorarlo, olvidarlo, pero borrarlo de la historia es terrible y antidemocrático.
F:¿Cuál fue personalmente su actitud? ¿Conocía todos estos hechos?
RWF: Sí, por supuesto. He visto los documentos, conozco la historia de Alemania. Es algo que me interesa. Pero en la escuela no se nos enseñaba nada. Es increíble la cantidad de gente que hay de mi edad que simplemente porque no se les enseñaba en la escuela -1945 ni se menciona- no sabían nada. Lo más sorprendente para mí es que nadie tuviera la curiosidad de preguntar qué pasó, que haya tan pocos de mi generación que ya lo supieran antes, que no se sintieran tan terriblemente sorprendidos cuando llegó Holocausto y lo mostró.
F: Hubiera sido mejor sacarlo todo a la luz.
RWF: Por supuesto. Todo está relacionado con un sentimiento de culpa. Si no, ¿por qué obrar como si nada hubiera ocurrido? No fue sólo un accidente histórico sino que se había ido cociendo en la historia de la burguesía alemana desde 1848 hasta que de pronto hizo explosión. Creo que en Alemania una mayoría está dispuesta a confesar que esta burguesía alemana no fue la culpable, que de no ser por Hitler nada habría ocurrido, pero yo siempre me hago la pregunta de cómo fue que esta burguesía estaba tan del lado de Hitler... algo ha debido de ir muy mal. Es una cuestión fascinante pero también trágica, el hecho de que 30 años después todos pretendan no haber tenido nada que ver con todo aquello. Yo hice un par de películas sobre las relaciones entre alemanes y judíos en Frankfurt. Los alemanes tenían los mismos prejuicios de antes. Los judíos también tenían los suyos porque habían ido desarrollando ciertas actitudes. Entonces me llamaron antisemita. Yo utilicé todos estos razonamientos para defenderme de estas acusaciones, pero una y otra vez fui acusado de antisemita.
F:¿Le preocupa o interesa la crítica que hacen de su cine?
RWF: Generalmente, no. Hay algunos críticos que sí me interesan, con los que estoy en contacto y aprendo mucho de ellos. Pero no me siento insultado ni animado por lo que digan de mi trabajo.
F:¿Qué nos dice de Lili Marleen, su última película?
RWF: Es el personaje de la canción, pero la historia auténtica del personaje que la inspiró, Lale Andersen y su carrera.
F: Parece existir un gran descontento en su país, y sin embargo, Alemania es uno de los países más fuertes económicamente hablando.
RWF: Obviamente esto indica que las cosas no van tan bien como parece. Económicamente nos va bien en nuestra sociedad capitalista, ¿pero por qué entonces hay tanta gente joven terriblemente sola, tan desprovista de amor que tienen que recurrir a la droga? Esto indica que la sociedad capitalista ofrece desde luego un buen nivel de vida, pero poca cosa más. Esta sociedad no nos enseña cómo emplear nuestro tiempo de una forma más inteligente, cómo disfrutar más de la vida, cómo desarrollar unas mayores ansias de vivir. Esto significa que la sociedad está fallando.
F:¿Cree que es el deber de la sociedad el proveernos de esto? ¿No cree que debemos hacer un esfuerzo personal?
RWF: La sociedad no tiene que proporcionarnos esto, sino la oportunidad de que aprendamos a quererlo. En este momento, lo primero que nos enseña la sociedad es a consumir.
F: A los Estados Unidos se les acusa de haber creado la sociedad de consumo y ahora Europa parece haber tomado el relevo.
RWF: Sí, no sé por qué. No soy un sociólogo pero creo que la obligación de la sociedad no es tan sólo la de alimentar a sus miembros, materialmente hablando, sino la de crear también algunos cimientos espirituales para que el individuo descubra el significado de la vida... por qué y para qué vivimos.
F:¿Y el amor?
RWF: El amor es algo que necesita el ser humano. Es importante para todos, no importa qué forma asuma el amor. Pero por desgracia es algo que puede convertirse fácilmente en una explotación.
F:¿Votó en las últimas elecciones de Alemania?
RWF: No, estoy contra las instituciones, del tipo que sean.
F: ¿Pero qué va a hacer? No existen alternativas...
RWF: Es cierto, pero incluso cuando no hay alternativas esto no quiere decir que tengas que defender las estructuras existentes, porque uno no pueda cambiarlas, porque uno no pueda de la noche a la mañana implantar una sociedad anárquica, que es mi ideal político, sobre todo ahora que el Oeste está confundiendo anarquía con terrorismo. Son cosas que no tienen nada en común. Una sociedad anarquista es una sociedad libre de opresiones.
F:¿Una sociedad sin reglas?
RWF: Sí, bueno, no del todo... hay reglas pero son, cómo podría decirlo... son reglas naturales. Una sociedad sin violencia, sin jerarquías.
F: ¿Tendría unas fuerzas del orden?
RWF:¿Para qué? ¿Por qué?
F: Suponga que asesinan a alguien...
RWF: No van a asesinar a nadie. ¿Por qué iba nadie, en una sociedad así, a desarrollar la agresión y querer matar a alguien? Todos podrían tenerlo todo. La humanidad aprendería a no desear obtener todos los bienes materiales de la sociedad de consumo y considerarlos esenciales. La humanidad aprendería a desear a Bach.
Rainer Werner Fassbinder
n Y BIEN, RAINER... Por Wim Wenders
Berlin, 6 de marzo de 1992. Escrito para el catálogo de la retrospectiva de Rainer Werner Fassbinder con motivo del décimo aniversario de su muerte.
Y bien, Rainer, ¿cuándo te vi por primera vez?
Creo que fue en Schwabing, en un bar de la Türkenstrasse, el Bungalow. En el salón de atrás había dos flippers y en el de delante un juke-box. En las paredes había algunos carteles de películas. Bancos de madera, sillas de madera, mesas de madera con inscripciones arañadas. El Bungalow era un lugar minimalista.
Me acuerdo: delante del juke-box bailaba una chica, sola. Minifalda, el pelo rizado sujetado hacia arriba. Se llamaba Hanna. Y el tipo con el vaso de cerveza en la mano que pululaba por ahí durante horas, mirándola, ése eras tú. Érais una pandilla y hacíais teatro como podíais. La otra pandilla éramos nosotros, los “muniqueses sensibles”, estudiantes de la escuela de cine, directores como Klaus Lenke, Rudolf Thome o Martin Müller, y unos cuantos que escribían en una revista llamada “Filmkritik”.
Un día se supo que Rainer había rodado una película con Hanna, con muy poco dinero y en muy poco tiempo, “Katzelmacher” (1969). Entonces, a pesar de que no tenías estéticamente nada que ver con nosotros, los sensibles, te miramos con otros ojos. ¡Atención! ¡Habías rodado una película! En aquel momento era algo que la mayoría de nosotros sólo podíamos soñar.
Después, en mi recuerdo afloran unos años en los que nos veíamos sobre todo en la Filmverlag der Autoren, en una labor ardua pero solidaria para levantar una sociedad de producción y distribución junto con otros quince cineastas. Era la semilla del “Nuevo Cine Alemán”, una comunidad de intereses de carácter puramente organizativo y material. A diferencia de los directores de la Nouvelle Vague, por ejemplo, nosotros carecíamos de un programa estético o cultural que nos uniera, y durante todos los años que nos vimos con asiduidad y hablamos entre nosotros nunca se gastó una sola palabra en hablar de contenidos o lenguaje cinematográfico.
Otra vez, mucho tiempo después, nos encontramos en Hollywood durante una ceremonia de los Oscar. No recuerdo qué hacíamos allí los dos. En cualquier caso, ahí estábamos, realmente perdidos, enfundados en nuestros esmóquines en un pasillo donde, lejos de Alemania y por primera vez, nos preguntamos sobre nuestros respectivos trabajos.
Recuerdo otro encuentro más, en el cine Museum de Munich, bien entrada la noche. Querías enseñar a un puñado de amigos y conocidos una película que acababas de terminar y de la que estabas muy orgulloso. Vimos la copia de trabajo con la mezcla recién grabada de “El matrimonio de Maria Braun” (1979). Era una película elaborada con un cuidado insólito para tus circunstancias y se notaba que habías puesto en ella todo tu empeño hasta el final. Lo digo porque en algunas de tus películas parece que no las hayas controlado completamente, que durante el montaje o la posproducción ya estés trabajando en la siguiente. Ésta llevaba tu firma hasta el último detalle. Afuera, bajo la lluvia, al terminar la película, el grupito que te acompañábamos y te felicitábamos sentíamos una sorpresa y una emoción nueva para nosotros: de repente, el “Nuevo Cine Alemán”, era por una vez, por un momento, una comunidad conspiradora y la solidaridad algo más que un fin.
La última vez te encontré durante el festival de cine de Cannes en mayo de 1982. Había pedido a unos cuantos directores que vinieran a una habitación del hotel donde había una cámara y un Nagra para que, a solas con los aparatos, dijeran algo sobre el futuro del cine. Era casi mediodía y estabas en el bar del Hotel Martinez, pálido, terriblemente agotado, para el arrastre. Te describí el proyecto y la pregunta que planteaba y subiste a la habitación. Lo que dijiste e hiciste a solas ante la cámara no lo vi hasta pasados dos días. Y cuando, un par de meses después, conseguí por fin terminar de montar “Habitación 666” (1982), ya habías muerto.
Me acuerdo: llegué a Munich con el tren nocturno, salí a la plaza de la estación inundada por el sol y, entornando los ojos, vi los titulares en los kioscos anunciando todos la misma noticia. Rainer Werner Fassbinder había muerto. Me pareció tan incomprensible como evidente, como si todos hubiésemos tenido siempre claro que el viaje que desde hacía tiempo habías emprendido debía tener ese destino.
Ahora se cumplen diez años de tu muerte y todos vivimos desde entonces con una pérdida que nunca se hará tan pequeña, todo lo contrario: también echamos de menos las películas que podrías haber rodado en este tiempo.
So long.
Berlin, 6 de marzo de 1992. Escrito para el catálogo de la retrospectiva de Rainer Werner Fassbinder con motivo del décimo aniversario de su muerte.
Y bien, Rainer, ¿cuándo te vi por primera vez?
Creo que fue en Schwabing, en un bar de la Türkenstrasse, el Bungalow. En el salón de atrás había dos flippers y en el de delante un juke-box. En las paredes había algunos carteles de películas. Bancos de madera, sillas de madera, mesas de madera con inscripciones arañadas. El Bungalow era un lugar minimalista.
Me acuerdo: delante del juke-box bailaba una chica, sola. Minifalda, el pelo rizado sujetado hacia arriba. Se llamaba Hanna. Y el tipo con el vaso de cerveza en la mano que pululaba por ahí durante horas, mirándola, ése eras tú. Érais una pandilla y hacíais teatro como podíais. La otra pandilla éramos nosotros, los “muniqueses sensibles”, estudiantes de la escuela de cine, directores como Klaus Lenke, Rudolf Thome o Martin Müller, y unos cuantos que escribían en una revista llamada “Filmkritik”.
Un día se supo que Rainer había rodado una película con Hanna, con muy poco dinero y en muy poco tiempo, “Katzelmacher” (1969). Entonces, a pesar de que no tenías estéticamente nada que ver con nosotros, los sensibles, te miramos con otros ojos. ¡Atención! ¡Habías rodado una película! En aquel momento era algo que la mayoría de nosotros sólo podíamos soñar.
Después, en mi recuerdo afloran unos años en los que nos veíamos sobre todo en la Filmverlag der Autoren, en una labor ardua pero solidaria para levantar una sociedad de producción y distribución junto con otros quince cineastas. Era la semilla del “Nuevo Cine Alemán”, una comunidad de intereses de carácter puramente organizativo y material. A diferencia de los directores de la Nouvelle Vague, por ejemplo, nosotros carecíamos de un programa estético o cultural que nos uniera, y durante todos los años que nos vimos con asiduidad y hablamos entre nosotros nunca se gastó una sola palabra en hablar de contenidos o lenguaje cinematográfico.
Otra vez, mucho tiempo después, nos encontramos en Hollywood durante una ceremonia de los Oscar. No recuerdo qué hacíamos allí los dos. En cualquier caso, ahí estábamos, realmente perdidos, enfundados en nuestros esmóquines en un pasillo donde, lejos de Alemania y por primera vez, nos preguntamos sobre nuestros respectivos trabajos.
Recuerdo otro encuentro más, en el cine Museum de Munich, bien entrada la noche. Querías enseñar a un puñado de amigos y conocidos una película que acababas de terminar y de la que estabas muy orgulloso. Vimos la copia de trabajo con la mezcla recién grabada de “El matrimonio de Maria Braun” (1979). Era una película elaborada con un cuidado insólito para tus circunstancias y se notaba que habías puesto en ella todo tu empeño hasta el final. Lo digo porque en algunas de tus películas parece que no las hayas controlado completamente, que durante el montaje o la posproducción ya estés trabajando en la siguiente. Ésta llevaba tu firma hasta el último detalle. Afuera, bajo la lluvia, al terminar la película, el grupito que te acompañábamos y te felicitábamos sentíamos una sorpresa y una emoción nueva para nosotros: de repente, el “Nuevo Cine Alemán”, era por una vez, por un momento, una comunidad conspiradora y la solidaridad algo más que un fin.
La última vez te encontré durante el festival de cine de Cannes en mayo de 1982. Había pedido a unos cuantos directores que vinieran a una habitación del hotel donde había una cámara y un Nagra para que, a solas con los aparatos, dijeran algo sobre el futuro del cine. Era casi mediodía y estabas en el bar del Hotel Martinez, pálido, terriblemente agotado, para el arrastre. Te describí el proyecto y la pregunta que planteaba y subiste a la habitación. Lo que dijiste e hiciste a solas ante la cámara no lo vi hasta pasados dos días. Y cuando, un par de meses después, conseguí por fin terminar de montar “Habitación 666” (1982), ya habías muerto.
Me acuerdo: llegué a Munich con el tren nocturno, salí a la plaza de la estación inundada por el sol y, entornando los ojos, vi los titulares en los kioscos anunciando todos la misma noticia. Rainer Werner Fassbinder había muerto. Me pareció tan incomprensible como evidente, como si todos hubiésemos tenido siempre claro que el viaje que desde hacía tiempo habías emprendido debía tener ese destino.
Ahora se cumplen diez años de tu muerte y todos vivimos desde entonces con una pérdida que nunca se hará tan pequeña, todo lo contrario: también echamos de menos las películas que podrías haber rodado en este tiempo.
So long.
Rainer Werner Fassbinder
n FASSBINDER O LA FUERZA DE LA FORMA. Por Francisco Javier Gómez Tarín
En una larga entrevista que Fassbinder mantuvo con Wilfried Wiegand1, aparece una de sus premisas esenciales: Pienso que el arte oficial cumple la función de oprimir a las personas. En nuestra era de globalización, esta frase cobra todo su sentido porque el arte oficial es el institucional (homogeneizador a la baja, castrador, falsamente popular) y la “opresión” se ha disimulado con una supuesta atención a los gustos de las mayorías (previamente impuesto, claro está) que permite al poder de los media justificar la mediocridad de los productos audiovisuales por la cínica expresión de dar a la gente lo que la gente pide (véase cómo el término “gente” - antes “masa” - resulta claramente despectivo). Pues bien, Fassbinder, ya en los 70, sabía muy bien la estructura del mundo en que vivía y plasmó con nitidez en sus películas los mecanismos de opresión, las repercusiones sociales y la desesperación individual.
Y era consciente de algo más: los relatos vehiculan historias capaces de trascender los aspectos individuales para convertirse en testimonios colectivos, pero no basta con “narrar”, también es necesario encontrar una estructura formal que actúe como alternativa y ruptura de la institucional. La forma es el fondo, y el inmenso poder del cine de Fassbinder está precisamente en su forma.
No podemos aquí, por razones obvias, detenernos en el conjunto de su filmografía; en consecuencia reflexionaremos desde la gestión de un paradigma y estimaremos que los aspectos de éste son transportables al conjunto de la obra cinematográfica del autor que ahora revindicamos.
Ya reconocido Rainer Werner Fassbinder como uno de los realizadores más importantes del llamado “nuevo cine alemán”, La ley del más fuerte (Faustrecht der freiheit, 1975) puede considerarse una de sus obras más maduras, a lo que contribuye en buena parte su implicación personal y vivencial en el proyecto. El tema tantas veces tabú de la homosexualidad es abordado sin tapujos y desde una perspectiva que sabe extrapolar a ese ambiente marginal las relaciones de explotación y de clase propias del sistema económico-social y de género. Como base representacional hace uso del melodrama (la influencia de Sirk es notable) pero su cine tiene un alto componente de extrañamiento, fruto de la sobriedad en la puesta en escena y de la estilización interpretativa, que lo acerca a un planteamiento materialista-dialéctico.
El ente enunciador se sirve de un alto grado de transparencia para construir el relato. Ocurre aquí algo similar al ejemplo del free cinema, con un cambio profundo en cuanto a los temas y su actualidad e importancia social, así como con un componente ideológico altamente radical, pero con muy pocas variaciones formales respecto al modelo hegemónico. Ahora bien, si el free cinema busca un efecto de verdad y rentabiliza para ello la transparencia enunciativa, el cine de Fassbinder - y más concretamente el ejemplo que abordamos - está muy lejos de tal pretensión puesto que la verosimilitud no se pretende e, incluso, los intentos por construirla se ponen en evidencia (miradas a cámara).
Dos son los parámetros que generan esta negación del efecto verdad: la sobriedad en la planificación y la estilización. Efectivamente, el filme apenas hace uso de movimientos de cámara (la mayor parte de los planos son fijos y tampoco abunda el plano - contraplano) y el realizador impone una “distancia” a la mirada de la cámara, a veces provocada por elementos en primer término que enfatizan la profundidad de campo y en otras ocasiones por el mantenimiento del objetivo más allá de un marco del decorado, como puede ser una puerta o un ventanal.
La estilización podemos encontrarla en la construcción de los decorados y, sobre todo, en la disposición de los personajes en el seno del encuadre, siempre creando diagonales en profundidad y ralentizando el tiempo de su intervención (las miradas parecen paralizar el tiempo). Se rubrica de esta forma la frialdad, que preferimos denominar distancia, y a la que se suma una interpretación de carácter cuasi mecánico2.
Cuando hablamos de trazado en diagonal de los materiales en el seno del encuadre, nos estamos refiriendo tanto a las posiciones de los personajes y la relación entre ellas como a la inscripción de objetos que están presentes y son utilizados para ganar en profundidad o para la estilización de la toma. Así, tenemos un caso muy concreto en el contrapicado que muestra unos pies en primer término al comienzo del filme (luego se sabrá que pertenecen a los policías y, por lo tanto, están justificados diegéticamente) o en el posicionamiento del personaje tras los barrotes de la escalera, que recuerdan a una prisión y obedecen a un momento en que está sufriendo un fuerte impacto emocional por la actitud de su amante (relación espacio – sentido, que conecta claramente con las motivaciones expresionistas).
Salvo algún fundido aislado, la historia fluye por yuxtaposición de las distintas secuencias, que avanzan linealmente y se unen por corte neto. Puesto que hemos hablado de una aceptación, en líneas generales, del modelo transparente, el fuera de campo no está especialmente marcado y se puede detectar, sobre todo, cuando se dan juegos de miradas entre los personajes (habría que hablar aquí de los códigos gestuales específicos de los homosexuales) o cuando, por el efecto de alejamiento, la cámara permanece en una posición mientras se produce un diálogo entre lo que se encuentra frente y detrás de ella.
No quisiéramos concluir sin hacer una especial mención de la dimensión ideológica del filme, que aplica los parámetros de la explotación y engaño propios de la sociedad capitalista al mundo de los homosexuales, introduciendo sus propios niveles de clase y cultura (sin dejar de lado los problemas de género). Destaca en este sentido la complejidad del personaje del amante, Eugène, que procede de la alta cultura y de una clase acomodada y, sin embargo, no tiene escrúpulos en engañar a Franz hasta quedarse con todos sus recursos; lo paradójico del personaje - como resulta muy manifiesto en el filme - es que para conseguir sus objetivos Eugène se prostituye literalmente, usando a Franz hasta el extremo (la reacción del padre, el empresario, es muy sintomática).
Este proceso de explotación es analizado por el filme de una forma sistemática, recorriendo la gama de objetos de consumo (casa, muebles, decoración, coches, amantes, regalos, negocios) e incorporando a ella al ingenuo Franz, cuya capacidad cultural es mínima y, además, cree estar enamorado. El establecimiento de un paralelismo entre este análisis y las relaciones sociales globales se hace imprescindible y, por ello, la inmersión en el territorio de la homosexualidad es un síntoma que le sirve a FASSBINDER para ejemplificar algo que sucede a todos los niveles, utilizando en su discurso todos los medios a su disposición para desgranar la madeja.
Lo que presta una mayor garantía a este posicionamiento es la no exclusión del colectivo homosexual de los enfrentamientos de clase y, por lo tanto, la no glorificación
per se de la diferencia. Con todo, resultan un tanto chirriantes algunas frases de terminología político-revolucionaria, tales como calificar a un individuo de “proletario”, por ejemplo; pero esto hemos de relativizarlo cuando situamos la fecha del film (1975) en su contexto histórico preciso.
Este breve acercamiento a La ley del más fuerte, nos proporciona evidentes puntos de contacto con el conjunto de la obra de Fassbinder:
• Inmersión de las relaciones individuales en los aspectos de género
• Metaforización de las tramas personales hacia las colectivas: relaciones de poder-dominación, opresión, etc.
• Estructuración del espacio como entre antropomórfico directamente relacionado con las situaciones de los personajes
• Distancia (extrañamiento), frialdad, que rompe el esquema habitual de identificación espectatorial posibilitando una actitud crítica
• Recorrido por los diversos contextos históricos de la Alemania contemporánea
• Ruptura formal con los modelos dominantes y las estructuras del M.R.I.3, superando así el esquema clásico sin dejar de reivindicar elementos puntuales: expresionismo, referentes procedentes del cine de la República de Weimar, Douglas Sirk y el melodrama, Robert Bresson, Eric Rohmer (Le signe du Lion), etc.
Con Rainer Werner Fassbinder nos encontramos ante una parte primigenia de las esencias del cine. Sus películas requieren de nuestra participación, de un espectador crítico, de un lector insaciable capaz de sentir el goce de la fruición hermenéutica.
1 En Fassbinder, Paris, L’Atalante Editeur, 1982, traducción de Carl Hanser Verlag.
2 Eco aquí de los personajes bressonianos
3 Modelo de Representación Institucional, en términos de Noël Burch
Rainer Werner Fassbinder
LA DESESPERACIÓN DE RAINER WERNER FASSBINDER. Por Rafael Barriga
Sería toda una injusticia poner a Rainer Werner Fassbinder en el pináculo de la historia del cine solamente por su asombrosa e inagotable fertilidad. Es verdad: cuando Fassbinder murió de una sobredosis de drogas a la edad de treinta y siete años, había completado cuarenta y un largometrajes, seis series televisivas –incluyendo la mini-serie Berlin Alexanderplatz, de novecientos treinta y un minutos de duración– y veintiún obras de teatro como escritor y doce como director. Al mismo tiempo, por su extensa relación con varias generaciones de técnicos, profesionales y amateurs del cine, Fassbinder creó una infraestructura no vista antes en la Alemania de la post-guerra: estableció un sistema de división del trabajo cinematográfico y procuró una ética a toda una generación de cineastas.
Todo esto, por más novelesco y excesivo que parezca, es una mera sombra a la hora de pensar en el aporte histórico, expresivo, estético y político de su cine.
Su país, aquel que retrató con ira, miedo y aversión, la República Federal de Alemania, aquella que existió entre 1945 y 1989, fue descrita por Fassbinder desde un lugar incómodo y lánguido. Desesperado. Desde una postura de disidencia ideológica y política, y dotado de una fuerte militancia homosexual, el director muniqués habló en general sobre la ausencia de libertades en el panorama alemán de la post-guerra. Lo hizo usando el melodrama como narrativa, captando la esencia de la desazón y la crueldad de la vida urbana, la cruda y mecánica realidad de la familia y el trabajo. Fotografió con ahínco, además, aquellas vidas que, como la suya, eran vividas en el filo de una navaja: en aquel lugar imposible, donde la angustia y el miedo corroen el alma y la ansiedad trae lágrimas amargas.
En 1971, en el museo del cine de Munich, Fassbinder conoció personalmente a su paisano Douglas Sirk, el director de los melodramas clásicos de Hollywood. Fassbinder admitiría mucho después que la obra de Sirk se convirtió en su verdadera musa, especialmente las películas Lo que el cielo permite (1955), Imitación a la vida (1959, exhibida el mes pasado en OCHOYMEDIO), y Escrito en el viento (1956). Fassbinder admiraba la habilidad de Sirk en codificar potentes comentarios sociales dentro de un estilo y una narrativa completamente melodramática. Alí: la angustia corroe el alma (conocida también como Todos nos llamamos Alí, 1974) una de las emblemáticas cintas de Fassbinder, es una interpretación personal de Lo que el cielo permite, en donde los amores contrariados se definen en la condición social, la edad o la raza. En Alí: la angustia corroe el alma una mujer de clase trabajadora se enamora y se casa con un inmigrante árabe mucho más joven que ella. Su amor estará sujeto a la fiscalización de una sociedad brutalmente racista. Sirk había contado su historia en el ambiente de un lujoso club social, y el amor se encontraba descarriado por temas de clase y edad. En ambos casos, la expresión visual es minimalista y la trama es acicalada por los clásicos elementos del melodrama: emociones inducidas por secuencias fuertemente musicalizadas, acciones sentimentales dramatizadas hasta el extremo, tramas dotadas de romances imposibles entre dos seres impares y tragedias familiares de cuantiosa estima. Es decir, del material del que está hecha la vida tal como es. El melodrama es, además, un género caracterizado por el exceso emocional, estilístico y existencial. Colores fuertes y brillantes, símbolos expresivos, diseños refulgentes, son parte del mundo de Fassbinder. Y el exceso es, ciertamente, lo que podría definir a la vida profesional y personal del director alemán –exceso de trabajo, de sexo, de alcohol y drogas, de talento… Muchas veces, el exceso en sus filmes es controlado y distanciado, como en muchas de las secuencias de violencia de sus películas anteriores a 1970.
Otras veces, sobre todo en los setentas, explosiona en imágenes de furia, como en ¿Porqué se vuelve loco el Señor R.? (1970), y en muchas otras películas donde el sexo y la violencia son filmadas sin pudor alguno.
Para Rainer W. Fassbinder, el melodrama es su intento de hacer cine genuinamente popular: uno que llegue sin tropiezos a audiencias de todos los terrenos de la vida. No siempre logró su cometido: muchas de sus cintas fueron pobremente recibidas por los grandes públicos. Aun así, el género, pensaba Fassbinder, asignaba un rol activo a la audiencia en el proceso de recepción de los mensajes.
Maestro de la ironía, Fassbinder usaba el melodrama no tanto para poner a sus personajes en situaciones de miseria, como para exponer el vicio de los mecanismos sociales, culturales y políticos que la sociedad impone en ellos. Es en este plano de denuncia, en donde Fassbinder vuelve a acercarse a Sirk, y donde se diferencia del establecimiento melodramático estándar: para él, el melodrama era una estrategia, un medio por el cual procuraba llegar a un fin de querella. Si el melodrama tradicional puede ser desdeñado por su simplista dicotomía entre el bien y el mal, por su controvertible lección moral y por su permanente representación de personajes estereotipados, Fassbinder se esforzó por contradecir el supuesto mandato. En su melodrama la línea divisoria entre cielo e infierno está sutilmente punteada, acaso sugiriendo, con su particular pesimismo, que ese cielo es imposible de obtener; que la vida es un esfuerzo inútil, que el amor es más frío que la muerte.
Decir que los filmes de Fassbinder eran provocadores e iconoclastas sería quedarse corto. En ocasiones su comentario político era crudo, descarnado y evidente. La tercera generación (1979) responde al momento político de los asesinatos de Baader – Meinhof, una milicia de izquierda que asesinó a 34 personas vinculadas con el estado. Fassbinder pensaba que el estado alemán era perfectamente capaz de inventar un grupo terrorista para imponer su propio estado totalitario.
Su defensa personal al grupo le causó investigaciones policíacas y descrédito general en el ambiente conservador alemán. Hay que decir que, también, Fassbinder nunca fue bien visto por las izquierdas. En otras ocasiones su observación pasaba por las generalidades de una sociedad injusta, indolen te con los seres diferentes o con los que llevan el dolor a cuestas. En El soldado americano (1970) la trama de gángsteres y proxenetas presenta una vida urbana deprimida.
Fox y sus amigos (1974, protagonizada por el propio Fassbinder) es la crónica del desempleo y la desesperanza. En Alí: la angustia corroe el alma, la pareja protagonista, atípica e interracial, es asolada y segregada por una presión social que se vuelve sistemática y cruel. En todas estas películas, y en muchas otras, Fassbinder no reclama para ellas un estilo de realismo social, que en Europa tomaba aliento en aquellos momentos.
Por el contrario, él imponía un estilo que no tenía miedo del glamour y la distancia. La sospecha, la traición, la desesperación: esas son las respuestas de Fassbinder a la pregunta de cómo ser un personaje político. Él filma el fracaso de la emancipación popular y a la gente atada a su propia subyugación y derrotada por el peso de la presión social. La soledad, los nervios, la ansiedad, son los estados de ánimo que él escoge para sus personajes.
Lo hace, porque aquellos son estados constantes de su personalidad. Así, Fassbinder va creando una saga de historias y personajes de hechura profundamente personal. Lo político, la denuncia, la humillación, se vuelven entonces asunto privativo de su conciencia, tanto como el dolor, el sufrimiento y la soledad. Su propia vulnerabilidad y auto- laceración estaban permanentemente retratadas.
El panorama general es claro: oscuro pesimismo; execrable padecimiento.
Cuando Fassbinder contaba con treinta y cuatro años de edad, se embarcó en lo que al final sería su proyecto fílmico más ambicioso: la creación de una trilogía que pueda contar, con su muy particular estilo personal, la historia de la República Federal de Alemania desde el fin de la guerra hasta aquellos momentos de finales de la década de los setenta.
Tomó las vidas de tres sobresalientes mujeres alemanas y dirigió El matrimonio de María Braun (1978), Lola (1981) y La ansiedad de Verónica Voss (1982).
La obsesión del movimiento cinematográfico llamado “Nuevo Cine Alemán” (formado por Fassbinder y, entre otros, Wim Wenders, Werner Herzog, Volker Schlöndorff, Margarethe Von Trotta, Alexander Kluge) en presentar la gran crisis de identidad sufrida por Alemania desde el fin de la Segunda Guerra Mundial tuvo su punto culminante en esta trilogía, y en otras películas de Fassbinder notablemente interesadas con la historia (por ejemplo Lili Marleen, de 1981, sobre la famosa canción que fue un himno para nazis y anti-nazis; Effi Briest, de 1974, sobre los estrictos códigos morales de los prusianos en tiempos de Bismarck; y la serie televisiva Berlín Alexanderplatz, de 1980, que narra su trama a partir la historia de la ciudad durante el siglo veinte.)
Fassbinder despliega en su mirada histórica una versión particular de Alemania que ningún otro director pudo o supo ofrecer. Una mirada que abarca toda la geografía del país, desde el norte hasta el sur, y que cubre diferentes clases sociales y categorías de ciudadanos –aristócratas, trabajadores, delincuentes, desclasados, prostitutas, gánsgteres, empresarios–, el espectro total de los tipos sociales. Si, para historizar, algunos de los grandes directores de cine han tomado a la familia, o a las sagas familiares, como sujetos para el estudio de la historia, Fassbinder se desligó siempre de aquello. Su noción de la familia es absolutamente dispar: es una versión anarco-socialista que incluye cualquier comunidad cuyos integrantes tengan algo en común –hombres y mujeres viviendo juntos, comunidades, etc.– y donde, al mismo tiempo, aparecen lazos donde el erotismo y la sexualidad son muy íntimos y agresivos. La historia de Alemania es, además, la historia sexual de Alemania. Fassbinder entrega así, en toda su obra histórica, un diagnóstico preciso, no solo de la vida social y pública de sus personajes, sino también de sus talantes sexuales.
En 1982, cuando Fassbinder murió de una colosal mezcla de pastillas y alcohol, su nombre aparecía con demasiada frecuencia en las páginas de escándalo de los diarios amarillos. Su vida de violencia y bohemia, sus amantes suicidas, su combinación excesiva de todo –desde el kitsch hasta el marxismo, desde Brecht hasta el melodrama de Hollywood– resultaban componentes incómodos para el establishment del cine alemán. Nunca fue en vida reconocido en su país como el gran definidor nacional que en realidad era.
Solo después de su muerte, y con la insurgencia de una nueva “escuela cinematográfica”, liderada por hijos naturales del cine de Fassbinder, como Fatih Akim (Contra la pared de 2005, Al otro lado, 2007, protagonizada por Hanna Schygulla, la actriz preferida de Fassbinder), Fassbinder ha entrado de lleno al imaginario cultural de Alemania y Europa.
En el 2005 se celebró su cumpleaños número sesenta, y por primera vez las cinematecas de Europa presentaban, como lo hizo el Centro Pompidou en París, las obras completas del realizador en retrospectiva. Era el reconocimiento, algo tardío, del hombre que tocó sin pudor y con gran desesperación todos los puntos sensibles de un país que se estaba construyendo.
EL CERDO IDEALISTA. Por Francisco X. Estrella
“Un año con trece lunas” nos remite al balbuceador por excelencia: Beckett
And here by the Seine / Notre-Dame casts / A long lonely shadow / Now-only sorrow / No tomorrow / There’s no today for us / Nothing is there /For us to share. “A song for Europe”, Roxy Music
Indispensable otro tono o, mejor, ninguno. Fassbinder desbarra, Fassbinder delira, Fassbinder expira: 1978, año séptimo, de tragedia, durante el cual el Amargo rueda Un año con trece lunas. Indispensable otra forma: Fassbinder apela al balbuceo, al fragmento, a la ira. ¿Qué busca? Él, el matarife del milagro alemán, proxeneta de sus rameras y enfermero de los imbéciles, él, que ha sido escalpelo de carnes pálidas y estuprador de pieles negras busca con desesperación otra cosa. Palpita su corazón voluptuoso y anti-épico y persigue, antes del campanazo final, la desintegración. De abismo en abismo, su cine se ha convertido en piedra de toque del alma burguesa europea: aunque intentó evitar su retrato bajo la creencia de que escudriñar sus dilemas era menos válido que destripar el alma de los marginales, su cámara es un artefacto terrorista que incendia el subterráneo del espíritu burgués.
De la prostitución que la burguesía ha debido patear para sobrevivir entre flamas dan cuenta El matrimonio de María Braun, Lola y Lili Marleen. Pero el filósofo Adorno ha vaticinado que no hay forma posible de poesía tras Auschwitz, y Fassbinder no es más que una voz postrera. El desvarío, la indefinición, el anonimato y la depresión conquistan sus filmes y los habitan a placidez: Petra von Kant y su pasión enfermiza, la abnegada Effi Briest, Verónica Voss atenazada por sus recuerdos, María Braun devorada por las brasas del nuevo bienestar. Fassbinder atestigua que los amantes no escapan a la desintegración y acaso la propician, que hombres y mujeres y sus lazos cumplen servilmente los preceptos de amo y esclavo hasta la putrefacción de sus estrategias dominantes y rebeldes; los amantes son filamentos de odio que profieren amor. Tampoco en Un año con trece lunas Fassbinder los identifica malvados por naturaleza aunque, al fin y al cabo, terminan por destruir sus vidas. Deshecha la conciencia en sus hilos más sensibles, el Amargo desgajará el tono hasta destruirlo.
En consecuencia Un año con trece lunas acaso sea el monólogo de un muerto o el balbuceo de un sujeto en caída, indefinido y transexual. La organización del filme –juego coral, nuevo teatro alemán y teatro del absurdo como recursos identificables– nos remite al balbuceador por excelencia: Beckett. Cansado de sus malditas películas como profana uno de los personajes, Fassbinder toma como pretexto el suicidio (se asevera que Un año con trece lunas es una teoría finalista y necesaria de la autoeliminación, concebida a partir del suicidio del último amante de Fassbinder, Armin Meier) para ratificar que entre la violencia y la muerte, Fassbinder siempre escogerá lo peor: la violencia. Pero será el presente contemporáneo quien tartamudee sus palabras finales como en Beckett. El filme se sabrá pastoso, sanguinolento, febril y fracturado, arrollado en esa voluptuosa suciedad patrimonio del porno que atrae y repele.
Disgregados sus diez u once episodios, a cual más orate y desesperado, Un año con trece lunas sospecha que cuando un autor cambia de tono está próximo su canto de cisne.
En el caso de Fassbinder el acorde conclusivo es el corredor de un agrio mundo a través del cual el indefenso y buen salvaje se aleja: “si el Año de la Luna resulta ser a la vez un año con trece lunas nuevas, pueden sufrir grandes catástrofes personales”, reza el anuncio, alegre como el Adagietto de la Quinta de Mahler (el mismo de la Muerte en Venecia), triste como una tonadilla de Nino Rota ridiculizando los besos, o antiheróico como “A song for Europe” de Roxy Music, señales en esta dantesca e invertida Commedia que podríamos rebautizar La muerte del animal: no más que sangre caliente o Canción de muerte para un cerdo idealista llamado Fassbinder.
¿UNA TREGUA DE GUERRA O DE AGUA? Por Andrés Barriga.
Lili Marleen habla de una canción y una cantante de un país travestido por la historia.
Rainer W. Fassbinder parece que buscó mucho tiempo aquel tema perfecto que le permita poner en escena las swásticas nazis y burlarse de ellas. Escogió un relato extraído de la mitología germana, nutrido de un travestismo de exportación, que definió en su momento al Tercer Reich y, para alimentar la leyenda, lo destruyó después. ¿Es Lili Marleen la canción o la persona que la canta?
Simbólicamente es ambas. Lale Andersen, a quien todos llaman Lili, no sabemos si por contracción amigable de Lale o por ser la cantante de la canción que da nombre al filme, sufre de desamor y de gloria simultáneamente.
Durante la Segunda Guerra Mundial Lili y su novio judío-suizo Robert Mendelsson se ven obligados a separase por esfuerzos que el padre del novio hace para que su hijo no se mezcle con una germana en pleno conflicto. Lili, cantante de cabaret, y lejos de su amado, finalmente llega al estrellato después de haber grabado una canción cuya letra fue escrita por un soldado alemán durante la Primera Guerra Mundial y la música puesta por el pianista del cabaret.
Bajo la linterna, frente a mi cuartel / Sé que tu me esperas, mi dulce amado bien… /Y tu corazón al susurrar / Bajo el farol, latiendo está… /Lili… Mi luz de fe /Eres tú… Lili Marleen.
La canción rápidamente es difundida por la radio con insistencia, las tropas alemanas ubicadas en territorios ocupados se enamoran de Lili. Escuchan la canción antes de bombardear al enemigo. La canción se hace tan popular que rebasa las fronteras y distintas traducciones circulan en Europa durante la Guerra.
Fassbinder insiste en la absurdidad de la guerra cuando los soldados detienen los enfrentamientos en el instante que Lili Marleen pasa por la radio. Una canción de tregua, la de ambos bandos. El régimen nazi, para mantener la moral de las tropas utiliza la popular canción con intenciones propagandísticas. En un momento Goebbels encuentra demasiado sentimental y morbosa a Lili Marleen…
Cuando llega un parte y debo marchar / Sin saber querida, si podré regresar… /Y sé que me esperas siempre fiel / Bajo el farol, frente al cuartel… /Lili… Mi luz de fe. / Eres tú… Lili Marleen…
…pero cuando se entera de que el régimen británico dio la noticia de que los nazis habían capturado a Lili Marleen y la habían asesinado en un campo de concentración, Goebbels obliga a sus oficiales a instrumentalizar la canción y la cantante con fines propagandísticos.
Existe la idea de un travestismo que maneja el realizador alemán. Una canción que se escucha de un lado y de otro de las trincheras. En un momento soldados alemanes se acercan a una tropa, pensando que porque escuchaban Lili Marleen eran de su propio bando, y terminan acribillados. Hay un travestismo en Lale, más conocida como Lili, que firma autógrafos como Marleen, viste como cantante y novia del soldado solitario de la canción. Lale a su vez, es por un lado novia de un judío prisionero y torturado por la canción y por el otro disfruta de las bondades del régimen nazi.
Si en el frente me hallo, lejos ¡ay! de ti /Oigo que tus pasos se acercan junto a mí…Y sé que allá me esperas tú /Junto al farol… plena de luz /Lili… Mi dulce bien /Eres tú Lili
Marleen.
Fassbinder logra hablar de un país travestido desde su historia misma. Sostenido en mitos “traidores” y traicionando a sus hermanos mismos cuando en los ochenta la Alemania Federal opta por el capitalismo recalcitrante.
Esta vez se alza un imperio que canta las canciones de Thatcher y Reagan. Fassbinder, el enfant terrible del cine alemán, respondía a aquella tradición germana del inconformismo, tan ausente y extrañada hoy en día.
UNA MUJER CON LUCES Y SOMBRAS. Por Patricio Burbano
“La ansiedad de Veronika Voss” es una mirada a la decadencia de una época y a la historia de una nación
La escena es memorable: un teléfono repica incesante en medio de la noche. El periodista Robert Krohn es invitado a un encuentro con Verónica Voss, una enigmática y hermosa estrella de cine en decadencia. La cita se da en un lujoso restaurante. Verónica se queja al camarero por la horrible iluminación de su mesa, le exige que apague las luces y encienda únicamente un par de velas. “Luces y sombras: los dos secretos del cine” le dice la actriz a Krohn mientras sostiene un candelabro con su mano derecha. “No entiendo mucho de cine” confiesa Krohn. “No importa” responde sonriendo Verónica “lo puede estudiar en mi”.
¿Pero qué significa la sugerente invitación que nos hace la actriz? Estudiar el cine desde Verónica Voss es hacerlo a partir de todas las grandes actrices de la historia: Vivien Leigh, Esther Williams, Elizabeth Taylor… No en vano la penúltima película de Rainer Werner Fassbinder no solamente es un homenaje explícito a todas ellas, sino que es además la doble reformulación que el director alemán hace de una actriz y de un personaje: Sybille Smith, una de las más importantes actrices alemanas durante la República de Weimar, en pleno esplendor de los estudios UFA, y Norma Desmond, personaje principal de Sunset Boulevard del gran Billy Wilder.
Al igual que Sybille Smith, Verónica Voss es una mujer que lo perdió todo por su adicción a la morfina, volviéndose prácticamente esclava de la doctora que la mantiene prisionera en su propia casa. Y como en Sunset Boulevard, un escritor mediocre entabla una relación amorosa y dependiente con ella.
En esta película Fassbinder rinde también un homenaje a sus maestros, los expresionistas alemanes. No en vano la fotografía está en blanco y negro, con una iluminación de luces y sombras muy contrastada que recuerda la estética que trabajaron directores como Fritz Lang, Georg W. Pabst o Murnau.
Fassbinder emplea un montaje paralelo que nos refleja el estado de conciencia delirante de Verónica Voss, capaz de vivir dos temporalidades y dos realidades simultáneamente.
En una de las escenas más sugerentes y extrañas de la película vemos a la actriz atrapada en su pequeña habitación, tratando desesperadamente de escapar, y al mismo tiempo la vemos celebrando en su vieja mansión acompañada por sus viejos amantes, admiradores y amigos.
La implicación personal del director alemán con sus películas es notable. Él mismo intervino como actor en muchas de ellas. En La ansiedad de Verónica Voss, Fassbinder aparece brevemente en la primera escena, sentado detrás de la actriz en una de las butacas del cine donde ella contempla la película de su propia vida.
Para quienes saben de la atormentada vida íntima de Fassbinder, tampoco les sorprenderá encontrarse con el actor Günther Kaufmann, el gran amor de su vida, interpretando un rol secundario (aparece como uno de los custodios de Verónica).
Con esta película, tercera y última parte de una trilogía que completan El matrimonio de
María Braun y Lola, Fassbinder cierra su ciclo sobre la Alemania de los años cincuenta.
La ansiedad de Verónica Voss es la lucha de una mujer por sobrevivir a pesar de si misma, de la decadencia que le siguió al esplendor de una época, y es al mismo tiempo, la historia de una nación vista por la mirada escéptica de uno de los más grandes directores de todos los tiempos.
MARÍA: VÍCTIMA DE LO ABSOLUTO. Por Christian León
“El matrimonio de María Braun” de Fassbinder presenta a un personaje complejo durante una época de Zozobra.
Fassbinder hizo un cine de mujeres. Como Max Ophüls y Douglas Sirk, el enfant terrible del nuevo cine alemán creó una dramaturgia fundada en el deseo femenino. Su filmografía está repleta de mujeres fuertes y atormentadas como Veronica Voss, Effi Briest, Petra von Kant, Lola, Martha y Lili Marleen. Alejado del estereotipo del bello objeto amoroso, hizo de la mujer un ser abyecto que navega libremente por las tormentosas aguas de las más altas y bajas pasiones.
El matrimonio de María Braun (1978), Lola (1981) y La ansiedad de Veronica Voss (1982) configuran una trilogía que reflexiona sin ningún idealismo sobre la mujer en el contexto de la crisis política, económica y cultural después de la derrota alemana de la Segunda Guerra Mundial. El conjunto presenta tres de las más turbulentas antiheroínas que hicieron célebre a Fassbinder y le adjudicaron el calificativo de “misógino”.
Acusación frente a la cual el director gay respondió: “Las mujeres, como los demás miembros oprimidos de la sociedad, tienen que realizar acciones bajas e inmorales para sobrevivir, lo que explica el tipo de opresión a que están sometidas”.
El matrimonio de María Braun presenta quizá al personaje femenino más complejo e indiscernible del realizador alemán. Con una prolija ambientación y un sobrio realismo la película reconstruye el ambiente post-apocalíptico de caos, crisis social y descomposición moral de la postguerra. En la primera escena del filme, María contrae matrimonio en medio de un bombardeo, la gente huye, documentos y papeles vuelan por los aires.
Inmediatamente se la observa buscando a su marido desaparecido en combate. Un magistral paneo de trescientos sesenta grados retrata la desintegración familiar, la pobreza, la destrucción.
En medio de la crisis y el caos, María pasa de simple ama de casa a ser una mujer fría y calculadora que es capaz de hacer cualquier cosa para conseguir sus objetivos.
Reencuadres a través de puertas y ventanas llevan a los espectadores a convertirnos en voyeurs de esta transformación. Poco a poco, surge frente ante nuestra mirada cómplice una mujer fuerte que se produce a sí misma más allá de los imperativos morales. Ningún hombre tiene derecho sobre María. Ella elige a quien amar y por qué luchar. Trabajará como prostituta, traductora y finalmente decide transformarse a cualquier precio en una empresaria exitosa para traer a su lado al hombre que ama y espera desde hace 10 años.
Como La mujer y el extraño (1985) de Rainer Simon, El matrimonio de María Braun trabaja sobre el trauma de la postguerra y sus efectos en el deseo, el amor y en la vida íntima. Sin embargo, Fassbinder quiere ir más lejos. Parece decirnos que el fin de la guerra trajo una crisis de la masculinidad, un ambiente propicio para el despliegue de la mujer. Los hombres en el filme están reducidos a su mínima expresión. Hay un marido desaparecido, un abuelo sordo, un médico drogadicto, un cuñado pusilánime. Nadie tiene la intensidad y la pasión de María. El mundo corroído y debilitado por la guerra no está preparado para ella. Hannah Schygulla, la actriz que interpretó a María, dijo alguna vez que el personaje es una “víctima de lo absoluto”. No se equivocó.
El trágico final de María Braun no tiene nada de casual, es el justo precio que ella paga por su pasión absoluta en una mala época para los sentimientos fuertes.
“EL MIEDO CORROE LAS ALMAS”
Tres fragmentos tomados literalmente del guión de la película “Alí: el miedo corroe el alma”, una de las más importantes películas de R.W. Fassbinder. La escritura de los diálogos y las situaciones es alegórica y demostrativa del cine alemán.
Alí, un inmigrante marroquí en Alemania, en sus treintas es alto, joven y fuerte y Emmi, una mujer pequeña, de sesenta años de edad y evidentemente olvidada por la vida, se conocen en un bar. Él se ha ofrecido a acompañarla hasta el portal de su casa, donde se refugia porque llueve.
ALÍ: ¿Esta es tu casa?
EMMI: Sí. Quédese un rato. Puede que entretanto deje de llover. Si no se va a resfriar y yo tendría la culpa.
ALÍ: ¿Cuál su trabajo?
EMMI: Ah, yo...
ALÍ: ¿Sí?
EMMI: No me gusta contarlo. La miran a una de un modo tan raro...
ALÍ: Yo no mirar raro.
EMMI: No, usted no. Pues yo... yo hago limpieza, soy señora de la limpieza.
ALÍ: ¿En empresa grande?
EMMI: Bueno... hay mucha crisis. Trabajamos sin parar. Hay ocho plantas, ¿sabe? Somos cuatro, cada una hace dos plantas. Una por la mañana y otra por la tarde. Entremedias libramos. Así que hago limpieza por mi cuenta... Hoy en día hay pocas mujeres de la limpieza, ¿sabe?... Tendría que llevar trajes claros: le sentarían mejor que los oscuros (dirigiéndose a Alí).
ALÍ: ¿Yo traje claro? ¿Por qué?
EMMI: No es asunto mío, pero pienso que esa ropa oscura parece un tanto triste, ¿no?
ALÍ: No sé. Puede...
EMMI: Qué gusto da hablar con alguien. Estoy muy sola, ¿sabe?... En realidad siempre. Mis hijos tienen sus propias preocupaciones.
ALÍ: ¿Tú muchos hijos?
EMMI: Tres. Dos chicos y una chica. Todos casados.
ALÍ: ¿Dónde? ¿Otra ciudad?
EMMI: No, aquí, pero tienen su propia vida... Nos vemos de vez en cuando, en fiestas o así pero...
ALÍ: En Marruecos la familia siempre junta. No mamá sola. Mamá sola no bueno.
EMMI: Sí. Cada cuál tiene sus costumbres... Voy a ver si sigue lloviendo... Sigue lloviendo. Quizás...
ALÍ: ¿Sí?
EMMI: ¿Por qué no sube un cuartito de hora? Yo preparo el café. Seguro que después ha dejado de llover. ¿Le parece?
ALÍ: Claro, pero...
EMMI: ¡Venga! Nos pasamos la vida diciendo “pero” y así nos va... Tonterías: usted sube conmigo. Aún tengo una botella de coñac. ¿Le gusta el coñac?
ALÍ: ¿Coñac? Si.
EMMI: La compré las pasadas navidades. Beber sola no es divertido.
Ya en la casa, Emmi se encuentra muy acompañada y no quiere que Alí se vaya todavía...
EMMI: Venga, tómese otra copa. Diez minutos más, ¿vale?
ALÍ: Ahora último tranvía. Tranvía se va. Alí a pie.
EMMI: Pues... ¿dónde vive usted?
ALÍ: Muy lejos. Calle Hoffman.
EMMI: Ah, la calle Hoffman. ¿Tiene un cuarto allí?
ALÍ: Sí, cuarto... con cinco compañeros más. Seis. Cuarto pequeño.
EMMI: ¿Seis hombres en un cuarto pequeño?
ALÍ: Tres camas ahí, otras tres ahí. Kif-kif.
EMMI: ¿Kif-kif?
ALÍ: Kif-kif en árabe “da igual”.
EMMI: Kif-kif... suena gracioso... Pero seis hombres en un cuarto... es una indignidad.
ALÍ: Árabes no humanos en Alemania. Antes sí, pero con atentado Munich nada bueno.
EMMI: ¿Sabe qué? Va a beberse otra copa y le preparo una cama en condiciones. Hoy se queda a dormir aquí.
ALÍ: ¿Alí duerme aquí?
EMMI: Sí. Vive usted lejos, son seis durmiendo en un cuarto y además es usted simpático.
ALÍ: Tú simpática. Mucho simpática.
EMMI: Gracias.
Pero Alí no puede dormir y va al cuarto de Emmi...
ALÍ: Alí no duerme. Muchos pensamientos en la cabeza. Quiero hablar contigo, ¿sí?
EMMI: Muy bien. Siéntese, por favor.
ALÍ: Alí también muy solo. Siempre trabajar, siempre beber. Nada más. Quizás alemanes piensan verdad: árabes no son hombres.
EMMI: Qué bobada. No piense eso. Usted ha dicho que pensar demasiado entristece. En el fondo, es lo contrario: la tristeza hace pensar. Sí, claro ¿Qué hacemos con nuestra vida...? Mes tras mes, año tras año. Todo se acaba enseguida y... ¿qué es lo que hemos vivido?
Tras dormir juntos, desayunan por la mañana...
EMMI: Quizás...
ALÍ: ¿Sí?
EMMI: Eh, nada. Pensaba que ya soy una anciana.
ALÍ: Tú no anciana. Tú muy buena. Gran corazón.
EMMI: ¿Sí? Dios mío (se echa a llorar).
ALÍ: No llorar, por favor. ¿Por qué llorar?
EMMI: Porque soy tan feliz y tengo tanto miedo.
ALÍ: No miedo. Miedo no bueno. Miedo comer el alma.
EMMI: ¿El miedo se come al alma?... Suena bien. ¿Es un dicho árabe?
ALÍ: Sí. Todos árabes dicen eso.
Alí y Emmi acaban casándose al poco tiempo, pero los hijos de aquélla, los vecinos y la sociedad en general los rechaza. Sentados en un parque mientras son observados por un grupo de personas, conversan...
ALÍ: Nos miran todos.
EMMI: ¿Y qué? Nos tienen envidia.
ALÍ: No entender “envidia”.
EMMI: Envidia es no soportar que alguien tenga algo.
ALÍ: Entiendo.
EMMI: Pura envidia es lo que nos tienen todos. Alí, Alí (se echa a llorar).
ALÍ: ¿Por qué lloras?
EMMI: Porque... soy tan feliz... pero también porque no aguanto todo esto. El odio de la gente, de todos. Hay veces que me gustaría estar sola en el mundo y no tener que encontrarme con nadie. A veces hago como si no me afectase, pero claro, me afecta. ¡Emmi está fastidiada! (sigue llorando). Nadie te pone buena cara. Todos te miran con odio… (mirando al grupo de personas que los observa) ¡Son unos cerdos! ¡Unos asquerosos cerdos! ¡Dejen de mirar, cerdos inmundos! ¡Es mi marido! ¡Mi marido!.
ALÍ: Te quiero... te quiero...
EMMI: Yo también te quiero.
DOCK BOGARDE SOBRE FASSBINDER
El actor de clásicos como “Muerte en Venecia”, de Visconti, o “Daddy Nostalgia”, de Tavernier, habla de su experiencia con Fassbinder en el rodaje de “Desesperación”
Terminé mi papel en Desesperación (1978) antes de que acabara el rodaje, y Rainer decidió que habría una gran fiesta de despedida en el hotelito donde estábamos alojados.
Era agradable, tranquilo, construido a orillas de un enorme lago, con una terraza desde la que se veía la ciudad al otro lado. Estaba sentado al atardecer tomando una cerveza cuando llegó Rainer y se sentó a mi lado. No era habitual. Después del trabajo siempre se metía en su habitación con un grupo de amigos íntimos y raras veces se le veía de nuevo hasta la mañana siguiente en el plató. Rechazó una cerveza, encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del otro, que lanzó a las tranquilas aguas vespertinas del lago: “He venido a darte las gracias por el Hermann que hiciste posible para mí. Espero que sea nuestro Hermann, al igual que su locura es un poco nuestra locura”, dijo. Sonreía, con mucha timidez. “Yo también lo espero. Debo ser yo quien dé las gracias”, le respondí. “¡No! Yo doy las gracias. Te agradezco las cosas que aprendí de ti, cosas que no sabía antes. Te agradezco que demostrases autoridad sin miedo. Normalmente la autoridad va acompañada del miedo, pero tú me has enseñado una manera de combinar la autoridad con la libertad”. Se detuvo y miró al otro lado del lago. Prosiguió: “Hasta ahora sólo sabía eso en teoría; es una de las cosas más importantes para el trabajo y la vida”. “Me he sentido muy feliz trabajando contigo, Rainer. Tú lo sabes. ¡No me importa no volver a hacer otra película! Me has estropeado para otros”, le dije. Sonrió, se frotó el ojo con un dedo rechoncho, dejó caer el cigarrillo en el charco de cerveza que había en la mesa, se encogió de hombros, aplastó la colilla y dijo: “En la vida... es probable que haya más desesperación que otra cosa pero, y eso es lo que yo pienso, la vida es eterna y el fin es infinito. Y eso significa que no es tan triste como parece”. Se levantó de repente, dijo “Danke” y se alejó rápidamente. La gente llamaba desde el bar, la noche había empezado. Rainer no apareció en la fiesta. Yo sabía que no iría. Nos habíamos despedido. Para mí no hay duda que Desesperación es una gran película: se convirtió en un éxito de crítica, pero fue un fracaso de taquilla por razones que no puedo determinar. Se trata de una auténtica pieza de museo, un detallado e increíble estudio de la locura realizado por un brillante director. Y eso, quizá, puede ser uno de sus defectos para el público: molesta ver la locura. Hace sentirse a la gente incómoda e inquieta.
Con frecuencia se llama al cine el Séptimo Arte, y quizá lo sea. Ciertamente hombres como Resnais, Losey, Visconti y Fassbinder fueron artistas cuyas obras han sido siempre una lucha desesperada contra los grandes negocios. Las grandes dinastías judías ya no tienen el poder: los que eran, al fin y al cabo, la gente de cine. Hoy el cine está controlado por grandes firmas como Xerox y Gulf and Western, que negocian con cualquier cosa, desde objetos sanitarios hasta propiedad inmobiliaria.
Estos grandes conglomerados, sin rostro, sin alma, sólo se preocupan de sus beneficios, no de la obra de arte. La gente del cine se ha hecho vieja, les han comprado sus acciones y han huido al retiro de Palm Springs o Palm Beach asombrados, desplazados, desconcertados por la liquidación del cine que conocieron y que probablemente haya desaparecido para siempre.
El Séptimo Arte ya no es más que una pequeña parte de los grandes negocios. ¡Y la televisión domina! ¿De acuerdo? Es una cuestión de pérdidas y ganancias. Es inútil ser soberbio ante un fracaso comercial, y la mayor parte de las películas que elegí deliberadamente hacer en los últimos años fueron eso por regla general. O por lo menos eso me dijeron siempre los hombres de negocios.
A los críticos les pudieron gustar enormemente, pero los distribuidores huyen de lo que ellos llaman “una película para los críticos” porque con frecuencia significa que el público no va... lo que es cierto en lo que concierne a las masas, y si no ganas dinero en la taquilla no te invitan a repetir. Pero yo he sido afortunado. Más que la mayoría. De modo que... ¿qué más da? Tomado del libro “Un hombre ordenado” de Dick Bogarde.
Textos extraídos de “Ocho y Medio” nro. 79 Marzo 2008.
Rainer Werner Fassbinder y Jeanne Moreau
n “VERONIKA VOSS” RAINER WERNER FASSBINDER. Por Serge Daney
Fassbinder no sabía que “Veronika Voss” sería su penúltimo film. En blanco y negro, profundiza en la galería de estrellas desdichadas por medio de las cuales ajustaba cuentas con la historia alemana. Una historia de droga, en última instancia.
El film transcurre en Munich, en 1955. Fassbinder tiene nueve años, y Adenauer setenta y nueve. Ya son diez años de posguerra. La Alemania de los hermanos Walter acaba de ganar la copa mundial de fútbol, y Curd Jürgens comienza su carrera de decoroso anti-nazi. Mucho más tarde, Henri Langlois dirá: “Con Fassbinder nace el cine alemán de posguerra”. En 1965 realiza su primer film; el último, en 1982. El penúltimo es “El secreto de Veronika Voss”, que hoy llega a nuestras pantallas.
Langlois tenía razón, absolutamente. Antes de Fassbinder en Alemanía no había más que una sola pregunta, del tipo: ¿cómo hemos podido vivir con esto, la bestia inmunda? Luego de Fassbinder, a causa de él, la pregunta sufrió un insidioso desplazamiento: ¿cómo hemos podido olvidar tan fácilmente? “En Alemania”, decía él, “hay mucho de la historia de Alemania que no nos han enseñado, quedaron muchas cosas en el tintero”. Decía además: “No hemos luchado para tener nuestra democracia; en la zona Oeste nos fue impuesta”. Otro olvido.
Fassbinder no olvidaba. No era muy linda la Alemania de su infancia, la Alemania del viejo canciller. Tampoco era un gran momento del cine alemán, esos años post-Ufa que ya no cantan. Un color gris, con negros muy negros (la vergüenza) y blancos demasiado blancos (la amnesia). El blanco y negro de “Veronika Voss”, con la música y los vestidos de época, la iluminación giratoria, el horror de un país refugiado en su boom económico.
El drama de un hombre consiste en olvidar hasta sus sueños de infancia. El drama de un cineasta es haber crecido en un país sin sueños, y por lo tanto sin cine. Fassbinder murió a los treinta y seis años, controvertido, agotado. Se desgastó construyendo una casa para guardar sus sueños. Era una fábrica él solo. Con sus huelgas, sus automatismos, sus pequeños jefes, su trabajo en serie, su etiqueta de marca, todo. El sueño a fabricar era, me imagino, muy simple, encarnado por estrellas de la Ufa, Veronikas Voss a “salvar” de la pendiente fatal a la que eran arrastradas por la Historia, así como el joven primer hitchcockiano salva a Rebecca de las llamas en una producción de Selznick. Nada más, quizás. Pero el trabajo del cineasta Fassbinder habrá consistido en recrear una a una, ex nihilo, todas estas cosas reales, demasiado reales, fuera de las que un sueño no se encarna y continúa siendo nada más que una fabulación retro. En este trabajo desempeñó todos los papeles. Arqueólogo de su presente, “materializó” su sueño. Fue su chamarilero.
Fueron necesarios diecisiete años de cine para volver familiar (incluso para nosotros) a esta Alemania de posguerra. Para que comencemos a sentirnos (un poco) como en casa. Para que tengamos, de film en film, el placer de identificar el mobiliario de los años cincuenta, los tailleurs estrechos, las costumbres pequeño-burguesas, el erotismo de cuerpos demasiado bien alimentados, un estilo de iluminación, una canción, y sobre todo, los actores y la compañía. Pues había que inventar también la compañía que, por sí sola reconstituyera una Alemania completa, cotidiana, y, a su manera, fotogénica. Nadie fue tan lejos. En “Alemania en otoño”, enrola a su propia madre en un papel improvisado de “consejera histórica”. Cruel, le arranca la velada confesión de que hoy no podría explicar por qué ya no es nazi, así como no podía explicar en su momento por qué lo era.
Sueño robado, real reproducido, real vomitado. Hay dos Fassbinder en uno. El que sigue persuadido (como Pasolini) de la inocencia de todo deseo y el que no retrocede cuando la fatalidad de lo real retorna y el melodrama cierra su círculo. Melodramas irónicos en los primeros films, luego serios. En los últimos, Lili Marleen, Maria Braun, Lola, forman una equívoca galería de “estrellas-a-pesar-de-ellas” que, por el hecho de tomar sobre sí los sueños de su tiempo, son de golpe eximidas. Los hombres leerán siempre su infortunio en la estrella (como Sternberg en Dietrich), no porque ella les tienda un espejo, sino porque, en el momento en que lo hace, piensa en otra cosa. ¿En qué? Hay razones para volverse loco, o incluso estrella uno mismo. Veronika Voss, papel que interpreta soberbiamente Rosel Zech, es uno de los retratos más logrados de la galería.
En 1955, para esta ex estrella de la Ufa las cosas no marchan demasiado bien. Su secreto -creo que podemos revelarlo- es la droga. La drogan, la empujan deliberadamente hacia su fin. “Ellos” son la médica de Veronika, la odiosa Dra. Katz y su asistente Josefa. Legalmente, a fuerza de recetas médicas, Veronika se ha vuelto morfinómana y vive con la Katz en una pequeña habitación, islote sombrío en un océano de blancura hospitalaria. Entre ambas mujeres hay relaciones de fuerza y, por supuesto, un sentimiento turbio. A veces, la Veronika Voss de ayer, aquella que la gente todavía recuerda, emprende una salida. Pero la falta acecha, la dependencia es demasiado fuerte, no logra hacer pie.
Todo esto es visto ha través de la investigación (amorosa pero perdida) de Robert Krohn, periodista deportivo de gorra proletaria y aspecto obtuso. El descubre la verdad, con la complicidad de un médico del ministerio, Katz despoja a sus clientes ricos (entre ellos una pareja de ricos judíos) a cambio de la droga que les provee y de la que no pueden prescindir. Krohn intenta salvar a Veronika de las garras de sus “amigas”. Pero con malas consecuencias: grave fracaso. “Yo le pertenezco, no puedo ofrecerle más que mi muerte”, dice Veronika, lúcida. El crimen quedará impune.
El film parte entonces de una metáfora (la Alemania de Adenauer se ha enriquecido desembarazándose como quien no quiere la cosa -la droga- de los símbolos molestos del pasado). Luego la abandona en provecho de un thriller romántico a lo Hitchcock que está a punto de arrastrarnos con él, ya que los personajes del periodista (Hilmar Thate, formidable) y de su compañera (Cornelia Froboess) están logrados y son convincentes. Luego, abandona también esto para terminar con un llamado bastante seco a la realidad: la drogada muere, el periodista vuelve a la sección “Deportes”. Como un film de serie B que traicionara su “unhappy ending” de la misma manera, con la misma indiferencia desmañada, que si fuera “happy”.
El centro de gravedad del film es facultativo, lo patético es irregular, el acento no es siempre grave, su libertad orilla la flojera. Una vez más, queda decepcionado el espectador que busca objetos perfectos. Se lo merecía. Lo que siempre fue precioso en Fassbinder es el arte de hacernos vacilar a lo largo del film entre distintos desarrollos posibles, todos viables. En “Veronika Voss” esto está muy logrado.
Se ha hablado del manierismo de Fassbinder. Hay quien se queja de él. Hace mucho, daba la sensación de hacer un film como se limpia la casa: se está en casa, se conocen todos los objetos, se sabe de dónde vienen, no se utilizan todos a la vez, la indiferencia es engañosa, los automatismos ocultan mucho amor. Fassbinder estaba como en su casa con su cine. Por fin. Menaje [ménage], exhibición de fieras [ménagerie], escena de familia [scène de ménage], no ahorrar [ménager] su pena, todo eso está en “Veronika Voss”, con el agregado de una gran libertad del relato, actores sorprendentes, una fotografía en blanco y negro (de Xaver Schwarzenberger) que nos sumerge en el universo del cine negro y de la iluminación indirecta.
El manierismo es una manera como cualquier otra de hablar de la manera en que Fassbinder había conservado este furor de filmar, de volver lo real “apto-para-filmar”. E incluso, “restituir” o “volver inteligible” no le bastaban. En estos últimos films se verifica un frío goce en mantener lo real en la punta de la cámara, como un objeto que uno prueba, que se somete a prueba sin miramiento [ménagements], desde todos los ángulos y más de una vez si es posible: de cerca, de lejos, de arriba, de abajo. Lo real como juguete. El único juguete que vale la pena.
durante el rodaje de "La ansiedad de Veronika Voss"
Rosel Zech y Rainer Werner Fassbinder
n IMPORTANCIA DE FASSBINDER EN LA HISTORIA DEL CINE
Rainer Werner Fassbinder está considerado como el mejor y más importante autor del Nuevo Cine
Alemán y una figura imprescindible del cine realizado en el último cuarto del siglo XX, además de constituirse en referencia de peso
para la nueva generación de autores que hoy en día, frente a las cortapisas y a la feroz dictadura del cine comercial procedente de USA,
aún tiene el valor de dedicarse a contar historias personales. De él ha llegado a decirse que es el último genio del Séptimo Arte.
Henri Langlois afirmó que "con Fassbinder nació el cine alemán de posguerra", Jean-Luc Godard que "hizo él solo lo esencial del
nuevo cine alemán", y Andrew Sarris que "el solo hecho de haber rodado Berlin Alexanderplatz basta para situarlo en el Panteón, entre
los grandes del cine". Sin embargo, todas estas palabras se agotarían en su anécdota si no se aportan las razones que, sin lugar a
dudas, las fundamentan. Siguiendo a Domenec Font y Yann Lardeau, he aquí algunas de ellas: Junto a Pier Paolo Pasolini, Rainer es un caso único de heterodoxia dentro del cine moderno: 37 años de vida, menos de quince dedicados a una febril actividad en teatro, cine y televisión caracterizada por un nexo común: una conciencia política reveladora de todos los conformismos sociales. Ambos, Pasolini y Fassbinder, "han necesitado de la muerte violenta -tras el exorcismo confesional de sus respectivos epílogos -Saló y Querelle- para que se midiera su trascendental importancia en el cine contemporáneo".
En la obra de Fassbinder existe una atípica confluencia difícil de encontrar, a excepción de Luis Buñuel, en otro cineasta: la rigurosa articulación entre tensión sexual, relaciones de poder e identidad social. Siendo el más alemán de todos los realizadores de su generación, Fassbinder se erige como uno de los primeros cineastas modernos que propone el regreso al cine norteamericano de antes de la guerra, dando lugar a "un modelo de modernidad que deja aflorar su propio clasicismo a través de una cierta arqueología mítica". Su cine, como el de otros autores europeos de los sesenta procedentes de la Nouvelle Vague, parte de la condición pragmática del género (cine negro, melodrama) "para exceder sus postulados estéticos y su armonía escénica a través de un gesto propio que desenmascara sus expectativas". Recuperando las referencias del cine americano, sin olvidar los ramalazos expresionistas presentes en sus obras, el cineasta logra que su público pueda reconocerse y conectar mejor con sus obsesiones, con su problemática, con su neurosis.
Rainer es uno de los pocos cineastas políticos de la modernidad: Camille Nevers en Cahiers du cinéma veía el "edificio Fassbinder" como una construcción subterránea no sólo por su condición minoritaria sino por tratarse de una obra que ahonda en lo más profundo del inconsciente alemán de la posguerra, en la historia política y económica de la República Federal alemana, en el vacío moral que se introdujo en la sociedad de aquélla, plena de tabúes. Pero lo más importante del discurso fassbinderiano es que el retrato político, económico, moral y sexual que hizo de la Alemania contemporánea es el del mismísimo Occidente del siglo XXI. La obra cinematográfica de Fassbinder, rabiosamente actual, no ha perdido un sólo ápice de su fuerza, de su vigor, de su valentía, de su radicalidad. Al contrario: toda ella viene a llenar el vacío que el cine de hoy, salvo muy pocas excepciones, ha hecho a la realidad que nos rodea. Su universo personal se ha transformado en una representación de la sociedad contemporánea: "Rainer critica la sociedad, expresa su rebelión fuera de los caminos trillados de la lucha de clases, no según el esquema clásico del proletariado contra la burguesía, sino a partir de la marginación, de las minorías, de los rechazados y de los excluidos de la sociedad.
Denuncia una sociedad cuya cohesión radica en el rechazo, en el odio exacerbado al Otro, en cuanto éste es distinto por su origen, color de piel, su conducta o sexualidad".
Como afirma Lardeau (y con él críticos y estudiosos de la talla de Susan Sontag, Andrew Sarris, Thomas Elsaesser, Marion Hansen, Judith Maine o Jonas Mekas, entre otros), "la obra de Fassbinder domina los años setenta, no solo porque recoge el rumbo intelectual y los debates de esta década, los de la generación del sesenta y ocho (desde el izquierdismo hasta el regreso de la cinefilia y su desbordar sobre el mundo), sino también porque es uno de los últimos cineastas occidentales que se enfrenta a la cuestión del nacimiento de un pueblo, como ya hicieron Griffith, Ford, Eisenstein o Rossellini. Ya sea a través de sus frescos de la Alemania de los cincuenta o del retrato que ofrece de las minorías, Fassbinder plantea siempre el mismo tema: el nacimiento de la democracia en Alemania, nacimiento que no es en absoluto un proceso natural, sino el resultado de un traumatismo original (el fascismo y la guerra)", asentado en la peligrosa negación del pasado, base sobre la que Alemania instauró los principios democráticos de su gobierno tras la guerra, propiciando la aceptación dócil del orden dominante en las gentes y la permanente amenaza del retorno al fascismo o a una sociedad totalitaria enmascarada bajo el signo de la Democracia.
De nuevo junto a Pier Paolo Pasolini, Rainer Werner Fassbinder "encarna en el cine el último trayecto original, coherente, consecuente y logrado de una visión de la Historia, el último intento de un cine que cuestiona la sociedad".
A modo de conclusión, nos quedamos con las siguientes palabras de Jean-Michel Palmier, profesor de la Universidad de Paris: "Rainer Werner Fassbinder es, sin duda, el único cineasta de su generación que no solamente pertenece a la historia del cine sino a la historia con mayúsculas. Este hombre, profundamente marcado por su juventud, fue mucho más que un rebelde. Alemania, su pasado y su presente, fue la herida de la que nacieron todas sus películas. Las sufría como si fueran estigmas.
Abordemos su obra dónde la abordemos, la admiración y el respeto se imponen. Testimonio de una generación educada en el más puro conformismo, generación que sucedió a la era Adenauer y que pocos años después se enfrentaría a la policía en las calles de Berlín, Fassbinder fue, a través de sus películas rodadas para la televisión y el cine, el intérprete de su malestar, de sus angustias, de sus deseos revolucionarios y de sus limitadas esperanzas. Como si presintiera que sus años estaban contados, se dedicó sin descanso a traducir todo este mundo de amor y odio que albergaba en su interior (...) La provocación a la que fácilmente se prestaba era, al igual que para el Brecht de Baal o Sermons, su desespero y su autenticidad. De la fama y del dinero se desentendía. Lo que le afectaba era la vida cotidiana, sus injusticias, con las que no transigía. La amnesia oficial sobre el pasado, la pobreza de unos y la riqueza de otros, la humillación de los más débiles, la violencia, las vidas que se desvanecían en la vacuidad de un amor imposible o un sadismo civilizado, todo ello le exasperaba. Dolido por las imágenes que observaba, creó otro mundo de imágenes. Todas ellas pertenecen a su tiempo, es decir, al nuestro. Este hombre construyó de las pesadillas ajenas sus propios sueños. Se solidarizaba con sus historias. Al igual que un niño, sorprendía por la obscenidad, simplicidad y radicalidad de sus preguntas. Actor, director del antiteatro o autor de obras teatrales, hizo de la cámara un verdadero escarpelo. Las mismas preguntas sin respuesta, la misma angustia se extendía de un filme a otro. Le gustaba mezclar su vida con sus películas, el pasado y el presente, haciendo revivir el mundo de Alexanderplatz de Alfred Doblin, cuestionándose sobre la actitud de sus padres frente al hitlerismo o sobre las reacciones políticas de su propia generación (...) A su desespero e incapacidad para soportar el sufrimiento ajeno le debemos el resurgir del cine alemán.
Monumento de la cultura contemporánea, un día interrogaremos las películas de Fassbinder como hoy contemplamos los grabados de George Grosz o como leemos Le tambour de Günter Grass o las novelas de Heinrich Böll. Pero aquello que nos ha legado, en la soledad de su muerte, más allá de su obra, lo más conmovedor, es su amor y su compulsiva necesidad de amar y ser amado. Poco hombres han sabido, a través de su disgusto, su vida disipada y su indignación, ofrecer a los demás ese tímido cariño, casi torpe, al último vestigio de una humanidad imposible.".
Rainer Werner Fassbinder está considerado como el mejor y más importante autor del Nuevo Cine
Alemán y una figura imprescindible del cine realizado en el último cuarto del siglo XX, además de constituirse en referencia de peso
para la nueva generación de autores que hoy en día, frente a las cortapisas y a la feroz dictadura del cine comercial procedente de USA,
aún tiene el valor de dedicarse a contar historias personales. De él ha llegado a decirse que es el último genio del Séptimo Arte.
Henri Langlois afirmó que "con Fassbinder nació el cine alemán de posguerra", Jean-Luc Godard que "hizo él solo lo esencial del
nuevo cine alemán", y Andrew Sarris que "el solo hecho de haber rodado Berlin Alexanderplatz basta para situarlo en el Panteón, entre
los grandes del cine". Sin embargo, todas estas palabras se agotarían en su anécdota si no se aportan las razones que, sin lugar a
dudas, las fundamentan. Siguiendo a Domenec Font y Yann Lardeau, he aquí algunas de ellas: Junto a Pier Paolo Pasolini, Rainer es un caso único de heterodoxia dentro del cine moderno: 37 años de vida, menos de quince dedicados a una febril actividad en teatro, cine y televisión caracterizada por un nexo común: una conciencia política reveladora de todos los conformismos sociales. Ambos, Pasolini y Fassbinder, "han necesitado de la muerte violenta -tras el exorcismo confesional de sus respectivos epílogos -Saló y Querelle- para que se midiera su trascendental importancia en el cine contemporáneo".
En la obra de Fassbinder existe una atípica confluencia difícil de encontrar, a excepción de Luis Buñuel, en otro cineasta: la rigurosa articulación entre tensión sexual, relaciones de poder e identidad social. Siendo el más alemán de todos los realizadores de su generación, Fassbinder se erige como uno de los primeros cineastas modernos que propone el regreso al cine norteamericano de antes de la guerra, dando lugar a "un modelo de modernidad que deja aflorar su propio clasicismo a través de una cierta arqueología mítica". Su cine, como el de otros autores europeos de los sesenta procedentes de la Nouvelle Vague, parte de la condición pragmática del género (cine negro, melodrama) "para exceder sus postulados estéticos y su armonía escénica a través de un gesto propio que desenmascara sus expectativas". Recuperando las referencias del cine americano, sin olvidar los ramalazos expresionistas presentes en sus obras, el cineasta logra que su público pueda reconocerse y conectar mejor con sus obsesiones, con su problemática, con su neurosis.
Rainer es uno de los pocos cineastas políticos de la modernidad: Camille Nevers en Cahiers du cinéma veía el "edificio Fassbinder" como una construcción subterránea no sólo por su condición minoritaria sino por tratarse de una obra que ahonda en lo más profundo del inconsciente alemán de la posguerra, en la historia política y económica de la República Federal alemana, en el vacío moral que se introdujo en la sociedad de aquélla, plena de tabúes. Pero lo más importante del discurso fassbinderiano es que el retrato político, económico, moral y sexual que hizo de la Alemania contemporánea es el del mismísimo Occidente del siglo XXI. La obra cinematográfica de Fassbinder, rabiosamente actual, no ha perdido un sólo ápice de su fuerza, de su vigor, de su valentía, de su radicalidad. Al contrario: toda ella viene a llenar el vacío que el cine de hoy, salvo muy pocas excepciones, ha hecho a la realidad que nos rodea. Su universo personal se ha transformado en una representación de la sociedad contemporánea: "Rainer critica la sociedad, expresa su rebelión fuera de los caminos trillados de la lucha de clases, no según el esquema clásico del proletariado contra la burguesía, sino a partir de la marginación, de las minorías, de los rechazados y de los excluidos de la sociedad.
Denuncia una sociedad cuya cohesión radica en el rechazo, en el odio exacerbado al Otro, en cuanto éste es distinto por su origen, color de piel, su conducta o sexualidad".
Como afirma Lardeau (y con él críticos y estudiosos de la talla de Susan Sontag, Andrew Sarris, Thomas Elsaesser, Marion Hansen, Judith Maine o Jonas Mekas, entre otros), "la obra de Fassbinder domina los años setenta, no solo porque recoge el rumbo intelectual y los debates de esta década, los de la generación del sesenta y ocho (desde el izquierdismo hasta el regreso de la cinefilia y su desbordar sobre el mundo), sino también porque es uno de los últimos cineastas occidentales que se enfrenta a la cuestión del nacimiento de un pueblo, como ya hicieron Griffith, Ford, Eisenstein o Rossellini. Ya sea a través de sus frescos de la Alemania de los cincuenta o del retrato que ofrece de las minorías, Fassbinder plantea siempre el mismo tema: el nacimiento de la democracia en Alemania, nacimiento que no es en absoluto un proceso natural, sino el resultado de un traumatismo original (el fascismo y la guerra)", asentado en la peligrosa negación del pasado, base sobre la que Alemania instauró los principios democráticos de su gobierno tras la guerra, propiciando la aceptación dócil del orden dominante en las gentes y la permanente amenaza del retorno al fascismo o a una sociedad totalitaria enmascarada bajo el signo de la Democracia.
De nuevo junto a Pier Paolo Pasolini, Rainer Werner Fassbinder "encarna en el cine el último trayecto original, coherente, consecuente y logrado de una visión de la Historia, el último intento de un cine que cuestiona la sociedad".
A modo de conclusión, nos quedamos con las siguientes palabras de Jean-Michel Palmier, profesor de la Universidad de Paris: "Rainer Werner Fassbinder es, sin duda, el único cineasta de su generación que no solamente pertenece a la historia del cine sino a la historia con mayúsculas. Este hombre, profundamente marcado por su juventud, fue mucho más que un rebelde. Alemania, su pasado y su presente, fue la herida de la que nacieron todas sus películas. Las sufría como si fueran estigmas.
Abordemos su obra dónde la abordemos, la admiración y el respeto se imponen. Testimonio de una generación educada en el más puro conformismo, generación que sucedió a la era Adenauer y que pocos años después se enfrentaría a la policía en las calles de Berlín, Fassbinder fue, a través de sus películas rodadas para la televisión y el cine, el intérprete de su malestar, de sus angustias, de sus deseos revolucionarios y de sus limitadas esperanzas. Como si presintiera que sus años estaban contados, se dedicó sin descanso a traducir todo este mundo de amor y odio que albergaba en su interior (...) La provocación a la que fácilmente se prestaba era, al igual que para el Brecht de Baal o Sermons, su desespero y su autenticidad. De la fama y del dinero se desentendía. Lo que le afectaba era la vida cotidiana, sus injusticias, con las que no transigía. La amnesia oficial sobre el pasado, la pobreza de unos y la riqueza de otros, la humillación de los más débiles, la violencia, las vidas que se desvanecían en la vacuidad de un amor imposible o un sadismo civilizado, todo ello le exasperaba. Dolido por las imágenes que observaba, creó otro mundo de imágenes. Todas ellas pertenecen a su tiempo, es decir, al nuestro. Este hombre construyó de las pesadillas ajenas sus propios sueños. Se solidarizaba con sus historias. Al igual que un niño, sorprendía por la obscenidad, simplicidad y radicalidad de sus preguntas. Actor, director del antiteatro o autor de obras teatrales, hizo de la cámara un verdadero escarpelo. Las mismas preguntas sin respuesta, la misma angustia se extendía de un filme a otro. Le gustaba mezclar su vida con sus películas, el pasado y el presente, haciendo revivir el mundo de Alexanderplatz de Alfred Doblin, cuestionándose sobre la actitud de sus padres frente al hitlerismo o sobre las reacciones políticas de su propia generación (...) A su desespero e incapacidad para soportar el sufrimiento ajeno le debemos el resurgir del cine alemán.
Monumento de la cultura contemporánea, un día interrogaremos las películas de Fassbinder como hoy contemplamos los grabados de George Grosz o como leemos Le tambour de Günter Grass o las novelas de Heinrich Böll. Pero aquello que nos ha legado, en la soledad de su muerte, más allá de su obra, lo más conmovedor, es su amor y su compulsiva necesidad de amar y ser amado. Poco hombres han sabido, a través de su disgusto, su vida disipada y su indignación, ofrecer a los demás ese tímido cariño, casi torpe, al último vestigio de una humanidad imposible.".
"El matrimonio de Maria Braun"
n DIFERENCIA SEXUAL VS. DIFERENCIA DE CLASE EN R.W. FASSBINDER. Por Francisco Javier Gómez Tarín
La prematura muerte de RAINER WERNER FASSBINDER, el 10 de Junio de 1982, clausuró radicalmente una carrera prolífica y multifacética (cine, teatro y televisión) al tiempo que ponía de manifiesto la ejecución final de un acto voluntario cuya sombra siempre había acompañado su atormentado carácter y que se refleja en el constante e inestable equilibrio que preside su filmografía entre las pulsiones de vida y de muerte. Pulsiones que se manifiestan en su obra y en su vida, haciendo difícil establecer una separación nítida entre ambas (¿acaso su fin no había sido ya interpretado por él mismo en La ley del más fuerte?) y que interpelan al contexto socio-cultural en que le tocó vivir: hombre de su tiempo, sí, pero anclado en el pasado y con la mente proyectada hacia el futuro (su cine, como el de GODARD –salvando las inmensas distancias que les separan-, se anticipó a su época).
En una larga entrevista que FASSBINDER mantuvo con WILFRIED WIEGAND1, aparece una de sus premisas esenciales: “Pienso que el arte oficial cumple la función de oprimir a las personas”. En nuestra era de globalización, esta frase cobra todo su sentido porque el arte oficial es el institucional (homogeneizador a la baja, castrador, falsamente popular) y la “opresión” se ha disimulado con una supuesta atención a los gustos de las mayorías (previamente impuesto, claro está) que permite al poder de los media justificar la mediocridad de los productos audiovisuales por la cínica expresión de dar a la gente lo que la gente pide (véase cómo el término “gente” –antes “masa”- resulta claramente despectivo). Pues bien, FASSBINDER, ya en los 70, sabía muy bien la estructura del mundo en que vivía y plasmó con nitidez en sus películas los mecanismos de opresión, las repercusiones sociales y la desesperación individual; hay en ellas una demoledora carga ideológica, son el fruto de un cine de intervención, abiertamente político, arraigado en los problemas del individuo y, más específicamente, en los de género, puesto que la búsqueda de identidad en un contexto radicalmente despersonalizador se convierte en una constante que viven los ciudadanos y que el cineasta aborda en su calidad de testigo y actor del momento histórico que le ha sido adjudicado por el destino.
En otro lugar2, ya hemos planteado algunas de las características más relevantes del cine de FASSBINDER:
* Inmersión de las relaciones individuales en los aspectos de género
* Metaforización de las tramas personales hacia las colectivas: relaciones de poder-dominación, opresión, etc.
* Estructuración del espacio como ente antropomórfico directamente relacionado con las situaciones de los personajes
* Distancia (extrañamiento), frialdad, que rompe el esquema habitual de identificación espectatorial posibilitando una actitud crítica
* Recorrido por los diversos contextos históricos de la Alemania contemporánea
* Ruptura formal con los modelos dominantes y las estructuras del M.R.I.3, superando así el esquema clásico sin dejar de reivindicar elementos puntuales: expresionismo, referentes procedentes del cine de la República de Weimar, DOUGLAS SIRK y el melodrama, ROBERT BRESSON, ERIC ROHMER (Le signe du Lion), etc.
Nos encontramos, pues, ante una parte primigenia de las esencias del cine.
Las películas de FASSBINDER requieren de nuestra participación, de un espectador crítico, de un lector insaciable capaz de sentir el goce de la fruición hermenéutica. Estudiar su cine, habida cuenta de la gran cantidad de materiales audiovisuales que nos legó, se convierte en una tarea monumental, pero apasionante, que necesariamente debe atender a diversas áreas e ir estableciendo conclusiones parciales que sirvan de base para ulteriores acercamientos a su obra. Una de las opciones más interesantes es, sin lugar a dudas, la perspectiva de género.
1. Sistema sexo/género y representación
Cuando hablamos de género y pretendemos aplicar el concepto al estudio de un film, hemos de tener en cuenta que el cine forma parte del conjunto de los aparatos ideológicos de Estado (ALTHUSSER)4 y como tal cumple su función de reproducción ideológica a través de la construcción y consolidación de determinados imaginarios colectivos. La sexualidad, como naturalización del sexo, como discurso sobre la imbricación de lo biológico con lo experiencial, siempre ha estado presente en el cine con una mirada esencialmente masculinizada; la representación de la mujer ha venido siendo funcional para el orden normativo de lo femenino. Si bien algunos títulos aislados comienzan a plantear dudas sobre la concepción naturalista del género, el cine está hoy por hoy lejos de abordar esta problemática y sigue presentando a hombre y mujer como dualidad de lo masculino / lo femenino, independientemente de algunas obras significativas en que, al menos, se defienden con valentía las opciones homosexuales (que –digámoslo- no implican en sí romper el constructo masculino / femenino como discursos de poder / sumisión).
La diferencia biológica se ha convertido en algo socialmente reconocido. Se dan una serie de categorías que se suponen fundadas en la naturaleza del cuerpo y los rasgos biológicos arrastran consigo papeles sociales, roles. No es suficiente hablar de diferencia en términos de sexo (hombres vs mujeres); la diferencia sexual no explica otras diferencias mucho más importantes que están en la propia complejidad de la sociedad: los discursos que construyen el imaginario social tienden a constituir sujetos funcionales; limitándonos al sexo, se pierden de vista muchas implicaciones ideológicas. El Sujeto no es ya el Sujeto, como centro de acción y decisión, es un Subjectum (Althusser), que elige libremente –en apariencia- su propia sujeción, reforzada mediante los aparatos ideológicos de Estado.
Para acceder a la realidad es necesaria una mediación y tal mecanismo genera una representación. El género es esa representación, en el terreno que nos ocupa aquí. Esto implica que es en sí mismo una tecnología y al mismo tiempo los aparatos ideológicos son tecnología del género; produce comportamientos (produce, construye) y al tiempo es el efecto de otras tecnologías.
Cada individuo, al reconocerse en una categoría, asume todas sus funciones, pese a que ningún objeto concreto es el referente. La posición social de los seres humanos no depende del factor biológico, sino de elementos de poder.
Incluso, según Butler,5 el sexo no existe, es una naturalización del género, puesto que es la pretensión de dar por sentado que existe algo previo al género, a la construcción social. El sexo no es natural, ni objetivamente medible. La biología no es otra cosa sino discurso; la diferencia no tuvo nunca por qué ser significativa, fueron los discursos quienes aplicaron esa significación. El pensamiento occidental nos ha empujado a decidir que hay una sustancia en las cosas (una objetividad), cuando no hay sino construcciones-representaciones que separan los seres humanos en categorías según roles sociales (el sexo es un invento funcional a esa jerarquía): función productiva + función reproductiva.
Eso es lo fundamental, el cuerpo es secundario.
La sociedad es intrínsecamente conflictiva, está escindida; cada sujeto tiene en su seno un poder y un valor, víctima o verdugo, según la relación en que se encuentre con el resto. Hoy en día, la complejidad de las relaciones de clase y la división del trabajo han generado una nueva escala de valores, también funcional para el sistema, capaz de retroalimentarle, que mitifica la competitividad y rebaja el trabajo a la categoría de la subsistencia (de la necesidad), empobreciendo toda dinámica social.
Gordon llama ’economía del trabajo casero’ a la reestructuración del trabajo que, en general, posee las características que antes tenían los empleos de las mujeres, empleos que sólo eran ocupados por éstas. El trabajo, independientemente de que lo lleven a cabo hombres o mujeres, está siendo redefinido como femenino y feminizado. El término ’feminizado’ significa ser enormemente vulnerable, apto a ser desmontado, vuelto a montar, explotado como fuerza de trabajo de reserva, estar considerado más como servidor que como trabajador, sujeto a horarios intra y extrasalariales que son una burla de la jornada laboral limitada, llevar una existencia que está siempre en los límites de lo obsceno, fuera de lugar y reducible al sexo (...)
La economía del trabajo casero, en tanto que estructura organizativa capitalista mundial, es la consecuencia y no la causa de las nuevas tecnologías.6
La penetración de los discursos es un elemento esencial para la consolidación de ese imaginario que precisa el poder; la espectacularización desdibuja la percepción, proponiendo lo virtual como real.
Para llegar a una representación del género, la maquinaria simbólica parte de una especificidad naturalizada, que se pretende con valor absoluto, no cuestionable. Su coincidencia con la normatividad y escala de valores del espectador no es sino el reflejo del proceso general de los aparatos ideológicos de Estado y sus permanentes interpelaciones a los sujetos; no es sino el reflejo de una determinada concepción de la realidad que se manifiesta como lo real absoluto: el ejercicio del poder y la consiguiente dominación / sumisión. El cine construye un mundo ficcional que entra en relación con el real a través de la incorporación experiencial del espectador, modelando o reforzando su imaginario social. Como discurso, es un constructo y lo aceptamos como tal; sin embargo, está inmerso en el seno de otros discursos que –como él- han venido haciendo uso del borrado enunciativo para aparecer como naturales y han conseguido edificar un mundo en el que no dudamos en creer ciegamente. Entre esos discursos, el de la sexualidad, con la trama sexo/género, se ha constituido en uno de los más funcionales para el del poder (discurso por excelencia).
El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos (. . . ) El poder, como puro límite trazado a la libertad, es, en nuestra sociedad al menos, la forma general de su aceptabilidad.7
En nuestra época, ha entrado en juego un modelo que es económicosocial; la propiedad ya no se basa, como antaño, en los lazos de sangre. Este nuevo modelo implica una focalización hacia la vida, la supervivencia, la permanencia (en el poder). En este proceso, que comienza en el siglo XVII y culmina en el XIX para cambiar en el XX, no es que el sexo esté reprimido (durante el ascenso de la burguesía) sino que se produce el concepto mismo de sexualidad (una reinscripción de las prácticas religiosas: se vuelve a hablar del sexo, se crea un discurso); el efecto es rentable en la medida en que se habla de. Bajo la apariencia de prohibición se da una proliferación de los discursos sobre el sexo. Lo importante es vigilar, normalizar, pero en contrapartida se está hablando de sexo y conduciéndolo hacia la obsesión. Todo ello va ligado al desarrollo del capitalismo y la productividad.
Lo importante es que el sexo no haya sido únicamente una cuestión de sensación y de placer, de ley o de interdicción, sino también de verdad y de falsedad, que la verdad del sexo haya llegado a ser algo esencial, útil y peligroso, precioso o temible; en suma, que el sexo haya sido constituido como una apuesta en el juego de la verdad.8
El sujeto moderno se constituye como subjectum con el objetivo de perpetuarse como género humano y en el poder. Se lleva a cabo una distinción entre esfera privada y pública: la familia tiene un poder extraordinario, primera célula de la sociedad para reproducir la clase. En el siglo XIX el modelo ya se ha desarrollado y podemos hablar de represión porque se producen nuevos sujetos sociales: niños, adolescentes, medicalización (histéricas), psiquiatrización (locos, homosexuales). Estos nuevos sujetos son consecuencia del discurso sobre la sexualidad que no ofrece una salida institucionalizada para ellos.
La sexualidad no tiene nada de natural, no es una fuerza de la naturaleza, está determinada en función de un discurso político. Con la sociedad burguesa, la nueva lógica es la de un sujeto libre de decidir, libre de casarse, de elegir (con la aristocracia los pactos eran de tipo económico): hay un enmascaramiento mediante términos tan confusos como el deseo o el amor.
Althusser hablaba acertadamente del aparato ideológico de Estado y ya desvelaba que su actuación permeabilizaba las capas sociales. Con el instrumental mediático a su servicio, la reproducción de las concepciones y modos de vida se convierte en un hecho a escala planetaria y a un ritmo acelerado: asistimos a una violencia simbólica. Puede aceptarse que esa violencia simbólica no provoca muertes, pero difícilmente se podrá negar que sí esclaviza cerebros (procesos difícilmente desligables del concepto de muerte). El enmascaramiento, como dinámica del sistema para invisibilizar los procesos de dominación, ha repercutido en todos los discursos, desde el histórico al científico, desde el ideológico al epistemológico o al puramente convencional. El poder se ha constituido a sí mismo a través de un relato vehiculizado en el discurso hegemónico que ha ejercido permanentemente en el seno de la sociedad. Ese relato no es sino una ficción más (story vs history) que se mantiene gracias precisamente a su fuerte impresión de realidad (verdad). Hay ahí todo un paradigma de la violencia, ejercida sin escrúpulos, abierta e ilimitadamente, que ha posibilitado una tecnología capaz de enfrentarnos al género como un lógico resultado del sexo (al decir sexo lo entendemos como biológico); los instrumentos de dominación son eficientes en la medida en que los individuos creen en su bondad: si en otro tiempo utilizaron la religión, hoy se cimentan en el discurso sobre la sexualidad y la pregnancia de los medios audiovisuales, quizás mañana se enmascaren en la realidad virtual.
Como definición preliminar, un ’sistema de sexo/género’ es el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas.9 Un imaginario colectivo que posibilite la representación de la condición femenina como inherente a la mujer, ligada a lo privado, al hogar, a la (re)producción, es tremendamente funcional para el aparato sistémico. Siguiendo a Judith Butler podemos negar la equiparación de género y cultura con la de sexo y naturaleza; el género también es el medio a través del que la ’naturaleza sexuada’ se establece como ’prediscursiva’, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutra sobre la que la cultura actúa. La institución de una heterosexualidad obligatoria y naturalizada requiere y regula el género como una relación binaria en la que el término masculino se diferencia del femenino, y esta diferenciación se consigue mediante las prácticas de deseo heterosexual.
Para Butler el constructo de una identidad sexual coherente de acuerdo con los ejes disyuntivos de lo femenino/masculino está destinado a fracasar; los trastornos de esta coherencia por medio de la reaparición involuntaria de lo reprimido revelan no solo que ’la identidad’ se construye, sino que la prohibición que construye la identidad es ineficaz.
Cuando el niño sale de la fase edípica, su líbido y su identidad de género han sido organizadas en conformidad con las reglas de la cultura que lo está domesticando. El complejo de Edipo es un aparato para la producción de personalidad sexual.10
La identidad, basada en la constante fijación de un otro, acompaña todas las fases del desarrollo humano y es reforzada por los discursos de los aparatos ideológicos. El cine, el audiovisual, proporciona mecanismos de identificación que permiten ver en el otro la imagen de sí mismo y generar un proceso imitativo que, generalmente, no es sino refuerzo del constructo discursivo previo.
Identificarse es quedar activamente implicado como sujeto en un proceso, en una serie de relaciones; un proceso que, subrayémoslo, está materialmente apoyado por actividades específicas - textuales, discursivas, relativas a la conducta- en las que queda inscrita cada relación. La identificación cinematográfica, en particular, se inscribe en dos registros que articula el sistema de la mirada, el narrativo y el visual (el sonido se convierte en un tercer registro necesario en aquellas películas que usan expresamente el sonido como elemento anti-narrativo o desnarrativizador).11
El atractivo que tiene el cine para las masas funde los diferentes hilos de una cultura y los representa para aquéllas. Por lo tanto, incluso en sus formas opositivas, participa también en el proceso de consolidación del poder hegemónico al incorporar, cooptar y realinear los desafíos radicales.12 Así pues, que la mirada cinematográfica sea esencialmente “masculina” no es sino una consecuencia lógica de un sistema naturalizador que autentifica en el discurso fílmico otros discursos (el de género, en el caso que nos ocupa). Romper esta dinámica tiene necesariamente una doble vertiente (formal y de contenido) que se resume en una: la construcción de un nuevo tipo de discurso sin vocación modélica, puesto que la forma es el fondo.
2. Melodrama y extrañamiento
En el melodrama, la sorpresa (para los personajes) está en posición de contraste para el espectador. El goce del espectador consiste en la contemplación de cómo el personaje accede a un sufrimiento que sólo para él era inesperado13 (González Requena, 1986: 52)
Tomaremos aquí dos films de Fassbinder que, por su base argumental con marcados aspectos de manifestaciones de género (homo y bisexualidad masculina y femenina), pueden anclarse en nuestra reflexión. Se trata de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren tranen der Petra von Kant, 1972) y La ley del más fuerte (Faustrecht der freiheit, 1974). Ambos corresponden a un periodo especialmente prolífico de la filmografía de este autor, tanto en el nivel cualitativo como en el cuantitativo.
La primera constatación que se impone en nuestro breve análisis es la importante y deliberada transmutación del problema “género” hacia el conflicto de “clase”. Efectivamente, los personajes de ambos films se inscriben directamente en el territorio de la homosexualidad, marginando –valga la fuerza del término- el mundo de la heterosexualidad, habitualmente naturalizado desde la óptica de la normalidad. Aunque este procedimiento delimitador acontece en otros films de Fassbinder, en los que aquí abordamos es especialmente evidente, sobre todo en Las amargas lágrimas de Petra von Kant, en que ni siquiera hay lugar para un solo personaje masculino. Esta operación (no olvidemos que tiene lugar en el principio de la década de los setenta y la cuestión contextual no es una dimensión menor) se constituye en detonador de un posicionamiento de género (la homosexualidad) que emite un juicio sobre su propia condición y se equipara a los problemas habituales –colectivos- del entorno social; así, no hay un conflicto esencial entre hombres y mujeres (pongamos, lo masculino y lo femenino), sino entre posiciones / estratos de poder, mecanismos de dominación / sumisión, que son llevados hasta sus últimas consecuencias (la muerte, en el caso de La ley del más fuerte, o el abandono y la degradación en Las amargas lágrimas de Petra von Kant).
El mundo social exige distinciones y crea límites. La ’masculinidad’ y la ’feminidad’ tal vez no sean conceptos unificados. Están llenos de mensajes contrarios y contradictorios, y tienen diferente significado en contextos distintos. No significan lo mismo en documentos sociales formales o códigos legales que en el prejuicio popular. Significan cosas distintas en diferentes ámbitos de clase, geográficos y raciales. No obstante, independientemente de las calificaciones que hagamos, existen no sólo como ideas poderosas, sino como divisiones sociales radicales. Lo hacemos de diferentes maneras en distintos momentos, pero siempre dividimos a la gente en ’hombres’ y ’mujeres’. Además, no hablamos de diferencias sencillas e insignificantes: de hecho, nos referimos a diferencias de poder y a situaciones históricas en que los hombres han tenido el poder, en lo social y en la práctica, para definir a las mujeres. La masculinidad y la sexualidad masculina siguen siendo las normas con las que juzgamos a las mujeres.14
Sin embargo, la única identificación posible en los films que tratamos se vincula al esquema masculino = dominación (poder), femenino = explotación (sensibilidad), que, traducido al terreno cinematográfico, repercute en una dualidad de miradas (institucional / a-institucional): la base del melodrama – tan idónea para posibilitar los mecanismos de identificación espectatorial- se resquebraja por una construcción significante que tiene en la distancia su principal valedor.
Ya reconocido Rainer Werner Fassbinder como uno de los realizadores más importantes del llamado “nuevo cine alemán”, La ley del más fuerte y Las amargas lágrimas de Petra von Kant pueden considerarse como dos de sus obras más maduras, a lo que contribuye en buena parte su implicación personal y vivencial. El tema tantas veces tabú de la homosexualidad es abordado sin tapujos y desde una perspectiva que sabe extrapolar a ese ambiente supuestamente marginal –pero que se contempla en los films de forma naturalizada, actuando como reflejo invertido de la normalización impuesta por el sistema hegemónico- las relaciones de explotación y de clase propias del sistema económico-social y de género. Como base representacional hace uso del melodrama (la influencia de Sirk es notable) pero su cine tiene un alto componente de extrañamiento, fruto de la sobriedad en la puesta en escena y de la estilización interpretativa, que lo acerca a un planteamiento materialistadialéctico.
En el caso de La ley del más fuerte el ente enunciador se sirve de un alto grado de transparencia para construir el relato. Ocurre algo similar que en el free cinema, con el que llegó un cambio profundo en cuanto a los temas y su actualidad e importancia social, así como un componente ideológico altamente radical, pero con muy pocas variaciones formales respecto al modelo hegemónico. Ahora bien, si el free cinema buscaba un efecto de verdad y rentabiliza para ello la transparencia enunciativa, el cine de Fassbinder –y más concretamente el ejemplo que abordamos- está muy lejos de tal pretensión puesto que la verosimilitud no es un objetivo e incluso los intentos por construirla se ponen en evidencia (miradas a cámara) por el propio discurso fílmico.
Por lo que respecta a Las amargas lágrimas de Petra von Kant, la cuestión es muy diferente ya que las composiciones del encuadre –tanto por las posiciones de los personajes como por sus desplazamientos- y los movimientos de cámara reivindican constantemente la presencia del meganarrador, que se manifiesta así de una forma similar a si invadiera el campo a través de un espejo.
En cualquier caso, la verosimilitud se quiebra también y la actitud del espectador deviene necesariamente crítica y atenta.
Dos son los parámetros, pues, que generan tal negación del efecto verdad: la sobriedad en la planificación y la estilización. Efectivamente, en La ley del más fuerte apenas se hace uso de movimientos de cámara (la mayor parte de los planos son fijos y tampoco abunda el plano – contraplano) y el realizador impone una “distancia” a la mirada de la cámara, a veces provocada por elementos en primer término que enfatizan la profundidad de campo y en otras ocasiones por el mantenimiento del objetivo más allá de un marco del decorado, como puede ser una puerta o un ventanal. En Las amargas lágrimas de Petra von Kant los desplazamientos de la cámara son deliberadamente morosos y los actores se pliegan a la posición de cada elemento del encuadre, con lo cual se genera una perspectiva teatral que dilata sensiblemente los tiempos de la acción y que, a fin de cuentas, revierte en un extrañamiento de similares características.
La estilización podemos encontrarla también en la construcción de los decorados y, sobre todo, en la disposición de los personajes en el seno del encuadre, siempre creando diagonales en profundidad y ralentizando su intervención (las miradas parecen paralizar el tiempo). Se rubrica de esta forma la frialdad, que preferimos denominar distancia, a la que se suma una interpretación de carácter cuasi mecánico15.
Cuando hablamos de trazado en diagonal de los materiales en el seno del encuadre, nos estamos refiriendo tanto a las posiciones de los personajes y la relación entre ellas como a la inscripción de objetos que están presentes y son utilizados para ganar en profundidad o para la estilización de la toma.
Así, tenemos un caso muy concreto en el contrapicado que muestra unos pies en primer término al comienzo de La ley del más fuerte (luego se sabrá que pertenecen a los policías y, por lo tanto, están justificados diegéticamente) o en el posicionamiento del personaje tras los barrotes de la escalera, que recuerdan a una prisión y obedecen a un momento en que está sufriendo un fuerte impacto emocional por la actitud de su amante (relación espacio – sentido, que conecta claramente con las motivaciones expresionistas).
Salvo algún fundido aislado, la historia fluye por yuxtaposición de las distintas secuencias, que avanzan linealmente y se unen por corte neto. Puesto que hemos hablado de una aceptación, en líneas generales, del modelo transparente, el fuera de campo no está especialmente marcado y se puede detectar, sobre todo, cuando se dan juegos de miradas entre los personajes (habría que hablar aquí de los códigos gestuales específicos de los homosexuales) o cuando, por el efecto de alejamiento, la cámara permanece en una posición mientras se produce un diálogo entre lo que se encuentra frente y detrás de ella.
Mención aparte merece la dimensión ideológica de ambos films, que aplica los parámetros de la explotación y engaño propios de la sociedad capitalista al mundo de los homosexuales, introduciendo sus propios niveles de clase y cultura (sin dejar de lado los problemas de género). En La ley del más fuerte destaca en este sentido la complejidad del personaje del amante, Eugène, que procede de la alta cultura y de una clase acomodada y, sin embargo, no tiene escrúpulos en engañar a Franz hasta quedarse con todos sus recursos; lo paradójico del personaje –como resulta muy manifiesto en el film- es que para conseguir sus objetivos Eugène se prostituye literalmente, usando a Franz hasta el extremo (la reacción del padre, el empresario, es muy sintomática).
Este proceso de explotación es analizado por el film de una forma sistemática, recorriendo la gama de objetos de consumo (casa, muebles, decoración, coches, amantes, regalos, negocios) e incorporando a ella al ingenuo Franz, cuya capacidad cultural es mínima y, además, cree estar enamorado. El establecimiento de un paralelismo entre este análisis y las relaciones sociales globales se hace imprescindible y, por ello, la inmersión en el territorio de la homosexualidad es un síntoma que le sirve a Fassbinder para ejemplificar algo que sucede a todos los niveles, utilizando en su discurso todos los medios a su disposición para desgranar la madeja. Lo que presta una mayor garantía a este posicionamiento es la no exclusión del colectivo homosexual de los enfrentamientos de clase y, por lo tanto, la no glorificación per se de la diferencia. Con todo, resultan un tanto chirriantes algunas frases de terminología político-revolucionaria, tales como calificar a un individuo de “proletario”, por ejemplo; pero esto hemos de relativizarlo cuando situamos la fecha del film (1974) en su contexto histórico preciso (lo cual ya anticipábamos).
Los límites entre raza, género y clase inevitablemente se traslapan. La gente negra en Inglaterra, que es la más sometida a las prácticas racistas, tiende a ser de la clase obrera, mientras que la definición de pertenencia a un grupo étnico por lo general depende de que se lleven a cabo con éxito los atributos de género. El poder funciona sutilmente a través de una serie compleja de prácticas entrelazadas. Como resultado, los cuestionamientos políticos a las formas opresivas son complejos y a veces contradictorios. Por lo tanto, las políticas sexuales nunca pueden ser una forma única de actividad. Están enmarañadas en toda la red de contradicciones y antagonismos sociales que conforman el mundo moderno. Sin embargo, hay un punto importante que puede derivarse de este análisis. En lugar de considerar la sexualidad como un todo unificado, debemos reconocer que hay diversas formas de sexualidad: de hecho, hay muchas sexualidades. Hay sexualidades de clase y sexualidades específicas de género, hay sexualidades raciales y sexualidades de lucha y elección. La ’invención de la sexualidad’ no fue un acontecimiento único, ahora perdido en el pasado remoto.
Es un proceso continuo que simultáneamente actúa sobre nosotros y del que somos actores, objetos del cambio y sujetos de esos cambios.16
En Las amargas lágrimas de Petra von Kant, ese “traslapamiento” de que hablaWeeks en la cita anterior nos recuerda el proceso de degradación y sustitución de roles que se daba en El sirviente (The servant, Joseph Losey, 1963). No se trata aquí del establecimiento de una metáfora que referencia la lucha de géneros a través de la lucha de clases ni a la inversa, sino de una introspección en las relaciones entre tres personajes –no necesariamente homosexuales, aunque sí en sus relaciones manifiestas- que no pueden evitar verse asociados al proceso de dominación / sumisión que caracteriza los mecanismos sociales, mediante la asunción de roles de verdugo y víctima. Tales roles implosionan cuando las relaciones de explotación se superponen sobre las sentimentales (conclusión nada metafórica que denuncia la inestable capacidad del ser humano para mantener su coherencia).
La inclusión de Marlene, la secretaria / criada, como testigo privilegiado de la decadencia de Petra von Kant, que permanece fiel a su “ama” en tanto pueda verse humillada por su asumida condición servil, no hace sino establecer un puente entre la representación y el espectador (nosotros) que se cierra finalmente con la ruptura del cordón umbilical que une a ambos personajes desde el principio: al romper Petra la ley, la norma de su condición de clase, y proponerle a Marlene un nuevo porvenir, ésta sólo puede abandonarla: la lucha de clases no tiene sentido una vez la degradación se ha consumado. El amor –y aquí la cuestión de género deviene secundaria- se asimila a un proceso que no es otro que esa lucha de clases en que un estatus de poder otorga la capacidad de dominio y, en consecuencia, relega al otro a la condición de dominado. Tal como señala literalmente Petra von Kant: “el matrimonio saca fuera lo peor de la gente”, pero su relación con Karin reproduce el fracaso de su anterior experiencia heterosexual.
No tenemos espacio aquí para tratar con más profundidad esta serie de rasgos del cine de Rainer Werner Fassbinder; por ello, consideramos cuanto antecede como una primera aproximación a una lectura transversal de la obra de este autor alemán -muy rica en múltiples sentidos-, una de cuyas características más importantes –que nos hemos limitado a sugerir- es la vinculación de los aspectos discursivos de carácter ideológico a la edificación de un aparato formal en contradicción evidente con el institucional.
*Se agradece a la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Generalitat Valenciana la ayuda concedida al Proyecto de Investigación “Mujeres y Cine” (Código CTIDIB/2002/263) en el cual se enmarca el presente trabajo.
La prematura muerte de RAINER WERNER FASSBINDER, el 10 de Junio de 1982, clausuró radicalmente una carrera prolífica y multifacética (cine, teatro y televisión) al tiempo que ponía de manifiesto la ejecución final de un acto voluntario cuya sombra siempre había acompañado su atormentado carácter y que se refleja en el constante e inestable equilibrio que preside su filmografía entre las pulsiones de vida y de muerte. Pulsiones que se manifiestan en su obra y en su vida, haciendo difícil establecer una separación nítida entre ambas (¿acaso su fin no había sido ya interpretado por él mismo en La ley del más fuerte?) y que interpelan al contexto socio-cultural en que le tocó vivir: hombre de su tiempo, sí, pero anclado en el pasado y con la mente proyectada hacia el futuro (su cine, como el de GODARD –salvando las inmensas distancias que les separan-, se anticipó a su época).
En una larga entrevista que FASSBINDER mantuvo con WILFRIED WIEGAND1, aparece una de sus premisas esenciales: “Pienso que el arte oficial cumple la función de oprimir a las personas”. En nuestra era de globalización, esta frase cobra todo su sentido porque el arte oficial es el institucional (homogeneizador a la baja, castrador, falsamente popular) y la “opresión” se ha disimulado con una supuesta atención a los gustos de las mayorías (previamente impuesto, claro está) que permite al poder de los media justificar la mediocridad de los productos audiovisuales por la cínica expresión de dar a la gente lo que la gente pide (véase cómo el término “gente” –antes “masa”- resulta claramente despectivo). Pues bien, FASSBINDER, ya en los 70, sabía muy bien la estructura del mundo en que vivía y plasmó con nitidez en sus películas los mecanismos de opresión, las repercusiones sociales y la desesperación individual; hay en ellas una demoledora carga ideológica, son el fruto de un cine de intervención, abiertamente político, arraigado en los problemas del individuo y, más específicamente, en los de género, puesto que la búsqueda de identidad en un contexto radicalmente despersonalizador se convierte en una constante que viven los ciudadanos y que el cineasta aborda en su calidad de testigo y actor del momento histórico que le ha sido adjudicado por el destino.
En otro lugar2, ya hemos planteado algunas de las características más relevantes del cine de FASSBINDER:
* Inmersión de las relaciones individuales en los aspectos de género
* Metaforización de las tramas personales hacia las colectivas: relaciones de poder-dominación, opresión, etc.
* Estructuración del espacio como ente antropomórfico directamente relacionado con las situaciones de los personajes
* Distancia (extrañamiento), frialdad, que rompe el esquema habitual de identificación espectatorial posibilitando una actitud crítica
* Recorrido por los diversos contextos históricos de la Alemania contemporánea
* Ruptura formal con los modelos dominantes y las estructuras del M.R.I.3, superando así el esquema clásico sin dejar de reivindicar elementos puntuales: expresionismo, referentes procedentes del cine de la República de Weimar, DOUGLAS SIRK y el melodrama, ROBERT BRESSON, ERIC ROHMER (Le signe du Lion), etc.
Nos encontramos, pues, ante una parte primigenia de las esencias del cine.
Las películas de FASSBINDER requieren de nuestra participación, de un espectador crítico, de un lector insaciable capaz de sentir el goce de la fruición hermenéutica. Estudiar su cine, habida cuenta de la gran cantidad de materiales audiovisuales que nos legó, se convierte en una tarea monumental, pero apasionante, que necesariamente debe atender a diversas áreas e ir estableciendo conclusiones parciales que sirvan de base para ulteriores acercamientos a su obra. Una de las opciones más interesantes es, sin lugar a dudas, la perspectiva de género.
1. Sistema sexo/género y representación
Cuando hablamos de género y pretendemos aplicar el concepto al estudio de un film, hemos de tener en cuenta que el cine forma parte del conjunto de los aparatos ideológicos de Estado (ALTHUSSER)4 y como tal cumple su función de reproducción ideológica a través de la construcción y consolidación de determinados imaginarios colectivos. La sexualidad, como naturalización del sexo, como discurso sobre la imbricación de lo biológico con lo experiencial, siempre ha estado presente en el cine con una mirada esencialmente masculinizada; la representación de la mujer ha venido siendo funcional para el orden normativo de lo femenino. Si bien algunos títulos aislados comienzan a plantear dudas sobre la concepción naturalista del género, el cine está hoy por hoy lejos de abordar esta problemática y sigue presentando a hombre y mujer como dualidad de lo masculino / lo femenino, independientemente de algunas obras significativas en que, al menos, se defienden con valentía las opciones homosexuales (que –digámoslo- no implican en sí romper el constructo masculino / femenino como discursos de poder / sumisión).
La diferencia biológica se ha convertido en algo socialmente reconocido. Se dan una serie de categorías que se suponen fundadas en la naturaleza del cuerpo y los rasgos biológicos arrastran consigo papeles sociales, roles. No es suficiente hablar de diferencia en términos de sexo (hombres vs mujeres); la diferencia sexual no explica otras diferencias mucho más importantes que están en la propia complejidad de la sociedad: los discursos que construyen el imaginario social tienden a constituir sujetos funcionales; limitándonos al sexo, se pierden de vista muchas implicaciones ideológicas. El Sujeto no es ya el Sujeto, como centro de acción y decisión, es un Subjectum (Althusser), que elige libremente –en apariencia- su propia sujeción, reforzada mediante los aparatos ideológicos de Estado.
Para acceder a la realidad es necesaria una mediación y tal mecanismo genera una representación. El género es esa representación, en el terreno que nos ocupa aquí. Esto implica que es en sí mismo una tecnología y al mismo tiempo los aparatos ideológicos son tecnología del género; produce comportamientos (produce, construye) y al tiempo es el efecto de otras tecnologías.
Cada individuo, al reconocerse en una categoría, asume todas sus funciones, pese a que ningún objeto concreto es el referente. La posición social de los seres humanos no depende del factor biológico, sino de elementos de poder.
Incluso, según Butler,5 el sexo no existe, es una naturalización del género, puesto que es la pretensión de dar por sentado que existe algo previo al género, a la construcción social. El sexo no es natural, ni objetivamente medible. La biología no es otra cosa sino discurso; la diferencia no tuvo nunca por qué ser significativa, fueron los discursos quienes aplicaron esa significación. El pensamiento occidental nos ha empujado a decidir que hay una sustancia en las cosas (una objetividad), cuando no hay sino construcciones-representaciones que separan los seres humanos en categorías según roles sociales (el sexo es un invento funcional a esa jerarquía): función productiva + función reproductiva.
Eso es lo fundamental, el cuerpo es secundario.
La sociedad es intrínsecamente conflictiva, está escindida; cada sujeto tiene en su seno un poder y un valor, víctima o verdugo, según la relación en que se encuentre con el resto. Hoy en día, la complejidad de las relaciones de clase y la división del trabajo han generado una nueva escala de valores, también funcional para el sistema, capaz de retroalimentarle, que mitifica la competitividad y rebaja el trabajo a la categoría de la subsistencia (de la necesidad), empobreciendo toda dinámica social.
Gordon llama ’economía del trabajo casero’ a la reestructuración del trabajo que, en general, posee las características que antes tenían los empleos de las mujeres, empleos que sólo eran ocupados por éstas. El trabajo, independientemente de que lo lleven a cabo hombres o mujeres, está siendo redefinido como femenino y feminizado. El término ’feminizado’ significa ser enormemente vulnerable, apto a ser desmontado, vuelto a montar, explotado como fuerza de trabajo de reserva, estar considerado más como servidor que como trabajador, sujeto a horarios intra y extrasalariales que son una burla de la jornada laboral limitada, llevar una existencia que está siempre en los límites de lo obsceno, fuera de lugar y reducible al sexo (...)
La economía del trabajo casero, en tanto que estructura organizativa capitalista mundial, es la consecuencia y no la causa de las nuevas tecnologías.6
La penetración de los discursos es un elemento esencial para la consolidación de ese imaginario que precisa el poder; la espectacularización desdibuja la percepción, proponiendo lo virtual como real.
Para llegar a una representación del género, la maquinaria simbólica parte de una especificidad naturalizada, que se pretende con valor absoluto, no cuestionable. Su coincidencia con la normatividad y escala de valores del espectador no es sino el reflejo del proceso general de los aparatos ideológicos de Estado y sus permanentes interpelaciones a los sujetos; no es sino el reflejo de una determinada concepción de la realidad que se manifiesta como lo real absoluto: el ejercicio del poder y la consiguiente dominación / sumisión. El cine construye un mundo ficcional que entra en relación con el real a través de la incorporación experiencial del espectador, modelando o reforzando su imaginario social. Como discurso, es un constructo y lo aceptamos como tal; sin embargo, está inmerso en el seno de otros discursos que –como él- han venido haciendo uso del borrado enunciativo para aparecer como naturales y han conseguido edificar un mundo en el que no dudamos en creer ciegamente. Entre esos discursos, el de la sexualidad, con la trama sexo/género, se ha constituido en uno de los más funcionales para el del poder (discurso por excelencia).
El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos (. . . ) El poder, como puro límite trazado a la libertad, es, en nuestra sociedad al menos, la forma general de su aceptabilidad.7
En nuestra época, ha entrado en juego un modelo que es económicosocial; la propiedad ya no se basa, como antaño, en los lazos de sangre. Este nuevo modelo implica una focalización hacia la vida, la supervivencia, la permanencia (en el poder). En este proceso, que comienza en el siglo XVII y culmina en el XIX para cambiar en el XX, no es que el sexo esté reprimido (durante el ascenso de la burguesía) sino que se produce el concepto mismo de sexualidad (una reinscripción de las prácticas religiosas: se vuelve a hablar del sexo, se crea un discurso); el efecto es rentable en la medida en que se habla de. Bajo la apariencia de prohibición se da una proliferación de los discursos sobre el sexo. Lo importante es vigilar, normalizar, pero en contrapartida se está hablando de sexo y conduciéndolo hacia la obsesión. Todo ello va ligado al desarrollo del capitalismo y la productividad.
Lo importante es que el sexo no haya sido únicamente una cuestión de sensación y de placer, de ley o de interdicción, sino también de verdad y de falsedad, que la verdad del sexo haya llegado a ser algo esencial, útil y peligroso, precioso o temible; en suma, que el sexo haya sido constituido como una apuesta en el juego de la verdad.8
El sujeto moderno se constituye como subjectum con el objetivo de perpetuarse como género humano y en el poder. Se lleva a cabo una distinción entre esfera privada y pública: la familia tiene un poder extraordinario, primera célula de la sociedad para reproducir la clase. En el siglo XIX el modelo ya se ha desarrollado y podemos hablar de represión porque se producen nuevos sujetos sociales: niños, adolescentes, medicalización (histéricas), psiquiatrización (locos, homosexuales). Estos nuevos sujetos son consecuencia del discurso sobre la sexualidad que no ofrece una salida institucionalizada para ellos.
La sexualidad no tiene nada de natural, no es una fuerza de la naturaleza, está determinada en función de un discurso político. Con la sociedad burguesa, la nueva lógica es la de un sujeto libre de decidir, libre de casarse, de elegir (con la aristocracia los pactos eran de tipo económico): hay un enmascaramiento mediante términos tan confusos como el deseo o el amor.
Althusser hablaba acertadamente del aparato ideológico de Estado y ya desvelaba que su actuación permeabilizaba las capas sociales. Con el instrumental mediático a su servicio, la reproducción de las concepciones y modos de vida se convierte en un hecho a escala planetaria y a un ritmo acelerado: asistimos a una violencia simbólica. Puede aceptarse que esa violencia simbólica no provoca muertes, pero difícilmente se podrá negar que sí esclaviza cerebros (procesos difícilmente desligables del concepto de muerte). El enmascaramiento, como dinámica del sistema para invisibilizar los procesos de dominación, ha repercutido en todos los discursos, desde el histórico al científico, desde el ideológico al epistemológico o al puramente convencional. El poder se ha constituido a sí mismo a través de un relato vehiculizado en el discurso hegemónico que ha ejercido permanentemente en el seno de la sociedad. Ese relato no es sino una ficción más (story vs history) que se mantiene gracias precisamente a su fuerte impresión de realidad (verdad). Hay ahí todo un paradigma de la violencia, ejercida sin escrúpulos, abierta e ilimitadamente, que ha posibilitado una tecnología capaz de enfrentarnos al género como un lógico resultado del sexo (al decir sexo lo entendemos como biológico); los instrumentos de dominación son eficientes en la medida en que los individuos creen en su bondad: si en otro tiempo utilizaron la religión, hoy se cimentan en el discurso sobre la sexualidad y la pregnancia de los medios audiovisuales, quizás mañana se enmascaren en la realidad virtual.
Como definición preliminar, un ’sistema de sexo/género’ es el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas.9 Un imaginario colectivo que posibilite la representación de la condición femenina como inherente a la mujer, ligada a lo privado, al hogar, a la (re)producción, es tremendamente funcional para el aparato sistémico. Siguiendo a Judith Butler podemos negar la equiparación de género y cultura con la de sexo y naturaleza; el género también es el medio a través del que la ’naturaleza sexuada’ se establece como ’prediscursiva’, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutra sobre la que la cultura actúa. La institución de una heterosexualidad obligatoria y naturalizada requiere y regula el género como una relación binaria en la que el término masculino se diferencia del femenino, y esta diferenciación se consigue mediante las prácticas de deseo heterosexual.
Para Butler el constructo de una identidad sexual coherente de acuerdo con los ejes disyuntivos de lo femenino/masculino está destinado a fracasar; los trastornos de esta coherencia por medio de la reaparición involuntaria de lo reprimido revelan no solo que ’la identidad’ se construye, sino que la prohibición que construye la identidad es ineficaz.
Cuando el niño sale de la fase edípica, su líbido y su identidad de género han sido organizadas en conformidad con las reglas de la cultura que lo está domesticando. El complejo de Edipo es un aparato para la producción de personalidad sexual.10
La identidad, basada en la constante fijación de un otro, acompaña todas las fases del desarrollo humano y es reforzada por los discursos de los aparatos ideológicos. El cine, el audiovisual, proporciona mecanismos de identificación que permiten ver en el otro la imagen de sí mismo y generar un proceso imitativo que, generalmente, no es sino refuerzo del constructo discursivo previo.
Identificarse es quedar activamente implicado como sujeto en un proceso, en una serie de relaciones; un proceso que, subrayémoslo, está materialmente apoyado por actividades específicas - textuales, discursivas, relativas a la conducta- en las que queda inscrita cada relación. La identificación cinematográfica, en particular, se inscribe en dos registros que articula el sistema de la mirada, el narrativo y el visual (el sonido se convierte en un tercer registro necesario en aquellas películas que usan expresamente el sonido como elemento anti-narrativo o desnarrativizador).11
El atractivo que tiene el cine para las masas funde los diferentes hilos de una cultura y los representa para aquéllas. Por lo tanto, incluso en sus formas opositivas, participa también en el proceso de consolidación del poder hegemónico al incorporar, cooptar y realinear los desafíos radicales.12 Así pues, que la mirada cinematográfica sea esencialmente “masculina” no es sino una consecuencia lógica de un sistema naturalizador que autentifica en el discurso fílmico otros discursos (el de género, en el caso que nos ocupa). Romper esta dinámica tiene necesariamente una doble vertiente (formal y de contenido) que se resume en una: la construcción de un nuevo tipo de discurso sin vocación modélica, puesto que la forma es el fondo.
2. Melodrama y extrañamiento
En el melodrama, la sorpresa (para los personajes) está en posición de contraste para el espectador. El goce del espectador consiste en la contemplación de cómo el personaje accede a un sufrimiento que sólo para él era inesperado13 (González Requena, 1986: 52)
Tomaremos aquí dos films de Fassbinder que, por su base argumental con marcados aspectos de manifestaciones de género (homo y bisexualidad masculina y femenina), pueden anclarse en nuestra reflexión. Se trata de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren tranen der Petra von Kant, 1972) y La ley del más fuerte (Faustrecht der freiheit, 1974). Ambos corresponden a un periodo especialmente prolífico de la filmografía de este autor, tanto en el nivel cualitativo como en el cuantitativo.
La primera constatación que se impone en nuestro breve análisis es la importante y deliberada transmutación del problema “género” hacia el conflicto de “clase”. Efectivamente, los personajes de ambos films se inscriben directamente en el territorio de la homosexualidad, marginando –valga la fuerza del término- el mundo de la heterosexualidad, habitualmente naturalizado desde la óptica de la normalidad. Aunque este procedimiento delimitador acontece en otros films de Fassbinder, en los que aquí abordamos es especialmente evidente, sobre todo en Las amargas lágrimas de Petra von Kant, en que ni siquiera hay lugar para un solo personaje masculino. Esta operación (no olvidemos que tiene lugar en el principio de la década de los setenta y la cuestión contextual no es una dimensión menor) se constituye en detonador de un posicionamiento de género (la homosexualidad) que emite un juicio sobre su propia condición y se equipara a los problemas habituales –colectivos- del entorno social; así, no hay un conflicto esencial entre hombres y mujeres (pongamos, lo masculino y lo femenino), sino entre posiciones / estratos de poder, mecanismos de dominación / sumisión, que son llevados hasta sus últimas consecuencias (la muerte, en el caso de La ley del más fuerte, o el abandono y la degradación en Las amargas lágrimas de Petra von Kant).
El mundo social exige distinciones y crea límites. La ’masculinidad’ y la ’feminidad’ tal vez no sean conceptos unificados. Están llenos de mensajes contrarios y contradictorios, y tienen diferente significado en contextos distintos. No significan lo mismo en documentos sociales formales o códigos legales que en el prejuicio popular. Significan cosas distintas en diferentes ámbitos de clase, geográficos y raciales. No obstante, independientemente de las calificaciones que hagamos, existen no sólo como ideas poderosas, sino como divisiones sociales radicales. Lo hacemos de diferentes maneras en distintos momentos, pero siempre dividimos a la gente en ’hombres’ y ’mujeres’. Además, no hablamos de diferencias sencillas e insignificantes: de hecho, nos referimos a diferencias de poder y a situaciones históricas en que los hombres han tenido el poder, en lo social y en la práctica, para definir a las mujeres. La masculinidad y la sexualidad masculina siguen siendo las normas con las que juzgamos a las mujeres.14
Sin embargo, la única identificación posible en los films que tratamos se vincula al esquema masculino = dominación (poder), femenino = explotación (sensibilidad), que, traducido al terreno cinematográfico, repercute en una dualidad de miradas (institucional / a-institucional): la base del melodrama – tan idónea para posibilitar los mecanismos de identificación espectatorial- se resquebraja por una construcción significante que tiene en la distancia su principal valedor.
Ya reconocido Rainer Werner Fassbinder como uno de los realizadores más importantes del llamado “nuevo cine alemán”, La ley del más fuerte y Las amargas lágrimas de Petra von Kant pueden considerarse como dos de sus obras más maduras, a lo que contribuye en buena parte su implicación personal y vivencial. El tema tantas veces tabú de la homosexualidad es abordado sin tapujos y desde una perspectiva que sabe extrapolar a ese ambiente supuestamente marginal –pero que se contempla en los films de forma naturalizada, actuando como reflejo invertido de la normalización impuesta por el sistema hegemónico- las relaciones de explotación y de clase propias del sistema económico-social y de género. Como base representacional hace uso del melodrama (la influencia de Sirk es notable) pero su cine tiene un alto componente de extrañamiento, fruto de la sobriedad en la puesta en escena y de la estilización interpretativa, que lo acerca a un planteamiento materialistadialéctico.
En el caso de La ley del más fuerte el ente enunciador se sirve de un alto grado de transparencia para construir el relato. Ocurre algo similar que en el free cinema, con el que llegó un cambio profundo en cuanto a los temas y su actualidad e importancia social, así como un componente ideológico altamente radical, pero con muy pocas variaciones formales respecto al modelo hegemónico. Ahora bien, si el free cinema buscaba un efecto de verdad y rentabiliza para ello la transparencia enunciativa, el cine de Fassbinder –y más concretamente el ejemplo que abordamos- está muy lejos de tal pretensión puesto que la verosimilitud no es un objetivo e incluso los intentos por construirla se ponen en evidencia (miradas a cámara) por el propio discurso fílmico.
Por lo que respecta a Las amargas lágrimas de Petra von Kant, la cuestión es muy diferente ya que las composiciones del encuadre –tanto por las posiciones de los personajes como por sus desplazamientos- y los movimientos de cámara reivindican constantemente la presencia del meganarrador, que se manifiesta así de una forma similar a si invadiera el campo a través de un espejo.
En cualquier caso, la verosimilitud se quiebra también y la actitud del espectador deviene necesariamente crítica y atenta.
Dos son los parámetros, pues, que generan tal negación del efecto verdad: la sobriedad en la planificación y la estilización. Efectivamente, en La ley del más fuerte apenas se hace uso de movimientos de cámara (la mayor parte de los planos son fijos y tampoco abunda el plano – contraplano) y el realizador impone una “distancia” a la mirada de la cámara, a veces provocada por elementos en primer término que enfatizan la profundidad de campo y en otras ocasiones por el mantenimiento del objetivo más allá de un marco del decorado, como puede ser una puerta o un ventanal. En Las amargas lágrimas de Petra von Kant los desplazamientos de la cámara son deliberadamente morosos y los actores se pliegan a la posición de cada elemento del encuadre, con lo cual se genera una perspectiva teatral que dilata sensiblemente los tiempos de la acción y que, a fin de cuentas, revierte en un extrañamiento de similares características.
La estilización podemos encontrarla también en la construcción de los decorados y, sobre todo, en la disposición de los personajes en el seno del encuadre, siempre creando diagonales en profundidad y ralentizando su intervención (las miradas parecen paralizar el tiempo). Se rubrica de esta forma la frialdad, que preferimos denominar distancia, a la que se suma una interpretación de carácter cuasi mecánico15.
Cuando hablamos de trazado en diagonal de los materiales en el seno del encuadre, nos estamos refiriendo tanto a las posiciones de los personajes y la relación entre ellas como a la inscripción de objetos que están presentes y son utilizados para ganar en profundidad o para la estilización de la toma.
Así, tenemos un caso muy concreto en el contrapicado que muestra unos pies en primer término al comienzo de La ley del más fuerte (luego se sabrá que pertenecen a los policías y, por lo tanto, están justificados diegéticamente) o en el posicionamiento del personaje tras los barrotes de la escalera, que recuerdan a una prisión y obedecen a un momento en que está sufriendo un fuerte impacto emocional por la actitud de su amante (relación espacio – sentido, que conecta claramente con las motivaciones expresionistas).
Salvo algún fundido aislado, la historia fluye por yuxtaposición de las distintas secuencias, que avanzan linealmente y se unen por corte neto. Puesto que hemos hablado de una aceptación, en líneas generales, del modelo transparente, el fuera de campo no está especialmente marcado y se puede detectar, sobre todo, cuando se dan juegos de miradas entre los personajes (habría que hablar aquí de los códigos gestuales específicos de los homosexuales) o cuando, por el efecto de alejamiento, la cámara permanece en una posición mientras se produce un diálogo entre lo que se encuentra frente y detrás de ella.
Mención aparte merece la dimensión ideológica de ambos films, que aplica los parámetros de la explotación y engaño propios de la sociedad capitalista al mundo de los homosexuales, introduciendo sus propios niveles de clase y cultura (sin dejar de lado los problemas de género). En La ley del más fuerte destaca en este sentido la complejidad del personaje del amante, Eugène, que procede de la alta cultura y de una clase acomodada y, sin embargo, no tiene escrúpulos en engañar a Franz hasta quedarse con todos sus recursos; lo paradójico del personaje –como resulta muy manifiesto en el film- es que para conseguir sus objetivos Eugène se prostituye literalmente, usando a Franz hasta el extremo (la reacción del padre, el empresario, es muy sintomática).
Este proceso de explotación es analizado por el film de una forma sistemática, recorriendo la gama de objetos de consumo (casa, muebles, decoración, coches, amantes, regalos, negocios) e incorporando a ella al ingenuo Franz, cuya capacidad cultural es mínima y, además, cree estar enamorado. El establecimiento de un paralelismo entre este análisis y las relaciones sociales globales se hace imprescindible y, por ello, la inmersión en el territorio de la homosexualidad es un síntoma que le sirve a Fassbinder para ejemplificar algo que sucede a todos los niveles, utilizando en su discurso todos los medios a su disposición para desgranar la madeja. Lo que presta una mayor garantía a este posicionamiento es la no exclusión del colectivo homosexual de los enfrentamientos de clase y, por lo tanto, la no glorificación per se de la diferencia. Con todo, resultan un tanto chirriantes algunas frases de terminología político-revolucionaria, tales como calificar a un individuo de “proletario”, por ejemplo; pero esto hemos de relativizarlo cuando situamos la fecha del film (1974) en su contexto histórico preciso (lo cual ya anticipábamos).
Los límites entre raza, género y clase inevitablemente se traslapan. La gente negra en Inglaterra, que es la más sometida a las prácticas racistas, tiende a ser de la clase obrera, mientras que la definición de pertenencia a un grupo étnico por lo general depende de que se lleven a cabo con éxito los atributos de género. El poder funciona sutilmente a través de una serie compleja de prácticas entrelazadas. Como resultado, los cuestionamientos políticos a las formas opresivas son complejos y a veces contradictorios. Por lo tanto, las políticas sexuales nunca pueden ser una forma única de actividad. Están enmarañadas en toda la red de contradicciones y antagonismos sociales que conforman el mundo moderno. Sin embargo, hay un punto importante que puede derivarse de este análisis. En lugar de considerar la sexualidad como un todo unificado, debemos reconocer que hay diversas formas de sexualidad: de hecho, hay muchas sexualidades. Hay sexualidades de clase y sexualidades específicas de género, hay sexualidades raciales y sexualidades de lucha y elección. La ’invención de la sexualidad’ no fue un acontecimiento único, ahora perdido en el pasado remoto.
Es un proceso continuo que simultáneamente actúa sobre nosotros y del que somos actores, objetos del cambio y sujetos de esos cambios.16
En Las amargas lágrimas de Petra von Kant, ese “traslapamiento” de que hablaWeeks en la cita anterior nos recuerda el proceso de degradación y sustitución de roles que se daba en El sirviente (The servant, Joseph Losey, 1963). No se trata aquí del establecimiento de una metáfora que referencia la lucha de géneros a través de la lucha de clases ni a la inversa, sino de una introspección en las relaciones entre tres personajes –no necesariamente homosexuales, aunque sí en sus relaciones manifiestas- que no pueden evitar verse asociados al proceso de dominación / sumisión que caracteriza los mecanismos sociales, mediante la asunción de roles de verdugo y víctima. Tales roles implosionan cuando las relaciones de explotación se superponen sobre las sentimentales (conclusión nada metafórica que denuncia la inestable capacidad del ser humano para mantener su coherencia).
La inclusión de Marlene, la secretaria / criada, como testigo privilegiado de la decadencia de Petra von Kant, que permanece fiel a su “ama” en tanto pueda verse humillada por su asumida condición servil, no hace sino establecer un puente entre la representación y el espectador (nosotros) que se cierra finalmente con la ruptura del cordón umbilical que une a ambos personajes desde el principio: al romper Petra la ley, la norma de su condición de clase, y proponerle a Marlene un nuevo porvenir, ésta sólo puede abandonarla: la lucha de clases no tiene sentido una vez la degradación se ha consumado. El amor –y aquí la cuestión de género deviene secundaria- se asimila a un proceso que no es otro que esa lucha de clases en que un estatus de poder otorga la capacidad de dominio y, en consecuencia, relega al otro a la condición de dominado. Tal como señala literalmente Petra von Kant: “el matrimonio saca fuera lo peor de la gente”, pero su relación con Karin reproduce el fracaso de su anterior experiencia heterosexual.
No tenemos espacio aquí para tratar con más profundidad esta serie de rasgos del cine de Rainer Werner Fassbinder; por ello, consideramos cuanto antecede como una primera aproximación a una lectura transversal de la obra de este autor alemán -muy rica en múltiples sentidos-, una de cuyas características más importantes –que nos hemos limitado a sugerir- es la vinculación de los aspectos discursivos de carácter ideológico a la edificación de un aparato formal en contradicción evidente con el institucional.
*Se agradece a la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Generalitat Valenciana la ayuda concedida al Proyecto de Investigación “Mujeres y Cine” (Código CTIDIB/2002/263) en el cual se enmarca el presente trabajo.
1 En Fassbinder, Paris, Lt’Atalante Editeur, 1982, traducción de CARL HANSER VERLAG.
2 GÓMEZ TARÍN, FRANCISCO JAVIER, “Fassbinder o la fuerza de las formas”, en Cuadernos de Filmoteca Canaria, núm. 12: Rainer Werner Fassbinder, Filmoteca Canaria - SOCAEM, Las Palmas de Gran Canaria, 2003. Págs. 17-20.
3 Modelo de Representación Institucional, en términos de NOËL BURCH
4 Althusser, Louis, Lenin y la Filosofía, Barcelona, Ediciones de Enlace, 1978.
5 Butler, Judith, “Subjects of Sex / Gender / Desire”, en Gender trouble, Feminism and the subversion of identity, New York, Routledge, 1990.
6 Haraway, Donna J., Manifiesto para Cyborgs, Valencia, Eutopías, 1985, pág. 20.
7 Foucault, Michel, Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 1998, pág. 105
8 Foucault, Michel, op. cit., pág. 71.
9 Rubin, Gayle, “El tráfico de mujeres: notas sobre la “economía política” del sexo”, en Nueva Antropología, núm. 30, México, Noviembre, 1986, pág. 97.
10 Rubin, Gayle, op. cit. pág. 123
11 De Lauretis, Teresa, Alicia ya no. Feminismo, Semiótica, Cine, Madrid, Cátedra, 1992, pág. 224
12 Rabinowitz, Paula, “Soft Fiction. Cultura femenina, teoría feminista y cine etnográfico”, en Colazzi, Giulia, Feminismo y teoría fílmica, Valencia, Episteme, 1995, pág.s. 190-191
13 González Requena, Jesús, La metáfora del espejo. El cine de Douglas Sirk, Instituto de Cine y Radio-Televisión / Institute for the Study of Ideologies & Literature, Valencia / Minneapolis, 1986.
14 Weeks, Jeffrey, Sexualidad, México, Piados / Universidad Nacional Autónoma de México, 1998, pág. 62
15 Eco aquí de los personajes bressonianos
16 Weeks, Jeffrey, op. cit. pág. 46
"Las amargas lágrimas de Petra Von Kant"
n LAS AMARGAS LÁGRIMAS DE PETRA VON KANT. Por Sergio Sánchez
Hay en Las amargas lágrimas de Petra Von Kant (segundo de sus llamados "melodramas distanciados") una gran sintonía entre todos sus elementos, pero se podría empezar por reseñar uno que los vertebra a todos de una forma importante: el texto. Hubieron grandes guiones, mejores historias, pero quizás nunca Fassbinder estuvo hermanado de una forma tan inconsciente, secreta y subterránea con otro inmenso literato del cine como el sueco Ingmar Bergman, también de un talento visual incontestable.Tenemos entre manos una película literaria en el mejor y más gozoso sentido del término, lo cual en absoluto significa que sea un delirio verborreico sin interés en sus imágenes, todo lo contrario. Pero el amante de la palabra tiene en este texto un primer elemento de enganche con la película. Por mucho que no convenzan sus actrices, todo es posible, o su opresiva puesta en escena, hay en los diálogos que escribió Fassbinder (y en cómo los estructuró y dosificó) una precisión, una veracidad, un amor por la reflexión más lúcida posible, una capacidad para construir e inflamar el drama, una inteligencia y profundidad tan placenteras, que es en si mismo una obra de Arte, independiente y disfrutable en contextos ajenos a una película, que bien podría considerarse "simplemente" la magistral y difícilmente superable versión cinematográfica de dicho texto.No en vano puede que el espectador recuerde uno de los más interesantes "Estudio 1" de los últimos años, una adaptación de esta obra de Fassbinder con Rosa Maria Sardà, Ana álvarez y Gloria Muñoz.
¿De qué habla Fassbinder en su Petra Von Kant? La claustrofóbica estructura, personajes femeninos recluidos en un apartamento, le sirve para desenmarañar con suficiente, necesaria pausa y acierto cómo se relacionan los seres humanos en el amor, que no es más que un espejo o una trágica coincidencia respecto a cómo se relacionan entre ellos en la economía de mercado. Hay fuertes y hay débiles. Hay relaciones de dependencia. Abusos y miedos. No sólo es circunstancial que se trate en el presente caso de dos personajes que mantienen una relación lésbica, sino que este lesbianismo- ausente de militancia como la homosexualidad en general en la obra de Fassbinder, bueno es recordarlo- tiene un efecto rebote irónico. Estas relaciones de abuso y dependencia no son genéricas, como diría ahora la corrección política, son humanas, y la mujer liberada acaba adoptando las actitudes despóticas de cualquier hombre. Lo que se ha llamado la "liberación de la mujer en negativo", presente en otras películas de Fassbinder como Martha o Effi Briest.
Petra, que es señalada por colaboradores del director como personaje autobiográfico, tiene sometida a Marlene, la cual es prácticamente una esclava. La actriz Irm Herrmann que la interpreta no habla, no gesticula, pero la cámara está atenta a sus reacciones, va a buscarla en momentos clave y lo que hace (o lo que deja de hacer, como por ejemplo, escribir a máquina), funciona casi como metrónomo de la historia. Protagonizará el apoteósico final de la película. Sidonie es la amiga y confidente de Petra, a ella le relata
cómo no ha aceptado el sometimiento a su ya exmarido y las servidumbres que la sociedad considera "normales" en las relaciones de pareja. La madre de Petra y su propia hija representan también un orden establecido del que Petra acaba abominando en el epicentro de su "locura". Karin es el verdugo de Petra, pero es que ya hemos podido ver que Petra antes de convertirse en víctima ya ha oficiado también de verdugo.
Es un acierto con el que evita mostrar a una protagonista unidimensional y el drama adquiere suficiente envergadura, madurez y complejidad.
Esta fascinante tela de araña psicológica es revestida por una soberbia puesta en escena. Unos murales descomunales de desnudos masculinos engullen este mundo netamente femenino.
Unos maniquíes desnudos avanzan con la historia. Sus actrices llevan vestidos imposibles y pelucas increíbles, declaman con enorme y característica rigidez (a lo Fassbinder, que parecería que hablamos de Dreyer y tampoco es el caso), pero la frialdad de sus miradas derrite a cualquier espectador que tenga la enorme suerte de quedar subyugado por ellas. Planos fijos y elegantes y abrillantados movimientos de cámara que no conocen un segundo de mediocridad o descuido.
En ningún caso como vemos se ha planteado Fassbinder endiñar su texto de cualquier manera. La enorme sabiduría que anida en él, su conexión con la vida y con los sentimientos de personas, la autenticidad a veces tan cruel y esquizoide con la que los humanos nos tratamos, merecía estos alucinados y deslumbrantes ropajes. No hay respuestas fáciles pero tampoco amarguras baratas. Hay un principio de conocimiento, un diagnóstico certero de lo que sucede. Eso debería ser una esperanza.
Nosotros seguimos vivos y con nosotros una película tan inagotable, imperecedera y palpitante como ésta.
"Un año con trece lunas"
"Effi Briest"
n FILMOGRAFÍA (incompleta)Querelle, 1982
La ansiedad de Veronika Voss, 1982
Lola, 1981
Lili Marleen, 1982
Berlín Alexanderplatz, 1980 [serie de 14 episodios para TV]
La tercera generación, 1979
Un año con trece lunas, 1978
El matrimonio de María Braun, 1978
Desesperación, 1977
Bolwieser (La esposa del ferroviario), 1977 [TV]
Sólo quiero que me ames, 1976 [TV]
Ruleta china, 1976
El asado de Satán, 1976
Viaje a la felicidad de Mamá Küsters, 1975
La ley del más fuerte, 1974
Effi Briest, 1974
Todos nos llamamos Alí, 1974
Martha, 1973 [TV]
Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, 1972
El mercader de las cuatro estaciones, 1971
El soldado americano, 1970
Atención a esa prostituta tan querida, 1970
Los dioses de la peste, 1970
Katzelmacher, 1969
El amor es más frío que la muerte, 1969
Wow, qué magnífica recopilación muchas gracias.
ResponderEliminarSaludos