jueves, 27 de mayo de 2010

Luis Buñuel (1900-1983)

n “LOS OLVIDADOS”.
Por LUIS BUÑUEL

Óscar encontraba interesante la idea de una película sobre los niños pobres y semiabandonados que vivían a salto de mata (a mí mismo me gustaba mucho “Sciuscia” [El limpiabotas], de Vittorio de Sica).
Durante cuatro o cinco meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las “ciudades perdidas”, es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película. Entre los numerosos insultos que recibiría después del estreno, Ignacio Palacios escribió, por ejemplo, que era inadmisible que yo hubiera puesto tres camas de bronce en una de las barracas de madera. Pero era cierto. Yo había visto esas camas de bronce en una barraca de madera. Algunas parejas se privaban de todo para comprarlas después de casarse.
Al escribir el guión, yo quería introducir algunas imágenes inexplicables, muy rápidas, que habrían hecho decir a los espectadores: “¿he visto bien?”. Por ejemplo, cuando los chicos siguen al ciego en el descampado pasaban ante un gran edificio en construcción, y yo quería instalar una orquesta de cien músicos tocando en los andamios sin que se les oyera. Óscar Dancigers, que temía al fracaso de la película, me lo prohibió.
Me prohibió incluso mostrar un sombrero de copa cuando la madre de Pedro —el personaje principal— rechaza a su hijo que regresa a la casa. Por cierto que a causa de esta escena la peluquera presentó su dimisión. Aseguraba que ninguna madre mexicana se comportaría así. Unos días antes, yo había leído en un periódico que una madre mexicana había tirado a su hijo pequeño por la portezuela del tren.
De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: “Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?” Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.
La película fue rodada en veintiún días. Como en todas mis películas, terminé dentro del tiempo previsto. Creo que nunca he sobrepasado ni en una sola hora el plan de trabajo. Añadiré que nunca he necesitado más de tres o cuatro días para el montaje, debido ello a mi método de rodaje, y que nunca he gastado más de veinte mil metros de película, lo que es poco.
Por el guión y la dirección de “Los olvidados” cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.
Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión. La Prensa atacaba a la película. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. Al término de la proyección privada, mientras que Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia, un horror contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente, Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.
A finales de 1950, volví a París para presentarla. Caminando por las calles, que volvía a encontrar después de más de diez años de ausencia, sentía llenárseme de lágrimas los ojos. Todos mis amigos surrealistas vieron la película en el “Studio 28” y se sintieron, creo, impresionados por ella. Sin embargo, al día siguiente Georges Sadoul me mandó recado de que tenía que hablarme de algo grave. Nos reunimos en un café cercano a la plaza de l’Étoille, y me confió, agitado e, incluso, demudado, que el partido comunista acababa de pedirle que no hablara de la película. Sorprendido, pregunté por qué.
—Porque es una película burguesa —me respondió.
— ¿Una película burguesa? ¿Cómo es eso?
—En primer lugar —me dijo—, se ve a través del cristal de una tienda a uno de los jóvenes abordado por un pederasta que le hace proposiciones. Llega entonces un agente de Policía, y el pederasta huye. Eso significa que la Policía desempeña un papel útil: ¡no es posible decir tal cosa! Y, al final, en el reformatorio, muestras a un director muy amable, muy humano, que deja a un niño salir para comprar cigarrillos.
Estos argumentos me parecían pueriles, ridículos, y le dije a Sadoul que no podía hacer nada. Por suerte, unos meses después el director soviético Pudovkin vio la película y escribió un artículo entusiasta en Pravda. La actitud del partido comunista francés cambió de la noche a la mañana. Y Sadoul se mostró muy contento de ello.
Éste es uno de los comportamientos de los partidos comunistas con los que siempre he estado en desacuerdo. Existe otro, a menudo ligado al primero, que siempre me ha chocado, el que consiste en afirmar después de la “traición” de un camarada: “¡Escondía bien su juego, pero traicionaba desde el principio!”
En París, con ocasión de las proyecciones privadas, otro adversario de la película fue el embajador de México, Torres Bodet, hombre cultivado que había pasado largos años en España e, incluso, había colaborado en la Gaceta Literaria. También él estimaba que “Los olvidados” deshonraba a su país.
Todo cambió después del festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz —hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho— distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.
Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: “Los olvidados”, o “Piedad para ellos”. Ridículo.
Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano, Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.

Fragmento extraído del libro de Luis Buñuel, “Mi último suspiro”.

Luis Buñuel

Luis Buñuel


n LUIS BUÑUEL: “LOS OLVIDADOS” (1950)
Por FERNANDO BIRRI

(...)

Ateo gracias a Dios

Hoy veremos “Los olvidados”, de Luis Buñuel. No quiero ni debo sustraerme a una autodefinición de Buñuel, porque me parece que define muy bien al personaje y a su obra. En algún momento, Buñuel supo decirme de él mismo: “Gracias a Dios, soy ateo”. Y me parece que esta frase caracteriza muy bien su personalidad, que es una contradicción implícita. Toda la obra de Buñuel invita a ver con la lógica tradicional, en formas racionales, algo que pone en contradicción a esa lógica. Como ya les he dicho, creo que en un sentido profundo no hay contradicción; más bien Buñuel encarna esa difícil, casi inaccesible posición del alma por la cual los contrarios son posibles. Eso es lo que también supieron enseñar los maestros surrealistas, y no por nada al hablar de Luis Buñuel es obligatoria la mención del surrealismo.
La trayectoria artística y humana de Buñuel es ejemplar históricamente, pero es de una ejemplaridad inquietante. Porque a lo largo de toda su obra, que abarca medio siglo, siguió trabajando sobre lo mismo. Es interesante ver la relación entre una película realista como “Las Hurdes”, conocida también como “Tierra sin pan” y las obras surrealistas de la misma época como “Un perro andaluz” y “La edad de oro”. Porque “Las Hurdes” es una película breve en un pueblito perdido y pobrísimo, en un paisaje desolado, en la que él analiza y denuncia la pobreza con una penetración que pocas veces el cine ha vuelto a alcanzar. Y para la misma época -estamos hablando de sus comienzos-, Buñuel realiza películas experimentales como “Un perro andaluz” y “La edad de oro”, la primera hecha en colaboración con Salvador Dalí, muy recordada por la famosa metáfora del ojo cortado con una navaja que fue un escándalo en su tiempo. Después participó de otro tipo de escándalos, más relacionados con lo político, pero ese escándalo ya estaba en las raíces; era un escándalo físico, anatómico, algo que trascendía la coyuntura y que se ha interpretado de mil maneras pero que nunca perdió su poder de provocación.
Buñuel sufre el mismo destino de la famosa Generación del 27: triunfa en Europa el nazifascifranquismo y se va al exilio. Ustedes recordarán que en uno de los capítulos del retrato que yo hice de Rafael Alberti aparece una foto de Buñuel, en una avioncito de feria, con García Lorca. Y luego, en otro capítulo en el que se ve a los intelectuales españoles debatiendo sus ideas, hay un fragmento dedicado a Buñuel en el que un perro come el cerebro de una niña. Buñuel tenía una relación, por lo menos intuitiva, con la Generación del 27. Formó parte de una manera no diría marginal sino particular de esa generación cuyo padre fue Juan Ramón Jiménez, y que estaba integrada sobre todo por poetas y escritores. Había también algún pintor, como Dalí, y a pesar de que Lorca había escrito algunos guiones cinematográficos y de que en una obra de teatro, “Así que pasen cinco años”, hay escenas que son prácticamente secuencias cinematográficas, quien asumió en el grupo la producción cinematográfica fue Luis Buñuel.
Buñuel forma parte de la concepción de la Generación del 27 que podríamos llamar militante, pero se trata de una militancia muy particular. Porque esa militancia no opta por la militancia política o artística de manera ezquizofrénica, sino que es una militancia a la vez estética e ideológica, una relación de una complejidad increíble, y esta relación, como se ve en el caso de Rubén Darío y de Juan Ramón Jiménez, rebota sobre nosotros, sobre todo con el exilio. Alberti en la Argentina y Buñuel en México establecen una especie de transfusión de sangre ideológica entre lo que es el movimiento de vanguardia de entonces en España y lo que después van a ser los movimientos de vanguardia en América Latina. Fue un aporte realmente determinante. Y, en relación con el aporte específicamente cinematográfico, el que se fue por la ventana y luego vuelve por la puerta grande es Luis Buñuel: se exilia en México, donde va a producir casi toda su obra, al comienzo con muchos problemas hasta que logra establecer una suerte de pacto con el sistema. Buñuel trabaja dentro del sistema de producción cinematográfico mexicano, pero va haciendo películas cada vez más personales. El viejo Buñuel, que más de veinte años antes había hecho películas surrealistas, está presente en éste que ahora, a medida que se afirma cinematográficamente, va transformando en una uñota la pequeña uñita que metía al comienzo, y luego en una garra que realmente se impone. Buñuel consigue hacer las películas que él quiere hacer, volviendo, de algún modo, al realismo con el que había comenzado antes de pasar por el surrealismo. Sólo que el realismo al que llega es más bien una forma de metarrealismo, porque cuenta la realidad con imágenes cuyo sentido la trascienden. Y esto se relaciona con otro de los conceptos que manejamos en el trimestre anterior: el de historia -que implica y sobreentiende el de ser en el tiempo-, el de historizarlo todo e historizarlo críticamente, en el aquí y en el hoy, en el aquí-hoy. Ahí es donde Buñuel vuelve a instalarse y es lo que determina su mirada y la filmografía que hace en México.

El misterio de la creación

En el mundo se conocieron mucho más las últimas películas de Buñuel, las de la edad más madura como “Ese oscuro objeto del deseo”, “El discreto encanto de la burguesía” o “La Vía Láctea”, que las de las etapas anteriores. Pero yo creo que no pueden dejar de ver las películas menos conocidas, porque a la obra de Buñuel hay que analizarla en ese periplo según el cual aparentemente termina donde había empezado. Él, que había realizado en España obras de un realismo crudísimo y luego pasa por la etapa surrealista cuando hace en Francia “Un perro andaluz” y “La edad de oro”, finalmente en México vuelve a enfrentarse con una propuesta realista, en la que cada vez más va infiltrando elementos surrealistas recuperados. Y así, como un alquimista que trasmuta el barro en oro, va extrayendo de sí su propia esencia. Es a partir de elementos que están en su obra desde un principio, que se reencuentra con el realismo, pero ahora se trata de un realismo cargado de alusiones, que va más allá del hecho real y de lo que el puro realismo permite representar.
Hay una anécdota interesante que habla de la estética de dos maestros en apariencia muy distintos, Buñuel y Zavattini, el gran teorizador y pensador del neorrealismo italiano. Un día Buñuel y Zavattini se encuentran a comer y entonces, provocándose irónica y amistosamente el uno al otro, Buñuel le pregunta a Zavattini: “Cesare, ¿qué ves tú aquí?”. “Un vaso”, responde Zavattini. “¿Ah, sí?”, le dice Buñuel. “Un vaso con un poquito de vino adentro.” “¿Y qué más?” Zavattini se queda callado y entonces Buñuel le dice: “Para mí es otra cosa”. Pero no le dice lo que es, y con eso crea una especie de trascendencia que carga el vaso de un misterio o de un sentido no explícito, del mismo modo que hace en las películas. En el final de “El Bruto”, por ejemplo, un melodrama, la mala de la película, en la última escena, entra en una habitación donde arriba de un ropero hay un gallo que la mira. Hay un cambio de miradas tremendo entre ella y el gallo y la película termina. Es realmente sensacional, porque en esa escena se concentran una pluralidad de significados tan grande que uno se siente frente al misterio mismo de la creación, cargado de incógnitas. En este sentido, Buñuel hereda la mejor tradición surrealista. Por eso no se puede hablar de Buñuel sin hablar del surrealismo, es decir, sin recordar al menos aquella frase con que el surrealismo trató de autodefinirse, diciendo que era el encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección. Una operación de la misma naturaleza que la que plantean las películas de Buñuel.
Es interesante ver cómo todo esto a su vez está en nuestra realidad cultural, que de por sí es surrealista. No soy el primero en decirlo. La realidad latinoamericana es surrealista. Es donde se da aquella cosa de que todos los contrarios son posibles. Las contradicciones, la idea de que, por ejemplo, el agua podía ser fuego: un agua que es fuego es un aguardiente, y el aguardiente es una bebida que nos pertenece, pertenece a nuestra cultura (el pulque o mezcal...). Pensando así, el aguardiente es también una realidad alquímica.
La alquimia formó parte de todo el proceso creativo de Buñuel, porque fue un hombre que supo jugar con los opuestos y conciliarlos. Como Lautréamont, un poeta favorito de los surrealistas que figura, junto con Sade, entre las lecturas de Buñuel. Lautréamont había nacido en Uruguay y después se fue a Francia, donde escribió una obra maldita (“Los cantos de Maldoror”) y murió a los veinticuatro años. Un poeta increíble, que da la pauta de hasta qué punto América Latina es una tierra propicia para la aventura surrealista, o al menos para que la aventura surrealista se engendre y fecunde. En otras dimensiones, esto explica el fenómeno de Buñuel, un fenómeno no de apropiación de culturas y mucho menos de imposición, sino de nomadismo cultural. El nomadismo cultural, en el que los artistas se transfieren de un suelo a otro, de una patria a otra, enriqueciendo siempre el lugar al que llegan, es otro de los procesos que caracterizan al siglo pasado. En este caso, en el que el tráfico de influencias es un ping-pong que va y viene y no termina, las culturas ambulantes son dos: la de América Latina y la española, que Buñuel de algún modo reunió en su cine, especialmente en su etapa mexicana.

Referente histórico

El cine de Buñuel, aún en sus aspectos aparentemente menos delirantes, es un cine que está marcado por uno de los grandes referentes del siglo: Freud. Freud es como un eco que resuena en la obra de Buñuel, de la que se han hecho además varios análisis psicoanalíticos. La presencia de Freud y del psicoanálisis es otro de los elementos culturales que han estimulado de manera profunda la cultura latinoamericana, independientemente de Buñuel, pero también con Buñuel. El cine, y específicamente el cine latinoamericano, le debe a Buñuel un gran reconocimiento no sólo por su obra, sino por haber sido el elemento desencadenante de lo que después va a ser el Nuevo Cine Latinoamericano en su acepción más profunda, más secreta, más inquietante. Nosotros -Gutiérrez Alea, el primer Glauber Rocha, toda mi generación- siempre nos reconocimos como herederos del neorrealismo italiano. Y lo somos. Pero nuestra historia no empieza con el neorrealismo sino antes, en la realidad latinoamericana. Y a pesar de que después hayamos de alguna manera sufrido la separación de estética y ética con la famosa estética del compromiso y la aparente disociación de forma y contenido, siempre contamos con el modelo de Buñuel como referente de la estrecha asociación entre esos dos polos, que en el fondo no lo son.
Hoy vamos a ver una película de don Luis que se llama “Los olvidados” y que forma parte del momento fundacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Por muchos motivos, “Los olvidados” influirá en todo lo que se hará a partir de entonces, desde mediados de los años cincuenta y durante la década de 1960. Orlando Sena, un gran crítico y guionista brasileño, dijo que el cine latinoamericano es como un gran portador de cristos, que en una de sus espaldas lleva a Luis Buñuel y en la otra a quien les habla. Yo creo que en realidad el Nuevo Cine Latinoamericano no lleva a Buñuel sobre su espalda, sino en su cabeza.

Realismo, surrealismo y metarrealismo

Históricamente, esta película se coloca en el momento en que nace el Nuevo Cine. Es de 1950, así que resulta precursora, porque el movimiento se desata a mediados de esta década. Pero culturalmente pertenece a la misma época.
El filme desarrolla la problemática de un país urbano y de un urbanismo diabólico, desenfrenado, descontrolado. En los años de 1960 se decía que la Ciudad de México explotaba. Uno llegaba a la ciudad desde uno de los barrios periféricos y la veía cubierta por una nube negra. Ese fenómeno se fue reproduciendo en otras capitales latinoamericanas, pero empezó en México. “Los olvidados”, es una consecuencia de ese urbanismo salvaje, pero si quisiéramos hacer un análisis que ponga un poco más en perspectiva el problema, habría que decir que no es más que una de las tantas circunstancias y los tantos ejemplos del descontrol absoluto de lo que se llama progreso.
Me referí antes al realismo de Buñuel, que pasa a través del surrealismo para llegar otra vez a una forma de realismo. Pero no quisiera que este intento de explicación se interpretara bajo la figura de un círculo. El círculo es una imagen estática, a la que podríamos oponer la espiral, el cambio como una espiral: la famosa imagen de los “corsi e ricorsi” de la historia de la que habló Giambattista Vico, el pensador del “Cinquecento”. La historia concebida como una espiral, en perpetuo desarrollo dinámico; cuando uno toma un radio de esa espiral hay puntos que coinciden, pero nunca es el mismo círculo.
La figura del círculo me parece válida para entender la trayectoria de Buñuel. Porque no abandonará nunca en su obra la crueldad de un cine terriblemente realista, que después de desarrollarse a través del surrealismo vuelve a una forma de realismo que ya no es la del inicio: tiene todo el sedimento cultural de la experiencia surrealista. De modo que podríamos hablar de un metarrealismo, así como se habla de una metafísica. Esta película es un ejemplo de ese metarrealismo: es muy real, o estilísticamente muy realista, pero al mismo tiempo la realidad no es solamente lo que los ojos ven y lo que las orejas escuchan. Es eso y lo que está detrás de eso. Una operación muy compleja, que implica una dimensión en última instancia espiritual, por no decir virtual: formas de lo espiritual que están presentes en la obra de Buñuel. La obra de Buñuel es un “work in progress”, una obra que crece. Del realismo al surrealismo y del surrealismo al metarrealismo.
En su momento, esta película, como todo el cine de Buñuel, tuvo un gran impacto, una función de provocación. Y al volver a verla ahora, con la perspectiva que da el tiempo, entiendo cosas que en su momento no percibía, porque teníamos la nariz demasiado cerca, demasiado pegada. Y veo hasta dónde nos influyó y cómo fue decisiva para nosotros. Pero al mismo tiempo debo decir que en la película hay otra influencia, que es la de la realidad latinoamericana. Es claro que Buñuel ya tenía sus antenitas paradas y vibrantes en “Las Hurdes”, la película que él hace en España en su juventud, en un pueblito perdido de Aragón. La sensibilidad por la temática social, por la temática del abandono y el olvido, ya estaba presente, pero conjeturo que el contacto con nuestra realidad, la mexicana concretamente, produce este cortocircuito en que del principio surrealista, que es una acumulación de imágenes sobre todo inconscientes, se pasa a esta asunción de la conciencia, que no es sólo conciencia cinematográfica sino también social. A través de películas como esta se ve cómo los valores, estéticos y éticos, sociales y políticos, están de alguna manera fusionados y sintetizados en una unidad.
(...)

Fragmento extraído del libro “Soñar con los ojos abiertos”, de Fernando Birri, libro que reúne los treinta seminarios que este cineasta, poeta y artista plástico dictara en 2001 y 2002, en la Universidad de Stanford, Estados Unidos.


Federico García Lorca y Luis Buñuel

Benjamin Jarnes, Humberto Pérez Ossa, Luis Buñuel, Rafael Barradas y Federico García Lorca



n LARGO PIE PARA UNA FOTOGRAFÍA DE LUIS BUÑUEL POR LAS CALLES DE MÉXICO.
Por MAX AUB

Le fascina lo ilógico, que no tiene verbo, lo absurdo, que tampoco disfruta de tal; lo que sí, que tampoco se puede declinar. Sólo es o no es. No cuenta lo que se puede rechazar, rehusar, desechar, despedir, refutar, verbos regulares. Sí lo irracional, no lo arbitrario; la arbitrariedad, no lo inverosímil; la inverosimilitud, no lo imposible.
El despropósito, la enormidad, el desvarío, el delirio, (ni la locura ni el devaneo), la burrada no la necedad; la impertinencia mas no la extravagancia. Le encanta la insentatez, la incoherencia, la desconformidad, la ficción, el sueño, el esperpento, las apariciones; a veces, la patochada, el absurdo, la contradicción si es oposición, el contrasentido, las paradojas, el disparate, el desbarro. Delirar, no llevar pies ni cabeza; pero nunca hablar a tontas y a locas. Lo irracional, ante todo, por lo racional. Cierta brutalidad por lo que tiene de bestialidad. Lo irrazonable, lo disparatado ( que no son lo mismo: lo disparatado puede ser razonable ). Lo inconveniente para lo que se tiene burguesamente por ello. De allí su gusto por lo inmoral desde el ángulo de la buena educación y por la pornografía, así se llame erotismo por lo fino.
Prefiere lo nombres a los verbos: ni disparar, ni desbarrar, ni desvariar, ni soñar ni delirar, sino lo sustantivo de los sustantivos: los disparates, los sueños, embutidos en la realidad más vulgar y cotidiana.
Apaga y vámonos antes de pasar al humor, la ironía, al donaire, la broma, la burla, la sátira, el sarcasmo, lo cáustico, lo mordaz, la muerte de las ilusiones. Hágase la irreverencia, la desobediencia, la rebeldía, el descaro, el desdén, el menosprecio —sin llegar a la ofensa— la profanación, la blasfemia, la irreverencia; todo sin hacer disonancia: desprecio, ofensa, profanación y blasfemia. Entre dos aguas; haciéndose el inocente, para poder defenderse en caso necesario.
Ni crédulo ni incrédulo, ni religioso ni irreligioso, ni comunista ni burgués (ni mucho menos anticomunista), ni anarquista ni totalmente en contra, ni creyente ni increyente (en la magia, por ejemplo). Escéptico sin serlo, ni ateo del todo, tal vez —no lo creo— descreído, materialista hasta cierto punto, fiel e infiel, hereje sin saber de qué, anticlerical con lagunas, irreverente, libertino, sólo en principio impío; sacrílego sólo en las formas, descatolizado hasta el punto en que puede serlo un español, que no es demasiado. Hipócrita en el buen sentido de la palabra, que lo tiene. Atrevido sin querer. Amigo del desacato a las autoridades siempre que no entrañe peligro para él. Adelantado. Bien educado. Egoísta y espléndido. Amigo de ayudar. Difícil de enfurecer, pero no enemigo de dejarse llevar por su temperamento. Amigo de los excesos, lo infrecuente; monstruo normal; nada rencoroso; cascarrabias a veces; algo quisquilloso; malicioso; amigo de retruécanos, anfibologías y ambigüedades; no le importaban los contrasentidos ni la malicia ni la corrupción —teniendo muy en menos los vicios—. No le importan las mentiras si no provienen o buscan enredos, jamás toma el rábano por las hojas, ignora los malos pensamientos porque los descubre fácilmente. Ni fresco, ni amoroso, ni suave. Terco, pertinaz, duro, casado con sus opiniones, porfiado, cabezudo, tieso que tieso pero no duro de mollera, casi irreductible, sordo, impertinente, testarudo, obcecado, pero no fanático; constante, sectario, defensor de sus amigos; empecinado pero sin manías, cumple lo que promete y sabe lo que es hacerse responsable a pesar de su afición a lo irracional. Puntual sin falta, se sale de sí si los demás no lo son.
Amigo de papar moscas, mirar las musarañas, el frío, andar, matar el tiempo, la ociosidad y el buen vino, los aperitivos dulces, las cremas, la repostería, y si de comer se habla todavía no conozco plato —si bien aderezado— al que no le entre como valiente; no tiene, en la mesa, preferencias: lo popular y lo muy preparado en cocina de altos gorros y pinches le tientan por igual. Come —comía ¡ay!— como un tudesco, un gabacho, un aragonés. Dicen: «Después de Dios, la olla»; para él tanto montan, a sus horas. Fue hombre de convites, gastrónomo de taberna y tragaldabas de restaurantes de los más nombrados. Polífago.
Parcial, con preferidos, predilectos, favoritos, debilidades por quienes tal vez no las merecían (¿quién no?), prejuicios (pero capaz fácilmente de echarlos por la borda), obstinado, intolerante, con ciertas obsesiones, de buenas costumbres, sin importarle el que dirán, parece más caviloso, por los años, de lo que es y está.
Inteligente, crítico arbitrario y por lo tanto excelente. Amigo de sus amigos, cuanto más viejos mejor, por su amor a la vida.
Respetuoso del azar. Amante de lo ilógico. Cara de verdugo; de andar ya recargado por sus años, poco dado a demostrar sus efectos, por ahí va al Supermercado, Luis Buñuel a comprar sardinas frescas, si las hay; Noilly-Prat, si se encuentra una botella. Incapaz de viajar con un paquete, feliz de que un amigo le traiga uno de Gitanes. Contradicción hecho arte.

Ínsula, n.º 320-321, 1973.


"Un perro andaluz"

Luis Buñuel y Salvador Dalí

Retrato de Luis Buñuel, por Salvador Dalí


n LUIS BUÑUEL SEGÚN ANDREI TARKOVSKY

1. La textura sensible del filme y la persuación emocional de la obra de arte

La fuerza dominante de sus películas es siempre el inconformismo. Su protesta -furiosa, sin compromisos y acerba- se expresa sobre todo en la textura sensible del filme, y es emocionalmente contagiosa. La protesta no es calculada, ni cerebral ni formulada intelectualmente. Buñuel tiene demasiado instinto artístico como para dejarse llevar por una inspiración política, la cual, desde mi punto de vista, es siempre espuria, si se expresa abiertamente en una obra de arte. La protesta social y política expuesta en sus películas sería, sin embargo, más que sufriente para un buen número de realizadores de menor estatura. Pero por encima de todo, Buñuel es el portador de una conciencia poética. Sabe que la estructura estética no necesita de manifiestos, que el poder del arte no radica ahí, sino en la persuasión emocional, en esa fuerza vital de la que alguna vez ha hablado Gógol, a propósito de la creación artística.
[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50].
2. El cine y las tradiciones culturales nacionales

He de decir que, como problema general, me preocupa mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos como obra de arte ya realizada, desde luego; pero las fuentes, los orígenes del arte, se hallan siempre en un plano nacional. [...] Y al hablar ahora del problema de lo nacional en el arte en general y en la cinematografía en particular, me parece que se explica por qué considero a Kurosawa, a Buñuel y a Bergman, grandes artistas. Precisamente porque estos tres directores han logrado expresar en sus mejores filmes el carácter nacional, es decir, aquello que de particular y concreto caracteriza a una persona de una nacionalidad determinada, y que permite diferenciarlo de otros individuos de otras nacionalidades. Yo no creo que el arte sea cosmopolita. Y no lo creo, porque las mejores obras de arte cinematográfico en la actualidad están ligadas sin excepción a la expresión del espíritu nacional. Esto no es una declaración pseudomística, ni mucho menos. Al contrario, estoy convencido de que el artista sólo puede expresar magistralmente aquello que conoce bien, aquello que ha mamado desde su infancia [...]
El desarrollo del arte español, por ejemplo, la línea que han seguido las tradiciones de España, ilustran muy bien la necesidad que tenemos en la actualidad de reelaborar las viejas tradiciones nacionales, de asimilarlas de una forma nueva, utilizando los problemas contemporáneos, actuales. Para mí, es indudable que el Greco, Cervantes y Goya son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin El Greco, sin Goya, sin Cervantes. Esto es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo, su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El protagonista de esta película es para mí un típico personaje de El Greco, incluso exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto oblicuos, el rostro alargado. Buñuel posee de Cervantes ese anhelo reflejado en Don Quijote, ,que en el filme Nazarín ha hallado una reflexión muy particular y determinada. Para mí, está completamente claro que Buñuel es asombrosamente tradicional y por lo tanto, asombrosamente popular, asombrosamente comprensible y lógico para los españoles y para todos los pueblos que poseen sangre hispana, es decir, que pertenezcan a esa tradición cultural.
[A. T., «La infancia dejada atrás», entrevista por E. Pineda Barnet, Cine Cubano (La Habana)]nº 22 (1964), pp. 31, 33-34.
3. Sobre la tradición artística española

La obra de Buñuel está profundamente arraigada en esta cultura clásica de España. Es sencillamente impensable sin una referencia apasionada a Cervantes y a El Greco, a Lorca y a Picasso, a Salvador Dalí y Arrabal. La obra de éstos, llena de pasiones airadas y tiernas, de tensión y de protesta, surge de un profundísimo amor por su tierra lo mismo que del odio que les domina por entero: odio a todo esquema enemigo de la vida, a todo intento frío y descorazonado de vaciar los cerebros. Ciegos de odio y de sospecha, ellos expulsarán de su campo de visión todo lo que no contenga una referencia vital al hombre, todo lo que no acoja esa chispa divina y ese sufrimiento hecho costumbre que la tierra española, rocosa y caliente hasta la ignición, ha tenido que beber durante siglos. La tensa fuerza rebelde de los paisajes de El Greco, por ejemplo, el devoto ascetismo de sus personajes, la dinámica de las alargadas proporciones internas de sus cuadros, y los colores salvajemente fríos, tan poco característicos de su tiempo, y familiar más bien a los admiradores del arte moderno, dio lugar a la leyenda de que el pintor era astigmático y que esto explicaría su tendencia a deformar las proporciones de los objetos y del espacio. Pero creo que sería una explicación demasiado simplista.
Por su parte, el Don Quijote de Cervantes se convirtió en un símbolo de nobleza, de generosidad, de abnegación y fidelidad; y Sancho Panza, del buen sentido común. Pero Cervantes mismo fue, si tal cosa fuera posible, aún más fiel a su héroe que éste a Dulcinea. En prisión, obnubilado de rabia porque un canalla había publicado sin licencia una segunda parte de las aventuras de Don Quijote, que era una afrenta para el puro y sincero afecto del autor por su vástago, escribió su propia segunda parte de la novela, matando a su héroe al final de ella, para que nadie pudiera en adelante mancillar la sagrada memoria del Caballero de la Triste Figura. Goya se enfrentó sin ayuda ninguna al cruel y endeble poder real y se opuso a la Inquisición. Sus siniestros Caprichos se convirtieron en la personificación de las fuerzas oscuras que odiaba con todo su corazón, y que le arrastraron al terror pánico, animal -que menospreciaba como algo vicioso y que le condujo la batalla quijotesca contra el oscurantismo y la locura-.
La fidelidad a su vocación artística, casi profética -concluía Tarkovski-, ha hecho grandes a estos españoles.
[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]
4. A propósito de Nazarín

Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca, muchos de sus detalles pueden parecernos hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo, algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle de un fresco-. En cierta ocasión, un crítico de cine estableció la siguiente fórmula: «escena "n" = imagen n1 + n2 + n3 + ... + nn». Y en efecto, cualquier escena de una película la percibimos como una secuencia de imágenes en una determinada unidad de tiempo. Esa misma relación es de la que parte el director cinematográfico, cuando se pone a trabajar.
La que en mi opinión es la mejor película de Buñuel, Nazarín (México, 1958), destaca sobre todo por su sencillez. La estructura dramática de la película recuerda la de una parábola, y su protagonista principal, a don Quijote. Nazarín se desarrolla en México. El padre Nazarín, que cree en Dios desde la más profunda convicción religiosa, es una persona abnegada y buena, que sabe lo dura que es la vida en su pequeña ciudad natal, y que se muestra paciente y amigo del pueblo hasta el extremo. No es un sacerdote del miedo, sino que su infinito buen corazón le hace ser un pastor de la conciencia. Su intervención en la vida de los más pobres es un intento constante de ayudarles de todas las maneras posibles, pero a ojos de sus superiores eclesiásticos compromete con ello su dignidad sacerdotal. Alternativas muy simples de la vida, junto con la bondad de Nazarín, que va más allá de todo límite, conducen finalmente a que las autoridades -almas de escribas preocupadas solamente por hacer carrera-, le vean como una carga para la Iglesia y que le expulsen de la ciudad.
El padre Nazarín es bueno sin medida, casi como Cristo, como el príncipe Mishkin o como don Quijote. Y su bondad llega a ser un lugar común y la esperanza de todos aquellos que están «cansados y afligidos». Cuando sale de la pequeña ciudad se le pegan dos mujeres solitarias e infelices. Una -joven y bella- ha sido abandonada por su amante; a la otra -una prostituta digna de lástima- , don Nazarín la había ocultado de la policía. Más adelante, sin querer, Nazarín se convierte en esquirol y ocasión de un derramamiento de sangre. Otro día, él y sus acompañantes atienden en un pueblo a unos apestados, abandonados a su suerte por sus convecinos, arriesgándose sin miedo al contagio. Las gentes se agolpan alrededor de él y solicitan su ayuda llenas de esperanza. En otro pueblo se le pide que cure a un niño enfermo, porque las mujeres le tienen por un santo. Poco a poco se va asustando de que se le venere de esa manera. No es un santo, es sólo una buena persona. De modo totalmente forzoso, resulta cada vez más una víctima de aquellos que desean recibir su ayuda. Un capricho del destino le lleva a la cárcel, donde se ve rodeado de un grupo de presos que le hacen blanco de burlas. Hacia el final de la película, la situación ha llegado a tal punto que cada vez se exigen de Nazarín nuevos sacrificios y sufrimientos y que él, llevado de su modo de pensar consecuente y rectilíneo, considera naturales. Pero el padre Nazarín está cansado. No quiere sufrir más. No ve la interacción entre el bien y el mal, no quiere verla. Él ya no puede renunciar a su modo de vida, aunque tampoco su alma asimila esas contradicciones. La vida y los hombres le condenan al sufrimiento y a la soledad, pues él no admite componendas. Al final, se convierte en un mártir. Esta analogía va implícita en el simbólico final, y hace de la película una especie de parábola.
El autor da por supuesto que el espectador conoce el Evangelio. La escena final alude a aquel pasaje en el que Jesús dice tener sed: «Cuando Jesús supo que todo estaba consumado, para que se cumpliese la Escritura dijo: "tengo sed"».
Exhausto por el sol calcinante, hambriento y lacerado, Nazarín avanza a duras penas por una polvorienta carretera bajo la vigilancia de un carabinero. En ese momento viene a su encuentro una carreta de campesinos. Una mujer del pueblo lleva fruta al mercado. El carabinero compra unas manzanas o naranjas; Nazarín no tiene dinero para comprar él algunas, y se queda a un lado, con la mirada abatida. La mujer le pregunta al carabinero por él, y éste le contesta que es un presidiario. Entonces la mujer coge una piña de su carro y se la da a Nazarín. Don Nazarín se estremece y, profundamente conmovido, comprende la situación. En ese momento, ve representado sensiblemente el texto del Evangelio. Intenta negarse, pero la mujer insiste en entregarle la fruta. Después de haber aceptado este símbolo del sufrimiento hasta el último aliento, sigue su camino hacia su Gólgota por la polvorienta carretera, entre sordos golpes de tambor, con una mirada trágicamente transfigurada.
"El bien es pasivo, el mal activo", dice Buñuel. Y nada más natural que eso: la película se desarrolla en el México de un Porfirio Díaz. Si las experiencias personales del autor le fuerzan a un final de un dramatismo tan intenso, ello no se le puede reprochar al autor; porque son sus experiencias, una experiencias muy concretas y totalmente objetivas. No es infrecuente que nosotros [en los países socialistas] critiquemos a los artistas occidentales por su pesimismo. Pero ellos están en su derecho, y la importancia de su trabajo no se debe medir solamente con arreglo a cuáles son sus convicciones o su compromiso con la lucha [por el socialismo], sino que se debe ver también, y sobre todo, en su actitud de crítica social. Incurriría en un grave error quien pensase que, tras esa opinión del autor, no hay ninguna toma de posición; tanto más, cuanto que, en el caso de Buñuel, sus ideas anticlericales y antiburguesas son no poco activas y progresivas.
La escena final de Nazarín es realmente estremecedora pero -y esto es especialmente importante- no por su simbolismo, que despierta asociaciones con el Evangelio, sino a causa de su gran poder emocional. Es un ejemplo magnífico de la fuerza dominante de la imagen artística sobre la necesaria limitación de su capacidad de enunciar un contenido. Sólo cuando se ha visto Nazarín por segunda o por tercera vez, se llega a percibir el significado racional que encierra.
Sin embargo, un simbolismo de este tipo es para Buñuel una excepción. En una entrevista, dijo una vez que no tenía una especial predilección por los símbolos, pero que en su trabajo creativo le gustaba mucho emplear lo que él denominaba «falsos símbolos». Se refería a esas imágenes de sus películas que, por más que tengan la forma llamativa del símbolo, en el fondo únicamente poseen un significado emocional.
En esta película que comentamos, hay una conversación entre don Nazarín y las mujeres que le acompañan, que es una de esas escenas en las que Buñuel emplea un falso símbolo. Los compañeros de camino están sentados junto al fuego y conversan entre sí. Nazarín ve delante de él un caracol, que va arrastrándose por el camino. Lo coge en la mano y lo contempla durante un rato. El guión y el director han concebido la escena de modo que la conversación se desarrolle paralelamente a la imagen del caracol, pero sin relación alguna con ella. Y sin embargo, Buñuel nos ofrece la posibilidad de contemplar con todo detalle una imagen ampliada del caracol. Este especial énfasis dirige el interés del espectador sobre todo al objeto, y hace que el objeto (o el curso de la acción) tome rasgos de un símbolo despojado de su significado.
Junto a otras muchas cosas, este especial tipo de mistificación activa tanto el interés como el pensamiento del espectador. Al igual que a esos complicados símbolos se les puede negar todo contenido de sentido, también se les puede atribuir, como es natural, un significado de infinita profundidad, cuyo núcleo permanece cerrado, porque existen infinitas posibilidades de interpretación. Esta inasibilidad es precisamente lo que constituye el atractivo de los falsos símbolos tan característicos de la forma de dirigir de Buñuel.
Dentro del modo de trabajar de Buñuel, vamos a fijar nuestra atención en los así llamados «medios prohibidos», de los cuales -se dice una y otra vez- el director abusaría. Nos encontramos ante una cuestión de sumo interés, también, y sobre todo, porque últimamente estos medios están sometidos a una fuerte discusión, y de ninguna manera es Buñuel el único que gusta de recurrir a ellos. En Nazarín tenemos la siguiente escena: la prostituta a la que Nazarín, llevado de su compasión, acoge, despierta en la cama que el protagonista le ha cedido. La mujer tiene fiebre. En una pelea callejera la hirieron con un cuchillo. La sed le atormenta, pero en esa habitación no hay nadie que pueda darle de beber. Entonces, la mujer se deja caer de la cama y se arrastra hasta un jarro, que descubre vacío. Atormentada por la sed, acaba bebiendo de la palangana en la que había sido lavada su herida.
Una posibilidad sería hacer un gesto de asco y rechazar despectivamente cualquier conversación sobre esta escena. Pero, por otra parte, medios estilísticos de este tipo, cercanos al naturalismo (puesto que el naturalismo no es una característica del estilo de determinados artistas, sino más bien una corriente literaria), se encuentran de modo más o menos claro en muchas películas y obras literarias, que todos aplaudimos. Basta pensar en las escenas de hospital de los magníficos Relatos de Sebastopol de León Tolstói; en las escaleras de Odessa de Acorazado Potemkin de Eisenstein, con el coche de niño que baja, golpeando en cada escalón, y el mutilado que cojea, las gafas hechas añicos de la maestra y el ojo desprendido; lo mismo que en aquella escena de la genial película Tierra de Dovzhenko, en la que una mujer, desesperada por la soledad en que se encuentra, corre desnuda por su casa; o en la famosa danza de Chapaiev en paños menores antes de morir; en las torturas que sufren los luchadores de la resistencia en Roma, ciudad abierta; en la escena de Tierras nuevas bajo el arado, de Solojov, en la que Polovzev mata a Choprov y a su mujer, etc.
El arte realista necesita una percepción intensificada de la realidad. Esto se aplica sobre todo a las obras en las que la tensión en el terreno de las ideas debe ser equilibrada por unos sucesos y una «sintaxis de los hechos» realista y detallada. No creo que tenga mucho sentido analizar medios estilísticos de diferentes obras con la sola finalidad de poner de manifiesto que Buñuel no tiene de ninguna manera el monopolio en lo que respecta a «crueldad»; aquí se trata de otra cosa. Es interesante reparar en que, con frecuencia, Buñuel emplea estos medios con arreglo a un principio enteramente original. La película Nazarín, con su estructura uniforme, está en efecto concebida de manera que la tensión va creciendo paulatinamente y no se resuelve más que inmediatamente antes del final. Hay muchas escenas dialogadas que se han grabado de modo extraordinariamente sencillo y, por así decir, como de pasada. También en lo que respecta a la escenificación no necesitan refinamiento ni acento alguno, ni destacar unos rasgos por encima de otros, etc. Este mínimo de medios expresivos por un lado, y la locuacidad por otro, podrían hacernos dudar incluso de la autenticidad del desarrollo de la acción, de una autenticidad a la que la película aspira por principio.
Precisamente en esos momentos es cuando Buñuel emplaza súbitamente su «artillería de grueso calibre», como en la escena en la que la mujer sacia su sed, que ya hemos comentado. Una escena así nos deja una impresión estremecedora, y sobre, todo fuerza al espectador a prestar absoluta fe a cuanto sucede antes y después de lo que ha visto. Este tipo de shocks mantiene al espectador en tensión, de modo que comienza lentamente a esperarlos y se entrega a ese fluido nervioso que el autor crea y conserva en movimiento mediante emociones cargadas negativamente. Sin esa tensión, que se halla en directa dependencia de una serie de impresiones negativas y positivas, no se puede llegar a un movimiento emocional, como sucede también en la pintura, en la que los sentimientos despertados por la composición cromática se basan en las relaciones entre los colores contrarios y complementarios.
El principio de la formación de contrastes no se debe borrar en modo alguno de la lista de los medios estilísticos con los que se puede expresar el movimiento. Elegir los medios de que se vale es un legítimo privilegio del artista, y las discusiones al respecto acaban siempre en juicios de gusto.
Las mejores películas de Buñuel, como Nazarín, Los olvidados (México, 1950) o Viridiana (España- México, 1961), dan buena muestra del valor cívico del artista y de que los problemas que trata son de gran relevancia.

[Texto original publicado en un libro colectivo aparecido en Moscú, en 1979, titulado Luis Buñuel. De esta traducción al castellano: ©José Mardomingo, 1999. Apareció por primera vez en Nueva Revista nº 61 (II/1999), pp. 158 y ss]


Luis Buñuel

Luis Buñuel

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n LUIS BUÑUEL: LOS OLVIDADOS.
Por JULIO CORTÁZAR (1951)

Con todo lo que me gustan los perros, siempre se me ha escapado el andaluz de Buñuel. Tampoco conozco La edad de oro. Buñuel-Dalí, Buñuel-Cocteau, Buñuel-alegres años surrealistas: de todo tuve noticias en su día y a la manera fabulosa, como en el final de Anabase: «Mais de mon frére le poète on a eu des nouvelles... Et quelques-uns en eurent connaissance...» De pronto, sobre un trapo blanco en una salita de París, cuando casi no iba a creerlo, Buñuel cara a cara. Mi hermano el poeta ahí, tirándome imágenes como los chicos tiran piedras, los chicos dentro de las imágenes de Los olvidados, un film mexicano de Luis Buñuel.
He aquí que todo va bien en un arrabal de la ciudad, es decir que la pobreza y la promiscuidad no alteran el orden, y los ciegos pueden cantar y pedir limosna en las plazas, mientras los adolescentes juegan a los toros en un baldío reseco, dándole tiempo de sobra a Gabriel Figueroa para que los filme a su gusto. Las formas —esas garantías oficiales no escritas de la sociedad, ese who's who bien delimitado— se cumplen satisfactoriamente. El arrabal y los gendarmes de facción se miran casi en paz. Entonces entra el Jaibo.
El Jaibo se ha escapado de la correccional y vuelve entre los suyos, a la pandilla sin dinero y sin tabaco. Trae consigo la sabiduría de la cárcel, el deseo de venganza, la voluntad de poderío. El Jaibo se ha quitado la niñez de encima con un sacudón de hombros. Entra en su arrabal al modo del alba en la noche, para revelar la figura de las cosas, el color verdadero de los gatos, el tamaño exacto de los cuchillos en la fuerza exacta de las manos. El Jaibo es un ángel; ante él ya nadie puede dejar de mostrarse como verdaderamente es. Una pedrada en la cara del ciego que cantaba en la plaza, y la fina película de las formas se triza en mil astillas, caen los disimulos y las letargías, el arrabal brinca en escena y juega el gran juego de su realidad. El Jaibo es el que cita al toro, y si la muerte alcanza también para él, poco importa; lo que cuenta es la máquina desencadenada, la hermosura infernal de los pitones que se alzan de pronto a su razón de ser.
Así se instala el horror en plena calle, con una doble medida: el horror de lo que sucede, de eso que, claro, siempre sería menos horrible leído en el diario o visto en una película para uso de delfines; y el horror de estar clavado en la platea bajo la mirada del Jaibo-Buñuel, de ser más que testigo, de ser —si se tiene la honradez suficiente— cómplice. El Jaibo es un ángel, y bien se nos ve en la cara cuando nos miramos unos a otros al salir del cine.
El programa general de Los olvidados no pasa y no quiere pasar de una seca mostración. Buñuel o el antipatetismo: nada de enfoques de agonías al modo de la de Kuksi (En cualquier lugar de Europa) o documentación detallada de un caso (La búsqueda). Aquí los chicos mueren a palos y sin pérdida de tiempo, se pierden en las callejas sin más bienes que un talismán al cuello y un sarape al hombro; aparecen y sucumben como las gentes que encontramos y perdemos en los tranvías; a propósito, para que sintamos nuestra ajenidad responsable. Buñuel no nos da tiempo de pensar, de querer hacer algo por lo menos con un movimiento de conciencia. El Jaibo tira de los hilos, la cosa sigue. «Demasiado tarde», ríe el ángel feroz. «Debiste pensarlo antes. Míralos ahora morir, envilecerse, rodar entre basuras». Y nos lleva delicadamente por la pesadilla. Primero a una calesita empujada por niños jadeantes y extenuados, en la que otros niños que pagan montan los caballitos con dura alegría de reyes. Después un camino desierto donde una pandilla se ensaña con un ciego, o a una calle donde asaltan a un hombre sin piernas y lo dejan de espaldas en el suelo, monstruoso de impotencia y angustia mientras su carrito de ruedas se pierde calle abajo. Una a una, las figuras del drama caen en su nivel básico, el más bajo, el que las formas disimulaban. Gentes a las que teníamos un algo de confianza, se envilecen a última hora. Hay tres inocentes totales, y son tres niños. Uno, «Ojitos», se perderá en la noche con su talismán al cuello, envejecido a los diez años; otro, Pedro, está a punto de salvarse, pero el Jaibo vela y le devuelve su destino, el de morir a palos en un pajar; el tercero, Metche, la niña rubia, recibirá la primera gran lección de vida a cargo de su abuelo: tendrá que ayudarlo a llevar a escondidas el cadáver de Pedro hasta un vaciadero de basuras, donde rodará con todos nosotros en la última escena de la obra. Entre tanto la policía mata al Jaibo, pero se siente que esta reivindicación de las formas sociales es todavía más monstruosa que los dramas desencadenados por él; ahogado el niño, María tapa el pozo. Preferimos al Jaibo, que nos lo ha hecho ver, que nos da la dimensión del pozo a tapar antes que otros niños caigan.
Aquí en París se ha reprochado a Buñuel su evidente crueldad, su sadismo. Los que lo hacen tienen ra z ón y buen gusto, es decir que esgrimen armas dialécticas y estéticas. Personalmente opto aquí por las armas que se emplean en las faenas de la película; no sé que un asesinato sugerido por gritos y sombras sea más meritorio o excusable que la visión directa de lo que ocurre. En el «Journal» de Ernst Jünger, que acaba de publicarse aquí, el autor y sus amigos del comando alemán «oyen hablar» de las cámaras letales donde se extermina a los judíos, cosa que les produce «marcada desazón», porque podría ocurrir que fuese cierto... Así también los escamoteos del horror desazonan parsimoniosamente a los públicos; por eso es bueno que de tiempo en tiempo a un señor se le atraviese el asado y la pera melba, y para eso está Buñuel. Yo le debo una de las peores noches de mi vida, y ojalá mi insomnio, padre de esta nota, valga en otros para obra más directa y fecunda. No creo demasiado en la docencia del cine, pero sí en la lenta maduración de testimonios. Un testimonio vale por sí, no por su intención ejemplarizadora. Los olvidados barre con la mayoría de las películas convencionales sobre problemas de infancia; acabar con ellas sitúa y delimita su propia importancia. Como ciertos hombres y ciertas cosas, es un faro al modo que lo entendía Baudelaire; quizá su proyección en las pantallas del mundo lo convierta en «un cri répété par mille sentinelles...»
Esta noche me acuerdo del señor Valdemar. Como las gentes del arrabal de Buñuel, como el estado universal de cosas que lo hace posible, el señor Valdemar está ya descompuesto, pero la hipnosis (imposición de una forma ajena, de un orden que no es el suyo propio) lo retiene en una estafa de vida, una apariencia satisfactoria. El señor Valdemar está todavía de nuestro, lado, y todos rodeamos el lecho del señor Valdemar.
Entonces entra el Jaibo.

Capítulo extraído del libro “Obra Crítica II”, de Julio Cortázar, editado por Alfaguara.

Carlos Fuentes, Luis Buñuel y Julio Cortázar


Luis Buñuel y Jean Cocteau

Luis Buñuel y Catherine Deneuve

n CARTA DE OCTAVIO PAZ A LUIS BUÑUEL, A PROPÓSITO DE LA PROYECCIÓN EN CANNES, DE 1951, DE "LOS OLVIDADOS"
Cannes, 11 de abril 1951
M. Luis Buñuel
México D.F.

Querido Buñuel:
Ayer presentamos Los olvidados. Creo que la batalla con el público y la crítica la hemos ganado. Mejor dicho, la ha ganado su película. No sé si el Jurado le otorgará el Gran Premio. Lo que si es indudable es que todo el mundo consideraba que —por lo menos hasta ahora— Los olvidados es la mejor película exhibida en el Festival.
Así, tenemos seguro (con, naturalmente, las reservas, sorpresas y combinaciones de última hora) un premio.
Ahora le contaré un poco cómo pasaron las cosas. El día 1 de abril (apenas supe que era delegado gubernamental entrevisté a Karal, delegado de la industria, o de los distribuidores, no sé aún a ciencia cierta). Karal y su mujer se mostraban totalmente escépticos. No solamente no creían en su película, sino que adiviné que no les gustaba. Claro que me pareció inútil discutir con ellos. Sabía que en ocho días —y ante opiniones de gente que ellos consideraban— cambiarían. Así ocurrió. Ahora Karal proclama que Los olvidados obtendrán el gran premio.
Cuando llegué a Cannes el 3 me di cuenta de que ni México ni Karal habían preparado la presentación. No teníamos folletos, publicaciones, nada. Tampoco se había hecho la menor propaganda, ni se había utilizado la admiración y amistad que aquí se le profesa. Mi primera preocupación fue movilizar la opinión. Por fortuna, el mismo día 3 encontré varios amigos (periodistas y cineastas) que con todo desinterés —y por amistad hacía su obra— se dedicaron a hacer de Los olvidados «el film del Festival». Entre ellos debo mencionar a Simone Rebreuilh (amiga suya), Kyrou (un chico amigo de Breton), Fréderic y Langlois (de la Cinemateca), etc. En primer término visitaron a Jacques Prévert (que se ha portado de un modo maravilloso). Logramos la colaboración de Jean Cocteau y Marc Chagall. (Picasso, que prometió asistir, no pudo o no quiso —¿política de partido?— concurrir a la representación. De todos modos sus amigos estuvieron con nosotros). Movilizamos también a la prensa, señalando a los conocidos que se trataba de una gran película. Cocteau llamó varias veces a la Secretaria General, pidiendo folletos, etc. Finalmente, 24 horas antes, distribuimos el texto que escribí sobre usted. En suma, creamos una atmósfera de expectación. Hay que decir que Karal los últimos días, despertó y nos ayudó. Dancingers se presentó a última hora y —aunque tarde— también fue eficaz.
Ayer el teatro estaba lleno como en sus grandes días. Algo iba a pasar. Distribuimos a nuestros amigos estratégicamente. Pero no hubo batalla. Su película fue aclamada, aunque —claro está— parece que hay incomprensiones: los refinados, algún grupo comunista (esto último no lo puedo asegurar, aunque me dicen que Sadoul encontró el film demasiado negativo e inutilizable). El público aplaudió varios fragmentos: el del sueño, la escena erótica entre el Jaibo y la madre, la del pederasta y Pedro, el diálogo entre Pedro y su madre, etc. Al final, grandes aplausos. Pero sobre todo, una profunda, hermosa emoción. Salimos, como se dice en español, con la garganta seca. Hubo un momento —cuando el Jaibo quiere sacarle los ojos a Pedro— que algunos sisearon. Fueron callados por los aplausos.
Los comentarios no pueden ser más entusiastas. Prévert declaró que era la mejor película que había visto en los últimos diez años. Cocteau citó a Goethe, quien había afirmado que el mejor músico de su época era Beethoven [sic]. ¿Y Mozart? le dijeron: «—Mozart no es el primero, ni el segundo. Es único, está aparte». Así dijo de Buñuel. Ni es el primero, ni el segundo: es único. Está solo— Pudovkin afirmó que se trataba de un gran film lleno de optimismo en los valores humanos [*]. Esta opinión desconcertará a los periodistas comunistas. Hoy por la mañana la Radiodifusión francesa invitará a todas esas personalidades para pedirles opiniones. Ya se las enviaremos. También le remitiremos los recortes de prensa. Y por lo pronto puede usted utilizar para la prensa lo que le cuento, omitiendo, naturalmente, los detalles íntimos que son sólo para usted, como la actitud de Karal.
Tengo que pedirle un favor: agregue en la página cinco del artículo que le envié, a continuación de grandes y pequeñas estrellas, lo siguiente: «Sabíamos que Rodolfo Halffter es un gran músico. Ignorábamos que la música —arte dotado de irreductibles poderes de encantación— era de tal modo capaz de fundirse a la acción. Imagen visual, sonido y movimiento fílmico forman un todo indivisible. La música de Halffter posee una calidad que no es exagerado llamar interior. Quiero decir: no acompaña el drama, no lo subraya, ni lo comenta: brota de la acción, es su respuesta fatal, su necesario complemento ¡lograda unidad!».
Le ruego agregar este párrafo porque no solo me parece justo sino porque no me perdonaría a mí mismo haber olvidado a Halffter. Asimismo le suplico que mande copiar el artículo y se lo envíe a Fernando Benítez, director de Novedades. Sería bueno que el artículo apareciese con una breve nota en la que se mencionase el éxito de Los olvidados y las opiniones que le transcribo en esta carta
Y nada más, sino un cordial saludo de su amigo [1].
Octavio Paz
Le escribiré después con nuevos detalles.
*. Chagall declaró que no estaba sorprendido: «sabía que usted era un gran artista. Felicitó también a Figueroa y Halffter [sic]».
1. ¿Es necesario repetirle que estoy orgulloso de luchar por una película como Los olvidados?



n “EL POETA BUÑUEL”.
Por OCTAVIO PAZ

La aparición de La edad de oro y El perro andaluz señalan la primera irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros films de Buñuel reside en que, apenas tocadas por las manos de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones (sociales, morales o artísticas) de que está hecha nuestra realidad. Y de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con solo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos films son un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y solo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad.
Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan, un film documental que en su género es también una obra maestra. En esta película el poeta Buñuel se retira; calla, para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los films surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así este documental es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. Él las explica y las justifica. Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada con la realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española –Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso– consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo con la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones más o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada.
Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados. Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte, Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra, de mayor y más total desesperación: la puerta del sueño parece cerrada para siempre; solo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos –que ha hecho más espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras–, Buñuel construye una película en la que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados –la infancia delincuente– ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un film realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida, también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea.
La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor condensación corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin “estrellas”; por eso, también la discreción del “fondo musical”, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos; y finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paisaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, mas siempre implacable, de un paisaje urbano. El espacio físico y humano en que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La cuidad, con todo lo que esta palabra entraña de solidaridad humana, es lo ajeno y lo extraño. Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro, un gran No que cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre sí mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de sí mismo, sino por la calle larga de la muerte. El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra.
La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad que, sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelva a funcionar, solo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere, pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esta ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad.; ésta, la del destino.
Los olvidados no es un film documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un film estético, en el que solo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en la tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante, que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado más lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción, Los olvidados posee un acento que no hay más remedio que llamar racial (en el sentido en que los toros tienen “casta”). La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego ya lo hemos visto en la picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velásquez y Murillo. Esos palos –palos de ciego– son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión –aun a través del crimen– no son ni pueden ser sino mexicanos. Así, en la escena clave de la película –la escena onírica– el tema de la madre se resuelve en la cena en común, en el festín sagrado. Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo mexicano: Coaticlue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante la sangre. La búsqueda del “otro”, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan así la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad.
Testimonio de nuestro tiempo, el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio, conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada, excepto su propia libertad, los constriñe o coacciona.

Cannes, 4 de abril de 1951



"Los Olvidados"

"Los olvidados"

"Los olvidados"

n LA MUERTE DE BUÑUEL
Por SERGE DANEY

Para empezar, número redondos. Buñuel nace en 1900, poco después que el cine y el psicoanálisis. Al mismo tiempo que el siglo. Tiene treinta años cuando deja atónito a todo el mundo (“La edad de oro”, 1930). Tiene cincuenta cuando efectúa su primer come-back mejicano (“Los olvidados”, 1950). Sesenta cuando escandaliza nuevamente a su país natal (“Viridiana”, 1960), y setenta cuando le dice adiós (“Viridiana”, 1970, sublime).En buena lógica, Buñuel habría debido morir en 1990 o en 200, pero la eternidad no le decía mucho. “Morir y desaparecer para siempre no me parece horrible, es perfecto. Todo lo contrario, es la posibilidad de ser eterno lo que verdaderamente me aterra.”
Sobre la obra de Buñuel se ha tenido todo el tiempo para decirlo todo. Habrá siempre voluntarios para interpretarla, e ingenuos para pensar que el cine está hecho de símbolos. Sobre lo que no cesó de obsesionarlo a lo largo de su vida, no hay nada que agregar. Los “ismos” con los que se cruzó en su camino (surrealismo, comunismo, fetichismo, catolicismo, onirismo), se pueden encontrar todos en las historias del cine. Sobre sí mismo, y sobre lo que él tuvo a bien decir sobre el tema, no queda mucho por agregar: una vida ordenada, un matrimonio feliz, una buena dosis de seriedad en el trabajo, y placeres simples (el vino, el whisky). Sobre su estilo, no vale la pena agregar un epílogo: filmó siempre lo más frontalmente posible situaciones complicadas que tenían relación con el estudio de las costumbres, con la etología burguesa y con la ciencia de los sueños. Un documentalista.
¿Dónde está el misterio, entonces? Ni en la vida ni en la obra. En la carrera. En sus dientes de sierra. ¿Y qué es lo que muere hoy con Buñuel (luego de Renoir y Chaplin)? Un acierta manera, para un cineasta, de estar en el siglo y de tener, además de la edad de sus arterias, la edad del cine. La idea de que el tiempo no es un enemigo, que se lo pierde al querer ganarlo, que siempre permanece. La “carrera” de Buñuel, es simplemente una de las aventuras más sorprendentes del cine. He aquí un hombre que empezó por sobrevivir modestamente a los tres cañonazos de un comienzo inolvidable (“Un perro andaluz”, “La edad de oro” y “Las Hurdes”). He aquí un cineasta que no encontró nada mejor que comenzar su primera película (pagado con el dinero de su madre) con la imagen de un ojo cortado que sigue cortando el aliento. He aquí un hombre que, durante quince años, parece haberse olvidado de luchar para hacer sus films a cualquier precio. Un as de la vanguardia que acepta producir (en España) y dirigir (en México) films puramente comerciales. Un español sordo que, en su ocaso, ha dejado los retratos más francófonos de la burguesía francesa. Para resumir, un hombre que nunca hizo lo que quiso, pero siempre lo que pudo. Y que siguió siendo él mismo.
Cuando se habla de humanismo, o se dice que es “humano”, se designa con ello las flaquezas que, por una generosidad mezclada con pusilánime consuelo, se ha decidido “pasar por alto”. El humanismo de Buñuel no tiene nada que ver con esto. Es más bien la honestidad (la moral) de un hombre que acepta quedar en toma directa con sus propias contradicciones, sin soñar demasiado con “resolverlas”, sin querer escapar al destino común, sin despreciar este destino. Un artesano riguroso que, cuando declara la guerra, sabe bien que no puede dejar de declararla. Ni ganarla. Pero que siempre sabrá diferenciar entre las concesiones sobre lo que es secundario, y la traición respecto de lo principal.
Como todos los que parecen librar al público una obra codificada y mensajes cifrados, Buñuel fue el tipo mismo del cineasta a interpretar, y por lo tanto a recuperar. Pero se apresuró con suficiente lentitud, y vivió lo suficiente como para desalentar a sus exégetas. No porque cambiara él, sino porque cambiaban ellos. Algunas ideas tan fijas como simples, testarudas como insectos, indiferentes a las modas, le permitieron decir dos o tres cosas, pero en todos los idiomas. En el de la vanguardia, en el de el melodrama popular, en el de la qualité française. Eran en verdad pocas cosas. Que el deseo hace vivir y que su objeto es finalmente oscuro; que el hombre tomado como animal erectus es el único objeto de estudio que importa; que el hombre-animal social vive en una dulce inmoralidad; que toda verdad, sobre todo provisoria, se puede decir.
En los films franceses de su última época, de “Belle de jour” a “Ese oscuro objeto del deseo”, tuvo la última palabra sobre sus comentadores: todo el mundo, de repente, vuelve a descubrir que un símbolo no tiene necesariamente que ser explicado, que el inconsciente es un gozoso jeroglífico, que los fantasmas dan risa, que lo real es irónico, y que la burguesía tiene incluso un discreto encanto. Algunos años antes, había declarado en sustancia que el deseo de encontrar una explicación a todo era un vicio burgués. Quitándole a su público ese deseo, lo ha, de alguna manera, “liberado”. Buñuel sigue siendo un cineasta único. Más que un inventor de formas, un documentalista sobre las formas del inconsciente, o sobre sus formaciones, más bien. Cada uno de sus films, es, en cierto sentido, como un sueño. Los más logrados tienen la nitidez de aquellos que uno ha podido recordar completamente: su comicidad literal viene de aquí. Los menos logrados son aquellos de los que sólo recordamos por pedazos. ¡Qué importa!: se trata siempre de los sueños, de una capacidad de trascribirlos y de serles fiel. Fue en calidad de soñador muy despierto que Buñuel siguió la aventura del cine, o mejor, que la dobló (como el doblez de un traje). Como un hombre libre.


1° de agosto de 1983





"Viridiana"

n FILMOGRAFÍA:

* Etapa final (1964-1977):

"Ese oscuro objeto del deseo" (1977). Director, guionista y editor (producción franco-española)
"El fantasma de la libertad" (1974). Director, guionista y encargado de efectos sonoros (producción francesa)
"El discreto encanto de la burguesía" (1972). Director y guionista (producción franco-hispano-italiana)
"Tristana" (1970). Director, guionista y editor (producción hispano-franco-italiana)
"La vía láctea" (1969). Director, guionista y editor (producción franco-italiana)
"Bella de día" (1966). Director y guionista (producción franco-italiana)
"Dario de una camarera" (1964). Director y guionista (producción franco-italiana)

Etapa mexicana (1946-1964):

"Simón del desierto" (1964). Director, guionista y editor (mediometraje)
"El ángel exterminador" (1962). Director, guionista y editor
"Viridiana" (1961). Director, guionista y editor (coproducción con España)
"La joven" (1960). Director, guionista y editor (coproducción con los Estados Unidos)
"Los ambiciosos" (1959). Director y guionista (adaptación) (versiones en español y francés) (coproducción con Francia)
"Nazarín" (1958). Director, guionista y editor
"La muerte en este jardín" (1956). Director, guionista y editor (coproducción con Francia)
"Eso se llama la aurora" (1955). Director, guionista y editor (producción franco-italiana)
"Ensayo deun crimen" (1955). Director, guionista y editor
"El río y la muerte" (1954). Director, guionista y editor
"Abismos de pasión" (1953). Director, guionista y editor
"La ilusión viaja en tranvía" (1953). Director y editor
"Él" (1952). Director, guionista y editor
"El bruto" (1952). Director, guionista y editor
"Robinson Crusoe" (1952). director, guionista y editor (coproducción con los Estados Unidos)
"La hija del engaño" (1951). Director y compositor
"Una mujer sin amor" (1951). Director
"Subida al cielo" (1951). Director, guionista y editor
"Los olvidados" (1950). Director, guionista y editor
“Si usted no puede, yo sí” (1950) .... guionista
"Susana" (1950). Director, guionista y editor
"El gran calavera" (1949). Director y editor
"Gran casino" (1946). Director, guionista y editor

Primera etapa (1928-1937):

“Madrid 1936 (España leal en armas)” (1936) . Realizador del montaje (documental) (producción española en el exilio)
“¡Centinela, alerta!” (1936) . Productor ejecutivo (producción española)
“¿Quién me quiere a mí?” (1936) . Productor ejecutivo (producción española)
“Don Quintín el amargao” (1935) . Productor ejecutivo (producción española)
“La hija de Juan Simón” (1935) . Productor ejecutivo (producción española)
“Las Hurdes” (Tierra sin pan) (1932) . Director, guionista y editor (cortometraje documental) (producción española)
"La edad de oro" (1930). Director, guionista, editor y musicalizador (mediometraje) (producción francesa)
“Un perro andaluz" (1928) . Director, guionista, editor y musicalizador (cortometraje) (producción francesa)

2 comentarios:

  1. Cuántas cosas, qué producción ¡Muy bueno el ciclo de cine! Gracias

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  2. Gracias a vos, amigo... ¡te esperamos!...

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